lunes, 25 de marzo de 2013

31/03/2013 - Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor (C)

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Homilias de José Antonio Pagola

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31 de marzo de 2013

Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor (C)



EVANGELIO

Él había de resucitar de entre los muertos.

+ Lectura del santo evangelio según san Juan 20, 1-9

El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo:
-«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto. »
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.

Palabra de Dios.

HOMILIA

2012-2013 -
31 de marzo de 2013


ENCONTRARNOS CON EL RESUCITADO

Según el relato de Juan, María de Magdala es la primera que va al sepulcro, cuando todavía está oscuro, y descubre desconsolada que está vacío. Le falta Jesús. El Maestro que la había comprendido y curado. El Profeta al que había seguido fielmente hasta el final. ¿A quién seguirá ahora? Así se lamenta ante los discípulos: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto".
Estas palabras de María podrían expresar la experiencia que viven hoy no pocos cristianos: ¿Qué hemos hecho de Jesús resucitado? ¿Quién se lo ha llevado? ¿Dónde lo hemos puesto? El Señor en quien creemos, ¿es un Cristo lleno de vida o un Cristo cuyo recuerdo se va apagando poco a poco en los corazones?
Es un error que busquemos "pruebas" para creer con más firmeza. No basta acudir al magisterio de la Iglesia. Es inútil indagar en las exposiciones de los teólogos. Para encontrarnos con el Resucitado es necesario, ante todo, hacer un recorrido interior. Si no lo encontramos dentro de nosotros, no lo encontraremos en ninguna parte.
Juan describe, un poco más tarde, a María corriendo de una parte a otra para buscar alguna información. Y, cuando ve a Jesús, cegada por el dolor y las lágrimas, no logra reconocerlo. Piensa que es el encargado del huerto. Jesús solo le hace una pregunta: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿a quién buscas?".
Tal vez hemos de preguntarnos también nosotros algo semejante. ¿Por qué nuestra fe es a veces tan triste? ¿Cuál es la causa última de esa falta de alegría entre nosotros? ¿Qué buscamos los cristianos de hoy? ¿Qué añoramos? ¿Andamos buscando a un Jesús al que necesitamos sentir lleno de vida en nuestras comunidades?
Según el relato, Jesús está hablando con María, pero ella no sabe que es Jesús. Es entonces cuando Jesús la llama por su nombre, con la misma ternura que ponía en su voz cuando caminaban por Galilea: "¡María!". Ella se vuelve rápida: "Rabbuní, Maestro".
María se encuentra con el Resucitado cuando se siente llamada personalmente por él. Es así. Jesús se nos muestra lleno de vida, cuando nos sentimos llamados por nuestro propio nombre, y escuchamos la invitación que nos hace a cada uno. Es entonces cuando nuestra fe crece.
No reavivaremos nuestra fe en Cristo resucitado alimentándola solo desde fuera. No nos encontraremos con él, si no buscamos el contacto vivo con su persona. Probablemente, es el amor a Jesús conocido por los evangelios y buscado personalmente en el fondo de nuestro corazón, el que mejor puede conducirnos al encuentro con el Resucitado.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2009-2010 – CON LOS OJOS FIJOS EN JESÚS
4 de abril de 2010

¿DÓNDE BUSCAR AL QUE VIVE?

La fe en Jesús, resucitado por el Padre, no brotó de manera natural y espontánea en el corazón de los discípulos. Antes de encontrarse con él, lleno de vida, los evangelistas hablan de su desorientación, su búsqueda en torno al sepulcro, sus interrogantes e incertidumbres.
María de Magdala es el mejor prototipo de lo que acontece probablemente en todos. Según el relato de Juan, busca al crucificado en medio de tinieblas, «cuando  aún estaba oscuro». Como es natural, lo busca «en el sepulcro». Todavía no sabe que la muerte ha sido vencida. Por eso, el vacío del sepulcro la deja desconcertada. Sin Jesús, se siente perdida.
Los otros evangelistas recogen otra tradición que describe la búsqueda de todo el grupo de mujeres. No pueden olvidar al Maestro que las ha acogido como discípulas: su amor las lleva hasta el sepulcro. No encuentran allí a Jesús, pero escuchan el mensaje que les indica hacia dónde han de orientar su búsqueda: « ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado».
La fe en Cristo resucitado no nace tampoco hoy en nosotros de forma espontánea, sólo porque lo hemos escuchado desde niños a catequistas y predicadores. Para abrirnos a la fe en la resurrección de Jesús, hemos de hacer nuestro propio recorrido. Es decisivo no olvidar a Jesús, amarlo con pasión y buscarlo con todas nuestras fuerzas, pero no en el mundo de los muertos. Al que vive hay que buscarlo donde hay vida.
Si queremos encontrarnos con Cristo resucitado, lleno de vida y de fuerza creadora, lo hemos de buscar, no en una religión muerta, reducida al cumplimiento y la observancia externa de leyes y normas, sino allí donde se vive según el Espíritu de Jesús, acogido con fe, con amor y con responsabilidad por sus seguidores.
Lo hemos de buscar, no entre cristianos divididos y enfrentados en luchas estériles, vacías de amor a Jesús y de pasión por el Evangelio, sino allí donde vamos construyendo comunidades que ponen a Cristo en su centro porque, saben que «donde están reunidos dos o tres en su nombre, allí está Él».
Al que vive no lo encontraremos en una fe estancada y rutinaria, gastada por toda clase de tópicos y fórmulas vacías de experiencia, sino buscando una calidad nueva en nuestra relación con él y en nuestra identificación con su proyecto. Un Jesús apagado e inerte, que no enamora ni seduce, que no toca los corazones ni contagia su libertad, es un "Jesús muerto". No es el Cristo vivo, resucitado por el Padre. No es el que vive y hace vivir.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2006-2007 – HACERNOS DISCÍPULOS DE JESÚS
8 de abril de 2007

NO ESTÁ ENTRE LOS MUERTOS

No sabemos dónde lo han puesto.

¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado. Según Lucas, éste es el mensaje que escuchan las mujeres en el sepulcro de Jesús. Sin duda, el mensaje que hemos de escuchar también hoy sus seguidores. ¿Por qué buscamos a Jesús en el mundo de la muerte? ¿Por qué cometemos siempre el mismo error?
¿Por qué buscamos a Jesús en tradiciones muertas, en fórmulas anacrónicas o en citas gastadas? ¿Cómo nos encontraremos con él, si no alimentamos el contacto vivo con su persona, si no captamos bien su intención de fondo y nos identificamos con su proyecto de una vida más digna y justa para todos?
¿Cómo nos encontraremos con el que vive, ahogando entre nosotros la vida, apagando la creatividad, alimentando el pasado, autocensurando nuestra fuerza evangelizadora, suprimiendo la alegría entre los seguidores de Jesús?
¿Cómo vamos a acoger su saludo de Paz a vosotros, si vivimos descalificándonos unos a otros? ¿Cómo vamos a sentir la alegría del resucitado, si estamos introduciendo miedo en la Iglesia? Y, ¿cómo nos vamos a liberar de tantos miedos, si nuestro miedo principal es encontramos con el Jesús vivo y concreto que nos transmiten los evangelios?
¿Cómo contagiaremos fe en Jesús vivo, si no sentimos nunca arder nuestro corazón, como los discípulos de Emaús? ¿Cómo le seguiremos de cerca, si hemos olvidado la experiencia de reconocerlo vivo en medio de nosotros, cuando nos reunimos en su nombre?
¿Dónde lo vamos a encontrar hoy, en este mundo injusto e insensible al sufrimiento ajeno, si no lo queremos ver en los pequeños, los humillados y crucificados? ¿Dónde vamos a escuchar su llamada, si nos tapamos los oídos para no oír los gritos de los que sufren cerca o lejos de nosotros?
Cuando María Magdalena y sus compañeras contaron a los apóstoles el mensaje que habían escuchado en el sepulcro, ellos no las creyeron. Este es también hoy nuestro riesgo: no escuchar a quienes siguen a un Jesús vivo.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2003-2004 – A QUIÉN IREMOS
11 de abril de 2004

EL NUEVO ROSTRO DE DIOS

Que había de resucitar de entre los muertos.

Ya no volvieron a ser los mismos. El encuentro con Jesús, lleno de vida después de su ejecución, transformó totalmente a sus discípulos. Lo empezaron a ver todo de manera nueva. Dios era el resucitador de Jesús. Pronto sacaron las consecuencias.
Dios es amigo de la vida. No había ahora ninguna duda. Lo que había dicho Jesús era verdad: «Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos». Los hombres podrán destruir la vida de mil maneras, pero si Dios ha resucitado a Jesús, esto significa que sólo quiere la vida para sus hijos. No estamos solos ni perdidos ante la muerte. Podemos contar con un Padre que, por encima de todo, incluso por encima de la muerte, nos quiere ver llenos de vida. En adelante, sólo hay una manera cristiana de vivir. Se resume así: poner vida donde otros ponen muerte.
Dios es de los pobres. Lo había dicho Jesús de muchas maneras, pero no era fácil creerle. Ahora es distinto. Si Dios ha resucitado a Jesús, quiere decir que es verdad: «felices los pobres porque le tienen a Dios». La última palabra no la tiene Tiberio ni Pilato, la última decisión no es de Caifás ni de Anás. Dios es el último defensor de los que no interesan a nadie. Sólo hay una manera de parecerse a él: defender a los pequeños e indefensos.
Dios resucita a los crucificados. Dios ha reaccionado frente a la injusticia criminal de quienes han crucificado a Jesús. Si lo ha resucitado es porque quiere introducir justicia por encima de tanto abuso y crueldad como se comete en el mundo. Dios no está del lado de los que crucifican, está con los crucificados. Sólo hay una manera de imitarlo: estar siempre junto a los que sufren, luchar siempre contra los que hacen sufrir.
Dios secará nuestras lágrimas. Dios ha resucitado a Jesús. El rechazado por todos ha sido acogido por Dios. El despreciado ha sido glorificado. El muerto está más vivo que nunca. Ahora sabemos cómo es Dios. Un día él «enjugará todas nuestras lágrimas, y no habrá ya muerte, no habrá gritos ni fatigas. Todo eso habrá pasado».

