lunes, 31 de marzo de 2014

06/04/2014 - 5º domingo de Cuaresma (A)

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Homilias de José Antonio Pagola

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¡Volver a Jesús! Retomar la frescura inicial del evangelio.
Video de la Conferencia de Jose Antonio Pagola. 

José Antonio Pagola: He recibido con satisfacción la resolución definitiva de la Congregación Romana para la Doctrina de la Fe sobre mi libro, Jesús.Aproximación histórica.


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6 de abril de 2014

5º domingo de Cuaresma (A)


EVANGELIO

Yo soy, la resurrección y la vida.

+ Lectura del santo evangelio según san Juan 11, 1-45

En aquel tiempo, un cierto Lázaro, de Betania, la aldea de María y de Marta, su hermana, había caído enfermo. María era la que ungió al Señor con perfume y le enjugó los pies con su cabellera; el enfermo era su hermano Lázaro. Las hermanas mandaron recado a Jesús, diciendo:
-«Señor, tu amigo está enfermo.»
Jesús, al oírlo, dijo:
-«Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.»
Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, se quedó todavía dos días en donde estaba. Sólo entonces dice a sus discípulos:
-«Vamos otra vez a Judea.»
Los discípulos le replican:
-«Maestro, hace poco intentaban apedrearte los judíos, ¿y vas a volver allí? » Jesús contestó:
-«¿No tiene el día doce horas? Si uno camina de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero si camina de noche, tropieza, porque le falta la luz.» Dicho esto, añadió:
-«Lázaro, nuestro amigo, está dormido; voy a despertarlo.»
Entonces le dijeron sus discípulos:
-«Señor, si duerme, se salvará.»
Jesús se refería a su muerte; en cambio, ellos creyeron que hablaba del sueño natural. Entonces Jesús les replicó claramente:
-«Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de que no hayamos estado allí, para que creáis. Y ahora vamos a su casa.» Entonces Tomás, apodado el Mellizo, dijo a los demás discípulos:
-«Vamos también nosotros y muramos con él.»
Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Betania distaba poco de Jerusalén: unos tres kilómetros; y muchos judíos habían ido a ver a Marta y a María, para darles el pésame por su hermano. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Y dijo Marta a Jesús:
-«Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá.» Jesús le dijo:
-«Tu hermano resucitará.»
Marta respondió:
-«Sé que resucitará en la resurrección del último día.»
Jesús le dice:
-«Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?» Ella le contestó:
-«Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.»
Y dicho esto, fue a llamar a su hermana María, diciéndole en voz baja: -«El Maestro está ahí y te llama.»
Apenas lo oyó, se levantó y salió adonde estaba él; porque Jesús no había entrado todavía en la aldea, sino que estaba aún donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban con ella en casa consolándola, al ver que María se levantaba y salía deprisa, la siguieron, pensando que iba al sepulcro a llorar allí. Cuando llegó María adonde estaba Jesús, al verlo se echó a sus pies diciéndole:
-«Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano.» Jesús, viéndola llorar a ella y viendo llorar a los judíos que la acompañaban, sollozó y, muy conmovido, preguntó: -« ¿Dónde lo habéis enterrado?»
Le contestaron:
-«Señor, ven a verlo.»
Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban:
-«¡Cómo lo quería!»
Pero algunos dijeron:
-«Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que muriera éste?»
Jesús, sollozando de nuevo, llega al sepulcro. Era una cavidad cubierta con una losa.
Dice Jesús:
-«Quitad la losa.»
Marta, la hermana del muerto, le dice:
-«Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días.»
Jesús le dice:
-«¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?»
Entonces quitaron la losa.
Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo:
-«Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado.» Y dicho esto, gritó con voz potente:
-«Lázaro, ven afuera.»
El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: -«Desatadlo y dejadlo andar.»
Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.

Palabra de Dios.

HOMILIA

2013-2014 –
6 de abril de 2014

UN PROFETA QUE LLORA

Jesús nunca oculta su cariño hacia tres hermanos que viven en Betania. Seguramente son los que lo acogen en su casa siempre que sube a Jerusalén. Un día Jesús recibe un recado: nuestro hermano Lázaro, “tu amigo”, está enfermo. Al poco tiempo, Jesús se encamina hacia la pequeña aldea.
Cuando se presenta, Lázaro ha muerto ya. Al verlo llegar, María, la hermana más joven, se echa a llorar. Nadie la puede consolar. Al ver llorar a su amiga y también a los judíos que la acompañan, Jesús no puede contenerse. También él “se echa a llorar” junto a ellos. La gente comenta: “¡Cómo lo quería!“.
Jesús no llora solo por la muerte de un amigo muy querido. Se le rompe el alma al sentir la impotencia de todos ante la muerte. Todos llevamos en lo más íntimo de nuestro ser un deseo insaciable de vivir. ¿Por qué hemos de morir? ¿Por qué la vida no es más dichosa, más larga, más segura, más vida?
El hombre de hoy, como el de todas las épocas, lleva clavada en su corazón la pregunta más inquietante y más difícil de responder: ¿Qué va a ser de todos y cada uno de nosotros? Es inútil tratar de engañarnos. ¿Qué podemos hacer? ¿Rebelarnos? ¿Deprimirnos?
Sin duda, la reacción más generalizada es olvidarnos y “seguir tirando”. Pero, ¿no está el ser humano llamado a vivir su vida y a vivirse a sí mismo con lucidez y responsabilidad? ¿Solo a nuestro final hemos de acercarnos de forma inconsciente e irresponsable, sin tomar postura alguna?
Ante el misterio último de nuestro destino no es posible apelar a dogmas científicos ni religiosos. No nos pueden guiar más allá de esta vida. Más honrada parece la postura del escultor Eduardo Chillida al que, en cierta ocasión, le escuché decir: “De la muerte, la razón me dice que es definitiva. De la razón, la razón me dice que es limitada”.
Los cristianos no sabemos de la otra vida más que los demás. También nosotros nos hemos de acercar con humildad al hecho oscuro de nuestra muerte. Pero lo hacemos con una confianza radical en la Bondad del Misterio de Dios que vislumbramos en Jesús. Ese Jesús al que, sin haberlo visto, amamos y, sin verlo aún, le damos nuestra confianza.
Esta confianza no puede ser entendida desde fuera. Sólo puede ser vivida por quien ha respondido, con fe sencilla, a las palabras de Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida. ¿Crees tú esto?”. Recientemente, Hans Küng, el teólogo católico más crítico del siglo veinte, cercano ya a su final, ha dicho que para él morirse es “descansar en el misterio de la misericordia de Dios”.


José Antonio Pagola

HOMILIA

2010-2011 -  JESÚS ES PARA TODOS
10 de abril de 2011

NUESTRA ESPERANZA

El relato de la resurrección de Lázaro es sorprendente. Por una parte, nunca se nos presenta a Jesús tan humano, frágil y entrañable como en este momento en que se le muere uno de sus mejores amigos. Por otra parte, nunca se nos invita tan directamente a creer en su poder salvador: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque muera, vivirá... ¿Crees esto?»
Jesús no oculta su cariño hacia estos tres hermanos de Betania que, seguramente, lo acogen en su casa siempre que viene a Jerusalén. Un día Lázaro cae enfermo y sus hermanas mandan un recado a Jesús: nuestro hermano «a quien tanto quieres» está enfermo. Cuando llega Jesús a la aldea, Lázaro lleva cuatro días enterrado. Ya nadie le podrá devolver la vida.
La familia está rota. Cuando se presenta Jesús, María rompe a llorar. Nadie la puede consolar. Al ver los sollozos de su amiga, Jesús no puede contenerse y también él se echa a llorar. Se le rompe el alma al sentir la impotencia de todos ante la muerte. ¿Quién nos podrá consolar?
Hay en nosotros un deseo insaciable de vida. Nos pasamos los días y los años luchando por vivir. Nos agarramos a la ciencia y, sobre todo, a la medicina para prolongar esta vida biológica, pero siempre llega una última enfermedad de la que nadie nos puede curar.
Tampoco nos serviría vivir esta vida para siempre. Sería horrible un mundo envejecido, lleno de viejos y viejas, cada vez con menos espacio para los jóvenes, un mundo en el que no se renovara la vida. Lo que anhelamos es una vida diferente, sin dolor ni vejez, sin hambres ni guerras, una vida plenamente dichosa para todos.
Hoy vivimos en una sociedad que ha sido descrita como "una sociedad de incertidumbre" (Z. Bauman). Nunca había tenido el ser humano tanto poder para avanzar hacia una vida más feliz. Y, sin embargo, nunca tal vez se ha sentido tan impotente ante un futuro incierto y amenazador. ¿En qué podemos esperar?
Como los humanos de todos los tiempos, también nosotros vivimos rodeados de tinieblas. ¿Qué es la vida? ¿Qué es la muerte? ¿Cómo hay que vivir? ¿Cómo hay que morir? Antes de resucitar a Lázaro, Jesús dice a Marta esas palabras que son para todos sus seguidores un reto decisivo: «Yo soy la resurrección y la vida: el que crea en mí, aunque haya muerto vivirá... ¿Crees esto?»
A pesar de dudas y oscuridades, los cristianos creemos en Jesús, Señor de la vida y de la muerte. Sólo en él buscamos luz y fuerza para luchar por la vida y para enfrentarnos a la muerte. Sólo en él encontramos una esperanza de vida más allá de la vida.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2007-2008 - RECREADOS POR JESÚS
9 de marzo de 2008

NUESTROS MUERTOS VIVEN

Lázaro, sal fuera.

