lunes, 8 de abril de 2013

14/04/2013 - 3º domingo de Pascua (C)

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Homilias de José Antonio Pagola

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José Antonio Pagola: He recibido con satisfacción la resolución definitiva de la Congregación Romana para la Doctrina de la Fe sobre mi libro, Jesús.Aproximación histórica.


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14 de abril de 2013

3º domingo de Pascua (C)



EVANGELIO

Jesús se acerca, toma el pan y se lo da; y lo mismo el pescado.

+ Lectura del santo evangelio según san Juan 21,1-19

En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera:
Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos.
Simón Pedro les dice:
- Me voy a pescar.
Ellos contestan:
- Vamos también nosotros contigo.
Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús.
Jesús les dice:
- Muchachos, ¿tenéis pescado?
Ellos contestaron:
- No.
Él les dice:
- Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.
La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro:
- Es el Señor.
Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces.
Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan.
Jesús les dice:
- Traed de los peces que acabáis de coger.
Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y, aunque eran tantos, no se rompió la red.
Jesús les dice:
- Vamos, almorzad.
Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor.
Jesús se acerca, toma el pan y se lo da; y lo mismo el pescado.
Ésta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos.
Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro:
- Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?
Él le contestó:
- Sí, Señor, tú sabes que te quiero.
Jesús le dice:
- Apacienta mis corderos.
Por segunda vez le pregunta:
- Simón, hijo de Juan, ¿me amas?
Él le contesta:
- Sí, Señor, tú sabes que te quiero.
Él le dice:
- Pastorea mis ovejas.
Por tercera vez le pregunta:
- Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?
Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si le quería y le contestó:
- Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero.
Jesús le dice:
- Apacienta mis ovejas.
Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras.
Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios.
Dicho esto, añadió:
- Sígueme.

Palabra de Dios.

HOMILIA

2012-2013 -
14 de abril de 2013


AL AMANECER

En el epílogo del evangelio de Juan se recoge un relato del encuentro de Jesús resucitado con sus discípulos a orillas del lago Galilea. Cuando se redacta, los cristianos están viviendo momentos difíciles de prueba y persecución: algunos reniegan de su fe. El narrador quiere reavivar la fe de sus lectores.
Se acerca la noche y los discípulos salen a pescar. No están los Doce. El grupo se ha roto al ser crucificado su Maestro. Están de nuevo con las barcas y las redes que habían dejado para seguir a Jesús. Todo ha terminado. De nuevo están solos.
La pesca resulta un fracaso completo. El narrador lo subraya con fuerza: "Salieron, se embarcaron y aquella noche no cogieron nada". Vuelven con las redes vacías. ¿No es ésta la experiencia de no pocas comunidades cristianas que ven cómo se debilitan sus fuerzas y su capacidad evangelizadora?
Con frecuencia, nuestros esfuerzos en medio de una sociedad indiferente apenas obtienen resultados. También nosotros constatamos que nuestras redes están vacías. Es fácil la tentación del desaliento y la desesperanza. ¿Cómo sostener y reavivar nuestra fe?
En este contexto de fracaso, el relato dice que "estaba amaneciendo cuando Jesús se presentó en la orilla". Sin embargo, los discípulos no lo reconocen desde la barca. Tal vez es la distancia, tal vez la bruma del amanecer, y, sobre todo, su corazón entristecido lo que les impide verlo. Jesús está hablando con ellos, pero "no sabían que era Jesús".
¿No es éste uno de los efectos más perniciosos de la crisis religiosa que estamos sufriendo? Preocupados por sobrevivir, constatando cada vez más nuestra debilidad, no nos resulta fácil reconocer entre nosotros la presencia de Jesús resucitado, que nos habla desde el Evangelio y nos alimenta en la celebración de la cena eucarística.
Es el discípulo más querido por Jesús el primero que lo reconoce:"¡Es el Señor!". No están solos. Todo puede empezar de nuevo. Todo puede ser diferente. Con humildad pero con fe, Pedro reconocerá su pecado y confesará su amor sincero a Jesús:"Señor, tú sabes que te quiero". Los demás discípulos no pueden sentir otra cosa.
En nuestros grupos y comunidades cristianas necesitamos testigos de Jesús. Creyentes que, con su vida y su palabra nos ayuden a descubrir en estos momentos la presencia viva de Jesús en medio de nuestra experiencia de fracaso y fragilidad. Los cristianos saldremos de esta crisis acrecentando nuestra confianza en Jesús. Hoy no somos capaces de sospechar su fuerza para sacarnos del desaliento y la desesperanza.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2009-2010 – CON LOS OJOS FIJOS EN JESÚS
18 de abril de 2010