José Antonio Pagola

HOMILIA

2000-2001 – BUSCAR LAS RAÍCES
15 de abril de 2001

NO CUALQUIER ALEGRIA

Que él había de resucitar de entre los muertos.

¿Se puede celebrar la Pascua cuando en buena parte del mundo es Viernes Santo? ¿Es posible la alegría cuando tanta gente sigue crucificada? ¿No hay algo de falsedad y cinismo en nuestros cantos de gozo pascual? No son preguntas retóricas, sino interrogantes que le nacen al creyente desde el fondo de su corazón cristiano.
Parece que sólo podríamos vivir alegres en un mundo sin llantos ni dolor, aplazando nuestros cantos y fiestas hasta que llegue un mundo feliz para todos, y reprimiendo nuestro gozo para no ofender el dolor de las víctimas. La pregunta es inevitable: si no hay alegría para todos, ¿qué alegría podemos alimentar en nosotros?
Ciertamente, no se puede celebrar la Pascua de cualquier manera. La alegría pascual no tiene nada que ver con la satisfacción de unos hombres y mujeres que celebran complacidos su propio bienestar, ajenos al dolor de los demás. No es una alegría que se vive y se mantiene a base de olvidar a quienes sólo conocen una vida desgraciada.
La alegría pascual es otra cosa. Estamos alegres, no porque han desaparecido el hambre y las guerras, ni porque han cesado las lágrimas, sino porque sabemos que Dios quiere la vida, la justicia y la felicidad de los desdichados. Y lo va a lograr. Un día, «enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte, ni habrá más llanto, ni gritos, ni dolor» (Ap 21, 4). Un día, todo eso habrá pasado.
Nuestra alegría pascual se alimenta de esta esperanza. Por eso, no olvidamos a quienes sufren. Al contrario, nos dejamos conmover y afectar por su dolor, dejamos que nos incomoden y molesten. Saber que Dios hará justicia a los crucificados no nos vuelve insensibles. Nos anima a luchar contra la insensatez y la maldad hasta el fin de los tiempos. No lo hemos de olvidar nunca: cuando huimos del sufrimiento de los crucificados no estamos celebrando la Pascua del Señor, sino nuestro propio egoísmo.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1997-1998 – UN CAMINO DIFERENTE
12 de abril de 1998

SÍ A LA VIDA

Vio y creyó.

La resurrección de Cristo despierta en el creyente la esperanza en una vida eterna más allá de la muerte, pero es, al mismo tiempo, un estímulo decisivo para impulsar la vida ahora mismo en esta tierra. Los teólogos señalan con razón que la luz con que Cristo resucitado se aparece a los discípulos no fue considerada como «resplandor de la mañana de la eternidad», sino como «luz del primer día de la nueva creación» (J. Moltmann). La Pascua no es sólo anuncio de vida eterna. Es también «vivificación» de nuestra condición actual.
Creer en la resurrección de Cristo es mucho más que adherirse a un dogma. De la fe pascual nace en el verdadero creyente un amor nuevo a la vida. Una afirmación de la vida a pesar de los males, las injusticias, los sufrimientos y la misma muerte. Una lucha apasionada contra todo lo que puede ahogarla, estropearla o destruirla.
Este amor a la vida cura recuerdos dolorosos y libera de miedos y humillaciones que bloquean la expansión sana de la persona. Dios nos quiere llenos de vida. Esta convicción pascual conduce a luchar contra la resignación y la pasividad. Orienta nuestra libertad hacia todo lo que es vida y ayuda a desplegar las posibilidades que Dios ha sembrado en cada ser humano.
Este sí total a la vida es una de las primeras experiencias del Espíritu del Resucitado al que no sin razón se le llama «fons vitae», fuente de vida. Quien vive de él no se acostumbra a la muerte, no se hace insensible a las víctimas, no se entumece ante los que sufren. Decir sí a la vida es decir no a la violencia y la destrucción, no a la miseria y al hambre, no a lo que mata y envilece.
Este amor a la vida genera una «vitalidad» que nada tiene que ver con las filosofías vitalistas enraizadas en la «voluntad de poder» (E Nietzsche) o con el «culto a la salud» de la sociedad occidental. Es más bien «el coraje de existir» (P Tillich) propio de quien vive con la esperanza de que Dios ama la vida, quiere para el hombre la vida y tiene poder para resucitarla cuando queda destruida por la muerte.
En uno de los primeros discursos que se recuerdan de los discípulos, Pedro llama al Resucitado «el autor de la vida» (Hch 3, 15). Es una expresión de hondo contenido, pues realmente Cristo resucitado es el que engendra en nosotros verdadera vida. Es bueno recordarlo y celebrarlo en esta mañana de Pascua.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1994-1995 – VIVIR DESPIERTOS
16 de abril de 1995

LA PROPIA EXPERIENCIA

Vio y creyó.

No es suficiente el testimonio de los primeros discípulos para que se despierte en nosotros la fe en Cristo resucitado. No bastan tampoco las explicaciones de los exégetas o los argumentos de los teólogos. La resurrección de Cristo es un acontecimiento que, por su propia naturaleza, supera lo que un ser humano puede testificar a otros.
Sin duda, es legítimo y necesario analizar con rigor lo acontecido después de la ejecución de Jesús y tratar de comprobar a qué se debe esa transformación radical de unos hombres que antes se resistían a creer en Jesús y ahora arriesgan su vida por el resucitado. Este testimonio apostólico constituye el punto de arranque de la fe cristiana, pero no basta para «fundamentar» el acto de fe de cada creyente. Para que se despierte la «fe pascual» es necesaria también la propia experiencia de cada uno.
El planteamiento acertado podría formularse así: Estos primeros discípulos han vivido unas determinadas experiencias que a ellos los han llevado a creer en Cristo resucitado. ¿Con qué experiencias podemos contar nosotros hoy para agregarnos a su fe? Apoyados en su testimonio, ¿qué nos puede llevar a nosotros a creer en un Cristo vivo? Sugiero dos experiencias básicas.
Muchas personas no saben lo que es leer personalmente el Evangelio y, con ello, se privan de una experiencia fundamental: la escucha directa de las palabras de Jesús. Quien lo hace, no puede evitar tarde o temprano una pregunta decisiva: ¿Con qué me encuentro aquí?, ¿con las palabras de un profeta del pasado, cuyo contenido resulta cada vez más anacrónico y desfasado a medida que pasan los años y los siglos, o con el mensaje de alguien que está vivo y sigue hablando palabras que son «espíritu y vida»? ¿Es lo mismo leer a Platón o Dostoievski que escuchar este mensaje?
Otra experiencia básica es la eucaristía cristiana vivida con el corazón abierto al misterio. ¿Qué es esa liturgia?, ¿un entretenimiento religioso de fin de semana para satisfacer necesidades oscuras del ser humano o encuentro con alguien que está vivo?, ¿cantamos sin ser escuchados por nadie?, ¿nos dirigimos a un difunto desaparecido hace mucho tiempo?, ¿la comunión es sólo un hermoso símbolo vacío de contenido real? O más bien ¿somos alimentados y confortados por alguien que sigue vivo en medio de nosotros? ¿Es lo mismo celebrar un congreso sobre Hegel que reunirnos en nombre de Cristo para confesar nuestra esperanza?
Ante el misterio último de la vida donde se sitúa en definitiva la fe en Cristo resucitado no sirven los discursos teóricos ni las explicaciones de otros. Cada uno ha de hacer su propio recorrido y vivir su experiencia. De lo contrario corre el riesgo de hablar «de oídas». La fiesta de Pascua es una invitación a abrir el corazón.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1991-1992 – SIN PERDER LA DIRECCIÓN
19 de abril de 1992

VIVIR RESUCITANDO

Vio y creyó.

