sábado, 27 de febrero de 2010

28/03/2010 - Domingo de Ramos (C)

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28 de marzo de 2010

Domingo de Ramos (C)
Lucas 22, 14-23, 56

Evangelio

Pasión de nuestro Señor Jesucristo

Y cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: - Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
Y se repartieron sus ropas echándolas a suerte.
El pueblo estaba mirando.
Las autoridades le hacían muecas diciendo: - A otros ha salvado, que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido.
Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: - Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo.

(Recomendable leer el texto completo)

Homilia
28 de marzo de 2010

¿QUÉ HACE DIOS EN UNA CRUZ?

Según el relato evangélico, los que pasaban ante Jesús crucificado sobre la colina del Gólgota se burlaban de él y, riéndose de su impotencia, le decían: «Si eres Hijo de Dios, bájate de la cruz». Jesús no responde a la provocación. Su respuesta es un silencio cargado de misterio. Precisamente porque es Hijo de Dios permanecerá en la cruz hasta su muerte.
Las preguntas son inevitables: ¿Cómo es posible creer en un Dios crucificado por los hombres? ¿Nos damos cuenta de lo que estamos diciendo? ¿Qué hace Dios en una cruz? ¿Cómo puede subsistir una religión fundada en una concepción tan absurda de Dios?
Un "Dios crucificado" constituye una revolución y un escándalo que nos obliga a cuestionar todas las ideas que los humanos nos hacemos de un Dios al que supuestamente conocemos. El Crucificado no tiene el rostro ni los rasgos que las religiones atribuyen al Ser Supremo.
El "Dios crucificado" no es un ser omnipotente y majestuoso, inmutable y feliz, ajeno al sufrimiento de los humanos, sino un Dios impotente y humillado que sufre con nosotros el dolor, la angustia y hasta la misma muerte. Con la Cruz, o termina nuestra fe en Dios, o nos abrimos a una comprensión nueva y sorprendente de un Dios que, encarnado en nuestro sufrimiento, nos ama de manera increíble.
Ante el Crucificado empezamos a intuir que Dios, en su último misterio, es alguien que sufre con nosotros. Nuestra miseria le afecta. Nuestro sufrimiento le salpica. No existe un Dios cuya vida transcurre, por decirlo así, al margen de nuestras penas, lágrimas y desgracias. Él está en todos los Calvarios de nuestro mundo.
Este "Dios crucificado" no permite una fe frívola y egoísta en un Dios omnipotente al servicio de nuestros caprichos y pretensiones. Este Dios nos pone mirando hacia el sufrimiento, el abandono y el desamparo de tantas víctimas de la injusticia y de las desgracias. Con este Dios nos encontramos cuando nos acercamos al sufrimiento de cualquier crucificado.
Los cristianos seguimos dando toda clase de rodeos para no toparnos con el "Dios crucificado". Hemos aprendido, incluso, a levantar nuestra mirada hacia la Cruz del Señor, desviándola de los crucificados que están ante nuestros ojos. Sin embargo, la manera más auténtica de celebrar la Pasión del Señor es reavivar nuestra compasión. Sin esto, se diluye nuestra fe en el "Dios crucificado" y se abre la puerta a toda clase de manipulaciones. Que nuestro beso al Crucificado nos ponga siempre mirando hacia quienes, cerca o lejos de nosotros, viven sufriendo.