El adiós definitivo a un ser muy querido nos hunde inevitablemente en el dolor y la impotencia. Es como si la vida entera quedara destruida. No hay palabras ni argumentos que nos puedan consolar. ¿En qué se puede esperar?
El relato de Juan no tiene sólo como objetivo narrar la resurrección de Lázaro, sino, sobre todo, despertar la fe, no para que creamos en la resurrección como un hecho lejano que ocurrirá al fin del mundo, sino para que «veamos» desde ahora que Dios está infundiendo vida a los que nosotros hemos enterrado.
Jesús llega «sollozando» hasta el sepulcro de su amigo Lázaro. El evangelista dice que «está cubierto con una losa». Esa losa nos cierra el paso. No sabemos nada de nuestros amigos muertos. Una losa separa el mundo de los vivos y de los muertos. Sólo nos queda esperar el día final para ver si sucede algo.
Esta es la fe judía de Marta: «Sé que mi hermano resucitará en la resurrección del último día». A Jesús no le basta. «Quitad la losa». Vamos a ver qué es lo que sucede con el que habéis enterrado. Marta pide a Jesús que sea realista. El muerto ha empezado a descomponerse y «huele mal». Jesús le responde: «Si crees, verás la gloria de Dios». Si en Marta se despierta la fe, podrá «ver» que Dios está dando vida a su hermano.
«Quitan la losa» y Jesús «levanta los ojos a lo alto» invitando a todos a elevar la mirada hasta Dios antes de penetrar con fe en el misterio de la muerte. Ha dejado de sollozar. «Da gracias» al Padre porque «siempre lo escucha». Lo que quiere es que los que lo rodean «crean» que es el Enviado por el Padre para introducir en el mundo una nueva esperanza.
Luego «grita con voz potente: Lázaro, sal fuera ». Quiere que salga para mostrar a todos que está vivo. La escena es impactante. Lázaro tiene «los pies y las manos atados con vendas» y «la cara envuelta en un sudario». Lleva los signos y ataduras de la muerte. Sin embargo, «el muerto sale» por sí mismo. ¡Está vivo!
Esta es la fe de quienes creemos en Jesús: los que nosotros enterramos y abandonamos en la muerte viven. Dios no los ha abandonado. Apartemos la losa con fe. ¡Nuestros muertos están vivos!

José Antonio Pagola

HOMILIA

2004-2005 – AL ESTILO DE JESÚS
13 de marzo de 2005

LLORAR Y CONFIAR

Esta enfermedad no acabará en muerte.

A todos nos pasa lo mismo. No queremos pensar en la muerte. Es mejor olvidarla. No hablar de eso. Seguir viviendo cada día como si fuéramos eternos. Ya sabemos que es un engaño, pero no acertamos a vivir de otra manera. Se nos haría insoportable.
Lo malo es que, en cualquier momento, la enfermedad nos sacude de la inconsciencia. En nuestros días es cada vez más frecuente una experiencia antes desconocida: la espera de los análisis médicos. ¿Cuál será el resultado? ¿Positivo o negativo? De pronto descubrimos, al mismo tiempo, la fragilidad de nuestra vida y nuestro deseo enorme de vivir.
Si el tumor es benigno, respiramos: podemos seguir con nuestras ilusiones y proyectos. Si el resultado es negativo, nos hundimos: ¿por qué ahora?, ¿por qué tan pronto?, ¿por qué me tengo que morir?, ¿no se puede hacer nada?
Siempre es así. Cualquiera que sea nuestra ideología, nuestra fe o nuestra postura ante la vida, todos hemos de enfrentarnos a ese final inevitable. Ante la muerte, sobran las teorías. ¿Qué podemos hacer?, ¿rebelamos, deprimimos, o, sencillamente, engañamos? Ante la muerte, Jesús hizo dos cosas: llorar y confiar en Dios.
En Betania ha muerto su amigo Lázaro. Al ver llorar a su hermana y a quienes le acompañan, Jesús conmovido se echa a llorar. La gente comenta: «¡Cómo lo quería!». Es su primera reacción: pena, compasión y llanto. Jesús sufría al ver la distancia enorme que hay entre el sufrimiento de los enfermos y moribundos, y la vida que Dios quiere para todos ellos.
Pero Jesús tiene fe en el Padre: «Esta enfermedad no acabará en muerte». Es su segunda reacción: una confianza total en Dios. Un día Lázaro morirá. El mismo Jesús terminará sus días ejecutado en una cruz. Nadie escapa a la muerte. Pero Dios, amigo de la vida, es más fuerte que la muerte. Podemos confiar en él.
Inevitablemente, un día nuestros análisis nos indicarán que nuestro final está próximo. Será duro. Seguramente, nos echaremos a llorar. Nuestros familiares y amigos más queridos llorarán con nosotros su aflicción e impotencia. Pero, si creemos en Jesucristo, podremos decir con fe: «Ni siquiera esta enfermedad acabará en muerte», porque Dios sólo quiere para nosotros vida y vida eterna.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2001-2002 – CON FUEGO
17 de marzo de 2002

MÁS QUERIDOS QUE NUNCA

Aunque haya muerto, vivirá.

Por lo general, no sabemos cómo relacionamos con los seres queridos que se nos han muerto. Durante un tiempo vivimos con el corazón apenado llorando el vacío que han dejado en nuestra vida. Luego los vamos olvidando poco a poco. Llega un (lía en que apenas significan algo en nuestra existencia.
Está muy extendida la idea de que los difuntos son seres etéreos, despersonalizados, con una identidad vaga y difusa, aislados en su mundo misterioso, ajenos a nuestro cariño. A veces se diría que pensamos como los antiguos judíos cuando hablaban de la existencia de los muertos en el «sheol», separados del Dios de la vida.
Sin embargo, para un cristiano morir no es perderse en el vacío, lejos del Creador. Es precisamente entrar en la salvación de Dios, compartir su vida eterna, vivir transformados por su amor insondable. Nuestros difuntos no están muertos. Viven la plenitud de Dios que lo llena todo.
Al morir, nos hemos quedado privados de su presencia física, pero, al vivir actualmente en Dios, han penetrado de forma más real en nuestra existencia. No podemos disfrutar de su mirada, escuchar su voz, ni sentir su abrazo. Pero podemos vivir sabiendo que nos aman más que nunca pues nos aman desde Dios.
Su vida es incomparablemente más intensa que la nuestra. Su gozo no tiene fin. Su capacidad de amar no conoce límites ni fronteras. No viven separados de nosotros sino más dentro que nunca de nuestro ser. Su presencia transfigurada y su cariño nos acompañan siempre.
No es una ficción piadosa vivir una relación personal con nuestros seres queridos que viven ya en Dios. Podemos caminar envueltos por su presencia, sentimos acompañados por su amor, gozar con su felicidad, contar con su cariño y apoyo, e, incluso, comunicamos con ellos en silencio o con palabras, en ese lenguaje no siempre fácil pero hondo y entrañable que es el lenguaje de la fe.
Somos muchos los que estos días recordaremos a seres queridos que ya no viven entre nosotros. No los hemos perdido. No han desaparecido en la nada. Viven en Dios. Los tenemos cerca. Los podemos querer más que nunca. Para siempre.
No los hemos perdido. No han desaparecido en la nada. Los podemos querer más que nunca pues viven en Dios. Es Jesús el que sostiene nuestra fe: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mi, aunque haya muerto vivirá».

José Antonio Pagola

HOMILIA

1998-1999 – FUERZA PARA VIVIR
21 de marzo de 1999

UNA PUERTA ABIERTA

Tu hermano resucitará.