SIN JESÚS NO ES POSIBLE

Aquella noche no cogieron nada.

El encuentro de Jesús resucitado con sus discípulos junto al lago de Galilea está descrito con clara intención catequética. En el relato subyace el simbolismo central de la pesca en medio de mar. Su mensaje no puede ser más actual para los cristianos: sólo la presencia de Jesús resucitado puede dar eficacia al trabajo evangelizador de sus discípulos.
El relato nos describe, en primer lugar, el trabajo que los discípulos llevan a cabo en la oscuridad de la noche. Todo comienza con una decisión de Simón Pedro: «Me voy a pescar». Los demás discípulos se adhieren a él: «También nosotros nos vamos contigo». Están de nuevo juntos, pero falta Jesús. Salen a pescar, pero no se embarcan escuchando su llamada, sino siguiendo la iniciativa de Simón Pedro.
El narrador deja claro que este trabajo se realiza de noche y resulta infructuoso: «aquella noche no cogieron nada». La «noche» significa en el lenguaje del evangelista la ausencia de Jesús que es la Luz. Sin la presencia de Jesús resucitado, sin su aliento y su palabra orientadora, no hay evangelización fecunda.
Con la llegada del amanecer, se hace presente Jesús. Desde la orilla, se comunica con los suyos por medio de su Palabra. Los discípulos no saben que es Jesús. Sólo lo reconocerán cuando, siguiendo dócilmente sus indicaciones, logren una captura sorprendente. Aquello sólo se puede deber a Jesús, el Profeta que un día los llamó a ser "pescadores de hombres".
La situación de no pocas parroquias y comunidades cristianas es crítica. Las fuerzas disminuyen. Los cristianos más comprometidos se multiplican para abarcar toda clase de tareas: siempre los mismos y los mismos para todo. ¿Hemos de seguir intensificando nuestros esfuerzos y buscando el rendimiento a cualquier precio, o hemos de detenernos a cuidar mejor la presencia viva del Resucitado en nuestro trabajo?
Para difundir la Buena Noticia de Jesús y colaborar eficazmente en su proyecto, lo más importante no es "hacer muchas cosas", sino cuidar mejor la calidad humana y evangélica de lo que hacemos. Lo decisivo no es el activismo sino el testimonio de vida que podamos irradiar los cristianos.
No podemos quedarnos en la "epidermis de la fe". Son momentos de cuidar, antes que nada, lo esencial. Llenamos nuestras comunidades de palabras, textos y escritos, pero lo decisivo es que, entre nosotros, se escuche a Jesús. Hacemos muchas reuniones, pero la más importante es la que nos congrega cada domingo para celebrar la Cena del Señor. Sólo en él se alimenta nuestra fuerza evangelizadora.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2006-2007 – HACERNOS DISCÍPULOS DE JESÚS
22 de abril de 2007

CUALQUIERA NO SIRVE

¿Me amas?