Los cristianos hablamos casi siempre de la resurrección de Cristo como de un acontecimiento que constituye el fundamento de nuestra propia resurrección y es promesa de vida eterna, más allá de la muerte. Pero, muchas veces, se nos olvida que esta resurrección de Cristo es, al mismo tiempo, el punto de partida para vivir ya desde ahora de manera renovada y con un dinamismo nuevo.
Quien ha entendido un poco lo que significa la resurrección del Señor, se siente urgido a vivir ya esta vida como «un proceso de resurrección», muriendo al pecado y a todo aquello que nos deshumaniza, y resucitando a una vida nueva, más humana y más plena.
No hemos de olvidar que el pecado no es sólo ofensa a Dios. Al mismo tiempo, es algo que paga siempre con la muerte, pues mata en nosotros el amor, oscurece la verdad en nuestra conciencia, apaga la alegría interior, arruina nuestra dignidad humana.
Por eso, vivir «resucitando» es hacer crecer en nosotros la vida, liberarnos del egoísmo estéril y parasitario, iluminar nuestra existencia con una luz nueva, reavivar en nosotros la capacidad de amar y de crear vida.
Tal vez, el primer signo de esta vida renovada es la alegría. Esa alegría de los discípulos «al ver al Señor». Una alegría que no proviene de la satisfacción de nuestros deseos ni del placer que producen las cosas poseídas ni del éxito que vamos logrando en la vida. Una alegría diferente que nos inunda desde dentro y que tiene su origen en la confianza total en ese Dios que nos ama por encima de todo, incluso, por encima de la muerte.
Hablando de esta alegría, Macario el Grande dice que, a veces, a los creyentes «se les inunda el espíritu de una alegría y de un amor tal que, si fuera posible, acogerían a todos los hombres en su corazón, sin distinguir entre buenos y malos)). Es cierto. Esta alegría pascual impulsa al creyente a perdonar y acoger a todos los hombres, incluso a los más enemigos, porque nosotros mismos hemos sido acogidos y perdonados por Dios.
Por otra parte, de esta experiencia pascual nace una actitud nueva de esperanza frente a todas las adversidades y sufrimientos de la vida, una serenidad diferente ante los conflictos y problemas diarios, una paciencia grande con cualquier persona.
Esta experiencia pascual es tan central para la vida cristiana que puede decirse sin exagerar que ser cristiano es, precisamente, hacer esta experiencia y desgranarla luego en vivencias, actitudes y comportamiento a lo largo de la vida.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1988-1989 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
26 de marzo de 1989

ACONTECIMIENTO DECISIVO

Vio y creyó...

No es fácil evocar hoy la “explosión de vida” que significó la resurrección de Jesús que puso en marcha el cristianismo.
No nos damos cuenta hasta qué punto estamos configurados por una cultura obsesionada por el análisis y la valoración de “los fenómenos observables”, pero miope para sintonizar con todo aquello que no pueda ser reducido a datos controlables.
Nos creemos superiores a generaciones pasadas sólo porque hemos logrado técnicas más sofisticadas para verificar la realidad de nuestro pequeño mundo y no nos damos cuenta de que hemos perdido capacidad para abrirnos a las realidades más importantes de la existencia.
La resurrección no es un acontecimiento más, que puede y debe ser aislado y analizado desde fuera. No es un fenómeno que hay que iluminar desde el exterior, darle un sentido desde otras verificaciones más sólidas y fiables.
La resurrección, por el contrario, es el acontecimiento decisivo desde donde se nos revela el misterio último de todo, el que lo ilumina todo desde su interior, el que da sentido a toda nuestra existencia.
La resurrección de Jesucristo o nos atrae hacia el misterio de Dios y nos hace entrar en relación con la Vida que nos espera o queda reducido a un fenómeno “curioso” e inaccesible que todavía tiene un impacto religioso en personas “ingenuas” que no han sabido adaptarse aún a la sociedad del progreso.
Sin embargo, la salvación de Jesucristo resucitado es ofrecida a todas las generaciones y a todas las épocas.
Y el hombre moderno, miope para todo lo que no puede tocar con sus manos o dominar con su técnica, enfermo de nostalgia de una salvación que le permita caminar sin desesperar, está necesitado de un mensaje de esperanza.
Las Iglesias no deberían olvidar que la sociedad moderna necesita directrices morales sobre su conducta política y económica o su comportamiento sexual, pero necesita, sobre todo, la oferta convencida de una salvación que dé sentido a todo.
Los cristianos deberían ser, antes que nada, una “reserva inagotable de esperanza” en medio de un mundo tan amenazado por el sinsentido y el absurdo.
La celebración litúrgica de la Pascua nos ha de ayudar a los creyentes a reavivar nuestra vocación de testigos de la resurrección.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1985-1986 – BUENAS NOTICIAS
30 de marzo de 1986

SI A LA VIDA

Ha resucitado.

Cuando uno es cogido por la fuerza de la resurrección de Jesús, comienza a entender a Dios de una manera nueva, como un Padre «apasionado por la vida» de los hombres, y comienza a amar la vida de una manera diferente.
La razón es sencilla. La resurrección de Jesús nos descubre, antes que nada, que Dios es alguien que pone vida donde los hombres ponemos muerte. Alguien que genera vida donde los hombres la destruimos.
Tal vez nunca la humanidad, amenazada de muerte desde tantos frentes y por tantos peligros que ella misma ha desencadenado, ha necesitado tanto como hoy hombres y mujeres comprometidos incondicionalmente y de manera radical en la defensa de la vida.
Esta lucha por la vida debemos iniciarla en nuestro propio corazón, «campo de batalla en el que dos tendencias se disputan la primacía: el amor a la vida y el amor a la muerte» (E. Fromm).
Desde el interior mismo de nuestro corazón vamos decidiendo el sentido de nuestra existencia, O nos orientamos hacia la vida por los caminos de un amor creador, una entrega generosa a los demás, una solidaridad generadora de vida.., O nos adentramos por caminos de muerte, instalándonos en un egoísmo estéril y decadente, una utilización parasitaria de los otros, una apatía e indiferencia total ante el sufrimiento ajeno.
Es en su propio corazón donde el creyente, animado por su fe en el resucitado, debe vivificar su existencia, resucitar todo lo que se le ha muerto y orientar decididamente sus energías hacia la vida, superando cobardías, perezas, desgastes y cansancios que nos podrían encerrar en una muerte anticipada.
Pero no se trata solamente de revivir personalmente sino de poner vida donde tantos ponen muerte.
La «pasión por la vida» propia del que cree en la resurrección, debe impulsarnos a hacernos presentes allí donde «se produce muerte», para luchar con todas nuestras fuerzas frente a cualquier ataque a la vida.
Esta actitud de defensa de la vida nace de la fe en un Dios resucitador y «amigo de la vida» y debe ser firme y coherente en todos los frentes.
Quizás sea ésta la pregunta que debamos hacernos esta mañana de Pascua: ¿Sabemos defender la vida con firmeza en todos los frentes? ¿Cuál es nuestra postura personal ante las muertes violentas, el aborto, la destrucción lenta de los marginados, el genocidio de tantos pueblos, la instalación de armas mortíferas sobre las naciones, el deterioro creciente de la naturaleza?

José Antonio Pagola

HOMILIA

1982-1983 – APRENDER A VIVIR
3 de abril de 1983

EL RETO DE LA RESURRECCION

Ha resucitado.

En una cultura decididamente orientada hacia el dominio de la naturaleza, el progreso técnico y el bienestar, la muerte viene a ser «el pequeño fallo del sistema». Algo desagradable y molesto que conviene socialmente ignorar.
Todo sucede como si la muerte se estuviera convirtiendo para el hombre contemporáneo en un moderno «tabú» que, en cierto sentido, sustituye a otros que van cayendo.
Es significativo observar cómo nuestra sociedad se preocupa cada vez más de iniciar al niño en todo lo referente al sexo y al origen de la vida, y cómo se le oculta con cuidado la realidad última de la muerte. Quizás esa vida que nace de manera tan maravillosa, ¿no terminará trágicamente en la muerte?
Lo cierto es que la muerte rompe todos nuestros proyectos individuales y pone en cuestión el sentido último de todos nuestros esfuerzos colectivos.
Y el hombre contemporáneo lo sabe, por mucho que intente olvidarlo. Todos sabemos que, incluso en lo más íntimo de cualquier felicidad, podemos saborear siempre la amargura de su limitación, pues no logramos desterrar la amenaza de fugacidad, ruptura y destrucción que crea en nosotros la muerte.
El problema de la muerte no se resuelve escamoteándolo ligeramente. La muerte es el acontecimiento cierto, inevitable e irreversible que nos espera a todos. Por eso, sólo en la muerte se puede descubrir si hay verdaderamente alguna esperanza definitiva para este anhelo de felicidad, de vida y liberación gozosa que habita nuestro ser.
Es aquí donde el mensaje pascual de la resurrección de Jesús se convierte en un reto para todo hombre que se plantea en toda su profundidad el sentido último de su existencia.
Sentimos que algo radical, total e incondicional se nos pide y se nos promete. La vida es mucho más que esta vida. La última palabra no es para la brutalidad de los hechos que ahora nos oprimen y reprimen.
La realidad es más compleja, rica y profunda de lo que nos quiere hacer creer el realismo. Las fronteras de lo posible no están determinadas por los límites del presente. Ahora se está gestando la vida definitiva que nos espera. En medio de esta historia dolorosa y apasionante de los hombres se abre un camino hacia la liberación y la resurrección.
Nos espera un Padre capaz de resucitar lo muerto. Nuestro futuro es una fraternidad feliz y liberada. ¿Por qué no detenerse hoy ante las palabras del Resucitado en el Apocalipsis «He abierto ante ti una puerta que nadie puede cerrar.»?

José Antonio Pagola

domingo, 24 de marzo de 2013

30/03/2013 - Sábado Santo – Vigilia Pascual (C)

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30 de marzo de 2013

Sábado Santo – Vigilia Pascual (C)



EVANGELIO

¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?