Estamos demasiado cogidos por el «más acá» para preocuparnos del «más allá». Sometidos a un ritmo de vida que nos aturde y esclaviza, abrumados por una información asfixiante de noticias y acontecimientos diarios, fascinados por mil atractivos objetos que el desarrollo técnico pone en nuestras manos, no parece que necesitemos un horizonte más amplio que «esta vida» en que nos movemos.
¿Para qué pensar en «otra vida»? ¿No sería mejor encauzar todas nuestras fuerzas a organizar lo mejor posible nuestra existencia en este mundo? ¿No deberíamos esforzarnos al máximo en vivir esta vida de ahora lo más humanamente posible y callarnos respecto a todo lo demás? ¿No es mejor aceptar la vida con su oscuridad y sus enigmas y dejar «el más allá» como un misterio del que nada sabemos?
Sin embargo, el hombre contemporáneo, como el de todas las épocas, sabe que en el fondo de su ser está latente siempre la pregunta más seria y difícil de responder: ¿qué va a ser de todos y cada uno de nosotros? Cualquiera que sea nuestra ideología, nuestra fe o postura ante la vida, el verdadero problema al que estamos enfrentados todos es nuestro futuro. ¿Qué final nos espera?
PL. Berger nos ha recordado con profundo realismo que «toda sociedad humana es, en última instancia, una congregación de hombres frente a la muerte». Por ello, es ante la muerte precisamente donde aparece con más claridad «la verdad» de la civilización contemporánea que, curiosamente, no sabe qué hacer con ella si no es ocultarla asépticamente y eludir al máximo su trágico desafío.
Más honrada nos parece la postura de hombres como Eduardo Chillida que, en alguna ocasión, se ha expresado en estos términos: «De la muerte, la razón me dice que es definitiva. De la razón, la razón me dice que es limitada.»
Es aquí donde hemos de situar la postura del creyente que sabe enfrentarse con realismo y modestia al hecho ineludible de la muerte, pero que lo hace desde una confianza radical en Cristo resucitado. Una confianza que difícilmente puede ser entendida «desde fuera» y que sólo puede ser vivida por quien ha escuchado, alguna vez, en el fondo de su ser las palabras de Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida.»

José Antonio Pagola

HOMILIA

1995-1996 – SANAR LA VIDA
24 de marzo de 1996

EL DERECHO A MORIR MEJOR

Yo soy la resurrección y la vida.

En poco tiempo se ha impuesto entre nosotros un nuevo estilo de morir. Hoy se muere más tarde y también de forma más lenta. Se muere con menos dolor, pero más solos. Mejor atendidos técnicamente, pero peor acompañados.
En otros tiempos, el moribundo era el auténtico protagonista de su muerte. Advertido de la proximidad de la última hora, él mismo presidía el acontecimiento: reunía a sus seres queridos, les daba las últimas recomendaciones, pedía perdón, recibía los sacramentos y se despedía hasta la otra vida. Rara vez sucede hoy así.
La muerte se va convirtiendo cada vez más en un proceso despersonalizado, confinado a los profesionales sanitarios, y vaciado en buena parte de su contenido humano y religioso. En muchos casos, el enfermo queda abandonado, a la espera de su muerte más o menos presentida, como si ya no fuera necesaria ninguna otra ayuda o acompañamiento, excepto el control de los aparatos de asistencia. Mientras tanto, una conspiración de silencio impide al enfermo preparar y vivir su muerte de forma más lúcida y responsable.
No es fácil entender cómo, en una sociedad aparentemente tan celosa de la dignidad de la persona, no se genera una reacción ante este estado de cosas y no se grita con fuerza el derecho a morir con más dignidad. La muerte pertenece a la persona y no a la medicina. El enfermo tiene derecho, no sólo a una asistencia médica que alivie su dolor y le proporcione la mejor calidad de vida posible. Ha de recibir también la ayuda necesaria para vivir su muerte de forma humana. Cuando ya no se puede curar, se puede y se debe aliviar, acompañar y ayudar a morir dignamente. Del mismo modo que nadie ha de vivir solo y abandonado, sin la ayuda necesaria para vivir con dignidad, tampoco se ha de abandonar a una persona sin la ayuda adecuada para enfrentarse a su muerte de forma digna.
El momento de la muerte recae hoy casi por completo sobre el equipo sanitario y, de manera particular, sobre las enfermeras. Son éstas las que ayudan más de cerca al moribundo, de forma muchas veces admirable. Pero no basta. El enfermo puede necesitar curar heridas que arrastra del pasado, enfrentarse a sentimientos de culpabilidad, abrirse confiadamente al misterio, reconciliarse con Dios, pedir perdón, sentirse aceptado, despedirse con paz.
Todo moribundo, cualquiera que sea su visión religiosa, su fe o actitud existencial, tiene derecho a ser mejor atendido en el momento de enfrentarse a la experiencia más densa y decisiva de su vida. Una organización más adecuada de la asistencia hospitalaria, una mayor atención de familiares y amigos, una actuación más responsable de sacerdotes y creyentes podría aliviar y hacer más humana la muerte de no pocos. Y dichosos también hoy los que, solos o mal acompañados, mueran confiando en aquel que dijo: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá.»

José Antonio Pagola

HOMILIA

1992-1993 – CON HORIZONTE
28 de marzo de 1993

EN MEDIO DE LA CONFUSION

Yo soy la resurrección y la vida.

Los estudios sobre las creencias del hombre contemporáneo llevan a una conclusión paradójica: una gran parte de europeos consideran que la muerte es el final de todo; y, sin embargo, el interés por las cuestiones sobre «el más allá» sigue creciendo de manera inusitada.
Un ejemplo reciente es el sondeo llevado a cabo por la revista francesa Panorama en noviembre de 1993. Según los datos recogidos, un 42 por cien de los franceses opinan que con la muerte se termina todo. Sólo un 45 por cien afirma que la muerte es el paso hacia «otra cosa».
Lo más sorprendente es la confusión existente en la sociedad moderna. Un 38 por cien de personas que se dicen «católicas» creen que no hay nada después de la muerte. Por el contrario, un 29 por cien de ateos creen en alguna forma de vida más allá de la muerte. Al parecer, la actitud de las personas ante «el más allá» ya no depende necesariamente de su condición de creyente o increyente.
La confusión es todavía mayor cuando se pregunta directamente por esa «vida después de la muerte». Unos creen en la resurrección, otros en la reencarnación; un 42 por cien piensa que podemos comunicarnos con los muertos; un 46 por cien estima que hay que tomar en serio lo que nos dicen quienes «han vuelto» de la muerte. Mientras tanto, es cada vez mayor el éxito de los libros que abordan estas cuestiones.
En ambientes más científicos se considera la muerte como «un proceso normal de degradación biológica»; pero, cuando se interroga a cada científico personalmente, son muchos los que se resisten a reducir al ser humano a una simple máquina bioquímica perfeccionada pero destinada a la nada. Como decía André Malraux «el problema no es que el hombre tenga que morir, sino que yo me voy a morir». Esa es la cuestión.
Creyente o ateo, racionalista o místico, el hombre del siglo xx sigue planteándose la eterna cuestión que el ser humano lleva en su corazón: «¿Qué hay después de la muerte? ¿Qué va a ser de todos y de cada uno de nosotros?» Todos los vivientes mueren, pero sólo el hombre sabe que debe morir. Ahí está su grandeza y también su problema.
Cuando los cristianos hablamos de «resurrección» no pretendemos saberlo todo ni comprenderlo todo. No nos dedicamos tampoco a especular con nuestra imaginación. Sabemos muy bien que «el más allá» escapa a los esfuerzos que puede hacer la mente humana.
La actitud básica de quien cree en la resurrección de Cristo es una actitud de confianza en un Dios que nos mira con amor. No estamos solos ante la muerte. Hay un Dios que no defraudará los anhelos y esperanzas que habitan al ser humano. En el interior mismo de la muerte nos espera el amor infinito de Dios.
A lo largo de la historia, ¡os hombres han formulado de muchas maneras su anhelo de vida más allá de la muerte. Nosotros encontramos en Cristo resucitado el camino más humano, realista y esperanzado para adentramos en el misterio de la muerte. Lo expresaba hace muchos años san Pablo con estas palabras: «No ponemos nuestra confianza en nosotros mismos, sino en Dios que resucita a los muertos.»
En medio de la confusión actual, cada uno hemos de responder a la pregunta de Cristo: « Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá... ¿Crees tú esto?»

José Antonio Pagola

HOMILIA

1989-1990 – NUNCA ES TARDE
1 de abril de 1990

CREER PARA TENER VIDA

Yo soy la resurrección y la vida.