Después de comer con los suyos a la orilla del lago, Jesús inicia una conversación con Pedro. El diálogo ha sido trabajado cuidadosamente, pues tiene como objetivo recordar algo de gran importancia para la comunidad cristiana: entre los seguidores de Jesús sólo está capacitado para ser guía y pastor quien se distingue por su amor a él.
No ha habido ocasión en que Pedro no haya manifestado su adhesión absoluta a Jesús por encima de los demás. Sin embargo, en el momento de la verdad es el primero en negarlo. ¿Qué hay de verdad en su adhesión? ¿Puede ser guía y pastor de los seguidores de Jesús?
Antes de confiarle su «rebaño», Jesús le hace la pregunta fundamental: ¿Me amas más que estos? No le pregunta: ¿Te sientes con fuerzas? ¿Conoces bien mi doctrina? ¿Te ves capacitado para gobernar a los míos? No. Es el amor a Jesús lo que capacita para animar, orientar y alimentar a sus seguidores como lo hacía él.
Pedro le responde con humildad y sin compararse con nadie: Tú sabes que te quiero. Pero Jesús le repite dos veces más su pregunta de manera cada vez más incisiva: ¿Me amas? ¿Me quieres de verdad? La inseguridad de Pedro va creciendo. Cada vez se atreve menos a proclamar su adhesión. Al final se llena de tristeza. Ya no sabe qué responder: Tú lo sabes todo.
A medida que Pedro va tomando conciencia de la importancia del amor, Jesús le va confiando su rebaño para que cuide, alimente y comunique vida a sus seguidores, empezando por los más pequeños y necesitados: los corderos.
Con frecuencia se relaciona a jerarcas y pastores sólo con la capacidad de gobernar con autoridad o de predicar con garantía la verdad. Sin embargo, hay adhesiones a Cristo, firmes, seguras y absolutas que, vacías de amor, no capacitan para cuidar y guiar a los seguidores de Jesús.
Pocos factores son más decisivos para la conversión de la Iglesia que la conversión de los jerarcas, obispos, sacerdotes y dirigentes religiosos al amor a Jesús. Somos nosotros los primeros que hemos de escuchar su pregunta: ¿Me amas más que éstos? ¿Amas a mis corderos y a mis ovejas?

José Antonio Pagola

HOMILIA

2003-2004 – A QUIÉN IREMOS
25 de abril de 2004

¿ME AMAS?

¿Me amas...?

Esta pregunta que el resucitado dirige a Pedro nos recuerda a todos los que nos decimos creyentes que la vitalidad de la fe no es un asunto de comprensión intelectual, sino de amor a Jesucristo.
Es el amor lo que permite a Pedro entrar en una relación viva con Cristo resucitado y lo que nos puede introducir también a nosotros en el misterio cristiano. El que no ama, apenas puede «entender» algo acerca de la fe cristiana.
No hemos de olvidar que el amor brota en nosotros cuando comenzamos a abrirnos a otra persona en una actitud de confianza y entrega que va siempre más allá de razones, pruebas y demostraciones. De alguna manera, amar es siempre «aventurarse» en el otro.
Así sucede también en la fe cristiana. Yo tengo razones que me invitan a creer en Jesucristo. Pero si le amo, no es en último término por los datos que me facilitan los investigadores ni por las explicaciones que me ofrecen los teólogos, sino porque él despierta en mí una confianza radical en su persona.
Pero hay algo más. Cuando queremos realmente a una persona concreta, pensamos en ella, la buscamos, la escuchamos, nos sentimos cerca. De alguna manera, toda nuestra vida queda tocada y transformada por esa persona, por su vida y su misterio.
La fe cristiana es «una experiencia de amor». Por eso, creer en Jesucristo es mucho más que «aceptar verdades» acerca de él. Creemos realmente cuando experimentamos que él se va convirtiendo en el centro de nuestro pensar, nuestro querer y todo nuestro vivir.
Un teólogo tan poco sospechoso de frivolidades como K. Rahner no duda en afirmar que sólo podemos creer en Jesucristo «en el supuesto de que queramos amarle y tengamos valor para abrazarle».
Este amor a Jesucristo no reprime ni destruye nuestro amor a las personas. Al contrario, es justamente el que puede darle su verdadera hondura, liberándolo de la mediocridad y la mentira. Cuando se vive en comunión con Cristo es más fácil descubrir que eso que llamamos tantas veces «amor» no es sino el «egoísmo sensato y calculador» de quien sabe comportarse hábilmente sin arriesgarse nunca a amar con desinterés a nadie.
La experiencia del amor a Cristo podría darnos fuerzas para liberar nuestra existencia de tanta sensatez fría y calculadora, para amar incluso sin esperar siempre alguna ganancia, para renunciar al menos alguna vez a pequeñas y mezquinas ventajas en favor de otro.
Tal vez algo realmente nuevo se produciría en nuestras vidas si fuéramos capaces de escuchar con sinceridad la pregunta del resucitado: «Tú, ¿me amas?»