Lectura del santo evangelio según san Lucas 24, 1-12

El primer día de la semana, de madrugada, las mujeres fueron al sepulcro llevando los aromas que habían preparado. Encontraron corrida la piedra del sepulcro. Y, entrando, no encontraron el cuerpo del Señor Jesús. Mientras estaban desconcertadas por esto, se les presentaron dos hombres con vestidos refulgentes. Ellas, despavoridas, miraban al suelo, y ellos les dijeron:
- ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado. Acordaos de lo que os dijo estando todavía en Galilea: «El Hijo del hombre tiene que ser entregado en manos de pecadores, ser crucificado y al tercer día resucitar».
Recordaron sus palabras, volvieron del sepulcro y anunciaron todo esto a los Once y a los demás. María Magdalena, Juana y María, la de Santiago, y sus compañeras contaban esto a los apóstoles. Ellos lo tomaron por un delirio y no las creyeron.
Pedro se levantó y fue corriendo al sepulcro. Asomándose, vio sólo las vendas por el suelo. Y se volvió admirándose de lo sucedido.

Palabra de Dios.

HOMILIA

7 de abril de 2007

NO ESTÁ ENTRE LOS MUERTOS

«¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado». Según Lucas, éste es el mensaje que escuchan las mujeres en el sepulcro de Jesús. Sin duda, el mensaje que hemos de escuchar también hoy sus seguidores. ¿Por qué buscamos a Jesús en el mundo de la muerte? ¿Por qué cometemos siempre el mismo error?
¿Por qué buscamos a Jesús en tradiciones muertas, en fórmulas anacrónicas o en citas gastadas? ¿Cómo nos encontraremos con él, si no alimentamos el contacto vivo con su persona, si no captamos bien su intención de fondo y nos identificamos con su proyecto de una vida más digna y justa para todos?
¿Cómo nos encontraremos con «el que vive», ahogando entre nosotros la vida, apagando la creatividad, alimentando el pasado, autocensurando nuestra fuerza evangelizadora, suprimiendo la alegría entre los seguidores de Jesús?
¿Cómo vamos a acoger su saludo de «Paz a vosotros», si vivimos descalificándonos unos a otros? ¿Cómo vamos a sentir la alegría del resucitado, si estamos introduciendo miedo en la Iglesia? Y, ¿cómo nos vamos a liberar de tantos miedos, si nuestro miedo principal es encontrarnos con el Jesús vivo y concreto que nos transmiten los evangelios?
¿Cómo contagiaremos fe en Jesús vivo, si no sentimos nunca «arder nuestro corazón», como los discípulos de Emaús? ¿Cómo le seguiremos de cerca, si hemos olvidado la experiencia de reconocerlo vivo en medio de nosotros, cuando nos reunimos en su nombre?
¿Dónde lo vamos a encontrar hoy, en este mundo injusto e insensible al sufrimiento ajeno, si no lo queremos ver en los pequeños, los humillados y crucificados? ¿Dónde vamos a escuchar su llamada, si nos tapamos los oídos para no oír los gritos de los que sufren cerca o lejos de nosotros?
Cuando María Magdalena y sus compañeras contaron a los apóstoles el mensaje que habían escuchado en el sepulcro, ellos «no las creyeron». Éste es también hoy nuestro riesgo: no escuchar a quienes siguen a un Jesús vivo.

José Antonio Pagola

lunes, 18 de marzo de 2013

24/03/2013 - Domingo de Ramos en la Pasión del Señor (C)

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24 de marzo de 2013

Domingo de Ramos en la Pasión del Señor (C)


EVANGELIO

Para la lectura dialogada: + Jesús; C Cronista; D Discípulos y amigos; M = Muchedumbre; O Otros personajes.

Pasión de Nuestro Señor Jesucristo.

+ Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 22,14_23,56

La Cena del Señor.

C. Llegada la hora, se sentó Jesús con sus discípulos, y les dijo:
+. - He deseado enormemente comer esta comida pascual con vosotros antes de padecer, porque os digo que ya no la volveré a comer hasta que se cumpla en el Reino de Dios.
C. Y, tomando una copa, dio gracias y dijo:
+. - Tomad esto, repartidlo entre vosotros; porque os digo que no beberé desde ahora del fruto de la vid hasta que venga el Reino de Dios.
C. Y, tomando pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo:
+. - Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía.
C. Después de cenar, hizo lo mismo con la copa diciendo:
+. - Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros. Pero mirad: la mano del que me entrega está con la mía en la mesa. Porque el Hijo del hombre se va según lo establecido; pero ¡ay de ése que lo entrega!
C. Ellos empezaron a preguntarse unos a otros quién de ellos podía ser el que iba a hacer eso.

Quién es el más importante.

C. Los discípulos se pusieron a disputar sobre quién de ellos debía ser tenido como el primero. Jesús les dijo:
+. - Los reyes de los gentiles los dominan y los que ejercen la autoridad se hacen llamar bienhechores. Vosotros no hagáis así, sino que el primero entre vosotros pórtese como el menor, y el que gobierne, como el que sirve. Porque, ¿quién es más, el que está en la mesa o el que sirve?, ¿verdad que el que está en la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve.
+. Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas, y yo os transmito el Reino como me lo transmitió mi Padre a mí: comeréis y beberéis a mi mesa en mi Reino, y os sentaréis en tronos para regir a las doce tribus de Israel.

Jesús anuncia la negación de Pedro.

C. Y añadió:
+. - Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te recobres, da firmeza a tus hermanos.
C. Él le contestó:
D. - Señor, contigo estoy dispuesto a ir incluso a la cárcel y a la muerte.
C. Jesús le replicó:
+. - Te digo, Pedro, que no cantará hoy el gallo antes que tres veces hayas negado conocerme.

Se acerca la hora de la prueba.

C. Y dijo a todos:
+. - Cuando os envié sin bolsa ni alforja, ni sandalias, ¿os faltó algo?
C. Contestaron:
D. - Nada.
C. Él añadió:
+. - Pero ahora, el que tenga bolsa que la coja, y lo mismo la alforja; y el que no tiene espada que venda su manto y compre una. Porque os aseguro que tiene que cumplirse en mí lo que está escrito: «Fue contado con los malhechores». Lo que se refiere a mí toca a su fin.
C. Ellos dijeron:
D. - Señor, aquí hay dos espadas.
C. Él les contestó:
+. - Basta.

Jesús ora en Getsemaní.

C. Y salió Jesús como de costumbre al monte de los Olivos, y lo siguieron los discípulos. Al llegar al sitio, les dijo:
+. - Orad, para no caer en la tentación.
C. Él se arrancó de ellos, alejándose como a un tiro de piedra, y, arrodillado, oraba diciendo:
+. - Padre, si quieres, aparta de mí ese cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya.
C. Y se le apareció un ángel del cielo que lo animaba. En medio de su angustia oraba con más insistencia. Y le bajaba el sudor a goterones, como de sangre, hasta el suelo. Y, levantándose de la oración, fue hacia sus discípulos, los encontró dormidos por la pena, y les dijo:
+. - ¿Por qué dormís? Levantaos y orad, para no caer en la tentación.

Jesús es arrestado.

C. Todavía estaba hablando, cuando aparece gente: y los guiaba el llamado Judas, uno de los Doce. Y se acercó a besar a Jesús.
Jesús le dijo:
+. - Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?
C. Al darse cuenta los que estaban con él de lo que iba a pasar, dijeron:
D. - Señor, ¿herimos con la espada?
C. Y uno de ellos hirió al criado del sumo sacerdote, y le cortó la oreja derecha.
Jesús intervino diciendo:
+. - Dejadlo, basta.
C. Y, tocándole la oreja, lo curó. Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los oficiales del templo, y a los ancianos que habían venido contra él:
+. - ¿Habéis salido con espadas y palos a caza de un bandido? A diario estaba en el templo con vosotros, y no me echasteis mano. Pero ésta es vuestra hora: la del poder de las tinieblas.

Pedro niega conocer a Jesús.

C. Ellos lo prendieron, se lo llevaron y lo hicieron entrar en casa del sumo sacerdote. Pedro lo seguía desde lejos. Ellos encendieron fuego en medio del patio, se sentaron alrededor y Pedro se sentó entre ellos.
Al verlo una criada sentado junto a la lumbre, se le quedó mirando y le dijo:
O. - También éste estaba con él.
C. Pero él lo negó diciendo:
D. - No lo conozco, mujer.
C. Poco después lo vio otro y le dijo:
O. - Tú también eres uno de ellos.
C. Pedro replicó:
D. - Hombre, no lo soy.
C. Pasada cosa de una hora, otro insistía:
O. - Sin duda, también éste estaba con él, porque es galileo.
C. Pedro contestó:
D. - Hombre, no sé de qué hablas.
C. Y estaba todavía hablando cuando cantó un gallo. El Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había dicho; «Antes de que cante hoy el gallo, me negarás tres veces». Y, saliendo afuera, lloró amargamente.

Se burlan de Jesús.

C. Y los hombres que sujetaban a Jesús se burlaban de él dándole golpes.
Y, tapándole la cara, le preguntaban:
M. - Haz de profeta: ¿quién te ha pegado?
C. Y proferían contra él otros muchos insultos.

Jesús ante la Junta Suprema.