Una de las ideas más insidiosas que se han extendido en la sociedad moderna en torno a la religión es la sospecha de que hay que eliminar a Dios para poder salvar la dignidad y felicidad de los hombres.
De hecho, son bastantes los que poco a poco van abandonando su «mundo de creencias y prácticas» porque piensan que es un estorbo que les impide vivir. No entienden que Cristo pueda decir que ha venido, no para que los hombres «perezcan», sino para que «tengan vida definitiva».
La religión que ellos conocen no les ayuda a vivir. Hace tiempo que no pueden experimentar a Cristo como fuente de vida, y se sorprenden al saber que hay hombres y mujeres que creen en él precisamente porque desean vivir de manera más plena.
Y, sin embargo, es así. El verdadero creyente es una persona que no se contenta con vivir de cualquier manera. Desea dar un sentido acertado a su vida. Responder a esas preguntas que nacen dentro de nosotros: ¿De dónde le puede llegar a mi vida un sentido más pleno? ¿Cómo puedo ser yo más humano? ¿En qué dirección he de buscar?
Si hay tantas personas que hoy, no sólo no abandonan la fe, sino que se preocupan más que nunca de cuidarla y purificarla, es porque sienten que Cristo les ayuda a enfrentarse a la vida de un modo más sano y positivo.
No quieren vivir a medias. No se contentan con «ir tirando». Tampoco les satisface «ser un vividor». Lo que buscan desde Cristo es estar en la vida de una manera más convincente, humana y gratificante.
Lo lamentable no es que algunas personas se desprendan de una «religión muerta» que no les ayuda en modo alguno a vivir. Eso es bueno y purificador. Lo triste es que no lleguen a descubrir una «manera nueva de creer» que daría un contenido totalmente diferente a su fe.
Para esto, lo primero es entender la fe de otra manera. Intuir que ser cristiano es, antes que nada, buscar con Cristo y desde Cristo cuál es la manera más acertada de vivir. Como ha dicho J. Cardonnel, «ser cristiano es tener la audacia de ser hombre hasta el final».
Alentado por el mismo Espíritu de Cristo, el cristiano va descubriendo nuevas posibilidades a su vida y va aprendiendo maneras nuevas y más humanas de amar, de disfrutar, de trabajar, de sufrir, de confiar en Dios.
Entonces la religión va apareciendo a sus ojos como algo que antes no sospechaba: la fuerza más estimulante y poderosa para vivir de manera plena. Ahora se da cuenta de que abandonar la fe en Cristo no sería sólo «perder algo», sino «verse perdido» en medio de un mundo que no tendría ya un futuro y una esperanza definitivos.
Poco a poco, el creyente va descubriendo que esas palabras de Jesús «Yo soy la resurrección y la vida» no son sólo una promesa que abre nuestra existencia a una esperanza de vida eterna; al mismo tiempo va comprobando que, ya desde ahora, Jesucristo es alguien que resucita lo que en nosotros estaba muerto, y nos despierta a una vida nueva.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1986-1987 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
5 de abril de 1987

CONFIAR EN EL HOMBRE

Esta enfermedad no acabará en muerte

No es fácil escuchar hoy voces que inviten a confiar en el hombre. Lo normal parece ser el pesimismo, el análisis sombrío, la desesperanza y hasta la angustia.
Durante estos últimos años se ha hablado mucho de la pérdida de fe en Dios. Por una razón o por otra, son bastantes los que han dejado de creer en El. Pero, sorprendentemente, hoy son tal vez más los que están dejando de creer en el hombre.
Las mismas Iglesias parecen, a veces, desconfiar del ser humano. Su mensaje de esperanza, corre entonces el riesgo de quedar oculto por una especie de recelo y miedo ante todo lo que pueda emprender el hombre contemporáneo.
Por eso hemos de agradecer esa invitación vigorosa a la confianza que los Obispos nos hacen en las últimas páginas de su Carta Pastoral 
Es alentador ver que unos hombres que conocen de cerca los sufrimientos y contradicciones de un pueblo tan probado como el nuestro, confiesen su fe en el hombre con esta convicción:
«Confiamos en el hombre pese a toda su capacidad de mal y pese a los fracasos de su historia. Rechazamos cualquier postura nihilista o de pesimismo radical sobre la humanidad. Nosotros confiamos en el hombre de nuestros días no porque se muestre digno de confianza ni porque se venga a mostrar en el futuro, sino porque el mismo Dios ha dado su sí absoluto al proyecto humano».
Esta proclamación de fe en el hombre no brota de un optimismo ingenuo y superficial. No es tampoco un intento desesperado de contagiar como sea una “sensación de seguridad” tan necesaria hoy en nuestra sociedad.
A lo largo de su escrito, los Obispos analizan con realismo los logros y fracasos del hombre contemporáneo, la verdad y la mentira de la cultura moderna, los gozos y sufrimientos de las actuales generaciones.
Pero su mirada de fe llega a ver en el hombre de hoy no un ser solitario, perdido en sus propias contradicciones, desbordado por su propia maldad, sino alguien que también hoy es amado y aceptado por Dios.
Así expresan su fe: «Podemos aceptarnos a nosotros mismos, a pesar de todo lo que hay de inaceptable en nuestras vidas, porque hemos sido aceptados por el mismo Dios. Podemos esperar incluso donde parece que no hay nada que esperar. Podemos amar donde parece que no hay nada amable. Desde Dios presente en nuestra existencia, vemos la historia de los hombres como promesa de salvación”.
El hombre contemporáneo está enfermo. Los Obispos nos invitan a escuchar las palabras de Jesús: «Esta enfermedad no acabará en muerte».

José Antonio Pagola

HOMILIA

1983-1984 – BUENAS NOTICIAS
8 de abril de 1984

¿SOLO ESTA VIDA?

Yo soy la resurrección y la vida.

Estamos demasiado cogidos por el «más acá» para preocuparnos del «más allá». Sometidos a un ritmo de vida que nos aturde y esclaviza, abrumados por una información asfixiante de noticias y acontecimientos diarios, fascinados por mil atractivos objetos que el desarrollo técnico ha puesto en nuestras manos, no parece que necesitemos un horizonte más amplio que «esta vida» en que nos movemos.
¿Para qué pensar en «otra vida»? ¿No sería mejor encauzar todas nuestras fuerzas a organizar lo mejor posible nuestra existencia en este mundo? ¿No deberíamos esforzarnos al máximo en llevar la vida que se nos ha dado ahora lo más humanamente posible y callarnos respecto a todo lo demás? ¿No es mejor aceptar la vida con su oscuridad y sus enigmas y dejar «el más allá» como un misterio del que nada sabemos?
Sin embargo, el hombre contemporáneo, como el de todas las épocas, sabe que en el fondo de su ser está latente siempre la pregunta más seria y difícil de responder: ¿qué va a ser de todos y cada uno de nosotros?
Cualquiera que sea nuestra ideología, nuestra fe o postura ante la vida, el verdadero problema al que estamos enfrentados todos es nuestro futuro. ¿Qué final nos espera?
P.L. Berger nos ha recordado con profundo realismo que «toda sociedad humana es, en última instancia, una congregación de hombres frente a la muerte».
Por ello, es ante la muerte precisamente donde aparece con más claridad «la verdad» de la civilización contemporánea que, curiosamente, no sabe qué hacer con ella si no es ocultarla asépticamente y eludir al máximo su trágico desafío.
Más honrada nos parece la postura de hombres como nuestro Eduardo Chillida que, en alguna ocasión, se ha expresado en estos términos: «De la muerte, la razón me dice que es definitiva. De la razón, la razón me dice que es limitada».
Es aquí donde hemos de situar la postura del creyente que sabe enfrentarse con realismo y modestia al hecho ineludible de la muerte, pero lo hace desde una confianza radical en Cristo resucitado.
Una confianza que, difícilmente, puede ser entendida «desde fuera» y que sólo puede ser vivida por quien ha escuchado, alguna vez, en el fondo de su ser las palabras de Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida».

José Antonio Pagola

HOMILIA

1980-1981 – APRENDER A VIVIR
5 de abril de 1981

VENCER A LA MUERTE

El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá.

Querámoslo o no, el temor a la muerte arruina nuestra alegría de vivir. En el interior de toda felicidad humana, se oculta una especie de «insatisfacción subterránea» que todo hombre lúcido puede percibir, ya que no es posible, en último término, escamotear su fugacidad y desterrar la amenaza de la muerte.
Vivimos cercados por ese «omnipotente aguafiestas» que nos estropea la seguridad de nuestro vivir diario. Por muchos que sean los logros de la humanidad, la vida sigue dominada por la muerte y sigue, por tanto, amenazada por lo irreal, el vacío ‘i la nada.
Nadie sabe cómo tratar a la muerte. Es mejor olvidarla. No hablar de ella. Es arriesgado tratar de penetrar en su enigma. Preferimos hablar de las consecuencias que una muerte trae consigo para los que seguimos viviendo. Pero, ¿qué ha sido del muerto?
No nos atrevemos a plantearnos de frente la pregunta más «lógica» y elemental: la muerte ¿es o no es el final de todo?
Si es el final de todo, la muerte reviste el carácter de una poderosa y terrible mutilación de nuestra existencia. Si no es el fin, entonces nuestra muerte y, por tanto, nuestra vida, adquiere una dimensión extraordinariamente nueva.
La confrontación serena con esa muerte que tarde o temprano tendremos que afrontar todos, nos coloca delante del todo o la nada, del sentido o del sinsentido último de nuestra existencia: Dios o el vacío infinito.
Y es, precisamente, su carácter decisivo e irreversible el que le da a la muerte su fuerza temible. Es lógico que las dictaduras de signo diverso y las ideologías del poder la utilicen como la amenaza más decisiva y el arma más eficaz para lograr sus objetivos.
Si todo acaba con la muerte, esta vida es para nosotros el todo. Y, por tanto, todo lo que de alguna manera pone en peligro nuestra vida, se convierte en la máxima amenaza que nos puede coaccionar y paralizar.
La libertad más profunda comienza cuando es posible perder el miedo absoluto a la muerte, porque se cree en algo o en alguien que la supera y la relativiza.
La fe en la resurrección, cuando crece de verdad en nuestros corazones, es siempre fuente de libertad. Ella puede y debe darnos a los creyentes la capacidad para vivir sin reservas, y luchar de manera incondicional por un hombre nuevo y liberado. Porque «el que cree que Jesucristo es la resurrección y la vida, aunque muera, vivirá».