Homilia
1 de abril de 2007

MURIÓ COMO HABÍA VIVIDO

¿Cómo vivió Jesús sus últimas horas?, ¿Cuál fue su actitud en el momento de la ejecución? Los evangelios no se detienen a analizar sicológicamente sus sentimientos. Sencillamente, recuerdan que Jesús murió como había vivido. Lucas, por ejemplo, ha querido destacar la bondad de Jesús hasta el final, su cercanía a los que sufren y su capacidad de perdonar. Según su relato, Jesús murió amando.
En medio del gentío que observa el paso de los condenados camino de la cruz, unas mujeres se acercan a Jesús llorando. No pueden verlo sufrir así. Jesús «se vuelve hacia ellas» y las mira con la misma ternura con que las había mirado siempre: «No lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos». Así va Jesús hacia la cruz: pensando más en aquellas pobres madres que en su propio sufrimiento.
Faltan pocas horas para el final. Desde la cruz sólo se escuchan los insultos de algunos y los gritos de dolor de los ajusticiados. De pronto, uno de ellos se dirige a Jesús: «Acuérdate de mí». Su respuesta es inmediata: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso». Siempre ha hecho lo mismo: quitar miedos, infundir confianza en Dios, contagiar esperanza. Así lo sigue haciendo hasta el final.
El momento de la crucifixión es inolvidable. Mientras los soldados lo van clavando al madero, Jesús decía: «Padre, perdónalos porque no saben lo que están haciendo». Así es Jesús. Así ha vivido siempre: ofreciendo a los pecadores el perdón del Padre, sin que se lo merezcan.
Según Lucas, Jesús muere pidiendo al Padre que siga bendiciendo a los que lo crucifican, que siga ofreciendo su amor, su perdón y su paz a todos los hombres, incluso a los que lo rechazan.
No es extraño que Pablo de Tarso invite a los cristianos de Corinto a que descubran el misterio que se encierra en el Crucificado: «En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres». Así está Dios en la cruz: no acusando al mundo de sus pecados, sino ofreciendo su perdón. Esto es lo que celebramos esta semana.

Homilia

NO TE BAJES DE LA CRUZ

Según el relato evangélico, los que pasaban ante Jesús crucificado se burlaban de él y, riéndose de su sufrimiento, le hacían dos sugerencias sarcásticas: Si eres Hijo de Dios, «sálvate a ti mismo» y «bájate de la cruz».
Ésa es exactamente nuestra reacción ante el sufrimiento: salvarnos a nosotros mismos, pensar sólo en nuestro bienestar y, por consiguiente, evitar la cruz, pasarnos la vida sorteando todo lo que nos puede hacer sufrir. ¿Será Dios así? ¿Alguien que sólo piensa en sí mismo y en su felicidad?
Jesús no responde a la provocación de los que se burlan de él. No pronuncia palabra alguna. No es el momento de dar explicaciones. Su respuesta es el silencio. Un silencio que es respeto a quienes lo desprecian, comprensión de su ceguera y, sobre todo, compasión y amor.
Jesús sólo rompe su silencio para dirigirse a Dios con un grito desgarrador: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» No le pide que lo salve bajándolo de la cruz. Sólo que no se oculte, ni lo abandone en este momento de muerte y sufrimiento extremo. Y Dios, su Padre, permanece, en silencio.
Sólo escuchando hasta el fondo ese silencio de Dios, descubrimos algo de su misterio. Dios no es un ser poderoso y triunfante, tranquilo y feliz, ajeno al sufrimiento humano, sino un Dios callado, impotente y humillado, que sufre con nosotros el dolor, la oscuridad y hasta la misma muerte.
Por eso, al contemplar al crucificado, nuestra reacción no es de burla o desprecio, sino de oración confiada y agradecida: «No te bajes de la cruz. No nos dejes solos en nuestra aflicción. ¿Para qué nos serviría un Dios que no conociera nuestra cruz? ¿Quién nos podría entender?
¿En quién podrían esperar los torturados de tantas cárceles secretas? ¿Dónde podrían poner su esperanza tantas mujeres humilladas y violentadas sin defensa alguna? ¿A qué se agarrarían los enfermos crónicos y los moribundos? ¿Quién podría ofrecer consuelo a las víctimas de tantas guerras, terrorismos, hambres y miserias? No. No te bajes de la cruz pues si no te sentimos «crucificado» junto a nosotros, nos veremos más «perdidos».
Es difícil imaginar algo más escandaloso que un «Dios crucificado». Y tampoco algo más atractivo y esperanzador. No sé si podría creer en un Dios que fuera sólo poder. Creo que los humanos sólo podemos confiar en un Dios débil, que sufre con nosotros y por nosotros, y sólo así despierta en nosotros la esperanza.
Estos días he podido ver con qué arrogancia actúan los poderosos y con qué facilidad se destruye a los débiles; quiénes son los satisfechos y quiénes los desgraciados; dónde están los que deciden y organizan todo, y dónde mueren las víctimas que lo padecen todo.
¿A qué me podría yo agarrar si Dios fuera simplemente un ser poderoso y satisfecho, que decide y organiza el mundo a su antojo, muy parecido a los poderosos de la tierra, sólo que más fuerte que ellos? ¿Quién me podría dar una esperanza si no supiera que Dios está sufriendo con las víctimas y en las víctimas? ¿Quién me podría consolar si no supiera que un «Dios crucificado» es lo más opuesto a estos «dioses» que sólo saben crucificar?
Ese Dios crucificado me ayuda a ver la realidad desde los crucificados. Desde estos hombres y mujeres abatidos sin miramiento alguno, se ve mejor cómo está el mundo y qué le falta para ser humano. El mal tiende a disfrazarse, pero allí donde alguien es crucificado, todo se esclarece. Sabemos dónde está Dios y dónde están los que se le oponen.
Los crucificados no me dejan creer en esas grandes palabras como «progreso», «democracia» o «libertad», cuando sirven para matar inocentes. Siempre se ha matado en nombre de algún «dios». El poder tiende a sacralizarse a sí mismo, se presenta como intocable e indiscutible, se legitima en los votos o en las grandes causas. Da lo mismo. Cuando aterroriza y destruye a inocentes, queda desenmascarado. Ese poder nada tiene que ver con el verdadero Dios.
Esta Semana Santa, al besar la Cruz, quiero besar a todos los crucificados, pedirles perdón y ver en ellos a ese Dios crucificado que me llama a recordarlos y defenderlos siempre.