C. Cuando se hizo de día, se reunió el senado del pueblo, o sea, sumos sacerdotes y letrados, y, haciéndole comparecer ante su sanedrín, le dijeron:
M. - Si tú eres el Mesías, dínoslo.
C. Él les contestó:
+. - Si os lo digo, no lo vais a creer; y si os pregunto, no me vais a responder.
Desde ahora el Hijo del hombre estará sentado a la derecha de Dios todopoderoso.
C. Dijeron todos:
M. - Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?
C. Él les contestó:
+. - Vosotros lo decís, yo lo soy.
C. Ellos dijeron:
M. - ¿Qué necesidad tenemos ya de testimonios? Nosotros mismos lo hemos oído de su boca.

Jesús ante Pilato.

C. El senado del pueblo, o sea, sumos sacerdotes y letrados, se levantaron y llevaron a Jesús a presencia de Pilato. Y se pusieron a acusarlo diciendo:
M. - Hemos comprobado que éste anda amotinando a nuestra nación, y oponiéndose a que se paguen tributos al César, y diciendo que él es el Mesías rey.
C. Pilato preguntó a Jesús:
O. - ¿Eres tú el rey de los judíos?
C. Él le contestó:
+. - Tú lo dices.
C. Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la turba:
O. - No encuentro ninguna culpa en este hombre.
C. Ellos insistían con más fuerza diciendo:
M. - Solivianta al pueblo enseñando por toda Judea, desde Galilea hasta aquí.

Jesús ante Herodes.

C. Pilato, al oírlo, preguntó si era galileo; y al enterarse que era de la jurisdicción de Herodes, se lo remitió. Herodes estaba precisamente en Jerusalén por aquellos días.
C. Herodes, al ver a Jesús, se puso muy contento; pues hacía bastante tiempo que quería verlo, porque oía hablar de él y esperaba verlo hacer algún milagro.
Le hizo un interrogatorio bastante largo; pero él no le contestó ni palabra.
Estaban allí los sumos sacerdotes y los letrados acusándolo con ahínco.
Herodes, con su escolta, lo trató con desprecio y se burló de él; y, poniéndole una vestidura blanca, se lo remitió a Pilato. Aquel mismo día se hicieron amigos Herodes y Pilato, porque antes se llevaban muy mal.

Jesús, sentenciado a muerte.

C. Pilato, convocando a los sumos sacerdotes, a las autoridades y al pueblo, les dijo:
O. - Me habéis traído a este hombre, alegando que alborota al pueblo; y resulta que yo le he interrogado delante de vosotros, y no he encontrado en este hombre ninguna de las culpas que le imputáis; ni Herodes tampoco, porque nos lo ha remitido: ya veis que nada digno de muerte se le ha probado. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré.
C. Por la fiesta tenía que soltarles a uno. Ellos vociferaron en masa diciendo:
M. - ¡Fuera ése! Suéltanos a Barrabás.
C. (A éste lo habían metido en la cárcel por una revuelta acaecida en la ciudad y un homicidio.)
Pilato volvió a dirigirles la palabra con intención de soltar a Jesús. Pero ellos seguían gritando:
M. - ¡Crucifícalo, crucifícalo!
C. Él les dijo por tercera vez:
O. - Pues, ¿qué mal ha hecho éste? No he encontrado en él ningún delito que merezca la muerte. Así es que le daré un escarmiento y lo soltaré.
C. Ellos se le echaban encima pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo el griterío.
Pilato decidió que se cumpliera su petición: soltó al que le pedían (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su arbitrio.

Crucifixión de Jesús.

C. Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz para que la llevase detrás de Jesús.
Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se daban golpes y lanzaban lamentos por él.
Jesús se volvió hacia ellas y les dijo:
+. - Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que llegará el día en que dirán: «Dichosas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado». Entonces empezarán a decirles a los montes: «Desplomaos sobre nosotros», y a las colinas: «Sepultadnos»; porque si así tratan al leño verde, ¿qué pasará con el seco?
C. Conducían también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con él.
C. Y cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía:
+. - Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
C. Y se repartieron sus ropas echándolas a suerte.
C. El pueblo estaba mirando.
Las autoridades le hacían muecas diciendo:
M. - A otros ha salvado, que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido.
C. Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo:
M. - Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo.
C. Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: «Éste es el rey de los judíos».
C. Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo:
O. - ¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros.
C. Pero el otro le increpaba:
O. - ¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada.
C. Y decía:
O. - Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino.
C. Jesús le respondió:
+. - Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso.

Muerte de Jesús.

C. Era ya eso de mediodía y vinieron las tinieblas sobre toda la región, hasta la media tarde; porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo:
+. - Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.
C. Y, dicho esto, expiró.
C. El centurión, al ver lo que pasaba, daba gloria a Dios diciendo:
O. - Realmente, este hombre era justo.
C. Toda la muchedumbre que había acudido a este espectáculo, habiendo visto lo que ocurría, se volvían dándose golpes de pecho.
Todos sus conocidos se mantenían a distancia, y lo mismo las mujeres que lo habían seguido desde Galilea y que estaban mirando.

Jesús es sepultado.

C. Un hombre llamado José, que era senador, hombre bueno y honrado (que no había votado a favor de la decisión y del crimen de ellos), que era natural de Arimatea y que aguardaba el Reino de Dios, acudió a Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús. Y, bajándolo, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde no habían puesto a nadie todavía.
C. Era el día de la preparación y rayaba el sábado. Las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea fueron detrás a examinar el sepulcro y cómo colocaban su cuerpo. A la vuelta prepararon aromas y ungüentos. Y el sábado guardaron reposo, conforme al mandamiento.

Palabra de Dios.

HOMILIA

2012-2013 -
24 de marzo de 2013


ANTE EL CRUCIFICADO

Detenido por las fuerzas de seguridad del Templo, Jesús no tiene ya duda alguna: el Padre no ha escuchado sus deseos de seguir viviendo; sus discípulos huyen buscando su propia seguridad. Está solo. Sus proyectos se desvanecen. Le espera la ejecución.
El silencio de Jesús durante sus últimas horas es sobrecogedor. Sin embargo, los evangelistas han recogido algunas palabras suyas en la cruz. Son muy breves, pero a las primeras generaciones cristianas les ayudaban a recordar con amor y agradecimiento a Jesús crucificado.
Lucas ha recogido las que dice mientras está siendo crucificado. Entre estremecimientos y gritos de dolor, logra pronunciar unas palabras que descubren lo que hay en su corazón: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen". Así es Jesús. Ha pedido a los suyos "amar a sus enemigos" y "rogar por sus perseguidores". Ahora es él mismo quien muere perdonando. Convierte su crucifixión en perdón.
Esta petición al Padre por los que lo están crucificando es, ante todo, un gesto sublime de compasión y de confianza en el perdón insondable de Dios. Esta es la gran herencia de Jesús a la Humanidad: No desconfiéis nunca de Dios. Su misericordia no tiene fin.
Marcos recoge un grito dramático del crucificado: "¡Dios mío. Dios mío! ¿por qué me has abandonado?". Estas palabras pronunciadas en medio de la soledad y el abandono más total, son de una sinceridad abrumadora. Jesús siente que su Padre querido lo está abandonando. ¿Por qué? Jesús se queja de su silencio. ¿Dónde está? ¿Por qué se calla?
Este grito de Jesús, identificado con todas las víctimas de la historia, pidiendo a Dios alguna explicación a tanta injusticia, abandono y sufrimiento, queda en labios del crucificado reclamando una respuesta de Dios más allá de la muerte: Dios nuestro, ¿por qué nos abandonas? ¿no vas a responder nunca a los gritos y quejidos de los inocentes?
Lucas recoge una última palabra de Jesús. A pesar de su angustia mortal, Jesús mantiene hasta el final su confianza en el Padre. Sus palabras son ahora casi un susurro: "Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu". Nada ni nadie lo ha podido separar de él. El Padre ha estado animando con su espíritu toda su vida. Terminada su misión, Jesús lo deja todo en sus manos. El Padre romperá su silencio y lo resucitará.
Esta semana santa, vamos a celebrar en nuestras comunidades cristianas la Pasión y la Muerte del Señor. También podremos meditar en silencio ante Jesús crucificado ahondando en las palabras que él mismo pronunció durante su agonía.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2009-2010 – CON LOS OJOS FIJOS EN JESÚS
28 de marzo de 2010

¿QUÉ HACE DIOS EN UNA CRUZ?

Lo crucificaron.