José Antonio Pagola



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lunes, 24 de marzo de 2014

30/03/2014 - 4º domingo de Cuaresma (A)

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Homilias de José Antonio Pagola

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¡Volver a Jesús! Retomar la frescura inicial del evangelio.
Video de la Conferencia de Jose Antonio Pagola. 

José Antonio Pagola: He recibido con satisfacción la resolución definitiva de la Congregación Romana para la Doctrina de la Fe sobre mi libro, Jesús.Aproximación histórica.


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30 de marzo de 2014

4º domingo de Cuaresma (A)


EVANGELIO

Fue, se lavó, y, volvió con vista.

+ Lectura del santo evangelio según san Juan 9, 1-41

En aquel tiempo, al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento.
Y sus discípulos le preguntaron:
-«Maestro, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego?»
Jesús contestó:
-«Ni éste pecó ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios. Mientras es de día, tenemos que hacer las obras del que me ha enviado; viene la noche, y nadie podrá hacerlas. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo.»
Dicho esto, escupió en tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y le dijo:
-«Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado).»
Él fue, se lavó, y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban:
-«¿No es ése el que se sentaba a pedir?»
Unos decían:
-«El mismo.»
Otros decían:
-«No es él, pero se le parece.»
Él respondía:
-«Soy yo.»
Y le preguntaban:
-«¿Y cómo se te han abierto los ojos?»
Él contestó:
-«Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me dijo que fuese a Siloé y que me lavase. Entonces fui, me lavé, y empecé a ver. »
Le preguntaron:
-«¿Dónde está él?»
Contestó:
-«No sé.»
Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista.
Él les contestó:
-«Me puso barro en los ojos, me lavé, y veo.»
Algunos de los fariseos comentaban:
-«Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado.» Otros replicaban:
-«¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?»
Y estaban divididos. Y volvieron a preguntarle al ciego:
-«Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?»
Él contestó:
-«Que es un profeta.»
Pero los judíos no se creyeron que aquél había sido ciego y había recibido la vista, hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron:
-«¿Es éste vuestro hijo, de quien decís vosotros que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?»
Sus padres contestaron:
-«Sabernos que éste es nuestro hijo y que nació ciego; pero cómo ve ahora, no lo sabemos nosotros, y quién le ha abierto los ojos, nosotros tampoco lo sabemos. Preguntádselo a él, que es mayor y puede explicarse. »
Sus padres respondieron así porque tenían miedo a los judíos; porque los judíos ya habían acordado excluir de la sinagoga a quien reconociera a Jesús por Mesías. Por eso sus padres dijeron: «Ya es mayor, preguntádselo a él.»
Llamaron por segunda vez al que había sido ciego y le dijeron:
-«Confiésalo ante Dios: nosotros sabemos que ese hombre es un pecador. »
Contestó él:
-« Si es un pecador, no lo sé; sólo sé que yo era ciego y ahora veo.» Le preguntan de nuevo:
-¿«Qué te hizo, cómo te abrió los ojos?»
Les contestó:
-«Os lo he dicho ya, y no me habéis hecho caso; ¿para qué queréis oírlo otra vez?; ¿también vosotros queréis haceros discípulos suyos? »
Ellos lo llenaron de improperios y le dijeron:
-«Discípulo de ése lo serás tú; nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios, pero ése no sabemos de dónde viene.»
Replicó él:
-«Pues eso es lo raro: que vosotros no sabéis de dónde viene y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que es religioso y hace su voluntad. Jamás se oyó decir que nadie le abriera los ojos a un ciego de nacimiento; si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder.»
Le replicaron:
-«Empecatado naciste tú de pies a cabeza, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?»
Y lo expulsaron. Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo:
-«¿Crees tú en el Hijo del hombre?»
Él contestó:
-«¿Y quién es, Señor, para que crea en él?»
Jesús le dijo:
-«Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es.»
Él dijo:
-«Creo, Señor.»
Y se postró ante él.
Jesús añadió:
-«Para un juicio he venido yo a este mundo; para que los que no ven vean, y los que ven queden ciegos.»
Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le preguntaron:
-« ¿También nosotros estamos ciegos?» Jesús les contestó: -«Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado, pero como decís que veis, vuestro pecado persiste.»

Palabra de Dios

HOMILIA

20013-2014 –
30 de marzo de 2014

PARA EXCLUÍDOS

Es ciego de nacimiento. Ni él ni sus padres tienen culpa alguna, pero su destino quedará marcado para siempre. La gente lo mira como un pecador castigado por Dios. Los discípulos de Jesús le preguntan si el pecado es del ciego o de sus padres.
Jesús lo mira de manera diferente. Desde que lo ha visto, solo piensa en rescatarlo de aquella vida desgraciada de mendigo, despreciado por todos como pecador. Él se siente llamado por Dios a defender, acoger y curar precisamente a los que viven excluidos y humillados.
Después de una curación trabajosa en la que también él ha tenido que colaborar con Jesús, el ciego descubre por vez primera la luz. El encuentro con Jesús ha cambiado su vida. Por fin podrá disfrutar de una vida digna, sin temor a avergonzarse ante nadie.
Se equivoca. Los dirigentes religiosos se sienten obligados a controlar la pureza de la religión. Ellos saben quién no es pecador y quién está en pecado. Ellos decidirán si puede ser aceptado en la comunidad religiosa.
El mendigo curado confiesa abiertamente que ha sido Jesús quien se le ha acercado y lo ha curado, pero los fariseos lo rechazan irritados: “Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador”. El hombre insiste en defender a Jesús: es un profeta, viene de Dios. Los fariseos no lo pueden aguantar: “Empecatado naciste de pies a cabeza y, ¿tú nos vas a dar lecciones a nosotros?”.
El evangelista dice que, “cuando Jesús oyó que lo habían expulsado, fue a encontrarse con él”. El diálogo es breve. Cuando Jesús le pregunta si cree en el Mesías, el expulsado dice: “Y, ¿quién es, Señor, para que crea en él?”. Jesús le responde conmovido: No está lejos de ti. “Lo estás viendo; el que te está hablando, ese es”. El mendigo le dice: “Creo, Señor”.
Así es Jesús. Él viene siempre al encuentro de aquellos que no son acogidos oficialmente por la religión. No abandona a quienes lo buscan y lo aman aunque sean excluidos de las comunidades e instituciones religiosas. Los que no tienen sitio en nuestras iglesias tienen un lugar privilegiado en su corazón.
¿Quién llevará hoy este mensaje de Jesús hasta esos colectivos que, en cualquier momento, escuchan condenas públicas injustas de dirigentes religiosos ciegos; que se acercan a las celebraciones cristianas con temor a ser reconocidos; que no pueden comulgar con paz en nuestras eucaristías; que se ven obligados a vivir su fe en Jesús en el silencio de su corazón, casi de manera secreta y clandestina? Amigos y amigas desconocidos, no lo olvidéis: cuando los cristianos os rechazamos, Jesús os está acogiendo.


