lunes, 6 de agosto de 2012

12/08/2012 - 19º domingo Tiempo ordinario (B)

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Homilias de José Antonio Pagola

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12 de agosto de 2012

19º domingo Tiempo ordinario (B)


EVANGELIO

Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo.

+ Lectura del santo evangelio según san Juan 6,41-51

En aquel tiempo, los judíos criticaban a Jesús porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo», y decían:
- «¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?».
Jesús tomó la palabra y les dijo:
- «No critiquéis. Nadie puede venir a mí, si no lo trae el Padre que me ha enviado.
Y yo lo resucitaré el último día.
Está escrito en los profetas: 'Serán todos discípulos de Dios'.
Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí.
No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que procede de Dios: ése ha visto al Padre.
Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna.
Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera.
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre.
Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo».

Palabra de Dios.

HOMILIA

2011-2012 -
12 de agosto de 2012

EL CAMINO PARA CREER EN JESÚS

Según el relato de Juan, Jesús repite cada vez de manera más abierta que viene de Dios para ofrecer a todos un alimento que da vida eterna. La gente no puede seguir escuchando algo tan escandaloso sin reaccionar. Conocen a sus padres. ¿Cómo puede decir que viene de Dios?
A nadie nos puede sorprender su reacción. ¿Es razonable creer en Jesucristo? ¿Cómo podemos creer que en ese hombre concreto, nacido poco antes de morir Herodes el Grande, y conocido por su actividad profética en la Galilea de los años treinta, se ha encarnado el Misterio insondable de Dios.
Jesús no responde a sus objeciones. Va directamente a la raíz de su incredulidad: "No critiquéis". Es un error resistirse a la novedad radical de su persona obstinándose en pensar que ya saben todo acerca de su verdadera identidad. Les indicará el camino que pueden seguir.
Jesús presupone que nadie puede creer en él si no se siente atraído por su persona. Es cierto. Tal vez, desde nuestra cultura, lo entendemos mejor que aquellas gentes de Cafarnaún. Cada vez nos resulta más difícil creer en doctrinas o ideologías. La fe y la confianza se despiertan en nosotros cuando nos sentimos atraídos por alguien que nos hace bien y nos ayuda a vivir.
Pero Jesús les advierte de algo muy importante:"Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado". La atracción hacia Jesús la produce Dios mismo. El Padre que lo ha enviado al mundo despierta nuestro corazón para que nos acerquemos a Jesús con gozo y confianza, superando dudas y resistencias.
Por eso hemos de escuchar la voz de Dios en nuestro corazón y dejarnos conducir por él hacia Jesús. Dejarnos enseñar dócilmente por ese Padre, Creador de la vida y Amigo del ser humano: "Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí".
La afirmación de Jesús resulta revolucionaria para aquellos hebreos. La tradición bíblica decía que el ser humano escucha en su corazón la llamada de Dios a cumplir fielmente la Ley. El profeta Jeremías había proclamado así la promesa de Dios: "Yo pondré mi Ley dentro de vosotros y la escribiré en vuestro corazón".
Las palabras de Jesús nos invitan a vivir una experiencia diferente. La conciencia no es solo el lugar recóndito y privilegiado en el que podemos escuchar la Ley de Dios. Si en lo íntimo de nuestro ser, nos sentimos atraídos por lo bueno, lo hermoso, lo noble, lo que hace bien al ser humano, lo que construye un mundo mejor, fácilmente no sentiremos invitados por Dios a sintonizar con Jesús. Es el mejor camino para creer en él.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2008-2009 – RECUPERAR EL EVANGELIO
9 de agosto de 2009

ATRACCIÓN POR JESÚS

El evangelista Juan repite una y otra vez expresiones e imágenes de gran fuerza para grabar bien en las comunidades cristianas que han de acercarse a Jesús para descubrir en él una fuente de vida nueva. Un principio vital que no es comparable con nada que hayan podido conocer con anterioridad.
Jesús es «pan  bajado del cielo ». No ha de ser confundido con cualquier fuente de vida. En Jesucristo podemos alimentarnos de una fuerza, una luz, una esperanza, un aliento vital... que vienen del misterio mismo de Dios, el Creador de la vida. Jesús es «el pan de la vida ».
Por eso, precisamente, no es posible encontrarse con él de cualquier manera. Hemos de ir a lo más hondo de nosotros mismos, abrirnos a Dios y «escuchar lo que nos dice el Padre ». Nadie puede sentir verdadera atracción por Jesús, «si no lo atrae el Padre que lo ha enviado».
Lo más atractivo de Jesús es su capacidad de dar vida. El que cree en Jesucristo y sabe entrar en contacto con él, conoce una vida diferente, de calidad nueva, una vida que, de alguna manera, pertenece ya al mundo de Dios. Juan se atreve a decir que «el que coma de este pan, vivirá para siempre».
Si, en nuestras comunidades cristianas, no nos alimentamos del contacto con Jesús, seguiremos ignorando lo más esencial y decisivo del cristianismo. Por eso, nada hay pastoralmente más urgente que cuidar bien nuestra relación con Jesús el Cristo.
Si, en la Iglesia, no nos sentimos atraídos por ese Dios encarnado en un hombre tan humano, cercano y cordial, nadie nos sacará del estado de mediocridad en que vivimos sumidos de ordinario. Nadie nos estimulará para ir más lejos que lo establecido por nuestras instituciones. Nadie nos alentará para ir más adelante que lo que nos marca nuestras tradiciones.
Si Jesús no nos alimenta con su Espíritu de creatividad, seguiremos atrapados en el pasado,  viviendo nuestra religión desde formas, concepciones y sensibilidades nacidas y desarrolladas en otras épocas y para otros tiempos que no son los nuestros. Pero, entonces, Jesús no podrá contar con nuestra cooperación para engendrar y alimentar la fe en el corazón de los hombres y mujeres de hoy.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2005-2006 – POR LOS CAMINOS DE JESÚS
13 de agosto de 2006