Según el relato evangélico, los que pasaban ante Jesús crucificado sobre la colina del Gólgota se burlaban de él y, riéndose de su impotencia, le decían: «Si eres Hijo de Dios, bájate de la cruz». Jesús no responde a la provocación. Su respuesta es un silencio cargado de misterio. Precisamente porque es Hijo de Dios permanecerá en la cruz hasta su muerte.
Las preguntas son inevitables: ¿Cómo es posible creer en un Dios crucificado por los hombres? ¿Nos damos cuenta de lo que estamos diciendo? ¿Qué hace Dios en una cruz? ¿Cómo puede subsistir una religión fundada en una concepción tan absurda de Dios?
Un "Dios crucificado" constituye una revolución y un escándalo que nos obliga a cuestionar todas las ideas que los humanos nos hacemos de un Dios al que supuestamente conocemos. El Crucificado no tiene el rostro ni los rasgos que las religiones atribuyen al Ser Supremo.
El "Dios crucificado" no es un ser omnipotente y majestuoso, inmutable y feliz, ajeno al sufrimiento de los humanos, sino un Dios impotente y humillado que sufre con nosotros el dolor, la angustia y hasta la misma muerte. Con la Cruz, o termina nuestra fe en Dios, o nos abrimos a una comprensión nueva y sorprendente de un Dios que, encarnado en nuestro sufrimiento, nos ama de manera increíble.
Ante el Crucificado empezamos a intuir que Dios, en su último misterio, es alguien que sufre con nosotros. Nuestra miseria le afecta. Nuestro sufrimiento le salpica. No existe un Dios cuya vida transcurre, por decirlo así, al margen de nuestras penas, lágrimas y desgracias. Él está en todos los Calvarios de nuestro mundo.
Este "Dios crucificado" no permite una fe frívola y egoísta en un Dios omnipotente al servicio de nuestros caprichos y pretensiones. Este Dios nos pone mirando hacia el sufrimiento, el abandono y el desamparo de tantas víctimas de la injusticia y de las desgracias. Con este Dios nos encontramos cuando nos acercamos al sufrimiento de cualquier crucificado.  
Los cristianos seguimos dando toda clase de rodeos para no toparnos con el "Dios crucificado". Hemos aprendido, incluso, a levantar nuestra mirada hacia la Cruz del Señor, desviándola de los crucificados que están ante nuestros ojos. Sin embargo, la manera más auténtica de celebrar la Pasión del Señor es reavivar nuestra compasión. Sin esto, se diluye nuestra fe en el "Dios crucificado" y se abre la puerta a toda clase de manipulaciones. Que nuestro beso al Crucificado nos ponga siempre mirando hacia quienes, cerca o lejos de nosotros, viven sufriendo.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2006-2007 – HACERNOS DISCÍPULOS DE JESÚS
1 de abril de 2007

MURIÓ COMO HABÍA VIVIDO

Lo crucificaron.

¿Cómo vivió Jesús sus últimas horas?, ¿cuál fue su actitud en el momento de la ejecución? Los evangelios no se detienen a analizar sicológicamente sus sentimientos. Sencillamente, recuerdan que Jesús murió como había vivido. Lucas, por ejemplo, ha querido destacar la bondad de Jesús hasta el final, su cercanía a los que sufren y su capacidad de perdonar. Según su relato, Jesús murió amando.
En medio del gentío que observa el paso de los condenados camino de la cruz, unas mujeres se acercan a Jesús llorando. No pueden verlo sufrir así. Jesús se vuelve hacia ellas y las mira con la misma ternura con que las había mirado siempre: No lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos. Así va Jesús hacia la cruz: pensando más en aquellas pobres madres que en su propio sufrimiento.
Faltan pocas horas para el final. Desde la cruz sólo se escuchan los insultos de algunos y los gritos de dolor de los ajusticiados. De pronto, uno de ellos se dirige a Jesús: Acuérdate de mí. Su respuesta es inmediata: Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso. Siempre ha hecho lo mismo: quitar miedos, infundir confianza en Dios, contagiar esperanza. Así lo sigue haciendo hasta el final.
El momento de la crucifixión es inolvidable. Mientras los soldados lo van clavando al madero, Jesús decía: Padre, perdónalos porque no saben lo que están haciendo. Así es Jesús. Así ha vivido siempre: ofreciendo a los pecadores el perdón del Padre, sin que se lo merezcan.
Según Lucas, Jesús muere pidiendo al Padre que siga bendiciendo a los que lo crucifican, que siga ofreciendo su amor, su perdón y su paz a todos los hombres, incluso a los que lo rechazan.
No es extraño que Pablo de Tarso invite a los cristianos de Corinto a que descubran el misterio que se encierra en el Crucificado: En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres. Así está Dios en la cruz: no acusando al mundo de sus pecados, sino ofreciendo su perdón. Esto es lo que celebramos esta semana.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2003-2004 – A QUIÉN IREMOS
4 de abril de 2004

CON LOS CRUCIFICADOS

Lo crucificaron.

El mundo está lleno de iglesias cristianas presididas por la imagen del Crucificado y está lleno también de personas que sufren, crucificadas por la desgracia, las injusticias y el olvido: enfermos privados de cuidado, mujeres maltratadas, ancianos ignorados, niños y niñas violados, emigrantes sin papeles ni futuro. Y gente, mucha gente hundida en el hambre y la miseria.
Es difícil imaginar un símbolo más cargado de esperanza que esa cruz plantada por los cristianos en todas partes: «memoria» conmovedora de un Dios crucificado y recuerdo permanente de su identificación con todos los inocentes que sufren de manera injusta en nuestro mundo.
Esa cruz, levantada entre nuestras cruces, nos recuerda que Dios sufre con nosotros. A Dios le duele el hambre de los niños de Calcuta, sufre con los asesinados y torturados de Irak, llora con las mujeres maltratadas día a día en su hogar. No sabemos explicamos la raíz última de tanto mal. Y, aunque lo supiéramos, no nos serviría de mucho. Sólo sabemos que Dios sufre con nosotros y esto lo cambia todo.
Pero los símbolos más sublimes pueden quedar pervertidos si no sabemos redescubrir una y otra vez su verdadero contenido. ¿Qué significa la imagen del Crucificado, tan presente entre nosotros, si no sabemos ver marcados en su rostro el sufrimiento, la soledad, el dolor, la tortura y desolación de tantos hijos e hijas de Dios?
¿Qué sentido tiene llevar una cruz sobre nuestro pecho, si no sabemos cargar con la más pequeña cruz de tantas personas que sufren junto a nosotros? ¿Qué significan nuestros besos al Crucificado, si no despiertan en nosotros el cariño, la acogida y el acercamiento a quienes viven crucificados?
El Crucificado desenmascara como nadie nuestras mentiras y cobardías. Desde el silencio de la cruz, él es el juez más firme y manso del aburguesamiento de nuestra fe, de nuestra acomodación al bienestar y nuestra indiferencia ante los crucificados. Para adorar el misterio de un «Dios crucificado», no basta celebrar la semana santa; es necesario, además, acercamos un poco más a los crucificados, semana tras semana.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2000-2001 – BUSCAR LAS RAÍCES
8 de abril de 2001

DIOS NO ES SÁDICO

Lo crucificaron.

No son pocos los cristianos que entienden la muerte de Jesús en la cruz como una especie de «negociación» entre Dios Padre y su Hijo. Según una determinada manera de entender la crucifixión, el Padre, justamente ofendido por el pecado de los hombres, exige para salvarlos una reparación que el Hijo le ofrece entregando su vida por nosotros.
Si esto fuera así, las consecuencias serían gravísimas. La imagen de Dios Padre quedaría radicalmente pervertida, pues Dios sería un ser justiciero, incapaz de perdonar gratuitamente; una especie de acreedor implacable que no puede salvarnos si no se salda previamente la deuda que se ha contraído con él. Sería difícil evitar la idea de un Dios «sádico» que encuentra en el sufrimiento y la sangre un «placer especial», algo que le agrada de manera particular y le hace cambiar de actitud hacia sus criaturas.
Este modo de presentar la cruz de Cristo exige una profunda revisión. En la fe de los primeros cristianos, Dios no aparece como alguien que exige previamente sufrimiento y sangre para que su honor quede satisfecho y pueda así perdonar. Al contrario, Dios envía a su Hijo sólo por amor y ofrece la salvación siendo nosotros todavía pecadores. Jesús, por su parte, no aparece nunca tratando de influir en el Padre con su sufrimiento para compensarle y obtener así de él una actitud más benévola hacia la Humanidad.
Entonces, ¿quién ha querido la cruz y por qué? Ciertamente, no el Padre que no quiere que se cometa crimen alguno y menos contra su Hijo amado, sino los hombres que rechazan a Jesús y no aceptan que introduzca en el mundo un reinado de justicia, de verdad y fraternidad. Lo que el Padre quiere no es que le maten a su Hijo, sino que su Hijo lleve su amor a los hombres hasta las últimas consecuencias. Dios no puede evitar la crucifixión, pues para ello debería destruir la libertad de los hombres y negarse a sí mismo como Amor. Dios no quiere sufrimiento y sangre, pero no se detiene ni siquiera ante la tragedia de la cruz, y acepta el sacrificio de su Hijo querido sólo por su amor insondable a los hombres. Es lo que celebramos los cristianos esta Semana llamada Santa.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1997-1998 – UN CAMINO DIFERENTE
5 de abril de 1998

UNA SEMANA DIFERENTE

Lo crucificaron.