José Antonio Pagola

HOMILIA

2010-2011 -  JESÚS ES PARA TODOS
3 de abril de 2011

CAMINOS HACIA LA FE

El relato es inolvidable. Se le llama tradicionalmente "La curación del ciego de nacimiento", pero es mucho más, pues el evangelista nos describe el recorrido interior que va haciendo un hombre perdido en tinieblas hasta encontrarse con Jesús, «Luz del mundo». No conocemos su nombre. Sólo sabemos que es un mendigo, ciego de nacimiento, que pide limosna en las afueras del templo. No conoce la luz. No la ha visto nunca. No puede caminar ni orientarse por sí mismo. Su vida transcurre en tinieblas. Nunca podrá conocer una vida digna.
Un día Jesús pasa por su vida. El ciego está tan necesitado que deja que le trabaje sus ojos. No sabe quién es, pero confía en su fuerza curadora. Siguiendo sus indicaciones, limpia su mirada en la piscina de Siloé y, por primera vez, comienza a ver. El encuentro con Jesús va a cambiar su vida.
Los vecinos lo ven transformado. Es el mismo pero les parece otro. El hombre les explica su experiencia: «un hombre que se llama Jesús» lo ha curado. No sabe más. Ignora quién es y dónde está, pero le ha abierto los ojos. Jesús hace bien incluso a aquellos que sólo lo reconocen como hombre.
Los fariseos, entendidos en religión, le piden toda clase de explicaciones sobre Jesús. El les habla de su experiencia: «sólo sé una cosa: que era ciego y ahora veo». Le preguntan qué piensa de Jesús y él les dice lo que siente: «que es un profeta». Lo que ha recibido de Él es tan bueno que ese hombre tiene que venir de Dios. Así vive mucha gente sencilla su fe en Jesús. No saben teología, pero sienten que ese hombre viene de Dios.
Poco a poco, el mendigo se va quedando solo. Sus padres no lo defienden. Los dirigentes religiosos lo echan de la sinagoga. Pero Jesús no abandona a quien lo ama y lo busca. «Cuando oyó que lo habían expulsado, fue a buscarlo». Jesús tiene sus caminos para encontrarse con quienes lo buscan. Nadie se lo puede impedir.
Cuando Jesús se encuentra con aquel hombre a quien nadie parece entender, sólo le hace una pregunta: «¿Crees en el Hijo del Hombre?» ¿Crees en el Hombre Nuevo, el Hombre plenamente humano precisamente por ser expresión y encarnación del misterio insondable de Dios? El mendigo está dispuesto a creer, pero se encuentra más ciego que nunca: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?»
Jesús le dice: «Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es». Al ciego se le abren ahora los ojos del alma. Se postra ante Jesús y le dice: «Creo, Señor». Sólo escuchando a Jesús y dejándonos conducir interiormente por él, vamos caminando hacia una fe más plena y también más humilde.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2007-2008 - Recreados por Jesús
2 de marzo de 2008

JESÚS ES PARA EXCLUIDOS

Fue a buscarlo.

Es «ciego de nacimiento». No sabe lo que es la luz. Nunca la ha conocido. Ni él ni sus padres tienen la culpa, pero allí está él, sentado, pidiendo limosna. Su destino es vivir en tinieblas.
Un día, al pasar Jesús por allí, ve al ciego. El evangelista dice que Jesús es nada menos que la «Luz del mundo». Tal vez recuerda las palabras del viejo profeta Isaías asegurando que un día llegaría a Israel alguien que «gritaría a los cautivos: ¡salid! y a los que están en tinieblas: ¡venid a la luz!».
Jesús trabaja los ojos del pobre ciego con barro y saliva para infundirle su fuerza vital. La curación no es automática. También el ciego ha de colaborar. Hace lo que Jesús le medica: se lava los ojos, limpia su mirada y comienza a ver.
Cuando la gente le pregunta quién lo ha curado, no sabe cómo contestar. Ha sido «un hombre llamado Jesús». No sabe decir más. Tampoco sabe dónde está. Sólo sabe que, gracias a este hombre, puede vivir la vida de manera completamente nueva. Esto es lo importante.
Cuando los fariseos y entendidos en religión le acosan con sus preguntas, el hombre contesta con toda sencillez: pienso que «es un profeta». No lo sabe muy bien, pero alguien capaz de abrir los ojos tiene que venir de Dios. Entonces los fariseos se enfurecen, lo insultan y lo «expulsan» de su comunidad religiosa.
La reacción de Jesús es conmovedora. «Cuando se enteró de que lo habían echado fuera, fue a buscarlo». Así es Jesús. No lo hemos de olvidar nunca: el que viene al encuentro de los hombres y mujeres que se sienten echados de la religión. Jesús no abandona a quien lo busca y lo ama, aunque sea excluido de su comunidad religiosa.
El diálogo es breve: «¿Crees tú en el Hijo del Hombre?». Él está dispuesto a creer. Su corazón ya es creyente, pero lo ignora todo: «¿Y quién es, Señor para que crea en él?». Jesús le dice: no está lejos de ti. «Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es». Según el evangelista, esta historia sucedió en Jerusalén hacia el año treinta, pero sigue ocurriendo hoy entre nosotros en el siglo veintiuno.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2004-2005 – AL ESTILO DE JESÚS
6 de marzo de 2005

OJOS NUEVOS

Me trabajó los ojos y empecé a ver.

El relato del ciego de Siloé está estructurado desde la clave de un fuerte contraste. Los fariseos creen saberlo todo. No dudan de nada. Imponen su verdad. Llegan incluso a expulsar de la sinagoga al pobre ciego: «Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios». «Sabemos que ese hombre que te ha curado, no guarda el sábado». «Sabemos que es pecador».
Por el contrario, el mendigo curado por Jesús no sabe nada. Sólo cuenta su experiencia a quien le quiera escuchar: «Sólo sé que yo era ciego y ahora veo». «Ese hombre me trabajó los ojos y empecé a ver». El relato concluye con esta advertencia final de Jesús: «Yo he venido para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos».
A Jesús le daba miedo una religión defendida por escribas seguros y arrogantes, que manejaban autoritariamente la Palabra de Dios para imponerla, utilizarla como arma o excomulgar incluso a quienes sentían de manera diferente. Temía a los doctores de la ley, más preocupados por «guardar el sábado» que por «curar» a mendigos enfermos. Le parecía una tragedia una religión con «guías ciegos» y lo decía abiertamente: «Si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán al hoyo».
Teólogos, predicadores, catequistas y educadores que pretendemos «guiar» a otros sin habernos dejado, tal vez, iluminar nosotros mismos por Jesús, ¿no hemos de escuchar su interpelación? ¿Vamos a seguir repitiendo incansablemente nuestras doctrinas sin vivir una experiencia personal de encuentro con Jesús que nos abra los ojos y el corazón?
Nuestra Iglesia no necesita hoy predicadores que llenen las iglesias de palabrería, sino testigos que contagien, aunque sea de manera imperfecta, su pequeña experiencia del Evangelio. No necesitamos fanáticos que defiendan «verdades» de manera autoritaria y con lenguaje vacío, hecho de tópicos y frases hechas. Necesitamos creyentes de verdad, atentos a la vida y sensibles a los problemas de la gente, buscadores de Dios capaces de escuchar y acompañar con respeto a tantos hombres y mujeres que sufren, buscan y no aciertan a vivir de manera más humana ni más creyente.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2001-2002 – CON FUEGO
10 de marzo de 2002

TESTIGO DE LA VERDAD

Para que los que no ven, vean.

Hay un rasgo que define el ser de Jesús y configura toda su actuación: su voluntad de vivir en la verdad. Es sorprendente su decisión de vivir en la realidad, sin engañarse ni engañar a nadie. No es frecuente en la historia encontrarse con un hombre así. Jesús no sólo dice la verdad. Cree en la verdad y la busca. Está convencido de que la verdad humaniza a todos.
Es por eso que no tolera la mentira o el encubrimiento. No soporta la tergiversación o las manipulaciones. No hay en él atisbos de disimular la verdad o de convertirla en propaganda. XLI honradez con la realidad lo hace libre para decir toda la verdad. Jesús se convertirá en «voz de los sin voz y voz contra los que tienen demasiada voz» (J. Sobrino).
Jesús va siempre al fondo de las cosas. Habla con autoridad porque habla desde la verdad. No necesita falsos autoritarismos. Habla con convicción pero sin dogmatismos. No necesita presionar a nadie. Basta su verdad. No grita contra los ignorantes sino contra los que oprimen interesadamente la verdad para actuar de manera injusta.
Jesús invita a buscar la verdad. No habla como los fanáticos que la imponen ni como los funcionarios que la «defienden» por obligación. Dice las cosas con absoluta sencillez y soberanía. Lo que dice y hace es diáfano y fácil de entender. La gente lo percibe enseguida. En contacto con Jesús, cada uno se encuentra consigo mismo y con lo mejor que hay en él. Jesús nos lleva a nuestra propia verdad.
Cuando este hombre habla de un Dios que quiere una vida digna para los más desgraciados e indefensos, se hace creíble. Su palabra no es la de un farsante interesado por su propia causa. Tampoco la de un religioso piadoso en busca de su bienestar espiritual. Es la palabra de quien trae la verdad de Dios para quienes la quieran acoger.
Según el cuarto evangelio, Jesús dice: «Yo he venido a este mundo para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos». Es así. Cuando reconocemos nuestra ceguera y acogemos su evangelio, comenzamos a ver la verdad.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1998-1999 – FUERZA PARA VIVIR
14 de marzo de 1999

BUSCAR LA LUZ

Para que los que no ven, vean.