José Antonio Pagola

HOMILIA

2000-2001 – BUSCAR LAS RAÍCES
29 de abril de 2001

VIVIR ENAMORADO

Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?

El canadiense B. Lonergan ha sido el último teólogo que ha recordado de manera penetrante que «creer es estar enamorado de Dios». ¿Qué puede pensar hoy alguien que escuche esta afirmación? Por lo general, los teólogos no hablan de estas cosas, ni los predicadores se detienen en sentimentalismos de este género. Y, sin embargo, ¿qué otra cosa puede ser confiarse a un Dios que es sólo Amor?
Nada nos acerca con más verdad al núcleo de la fe cristiana que la experiencia del enamoramiento. La idea no es la «genialidad» de un teólogo piadoso, sino la tradición constante de la teología mística que arranca del cuarto evangelio: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor».
El enamoramiento es, probablemente, la experiencia cumbre de la existencia humana. Nada hay más gozoso. Nada llena tanto el corazón. Nada libera con más fuerza de la soledad y del egoísmo. Nada ilumina y potencia con más plenitud la vida. Los místicos lo saben. Por eso, cuando hablan de su fe y entrega a Dios, se expresan como los enamorados.
Se sienten tan atraídos por Él que Dios comienza a ser el centro de su vida. Lo mismo que el enamorado llega a vivir de alguna manera en la persona amada, así les sucede a ellos. No sabrían vivir sin Dios. Él llena su vida de alegría y de luz. Sin Él les invadiría la tristeza y la pena. Nada ni nadie podría llenar el vacío de su corazón.
Alguien podría pensar que todo esto es para personas especialmente dotadas para vivir el misterio de Dios. En realidad, estos creyentes enamorados de Dios nos están diciendo hacia dónde apunta la verdadera fe. Ser creyente no es vivir «sometido» a Dios y a sus mandatos. Antes que nada, es vivir «enamorado» de Dios.
Para el enamorado no es ningún peso recordar a la persona amada, sintonizar con ella, corresponder a sus deseos. Para el creyente enamorado de Dios no es ninguna carga estar en silencio ante él, acogerlo en oración, escuchar su voluntad, vivir de su Espíritu. Aunque lo olvidemos una y otra vez, la religión no es obligación, es enamoramiento.
En este contexto la escena evangélica del cuarto evangelio cobra una hondura especial. La pregunta de Jesús a Pedro es decisiva: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» La respuesta de Pedro es conmovedora: «Señor, tú lo conoces todo, tú sabes que te quiero».

José Antonio Pagola

HOMILIA

1997-1998 – UN CAMINO DIFERENTE
26 de abril de 1998

EXPERIENCIA DE DIOS

Tú sabes que te quiero.