Para muchos, la Semana Santa se ha convertido en las «vacaciones de primavera» que permiten un pequeño respiro mientras se acerca el descanso veraniego. Unos días de monte o de relax en alguna playa, o tal vez un viaje rápido a algún país de interés turístico. Nada más.
Para otros, siguen siendo unos días cargados de sentida religiosidad. El descanso no les impide celebrar dignamente los misterios centrales de su fe. Es cuestión de organizarse de manera responsable e inteligente.
Hay también un sector no pequeño de cristianos que se han ido alejando progresivamente de la práctica dominical, pero en cuyo interior no se ha apagado la fe en Cristo, aunque ésta sea vacilante y débil. Son personas para las que estas fechas siguen teniendo una resonancia religiosa.
Yo sé la hondura que puede tener para un creyente la celebración de la Cena del Señor el atardecer del jueves, la liturgia de la pasión y muerte del Salvador la tarde del viernes o la celebración gozosa de la resurrección la noche de Pascua. Pero sé también que cada hombre y cada mujer se puede encontrar con Dios por caminos que sólo Él sabe.
Conozco a alguien que se alejó hace mucho de la Iglesia y que estos días busca algún concierto sacro o dedica un cierto tiempo a escuchar música religiosa —la Pasión según san Mateo de J.S. Bach—, pues le ayuda a elevar su corazón hacia el misterio de Dios.
Sé de personas alejadas de la práctica dominical que, año tras año, toman parte en un viacrucis del Viernes Santo. Apenas mueven los labios. No sé si recuerdan ya alguna oración. Pero allí están en silencio entre la gente que hace el recorrido tradicional. Estoy seguro de que en el corazón de no pocos se despiertan sentimientos hace tiempo olvidados de arrepentimiento, agradecimiento y confianza en Dios.
Hace algunos años, un médico me decía que sólo asiste a la celebración litúrgica del Viernes Santo. Escucha con atención el relato de la Pasión y luego espera lo que, para él, es el momento culminante: cuando se descubre la cruz y el pueblo se acerca a besarla. Lleva años sin comulgar. Pero cada Viernes Santo se acerca puntualmente a besar la imagen de Cristo crucificado. ¿Qué pondrá este hombre en ese beso?
Yo me imagino a Dios estos días «contemplando» con ternura infinita a sus hijos e hijas, a los que disfrutan en la playa y a los que se congregan en los templos, a quienes buscan de alguna manera su rostro y a quienes creen no necesitarlo para nada. Todos caben en su corazón. Por todos ellos murió Cristo en la cruz.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1994-1995 – VIVIR DESPIERTOS
9 de abril de 1995

MIRAR AL CRUCIFICADO

Lo crucificaron.

El sufrimiento deja al ser humano sin palabras. De nada sirven tas teorías ni las explicaciones piadosas. Ningún razonamiento es capaz de consolarlo. Lo primero que brota de un corazón dolorido es la queja, el gemido y la impotencia. Ninguna idea, ninguna palabra puede escamotear el escándalo del mal. Tiene razón D. Sólle cuando descalifica de forma rotunda cierta teología: «El afán de los teólogos por interpretar y hablar donde sería más conveniente callarse es insoportable.»
De hecho, el Dios encarnado en Jesús no ha dado explicaciones sobre el mal. Ha hecho algo más: lo ha compartido. Hay dos actitudes básicas de Jesús ante el mal. Por una parte, lo ha combatido con todas sus fuerzas por verlo arrancado de la vida. Por otra, no se ha dejado bloquear por él y lo ha asumido hasta el final confiando plenamente en su Padre. Al grito estremecedor del «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», le ha seguido el «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.» Y Dios le ha respondido resucitándolo de la muerte.
Toda persona que sufre tiene derecho a quejarse ante Dios. Pero tendrá que hacerlo, no ante un «Dios apático», que se supone está en su cielo disfrutando de su eterna felicidad, sino ante ese «Dios crucificado» que ha compartido nuestro dolor e impotencia hasta la muerte. Tendrá que quejarse, no a un «Dios indiferente y lejano», sino a un Dios que, encamado en Jesús, se ha comprometido contra el mal hasta dar la vida. Lo captó muy bien el teólogo alemán D. Bonhoffer, prisionero de los nazis, mientras esperaba su ejecución: «Dios ha aparecido impotente y débil en el mundo y sólo así está Dios con nosotros y nos ayuda. »
El sufrimiento lleva al gemido y a la queja. Quien está oprimido por el dolor protesta, busca, pregunta: « ¿Por qué esto?», « ¿Por qué a mí?» La fe cristiana no responde con bellas teorías sobre el mal. Sencillamente, invita al creyente a levantar los ojos hacia el Dios que sufre en la cruz.
Esta mirada al Crucificado puede cambiar de raíz la actitud del cristiano que padece la enfermedad, es víctima de la desgracia o sufre la dureza de la vida. Cuando se olvida al «Dios crucificado», la reacción espontánea ante Dios es casi siempre la misma: « ¿Por qué me mandas esto?, ¿qué pecado cometí?, ¿por qué no lo remedias?» Cuando, por el contrario, se mira al Dios clavado en la cruz, la oración que brota del creyente es muy diferente: «Dios mío, sé que mi sufrimiento te duele tanto como a mí; sé que también ahora me acompañas y me sostienes, aunque no te sienta. Confío en Ti No sé cómo ni cuándo, pero un día conoceré contigo la paz y la dicha.»

José Antonio Pagola

HOMILIA

1991-1992 – SIN PERDER LA DIRECCIÓN
12 de abril de 1992

TOMAR LA CRUZ

Lo crucificaron.

Esta semana en que los creyentes meditamos y celebramos la muerte y resurrección de Jesús puede ser buena ocasión para escuchar de manera renovada la llamada evangélica a «tomar la cruz».
Antes de nada, hemos de recordar que el dolor y la enfermedad, los conflictos y tribulaciones de la vida no los ha inventado Cristo ni la teología cristiana. Están ahí como parte integrante de nuestra existencia. Tarde o temprano, todos hemos de enfrentarnos al sufrimiento y la prueba.
Por otra parte, cuando Jesús nos llama a «tomar la cruz», no nos está invitando a procurarnos una vida todavía más dolorosa y atormentada, añadiendo nuevo sufrimiento a nuestro vivir diario. «Tomar la cruz» es descubrir cuál es la manera más acertada y sana de vivir ese sufrimiento que ha de aceptar quien quiere ser humano hasta el final.
El sufrimiento no tiene ningún valor en sí mismo. Es una experiencia negativa que ningún hombre sano ha de buscar arbitrariamente y sin necesidad. Pero al mismo tiempo, es una experiencia ante la cual hemos de tomar postura. Y es aquí donde el cristiano acude al Crucificado para aprender a vivir de manera humana los diferentes sufrimientos.
Hay, en primer lugar, un sufrimiento que forma parte de nuestra condición humana, siempre frágil y caduca. Todos estamos expuestos al dolor y la enfermedad. Todos vivimos amenazados por la desgracia y la muerte. «Tomar la cruz» significa, entonces, vivir esa experiencia dolorosa siguiendo de cerca a Cristo, sostenidos por una confianza absoluta en un Dios que, incluso en los momentos más oscuros, está junto a nosotros y de nuestra parte.
En segundo lugar, hay un sufrimiento inevitable en todo aquel que busca renovarse y crecer de manera positiva. Estamos tan arraigados en un egoísmo enfermizo que todo aquel que desea liberarse y ser cada día más humano, debe aceptar el precio que exige esa superación constante. «Tomar la cruz» significa, entonces, asumir y trabajar gozosamente nuestra conversión aceptando las renuncias y sacrificios que nos llevarán a una vida más plenamente humana.
En tercer lugar, hay un sufrimiento que es resultado de una trayectoria fiel a Cristo y de un compromiso inquebrantable por el evangelio. «Tomar la cruz» significa, entonces, aceptar pacientemente el rechazo, el descrédito o la persecución que nos pueden llegar como consecuencia del seguimiento a Cristo, sabiendo que el destino de quien trata de humanizar la vida como Jesús es compartir también con él la crucifixión.
Pero la cruz no es el último destino de quien sigue a Cristo. Si los cristianos asumimos esa cruz inevitable en todo aquel que se esfuerza por ser él mismo más humano y por construir un mundo más habitable, es porque queremos arrancar para siempre del mundo y de nosotros el mal y el sufrimiento. A una vida crucificada corno la de Jesús sólo le espera resurrección.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1988-1989 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
19 de marzo de 1989

LA VERDAD DE LA CRUZ

Lo crucificaron.

Desde los primeros siglos el cristianismo ha sido despreciado por anunciar un mensaje de salvación que se fundamenta en algo tan indigno como es la muerte de un crucificado.
Naturalmente, en nuestra sociedad nadie se molesta en atacar la cruz como lo hacía el filósofo Celso hacia el año 180. Pero son muchos los que, al disfrutar estos días de semana santa, mirarán con extrañeza y hasta casi con pena a esos creyentes que se reúnen a celebrar al Crucificado.
Para muchos de ellos, adorar la Cruz es justificar lo inhumano, bendecir el dolor, fomentar una ascesis morbosa, coartar la alegría de vivir.
La cruz impide buscar libremente la expansión y el gozo de la vida. La cruz glorifica las desdichas, el sufrimiento, las humillaciones y la muerte. La cruz es enemiga de la vida y va en contra de nuestro deseo más íntimo de ser felices.
Todo esto se puede pensar y decir cuando se prescinde de Aquel que fue crucificado o se ignora lo que fue la crucifixión.
Porque Jesús no murió en una cruz para magnificar el dolor, promover un ideal ascético de sufrimiento o ir en contra de la felicidad y la vida.
Jesús ha muerto no porque despreciaba la vida sino porque la amaba tanto que no quiso consentir que fuera disfrutada sólo por unos pocos privilegiados.
Jesús ha muerto no porque menospreciaba la felicidad sino para dar testimonio de la seriedad con que se ha de respetar y buscar la felicidad de todos los hombres, incluso de los más pobres e indefensos.
Jesús ha muerto no porque se resignó a las opresiones e injusticias sino porque se puso del lado de los oprimidos sin caer en el juego de desencadenar nuevas violencias e injusticias en nombre de ellos.
La Cruz de Jesucristo, lejos de justificar el dolor y la desdicha, desenmascara la inhumanidad de nuestra sociedad donde el juego de intereses termina por excluir y crucificar siempre a los más débiles.
La Cruz de Jesucristo que celebraremos los cristianos esta semana no se opone a la felicidad, sino sólo a la de aquellos que disfrutan egoístamente de la vida, burlándose del sufrimiento de los crucificados y desheredados de la tierra.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1985-1986 – BUENAS NOTICIAS
23 de marzo de 1986

MÁS QUE LA VIDA

Le cargaron la cruz.