No estamos hechos para vivir en la oscuridad. Nos da miedo caminar en medio de las tinieblas. Y, sin embargo, la vida se nos presenta, con frecuencia, como un camino que debemos recorrer «a tientas». El hombre moderno no se resigna a aceptar el misterio. Pero el misterio está presente en lo más profundo de nuestra vida como una experiencia constante.
El ser humano se ha ido abriendo camino en la historia tratando de iluminar la existencia con su razón. Y ciertamente ha dado pasos gigantescos. La humanidad ha ido acumulando cada vez más datos, ha organizado esos datos en sistemas y ciencias cada vez más complejos, y los ha transformado en técnicas cada vez más poderosas para dominar el mundo y la vida.
Y, sin embargo, la razón es una luz que nos deja todavía en las tinieblas. La razón puede explicarlo todo menos a sí misma. Se diría que el hombre lo puede conocer y dominar todo, pero no puede conocer y dominar su origen ni su destino último.
Los científicos más avanzados de nuestro siglo se encuentran tan impotentes como los humildes pobladores del paleolítico para contestar a las preguntas decisivas del ser humano ¿Cuál es el destino último de la humanidad? ¿Qué va a ser de todos y cada uno de nosotros? ¿Es la vida un paréntesis entre dos grandes «vacíos»? ¿Nos espera algo o alguien más allá de la muerte? Lo más racional sería reconocer que estamos a merced del misterio y aceptar que nuestra vida se mueve humildemente en el horizonte de lo desconocido.
Es en este horizonte donde se sitúa el creyente. No como alguien que pretende «ver» y «explicar» el enigma último de la existencia, sino como un ciego que busca luz, se deja iluminar por Jesús y se atreve a enfrentarse con confianza al misterio de la vida porque cree en un Padre.
Muchos cristianos hablan hoy de su fe con una inseguridad cada vez mayor. Quizás sienten en su interior el enfrentamiento de diversas ideologías, corrientes y creencias. Querrían reformular su fe y lograr una nueva síntesis cristiana de la vida, pero no lo consiguen. Tal vez sin atreverse a confesárselo a sí mismos, se van sintiendo interiormente increyentes porque descubren que su fe se ha ido convirtiendo en algo irreal, vacío y trivial.
Es entonces cuando, lejos de inflaciones verbales y falsas seguridades, hemos de adoptar una postura humilde y sincera de búsqueda, como aquel ciego de nacimiento que se dejó iluminar por Jesús. Quizás tengamos también nosotros la misma experiencia de que él sigue haciendo que «los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos».

José Antonio Pagola

HOMILIA

1995-1996 – SANAR LA VIDA
17 de marzo de 1996

¿QUIÉN SOY YO?

Para que los que no ven, vean.

Probablemente tienen razón quienes sugieren que el hombre de hoy huye de Dios porque anda huyendo de sí mismo. En el fondo, no es posible entrar en contacto con Dios sin entrar en contacto consigo mismo. Lo decía hace mucho tiempo san Cipriano de Cartago: «¿Cómo puedes pretender que Dios te escuche, si no te escuchas a ti mismo? Quieres que Dios piense en ti, cuando tú mismo no piensas en ti mismo.»
La comunicación con Dios y los actos religiosos en general se convierten en una «piadosa evasión» si la persona no se encuentra consigo misma y no descubre cuáles son las necesidades más hondas y la nostalgia más íntima y secreta del corazón humano.
Encontrarse con uno mismo no significa andar dando vueltas continuamente a los propios problemas o analizar una y otra vez el estado de ánimo. Se trata, sobre todo, de llegar hasta mi núcleo personal y adentrarme en mi verdadera identidad.
El benedictino alemán Anselmo Grün, buen conocedor de la espiritualidad cristiana y de la psicología contemporánea, sugiere en su reciente libro «La oración como encuentro» un método sencillo y práctico. Consiste esencialmente en preguntarse a menudo: ¿Quién soy yo?
Cuando uno se hace despacio esa pregunta, comienza a recibir espontáneamente respuestas e imágenes. Pero no hay que precipitarse. Ese no soy yo. Yo no soy ése que mis amigos creen que soy; no soy lo que se dice de mí; no soy el que yo creo ser. Yo no me identifico con el papel que represento ante los demás. No soy ese «disfraz» que me pongo incluso ante mí mismo.
No es nada difícil descubrir que uno actúa de una manera en el trabajo y de forma muy distinta en casa. Que se comporta de un modo con los amigos y de otro con los extraños. Que de mí pueden nacer los sentimientos más nobles, pero también los más peligrosos. ¿Quién soy yo realmente?
Soy diferente de los demás. Llevo una trayectoria en mi vida, pero soy algo más que el resultado de mi pequeña historia. Mi ser más hondo no se identifica con mis pensamientos ni sentimientos. Yo soy un misterio que me desborda. ¿De dónde vengo? ¿Qué ando buscando? ¿Dónde encontraré mi paz?
Desde este tipo de preguntas comienza la persona a dejarse iluminar por Dios. Es él quien de verdad nos conoce, nos llama por nuestro nombre propio y nos invita a creer. El relato de la curación del ciego termina con estas significativas palabras de Jesús: «He venido a este mundo para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos.»

José Antonio Pagola

HOMILIA

1992-1993 – CON HORIZONTE
21 de marzo de 1993

MENTIRSE A SI MISMO

Como decís que veis,
vuestro pecado persiste.

Siempre me ha sorprendido cuánto se habla y se escribe condenando abusos e injusticias de todo género, y qué poco se analiza la mentira e hipocresía que se encierra detrás de no pocos comportamientos.
Sin embargo, la experiencia nos dice que, para hacer el mal, el ser humano necesita casi siempre mentir y, sobre todo, mentirse a sí mismo. Raras veces el hombre hace el mal llamándolo «mal». Necesita enmascararlo o maquillarlo de alguna manera, pues, de lo contrario, no se soportaría a sí mismo.
Pocas veces se estudia el mecanismo de la mentira y la gravedad que encierra. Antes de mentir y engañar a otros, el hombre comienza por mentirse y engañarse a sí mismo. Casi sin dar- se cuenta, la persona se construye una «mentira-raíz», se implanta en ella y desde ahí orienta toda su vida de manera falsa y engañosa.
Llama la atención con qué fuerza ha destacado J.L. Segundo en su último estudio cristológico, «La historia perdida y recuperada de Jesús», la actuación de Cristo como «desenmascarador»
de esa mentira sobre la que se asienta la conducta equivocada de no pocos hombres. Jesús no condena «las mentiras», sino ese mecanismo de la mentira implantado en el corazón de la persona, capaz de viciar de raíz toda su existencia. Lo que le preocupa no es la mentira ocasional de quien, para salir del paso, trata de ocultar avergonzado su actuación equivocada, sino la postura de hipocresía y ceguera del que vive engañándose a sí mismo.
Jesús desenmascara, en primer lugar, la mentira religiosa. Esa hipocresía de quien vive una relación puramente exterior con Dios, que no cambia en nada lo profundo de su persona. Su crítica se resume en aquella frase de Isaías que Jesús repite: «Hipócritas... Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.»
Reprueba, asimismo, la hipocresía condenatoria. Esa postura de quien tiene una medida diferente para medirse a sí mismo y para medir a los demás. La crítica de Jesús se resume en estas palabras: «Hipócrita, ¿cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu ojo?»
Jesús condena también el engaño de quien sólo ve lo que quiere ver y desconoce lo que no quiere conocer. No se trata de ignorancia o desinterés, sino de un positivo interés de la persona por desconocer aquello que la obligaría a cambiar. Su pensamiento se recoge en esta frase: «Todo aquel que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras.»
Lo más grave que le puede suceder a un hombre es acostumbrarse a caminar en la mentira creyendo que camina en la verdad. El Evangelio nos recuerda las duras palabras de Jesús:
«Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís que veis, vuestro pecado persiste. » Quien se miente a sí mismo se cierra a la verdad. Esa es su gran desgracia, pues sólo la verdad renueva y trae alegría a la vida.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1989-1990 – NUNCA ES TARDE
25 de marzo de 1990

ABRIR LOS OJOS

Empecé a ver.

Posiblemente, bastantes juzgarán excesivamente negativa la afirmación del pensador húngaro Ladislaus Boros cuando dice que «nuestra vida es en gran parte una mentira».
Es cierto que hay en nosotros momentos de honradez, lealtad y franqueza, y, sin embargo, ¿no es también cierto que, de alguna manera, nos mentimos a nosotros mismos a lo largo de toda la vida?
Con esto no queremos decir que nos pasemos la vida falseando los hechos o tratando de engañar a los que nos rodean. Se trata de algo más sutil y profundo. Lo podríamos llamar «inautenticidad de nuestra existencia».
Nuestra vida consiste, en gran parte, en eludir. No queremos enfrentarnos a lo que nos obligaría a cambiar. No queremos reconocer nuestras equivocaciones y nuestro pecado. Quizás no obramos con mala intención. Sencillamente eludimos lo que nos urgiría a vivir con más verdad.
No escuchamos las llamadas que nacen desde nuestra conciencia, invitándonos a ser mejores. Pasamos de largo ante todo aquello que cuestiona nuestra vida. No mentimos con nuestra boca, pero mentimos con nuestra vida.
Preferimos seguir cerrando los ojos y el corazón. Tal vez, proclamamos los grandes ideales de «verdad», «justicia» y «paz» para otros. Pero nosotros no damos ningún paso para transformar nuestra vida.
Entonces corremos el riesgo de limitarnos a «vegetar». Casi sin advertirlo, nuestra vida se va haciendo monótona e insulsa. Tratamos de reavivarla con mil distracciones y proyectos, pero la monotonía va envolviendo lentamente toda nuestra existencia de tedio y vaciedad.
El que no vive su vida desde su verdad más honda, puede conocer el éxito y el bienestar, pero no sabrá nunca lo que es la felicidad interior. Y la razón de este descontento es muy simple, aunque hoy casi todos lo olviden: el ser humano es incapaz de ser totalmente superficial.
De ahí la necesidad de reaccionar y dejar brotar en nosotros esa «verdad interior» que, una y otra vez, pugna por abrirse camino en nuestra vida.
Lo que necesitamos es mayor lealtad ante nosotros mismos y ante Dios. Una actitud más sincera y transparente que nos permita vernos tal como somos y abrirnos más humildemente a la verdad.
No encerrarnos tercamente en nuestra ceguera. No obstinarnos en defender lo que es indefendible en nuestra vida. N o seguir engañándonos por más tiempo. Abrir los ojos.
El episodio de la curación del ciego de Siloé nos recuerda que cuando un hombre se deja iluminar y trabajar por Cristo, se le abren los ojos y comienza a verlo todo con luz nueva.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1986-1987 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
29 de marzo de 1987

CON LOS OJOS CERRADOS

¿También nosotros estamos ciegos?