Homilia

MAS QUE LA VIDA

La primera palabra de Jesús no es la cruz. Y su mensaje central no es la predicación de la muerte sino el anuncio de una Buena Noticia: la bondad infinita de Dios que quiere la felicidad total del hombre.
Por eso, la actuación de Jesús no ha consistido en «producir cruces» ni crear sufrimiento. Ni su palabra ha sido para legitimar las cruces que unos hombres imponen sobre los hombros de otros.
Toda su vida ha sido, por el contrario, una lucha contra el sufrimiento. Un combate por liberar a los crucificados de toda clase de sufrimiento y de mal.
Es esto lo que resuena a través de todo el evangelio: una llamada a todos para evitar el sufrimiento producido por los hombres, y una esperanza para dar sentido a la cruz inevitable de nuestra existencia finita y mortal.
Los creyentes no debemos olvidar nunca que toda la actuación y el mensaje de Jesús está orientado a liberarnos de las cruces de la vida y a hacernos más llevadero el peso de nuestra existencia.
Pero tampoco hemos de olvidar que esta Buena Noticia propuesta por Jesús ha sido frontalmente rechazada y ha provocado una reacción violenta contra él.
Jesús ha experimentado en su propia carne que es peligroso «ir demasiado lejos» en el amor a los crucificados y que no se puede exigir impunemente a una sociedad que busque realmente la felicidad de todos.
Y es precisamente en este momento en que se ve rechazado por todos cuando Jesús asume la cruz. No deja que el odio tenga la última palabra. Y decide no huir, sino ofrecer su vida y sacrificarse.
Y es entonces cuando se nos desvela el verdadero misterio de la cruz y el significado del Evangelio: «La vida en la tierra no es el valor supremo. Hay cosas por las que merece la pena entregar la vida. Morir así es un valor supremo»
En el Crucificado descubrimos que es el amor a Dios y la solidaridad con los hermanos lo que da un sentido último a todo nuestro ser y nuestro hacer.
Hay un modo de vivir y de morir que no se perderá jamás en el vacío. Hay algo que es más fuerte que la misma muerte y es el amor. La resurrección nos revelará todo el vigor y la fuerza salvadora que se encierra en esta vida sacrificada. Esta vida entregada por amor no ha sido vencida. Al contrario, ha encontrado su plenitud en la vida misma de Dios.

JOSE ANTONIO PAGOLA