Se cita hoy con frecuencia un texto de Karl Rahner, considerado por él mismo como su testamento: «El hombre religioso de mañana será un místico, una persona que haya experimentado algo, o no podrá ser religioso, pues la religiosidad del mañana no será ya compartida en base a una convicción pública unánime y obvia. » La idea del gran teólogo alemán es clara. En el futuro la religiosidad no podrá sustentarse en el ambiente socio-cultural como en tiempos pasados. Será religiosa la persona que conozca alguna experiencia de Dios. Sin esa experiencia no habrá fe religiosa.
En realidad, hablar de «experiencia de Dios» es idolatría. Dios no puede ser objeto directo de ningún conocimiento o experiencia. Dios no es una cosa o un ente que pueda ser captado por nosotros. Un «ser divino» construido por nosotros siempre sería un ídolo, aunque fuese sólo de nuestra mente.
La experiencia de Dios no es tampoco una experiencia de nuestro «yo profundo». Se vive desde lo profundo, pero trasciende nuestro «yo» y no se reduce a «psicologismo». Nos abrimos a Dios precisamente cuando no nos paramos en nosotros mismos. «Ensimismarse» en uno mismo no sería experiencia de Dios, sino un espantoso narcisismo en el que siempre puede caer una falsa religiosidad.
La experiencia de Dios se inicia cuando la persona percibe la dimensión de profundidad e infinito que hay en todo. Yo no agoto el fondo de la realidad. Yo no soy, no puedo ser ni existir desde mí mismo. Reconocer mis propios límites es empezar a hacerme consciente de que hay «algo más» más allá de todo, algo que se me escapa, pero que está ahí fundando y sosteniendo la realidad: una «Presencia fundante».
Esta experiencia de Dios no es patrimonio de ninguna religión o Iglesia. Todo ser humano puede intuirla si vive hasta el fondo las experiencias humanas básicas del placer, la belleza, el amor, la bondad, la angustia o el dolor. En todo podemos percibir que no vivimos fundados en nosotros mismos, sino que «vivimos, nos movemos y existimos» en Dios.
La fe cristiana no hace sino ahondar desde Cristo en esta experiencia y darle un contenido más concreto. Lo que funda y sostiene toda la realidad es el amor infinito e insondable de Dios. Podemos vivir con confianza. Estamos sostenidos desde nuestras raíces por el Amor. Quien se abre a Dios se reconoce salvado.
Precisamente por esto, el relato evangélico de Juan pone en boca de Jesús la pregunta a la que hemos de responder cada uno desde la propia experiencia: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» La respuesta del creyente es humilde pero sincera: «Señor tú conoces todo, tú sabes que te quiero

José Antonio Pagola

HOMILIA

1994-1995 – VIVIR DESPIERTOS
30 de abril de 1995

¿DONDE ESTA DIOS?

Simón, hijo de Juan, ¿me amas?

La crisis religiosa está dejando a no pocos sin las seguridades sobre las que se apoyaba en otros tiempos su vida cristiana. Bastantes tienen, incluso, la impresión de que Dios ha desaparecido. De aquella fe que veía a Dios en todas partes, se está pasando al dónde está Dios?» De la religiosidad que confesaba «todo habla de Dios», se está llegando a su silencio total.
Todo parece conducir al «eclipse de Dios». Se van borrando poco a poco las huellas de su presencia. Cada vez parece más difícil escuchar su voz. La pregunta religiosa más radical de nuestros tiempos ha venido a ser ésta: ¿Dónde está Dios? ¿Dónde podemos encontrarnos con él?
Dios sigue estando, sin duda, presente en la vida de los hombres y mujeres de este final de siglo. Son muchas las cosas que lo ocultan, pero nada tanto como nuestra propia ceguera. Muchos ruidos apagan su voz, pero no tanto como nuestra sordera. Por eso, para encontrarse con él, no basta preguntar «¿dónde está Dios?»Es necesario también preguntarse: «¿dónde estamos nosotros?»
Dios no es encontrado de cualquier forma. Su presencia no aflora en cualquier conciencia. ¿Cómo podrá percibirlo quien vive fuera de sí, separado de su raíz, volcado sobre sus posesiones, disperso en sus quehaceres? La parábola de Jesús sigue cumpliéndose también hoy: los convidados no escuchan la invitación porque andan «ocupados en sus tierras y sus negocios». El encuentro con Dios es posible cuando la persona pasa de la superficialidad a la atención interior, de la dispersión al centro de su ser, y, sobre todo, del egoísmo al amor.
Quien vive siempre volcado hacia lo exterior no puede percibir la presencia de Dios. Lo primero es recuperar el deseo de interpretar y vivir la propia vida desde dentro. «No quieras ir fuera de ti, es en el hombre interior donde habita la verdad» (san Agustín).
Tampoco se puede escuchar a Dios cuando se vive de forma dispersa y fragmentada, en función de una agenda y no de un proyecto de vida. Es necesario llegar al centro de la persona. El gran teólogo suizo, H. von Balthasar, dice que «el hombre es un ser con un misterio en su corazón, que es mayor que él mismo». Ahí resuena de forma callada pero permanente la voz de Dios.
Pero, sobre todo, no puede presentir a Dios en su vida quien vive manipulando a los demás, organizándolo todo en función de su bienestar, dominado sólo por su propio interés. La razón es clara. Lo vieron desde el principio los primeros creyentes: «Quien no ama, no conoce a Dios, porque Dios es Amor» (1 Juan 4, 7). Quien vive de forma egoísta e interesada, ¿qué puede entender de amor y gratuidad?, ¿cómo va a presentir el misterio último de la existencia? Tal vez, todos hemos de escuchar en el fondo del corazón la misma pregunta que escuchó Pedro de labios de Jesús: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?»