Tal vez la mayor equivocación que cometemos los hombres es el vivir con los ojos cerrados, sin querer despertar a la realidad. Nos resistimos a mirar la vida hasta el fondo.
La vida es algo que va sucediendo en nosotros con toda su riqueza y su misterio y, mientras tanto, nosotros seguimos ocupados en mil cosas sin importancia.
No queremos abrir los ojos. Preferimos encerrarnos en el mundo ficticio que nos hemos ido construyendo cada uno. Nos falta valor para romper la imagen que nos hemos fabricado de nosotros mismos. Tal vez tenemos la sensación de que estamos echando a perder nuestra vida pero no queremos reaccionar.
Nos da miedo abrir los ojos y ver nuestra realidad porque intuimos que «ver» tiene sus consecuencias. Cuando vemos empezamos a cambiar.
Una persona comienza a transformarse cuando se atreve a poner a cada cosa su verdadero nombre y sabe llamar «negocio emocional» a lo que antes llamaba amor, «cuidado de la propia imagen» a lo que consideraba preocupación por los demás, «ambición interesada» a lo que parecía responsabilidad profesional.
A veces nos hacemos graves planteamientos sobre el camino a seguir para descubrir la verdad última de la existencia y no queremos ver que lo más simple y verdadero es comenzar por hacer verdad en nuestra propia vida desprendiéndonos de nuestras mentiras y engaños.
Para descubrir la verdad, lo más decisivo no es hacer grandes esfuerzos de reflexión, sino sencillamente ver nuestros errores y admitir nuestras equivocaciones. Es entonces cuando la verdad se nos puede hacer más patente.
No se puede contemplar un paisaje por muy luminoso que sea a través de un ventanal empañado y lleno de suciedad. ¿Se podrá contemplar el fondo de la vida e intuir el misterio último que lo ilumina todo, sin limpiar nuestros ojos y nuestra mirada? ¿Se podrá creer en Dios sin limpiar nuestra actitud interior?
Tal vez lo más importante de la Carta Pastoral de los Obispos sea la invitación que se nos hace a abrir los ojos sobre la realidad del hombre contemporáneo para reconocer nuestros errores y equivocaciones y abrirnos a la luz del Dios revelado en Jesucristo.
Los hombres de hoy tenemos el peligro de creernos muy lúcidos, conscientes y progresistas. Es fácil que nos preguntemos como los fariseos de otros tiempos: «¿También nosotros estamos ciegos?”.
La respuesta sorprendente de Jesús nos debería hacer pensar: «Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado, pero como decís que veis, vuestro pecado persiste».

José Antonio Pagola

HOMILIA

1983-1984 – BUENAS NOTICIAS
1 de abril de 1984

EL ATEISMO DE LA INSINCERIDAD

para que los que no ven, vean.

Alguien ha dicho que el ateísmo que nos amenaza realmente en estos tiempos es «el ateísmo de la insinceridad». No nos atrevemos ya a plantearnos con seriedad las preguntas fundamentales en las que Dios nos puede salir al encuentro.
Por lo general, el hombre actual no tiene coraje para preguntarse de dónde viene y a dónde va, quién es y qué debe hacer en el breve tiempo que va entre el nacimiento y la muerte.
Estas preguntas no encuentran ya respuesta alguna. Más aún. La inmensa mayoría ni se las plantea.
Son muchos los que dicen no encontrar un sentido a la vida. ¿No sería más exacto decir que han perdido la capacidad de buscar sentido a la vida?
Debajo de muchas actitudes de autosuficiencia, superficialidad o pasotismo, se esconde, con mucha frecuencia, un hombre que no tiene valor para bajar con sinceridad a lo más hondo de su ser.
Es más fácil buscar satisfacciones inmediatas que enfrentarse responsablemente a la vida. Más fácil instalarse cómodamente en la seguridad que aspirar a vivir sinceramente como hombre hasta las últimas consecuencias.
¿No encuentra aquí una de sus raíces más profundas el ateísmo de muchos de nuestros contemporáneos? P. Tillích ha dicho que «ser religioso significa preguntar apasionadamente por el sentido de la vida y estar abierto a una respuesta, aún cuando nos haga vacilar profundamente». Cuando falta esta búsqueda honrada, comienza uno a deslizarse hacia el ateísmo.
Según el célebre neurólogo V. Frankl, fundador de la logoterapia, «un hombre que ha perdido el sentido de la vida, la razón de existir, aunque sea sano psíquicamente, está espiritualmente enfermo». Quizás, una de nuestras primeras tareas sea la de reconocer que muchas de nuestras incoherencias, contradicciones y conflictos internos tienen su origen en nuestra incapacidad de buscar sinceramente la luz.
Podríamos decir más. Hay cegueras profundas en nosotros que sólo pueden ser curadas si sabemos abrirnos con humilde sinceridad a ese Jesús que es luz venida al mundo «para que los que no ven, vean, y los que ven, no vean».
Jesucristo siempre será para los hombres una llamada al deber y al coraje de ser veraces y sinceros en la existencia. Hay una luz capaz de iluminarnos. El hombre puede rehuirla, pero al hacerlo, reduce el mundo a su propia oscuridad.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1980-1981 – APRENDER A VIVIR
29 de marzo de 1981

CIEGOS

Para que los que no ven, vean.

Los hombres no estamos hechos para vivir en la oscuridad. Nos da miedo caminar en medio de las tinieblas. Y sin embargo, la vida se nos presenta, con frecuencia, como un camino que debemos recorrer «a tientas».
El hombre moderno no se resigna a aceptar el misterio. Pero, el misterio está presente en lo más profundo de nuestra vida, como una experiencia constante.
El hombre se ha ido abriendo camino en la historia, tratando de iluminar la existencia con su razón. Y ciertamente ha dado pasos gigantescos. La humanidad ha ido acumulando cada vez más datos, ha organizado esos datos en sistemas y ciencias cada vez más complejos, y los ha transformado en técnicas cada vez más poderosas para dominar el mundo y la vida.
Y, sin embargo, la razón es una luz que nos deja todavía en las tinieblas. La razón puede explicarlo todo menos a sí misma. Se diría que el hombre lo puede conocer y dominar todo. Pero, ciertamente, no puede conocer y dominar ni su origen ni su destino último.
Los científicos más avanzados de nuestro siglo se encuentran tan impotentes como los humildes pobladores del paleolítico, para contestar a las preguntas decisivas del hombre. ¿Cuál es el destino último de la humanidad? ¿Qué va a ser de todos y cada uno de nosotros? ¿Es la vida un paréntesis entre dos grandes «vacíos»? ¿Nos espera algo o alguien más allá de la muerte?
Lo más racional sería reconocer que estamos a merced del misterio y aceptar que la vida del hombre se debe mover humildemente en un horizonte de misterio.
Es en este horizonte donde se sitúa el creyente. No como un hombre que pretende «ver» y «explicar» el enigma último de la existencia, sino como un ciego que busca luz, se deja iluminar por Jesús y se atreve a enfrentarse con confianza al misterio de la vida porque cree en un Padre.
Muchos cristianos hablan hoy de su fe con una inseguridad cada vez mayor. Quizás sienten en su interior el enfrentamiento de diversas ideologías, corrientes y creencias. Querrían reformular su fe y lograr una nueva síntesis cristiana de la vida, pero no lo consiguen. Tal vez sin atreverse a confesárselo a sí mismos, se van sintiendo interiormente increyentes, porque descubren que su fe se ha ido convirtiendo en algo irreal, vacío y trivial.
Es entonces cuando, lejos de inflaciones verbales y falsas seguridades, debemos adoptar una postura humilde y sincera de búsqueda, como aquel ciego de nacimiento que se dejó iluminar por Jesús. Quizás tengamos también nosotros la misma experiencia de que él sigue haciendo que «los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos».

José Antonio Pagola



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