La primera palabra de Jesús no es la cruz. Y su mensaje central no es la predicación de la muerte sino el anuncio de una Buena Noticia: la bondad infinita de Dios que quiere la felicidad total del hombre.
Por eso, la actuación de Jesús no ha consistido en «producir cruces» ni crear sufrimiento. Ni su palabra ha sido para legitimar las cruces que unos hombres imponen sobre los hombros de otros.
Toda su vida ha sido, por el contrario, una lucha contra el sufrimiento. Un combate por liberar a los crucificados de toda clase de sufrimiento y de mal.
Es esto lo que resuena a través de todo el evangelio: una llamada a todos para evitar el sufrimiento producido por los hombres, y una esperanza para dar sentido último a la cruz inevitable de nuestra existencia finita y mortal.
Los creyentes no debemos olvidar nunca que toda la actuación y el mensaje de Jesús está orientado a liberarnos de las cruces de la vida y a hacernos más llevadero el peso de nuestra existencia.
Pero tampoco hemos de olvidar que esta Buena Noticia propuesta por Jesús ha sido frontalmente rechazada y ha provocado una reacción violenta contra él.
Jesús ha experimentado en su propia carne que es peligroso «ir demasiado lejos» en el amor a los crucificados y que no se puede exigir impunemente a una sociedad que busque realmente la felicidad de todos.
Y es precisamente en este momento en que se ve rechazado por todos cuando Jesús asume la cruz. No deja que el odio tenga la última palabra. Y decide no huir, sino ofrecer su vida y sacrificarse.
Y es entonces cuando se nos desvela el verdadero misterio de la cruz y el significado último del Evangelio: «La vida en la tierra no es el valor supremo. Hay cosas por las que merece la pena entregar la vida. Morir así es un valor supremo» (L. Boff).
En el Crucificado descubrimos que es el amor a Dios y la solidaridad con los hermanos lo que da un sentido último a todo nuestro ser y nuestro hacer.
Hay un modo de vivir y de morir que no se perderá jamás en el vacío. Hay algo que es más fuerte que la misma muerte y es el amor.
La resurrección nos revelará todo el vigor y la fuerza salvadora que se encierra en esta vida sacrificada. Esta vida entregada por amor no ha sido vencida. Al contrario, ha encontrado su plenitud en la vida misma de Dios.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1982-1983 – APRENDER A VIVIR
27 de marzo de 1983

TOMAR LA CRUZ

Y le cargaron la cruz.

Tarde o temprano, todos nos encontramos en la vida con el sufrimiento y podemos experimentar en nuestra propia carne la verdad de aquellas palabras del libro de Job: «El hombre nacido de mujer es corto de días y harto de inquietudes».
Y, sin embargo, el hombre no ha nacido para sufrir. Y ante la experiencia dolorosa del sufrimiento hay algo que se nos revela en lo más hondo de nuestro ser. No queremos sufrir.
Tampoco el creyente que trata de seguir al Crucificado, busca de manera masoquista sufrir. Trata sencillamente de descubrir desde Jesús cuál es la manera más humana y liberadora de asumir y vivir el sufrimiento propio y ajeno.
El sufrimiento siempre es algo malo. Y es equivocado e inútil pretender piadosamente convertirlo en algo bueno y deseable.
La fe no cambia la naturaleza del mal. El mal continúa siendo algo malo. Pero, precisamente por eso, puede convertirse para el creyente en el medio más realista, verdadero y convincente para vivir su fe total en el Padre y su solidaridad y amor desinteresado a los hermanos.
Esa es precisamente la postura de Jesús. Movido por su fidelidad al Padre y su amor a los hombres, acepta el sufrimiento como la realidad donde mejor puede vivir y manifestar su fe absoluta en el Padre y su amor radical a los hombres.
No se trata pues de subrayar morbosamente el carácter doloroso y penoso de la vida. Se trata de vivir sencillamente nuestra vocación de hombres y creyentes, sin reservas e incondicionalmente, asumiendo si es preciso el dolor y la tribulación.
Quizás tengamos que aprender los creyentes a descubrir las exigencias concretas que puede tener hoy el tomar la cruz de Cristo.
Cosas tan necesarias en nuestra sociedad como éstas: preferir sufrir injustamente antes que colaborar con la injusticia; compartir solidariamente el sufrimiento de los necesitados; aceptar las consecuencias dolorosas de una defensa firme de la justicia, la verdad y la libertad; sufrir la inseguridad, la debilidad y los riesgos de una actuación honrada y consecuente con la fe cristiana; comprender el valor de una vida austera y equilibrada en medio de esta sociedad de bienestar y consumo.

José Antonio Pagola

HOMILIA

NO TE BAJES DE LA CRUZ

Según el relato evangélico, los que pasaban ante Jesús crucificado se burlaban de él y, riéndose de su sufrimiento, le hacían dos sugerencias sarcásticas: Si eres Hijo de Dios, «sálvate a ti mismo» y «bájate de la cruz».
  Ésa es exactamente nuestra reacción ante el sufrimiento: salvarnos a nosotros mismos, pensar sólo en nuestro bienestar y, por consiguiente, evitar la cruz, pasarnos la vida sorteando todo lo que nos puede hacer sufrir. ¿Será Dios así? ¿Alguien que sólo piensa en sí mismo y en su felicidad?
  Jesús no responde a la provocación de los que se burlan de él. No pronuncia palabra alguna. No es el momento de dar explicaciones. Su respuesta es el silencio. Un silencio que es respeto a quienes lo desprecian, comprensión de su ceguera y, sobre todo, compasión y amor.
  Jesús sólo rompe su silencio para dirigirse a Dios con un grito desgarrador: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» No le pide que lo salve bajándolo de la cruz. Sólo que no se oculte, ni lo abandone en este momento de muerte y sufrimiento extremo. Y Dios, su Padre, permanece, en silencio.
  Sólo escuchando hasta el fondo ese silencio de Dios, descubrimos algo de su misterio. Dios no es un ser poderoso y triunfante, tranquilo y feliz, ajeno al sufrimiento humano, sino un Dios callado, impotente y humillado, que sufre con nosotros el dolor, la oscuridad y hasta la misma muerte.
  Por eso, al contemplar al crucificado, nuestra reacción no es de burla o desprecio, sino de oración confiada y agradecida: «No te bajes de la cruz. No nos dejes solos en nuestra aflicción. ¿Para qué nos serviría un Dios que no conociera nuestra cruz? ¿Quién nos podría entender?
  ¿En quién podrían esperar los torturados de tantas cárceles secretas? ¿Dónde podrían poner su esperanza tantas mujeres humilladas y violentadas sin defensa alguna? ¿A qué se agarrarían los enfermos crónicos y los moribundos? ¿Quién podría ofrecer consuelo a las víctimas de tantas guerras, terrorismos, hambres y miserias? No. No te bajes de la cruz pues si no te sentimos «crucificado» junto a nosotros, nos veremos más «perdidos».
 Es difícil imaginar algo más escandaloso que un «Dios crucificado». Y tampoco algo más atractivo y esperanzador. No sé si podría creer en un Dios que fuera sólo poder. Creo que los humanos sólo podemos confiar en un Dios débil, que sufre con nosotros y por nosotros, y sólo así despierta en nosotros la esperanza.
  Estos días he podido ver con qué arrogancia actúan los poderosos y con qué facilidad se destruye a los débiles; quiénes son los satisfechos y quiénes los desgraciados; dónde están los que deciden y organizan todo, y dónde mueren las víctimas que lo padecen todo.
  ¿A qué me podría yo agarrar si Dios fuera simplemente un ser poderoso y satisfecho, que decide y organiza el mundo a su antojo, muy parecido a los poderosos de la tierra, sólo que más fuerte que ellos? ¿Quién me podría dar una esperanza si no supiera que Dios está sufriendo con las víctimas y en las víctimas? ¿Quién me podría consolar si no supiera que un «Dios crucificado» es lo más opuesto a estos «dioses» que sólo saben crucificar?
  Ese Dios crucificado me ayuda a ver la realidad desde los crucificados. Desde estos hombres y mujeres abatidos sin miramiento alguno, se ve mejor cómo está el mundo y qué le falta para ser humano. El mal tiende a disfrazarse, pero allí donde alguien es crucificado, todo se esclarece. Sabemos dónde está Dios y dónde están los que se le oponen.
  Los crucificados no me dejan creer en esas grandes palabras como «progreso», «democracia» o «libertad», cuando sirven para matar inocentes. Siempre se ha matado en nombre de algún «dios». El poder tiende a sacralizarse a sí mismo, se presenta como intocable e indiscutible, se legitima en los votos o en las grandes causas. Da lo mismo. Cuando aterroriza y destruye a inocentes, queda desenmascarado. Ese poder nada tiene que ver con el verdadero Dios.
  Esta Semana Santa, al besar la Cruz, quiero besar a todos los crucificados, pedirles perdón y ver en ellos a ese Dios crucificado que me llama a recordarlos y defenderlos siempre.

José Antonio Pagola