José Antonio Pagola

HOMILIA

1991-1992 – SIN PERDER LA DIRECCIÓN
3 de mayo de 1992

¿ME AMAS?

¿Me amas...?

Esta pregunta que el resucitado dirige a Pedro nos recuerda a todos los que nos decimos creyentes que la vitalidad de la fe no es un asunto de comprensión intelectual, sino de amor a Jesucristo.
Es el amor lo que permite a Pedro entrar en una relación viva con Cristo resucitado y lo que nos puede introducir también a nosotros en el misterio cristiano. El que no ama, apenas puede «entender» algo acerca de la fe cristiana.
No hemos de olvidar que el amor brota en nosotros cuando comenzamos a abrirnos a otra persona en una actitud de confianza y entrega que va siempre más allá de razones, pruebas y demostraciones. De alguna manera, amar es siempre «aventurarse» en el otro.
Así sucede también en la fe cristiana. Yo tengo razones que me invitan a creer en Jesucristo. Pero si le amo, no es en último término por los datos que me facilitan los investigadores ni por las explicaciones que me ofrecen los teólogos, sino porque él despierta en mí una confianza radical en su persona.
Pero hay algo más. Cuando queremos realmente a una persona concreta, pensamos en ella, la buscamos, la escuchamos, nos sentimos cerca. De alguna manera, toda nuestra vida queda tocada y transformada por esa persona, por su vida y su misterio.
La fe cristiana es «una experiencia de amor». Por eso, creer en Jesucristo es mucho más que «aceptar verdades» acerca de él. Creemos realmente cuando experimentamos que él se va convirtiendo en el centro de nuestro pensar, nuestro querer y todo nuestro vivir.
Un teólogo tan poco sospechoso de frivolidades como K. Rahner no duda en afirmar que sólo podemos creer en Jesucristo «en el supuesto de que queramos amarle y tengamos valor para abrazarle».
Este amor a Jesucristo no reprime ni destruye nuestro amor a las personas. Al contrario, es justamente el que puede darle su verdadera hondura, liberándolo de la mediocridad y la mentira. Cuando se vive en comunión con Cristo es más fácil descubrir que eso que llamamos tantas veces «amor» no es sino el «egoísmo sensato y calculador» de quien sabe comportarse hábilmente sin arriesgarse nunca a amar con desinterés a nadie.
La experiencia del amor a Cristo podría darnos fuerzas para liberar nuestra existencia de tanta sensatez fría y calculadora, para amar incluso sin esperar siempre alguna ganancia, para renunciar al menos alguna vez a pequeñas y mezquinas ventajas en favor de otro.
Tal vez algo realmente nuevo se produciría en nuestras vidas si fuéramos capaces de escuchar con sinceridad la pregunta del resucitado: «Tú, ¿me amas?»

José Antonio Pagola

HOMILIA

1988-1989 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
9 de abril de 1989

EL GESTO FINAL

Jesús se presentó en la orilla.