DEJARSE GUIAR POR DIOS

Nadie puede venir a mí si no lo atrae mi Padre.

Jesús se encuentra discutiendo con un grupo de judíos. En un determinado momento, hace una afirmación de gran importancia: «Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre». Y más adelante continúa: «el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí».
La incredulidad empieza a brotar en nosotros desde el mismo momento en que empezamos a organizar nuestra vida de espaldas a Dios. Así de sencillo. Dios va quedando ahí como algo poco importante que se arrincona en algún lugar olvidado de nuestra vida. Es fácil entonces vivir «pasando de Dios».
Incluso los que nos decimos creyentes estamos perdiendo capacidad para escuchar a Dios. No es que Dios no hable en el fondo de las conciencias. Es que, llenos de ruido y autosuficiencia, no sabemos ya percibir su presencia callada en nosotros.
Quizás sea ésta nuestra mayor tragedia. Estamos arrojando a Dios de nuestro corazón. Nos resistimos a escuchar su llamada. Nos ocultamos a su mirada amorosa. Preferimos «otros dioses» con quienes vivir de manera más cómoda y menos responsable.
Sin embargo, sin Dios en el corazón, quedamos como perdidos. Ya no sabemos de dónde venimos y hacia dónde vamos. No reconocemos qué es lo esencial y qué lo poco importante. Nos cansamos buscando seguridad y paz, pero nuestro corazón sigue inquieto e inseguro.
Se nos ha olvidado que la paz, la verdad y el amor se despiertan en nosotros cuando nos dejamos guiar por Dios. Todo cobra entonces nueva luz. Todo se empieza a ver de otra manera más amable y esperanzada.
Hace ya algunos años, el concilio Vaticano II hablaba de la «conciencia» como «el núcleo más secreto» del ser humano, el «sagrario» en el que la persona «se siente a solas con Dios», un espacio interior donde «la voz de Dios resuena en su recinto más íntimo». Bajar hasta el fondo de esta conciencia, escuchar los anhelos más nobles del corazón, es el camino más sencillo para escuchar a Dios. Quien escucha esa voz interior, se sentirá atraído hacia Jesús.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2002-2003 – REACCIONAR
10 de agosto de 2003

NO ES NORMAL

Nadie puede venir a mí,
si no lo trae mi Padre

A muchos hombres y mujeres de mi generación, nacidos en familias creyentes, bautizados a los pocos días de vida y educados siempre en un ambiente cristiano, les ha podido suceder lo mismo que a mí. Hemos respirado la fe de manera tan natural que podemos llegar a pensar que lo normal es ser creyente.
Es curioso nuestro lenguaje. Hablamos como si creer fuera el estado más normal. El que no adopta una postura creyente ante la vida es considerado como un hombre o mujer al que le falta algo. Entonces lo designamos con una forma privativa: «in-creyente» o «in-crédulo».
No nos damos cuenta de que la fe no es algo natural sino un don inmerecido. Los increyentes no son gente tan extraña como a nosotros nos puede parecer. Al contrario, somos los cristianos los que tenemos que reconocer que resultamos bastante extraños.
¿Es normal ser hoy discípulos de un hombre ajusticiado por los romanos hace veinte siglos, del que proclamamos que resucitó a la vida porque era nada menos que el Hijo de Dios hecho hombre? ¿Es razonable esperar en un más allá que podría ser sólo la proyección de nuestros deseos y el engaño más colosal de la humanidad?
¿No es sorprendente pretender acoger al mismo Cristo en nuestra vida compartiendo juntos su cuerpo y su sangre en ritos y celebraciones de carácter tan arcaico? ¿No es una presunción orar creyendo que Dios nos escucha o leer los libros sagrados pensando que Dios nos está hablando?
El encuentro con increyentes que nos manifiestan honradamente sus dudas e incertidumbres, nos puede ayudar hoy a los cristianos a vivir la fe de manera más realista y humilde, pero también con mayor gozo y agradecimiento.
Aunque los cristianos tenemos razones para creer (de lo contrario, lo dejaríamos), la fe, como dice San Pablo, «no se fundamenta en la sabiduría humana». La fe no es algo natural y espontáneo. Es un don inmerecido, una aventura extraordinaria. Un modo de «estar en la vida», que nace y se alimenta de la gracia de Dios.
Los creyentes deberíamos escuchar hoy de manera muy particular las palabras de Jesús: «No critiquéis. Nadie puede venir a mí si no lo trae el Padre que me ha enviado». Más que llenar nuestro corazón de críticas amargas, hemos de abrimos a la acción del Padre.
Para creer es importante enfrentarse a la vida con sinceridad total, pero es decisivo dejarse guiar por la mano amorosa de ese Dios que conduce misteriosamente nuestra vida.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1999-2000 – COMO ACERTAR
13 de agosto de 2000