Durante muchos años, J. P. Sartre ha sido en Europa el predicador más escuchado del existencialismo ateo. El mensaje de su ateísmo caló hondamente en las generaciones de la postguerra: Dios no existe. El hombre está solo, arrojado a este mundo absurdo, prisionero de su propia libertad, abocado a la “nada” final.
Según Sartre, “es absurdo que hayamos nacido y es absurdo que muramos”. El hombre no es sino “una pasión inútil” y la muerte, un hecho brutal y absurdo que nos convierte en “despojo de los supervivientes”. Este es el resultado de su devastador análisis.
Sin embargo, al final de su vida y después de un intenso contacto con su amigo judío, Benny Levy, creyente en Dios, escribía así en el Nouvel Observateur de París (marzo de 1980): “Yo me siento, no como un polvo aparecido en el mundo, sino como un ser esperado, provocado, prefigurado, como un ser que no parece poder venir sino de un Creador y esta idea de una mano creadora que me hubiera creado me reenvía hacia Dios”.
Naturalmente, sus amigos más cercanos protestaron vivamente. Simone de Beauvoir habló de un Sartre enfermo y acabado, fatigado, influenciable y sin lucidez.
Sin embargo, el hecho es de importancia grande. El representante máximo de un ateísmo desesperanzado parece haber preferido, al final, abrirse al misterio y no quedar encerrado en el absurdo.
Ahora llega hasta mis manos un artículo del gran escritor francés Jean Gitton en Le Figaro donde comenta así el gesto de Sartre: “Cómo hemos de interpretar las palabras de la última hora, del último momento, cuando liberado de su “personaje”, reducido a su sola persona, uno es, por fin, él mismo?... Yo me inclino ante el último gesto de J.P. Sartre. Veo en este gesto el rastro de una valentía soberana, la que nos permite desmentirnos para acabarnos eternamente”.
He recordado al autor de “El ser o la nada”, al leer de nuevo el maravilloso relato de San Juan. Los hombres nos sentimos, con frecuencia, pescadores que se fatigan trabajando “de noche” y sin pescar “nada”. Es fácil sentir entonces la tentación de que la vida es “una pasión inútil”. Se nos olvida que cada uno de nosotros somos “un ser esperado” por ese Cristo que vive resucitado en la orilla de la vida eterna.
Es bueno que antes de cerrar los ojos y despedirnos de este mundo, sepamos todos desmentirnos de nuestros errores y equivocaciones, para abrirnos humildemente al misterio santo de un Dios que nos espera, aunque junto a nosotros haya quienes nos tachen de debilidad. cobardía o ceguera.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1985-1986 – BUENAS NOTICIAS
13 de abril de 1986

ALGUIEN NOS ESPERA

Venid a comer.

El verdadero y decisivo problema que tiene planteado la humanidad es «el problema del futuro». ¿Qué va a ser de todos y cada uno de nosotros? ¿Qué va a ser de mí mismo, de mi familia, mis proyectos, mis aspiraciones? ¿Qué va a ser de mis hijos, de mi pueblo, de la humanidad entera? ¿En qué van a terminar nuestras luchas, trabajos y esfuerzos?
Son bastantes los que sintiéndose «hombres de mente moderna» rechazan la esperanza cristiana como pura mitología carente de todo valor. Utopías fantásticas propias de una época aún no iluminadas por la razón.
Los pensadores marxistas pretenden enseñarnos hoy a vivir con otro realismo, sin poner nuestra mirada en ilusiones vacías y engañosas. Hemos de aceptar con resignación nuestra propia muerte individual. Lo importante es que la sociedad continúa y es en el progreso y en el desarrollo de esa sociedad siempre mejor, donde debemos poner nuestra esperanza. Así escribe el marxista checo V. Gardaysky: «Mi suerte es para mí, el fin de las esperanzas, a pesar de lo cual constituye una esperanza pura obrar para la sociedad». La muerte es la derrota personal de cada individuo pero, gracias a la aportación de cada uno de nosotros, la sociedad progresa y camina con esperanza hacia el futuro.
Quizás son hoy bastantes los que, sin ser marxistas, tienen una concepción de la muerte muy semejante a la de este pensador. Pero, ¿se ha resuelto así el problema de nuestro futuro? ¿Es ésa toda la esperanza que podemos tener?
¿Qué decir entonces de todos los que han sufrido en el pasado y han muerto sin ver cumplidas sus esperanzas? ¿Qué decir de nosotros mismos que no tardaremos en formar parte de ese número de personas que no han visto colmadas sus ansias infinitas de felicidad?
¿Hay que abandonar a la desesperación y al absurdo a todos los débiles, los vencidos, los tarados, los viejos, y todos aquellos que no pueden contribuir al progreso de la sociedad, porque no pertenecen a la élite de quienes empujan la historia hacia un futuro feliz?
Pero además, ¿podemos tener la seguridad de que la sociedad está progresando hacia ese mundo feliz que el hombre busca como su verdadera patria? Este mundo cada vez más dominado por el hombre, ¿no es un mundo cada vez más lleno de amenazas? ¿No se perfila cada vez con más claridad la posibilidad de un final catastrófico más que de una consumación feliz?
Los cristianos creemos que cuando se desvanece la esperanza en la Resurrección y la salvación de Dios, el mundo no se enriquece sino que se vacía de sentido y queda privado de horizonte.
Nosotros creemos que sólo Cristo resucitado, en quien Dios nos ha abierto una esperanza definitiva de futuro, nos puede proteger de la desesperación, del vacío, del sin-sentido y de la tristeza, de la frustración final.
Por eso, mientras nos afanamos «en medio del mar» de la vida, tenemos puesta nuestra mirada en ese Resucitado que nos espera «en la orilla» y nos invitará a saciar por fin toda nuestra hambre de felicidad: «Venid a comer».