ACOMPAÑAR HASTA EL FINAL

El que cree tiene vida eterna.

El progreso de la medicina ha hecho crecer el número de enfermos a los que se les prolonga la vida durante un cierto tiempo, aunque sin posibilidad alguna de curación. Estos enfermos que viven el duro trance de ir «terminando» su vida de manera inevitable requieren hoy una atención particular.
No es difícil entender lo que el enfermo terminal va a vivir en su caminar hacia el final. Agotamiento y debilidad extrema, miedo al dolor, impotencia al ver que la vida se escapa sin remedio, temor ante lo desconocido, pena inmensa al tener que abandonar a los seres queridos, miedo a estar solo en la hora final.
La proximidad de la muerte no aflige sólo al enfermo. Hace sufrir intensamente a los familiares, amigos y cuantos quieren de verdad a esa persona. Es duro estar junto al que va a morir. Se intenta, de muchas formas, mitigar la situación, pero todos sienten la impotencia y la pena de una vida querida que termina. ¿Qué podemos hacer?
Lo primero es estar cerca, no dejar solo al enfermo. Ya no se le puede curar, pero se le puede cuidar, acompañar, ayudar a vivir los últimos momentos de manera digna, serena y confiada. Es el momento de envolver a la persona enferma con lo mejor de nuestro afecto y ternura.
Es importante aliviar al máximo su dolor para que pueda vivir su proceso con la mayor serenidad posible. Esto significa calmar el dolor físico con los medios apropiados, pero también confortarlo en el sufrimiento moral y alentarlo en el momento de la crisis o la depresión.
El enfermo necesita los cuidados sanitarios que aseguren su mejor calidad de vida, pero puede necesitar también ayuda para curar heridas del pasado, para enfrentarse con serenidad a sentimientos oscuros de culpabilidad, para reconciliarse consigo mismo y con Dios, para despedirse de este mundo con paz. Es el momento de atender a sus demandas más hondas: ¿cómo se siente interiormente?, ¿a quién quiere tener cerca?, ¿cómo le podemos ayudar mejor?, ¿desea algo más?
Cuánto ayuda entonces poder hablar con fe y desde la fe. Poder sugerir al enfermo con palabras y gestos sencillos la ternura y la bondad de Dios que nos espera y acoge al final de la vida con amor insondable de Padre. Entonces, tal vez, escuchamos con más hondura las palabras de Jesús: «Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna».

José Antonio Pagola

HOMILIA

1996-1997 – DESPERTAR LA FE
10 de agosto de 1997

HACE PENSAR

El que cree tiene vida eterna.