José Antonio Pagola

HOMILIA

1982-1983 – APRENDER A VIVIR
17 de abril de 1983

LA OTRA ORILLA

Jesús se presentó en la orilla.

Entre nosotros, quizás nadie ha confesado con tanta firmeza y rotundidad su perfecto agnosticismo como el profesor E. Tierno Galván.
Su actitud puede resultar fuertemente escandalosa a más de un creyente poco acostumbrado a escuchar de cerca la confesión de un ateo. Y, sin embargo, es fácil que muchos «cristianos», aun sin atreverse a confesarlo explícitamente, se sientan identificados con sus palabras: «Yo vivo perfectamente en la finitud y no necesito más».
¿Por qué plantearse tantas cuestiones sobre Dios y la otra vida? Lo importante es aprender a aceptar con realismo esta vida sin «echar de menos a Dios» ni soñar con la vida del más allá.
Hablar de «resurrección» es síntoma de un infantilismo propio de quien vive todavía en un estadio precientífico. Lo más sensato es despreocuparse de la otra vida. Sólo existe lo que tenemos ante nuestros ojos. No hay más. Debemos aprender a vivir y a perecer sin refugiarnos en ilusiones de pervivencia y resurrección.
La postura de Tierno Galván, ¿no resulta demasiado segura y satisfecha para ofrecernos la verdadera clave de la suerte misteriosa que nos está reservada a los hombres?
¿Es ésta la postura «más sensata», o la resignación de quien se rinde ante lo inevitable, mientras en su interior todo es protesta?
Sin duda, este mundo finito tiene un sentido válido y verdadero. Tiene sentido el amor de unos esposos, el nacimiento de unos hijos, el trabajo por una humanidad nueva, la lucha por unos tiempos mejores.
Pero la verdad de las cosas finitas sólo se ve desde su final. Y si un día todo va a perecer, surgen en nosotros preguntas que nos impiden vivir y morir con seguridad y satisfacción.
¿Por qué la vida, la fuerza y la salud tienen que caminar inevitablemente hacia su final? ¿Por qué el asesino tiene que triunfar sobre la víctima? ¿Cómo se puede hacer verdadera justicia a quienes a lo largo de la historia han muerto por defenderla? ¿Qué sentido tiene la vida infrahumana de los menos privilegiados de nuestra sociedad?
Los cristianos creemos que la vida del hombre, sin el horizonte de Cristo resucitado es «trabajar de noche sin lograr pescar nada definitivo».
Pero la noche tiene un amanecer. En medio del mar nos esforzamos por vislumbrar la orilla donde Alguien nos espera. A tientas, pero con fe, confiamos el futuro último de nuestra historia al Dios que ha resucitado a Jesucristo.

José Antonio Pagola

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