Hemos de agradecer a F Savater su valentía al plantear la cuestión de la muerte. No es lo habitual en estos tiempos. Ya advertí en su momento la amplia atención que le prestaba en su Diccionario Filosófico (1995). Compruebo ahora que su reciente libro, Las preguntas de la vida, se abre precisamente con un capítulo dedicado a la muerte.
Con estilo claro e inconfundible, Savater nos coloca a todos ante la realidad ineludible de la muerte. Unico acontecimiento cierto e inevitable: «La vida está perdida de antemano.» Expenencia absolutamente personal e intransferible: «Me voy a morir yo y esto es lo terrible.» Realidad siempre inminente: «Me puedo morir en cualquier momento.»
El filósofo donostiarra apenas presta atención a la aportación de las religiones que, según él, escamotean la tragedia de la muerte y la convierte, en un simple «trámite necesario» para nacer a una vida eterna. Actitud ingenua que probablemente ha surgido por la experiencia del sueño: «Creo que si no soñásemos al dormir, nadie hubiese pensado nunca en la posibilidad asombrosa de una vida después de la muerte.» Sinceramente me cuesta creer que Savater piense que ése sea de verdad el origen del anhelo de inmortalidad latente en el ser humano.
Descartada la ilusión religiosa y después de recorrer algunas posiciones filosóficas, no todas, Savater confiesa que la muerte es como «un frontón impenetrable» contra el que nuestro pensamiento rebota para volver una y otra vez sobre esta vida. No hay esperanza alguna de trascenderla. Pero no hemos de desesperar. Lo importante, según él, es que estamos vivos. «Ya no habrá muerte eterna para nosotros.» La muerte no podrá impedir que hayamos vivido. Cuando el ser humano hace esta constatación de su presencia en la vida, «se exalta» y asume la vida con alegría, sin desesperar ante la muerte. Nunca esta alegría triunfará por completo sobre la desesperación, pero a partir de ella «tratamos de aligerar la vida del peso abrumador y nefasto de la muerte».
No es nada fácil. También este tipo de reflexiones suena a «analgésicos» que tratan inútilmente de consolarnos de esa muerte ineludible. Como dice Savater, «la muerte hace pensar». Pero no sólo sobre esta vida, como dice él, sino sobre el misterio último de la existencia y del ser humano. Y aquí nadie sabemos nada. No es posible ningún tipo de verificación ni científica ni metafísica. Sólo cabe la fe o la desesperanza, la alegría resignada ante el final inevitable o la alegría esperanzada ante la salvación posible. Desde la fe cristiana, lo decisivo es la respuesta personal e intransferible a la promesa de Cristo: «Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna» (Juan 6, 47).

José Antonio Pagola

HOMILIA

1993-1994 – CREER ES OTRA COSA
7 de agosto de 1994

VACACIONES Y RELIGIOSU)AD

El que cree tiene vida eterna.

No es fácil armonizar estas dos realidades. Para muchos, «vacaciones» y «religiosidad» no tienen nada que ver entre sí. Al contrario, son dos experiencias que se repelen mutuamente.
«Vacaciones» es un término que viene del latín «vacare» y significa «estar ocioso», «quedar libre de obligaciones», «no ocuparse de las tareas habituales». Y, de hecho, éste es para muchos el objetivo principal del descanso veraniego: liberarse de cualquier obligación penosa.
Basta observar la estampida que se produce estos días hacia las playas, la montaña o los lugares tradicionales de veraneo, en una carrera desenfrenada por «cambiar aires», escapar del trabajo y huir del horario esclavizador o de cuanto recuerda la rutina pesada de cada jornada.
¿Quién puede pensar durante las vacaciones en algo como la religión? Ahora lo importante es el disfrute y la diversión, la liberación de toda obligación, incluida la religiosa. La misa dominical puede ser sustituida por el paseo o la playa. Estamos de vacaciones. Ya nos preocuparemos de nuestro espíritu a la vuelta del verano.
¿Por qué precisamente cuando se dispone de más tiempo libre se prescinde de celebrar la propia fe? ¿Por qué cuando hay más posibilidades de vivir de forma más humana las diferentes dimensiones de la persona, se descuida el cultivo del espíritu? Sin duda, habrá que tener en cuenta diferentes factores, pero hay algo que no se puede olvidar: muchos entienden la religión como una obligación pesada y no como una fuente de vida. Es normal entonces que en vacaciones uno se libere de ese peso como se ubera del trabajo y demás obligaciones penosas.
Sin embargo, estamos asistiendo estos años a un fenómeno nuevo y significativo. A medida que los cristianos van descubriendo la fe como el mejor estímulo para vivir de manera saludable, aprenden a buscar en las vacaciones un descanso más integral donde el cultivo del espíritu tiene un papel importante. Se aprovecha la visita a los santuarios y ermitas para hacer oración; se recupera el sentido de la peregrinación y las marchas religiosas para renovar la vida y el espíritu; los monasterios acogen cada vez a más grupos que llegan buscando algo más que «el gregoriano» recién descubierto por el esnobismo de una moda pasajera.
Pocas cosas hay más penosas que ver a las personas llegar de vacaciones con el espíritu más vacío, el cuerpo más cansado, resentidos del ritmo trepidante del verano y necesitados de un descanso que ya no lo podrán encontrar si no es en la rutina diaria del año.
Las palabras de Jesús prometen al que vive de la fe una vida eterna, que comienza desde ahora y no se extingue jamás. Es bueno escucharlas también en vacaciones: «Yo os aseguro: el que cree tiene vida eterna.»

José Antonio Pagola

HOMILIA

1990-1991 – DESPERTAR LA ESPERANZA
11 de agosto de 1991

NO ES NORMAL

Nadie puede venir a mí
si no lo trae mi Padre.

A muchos hombres y mujeres de mi generación, nacidos en familias creyentes, bautizados a los pocos días de vida y educados siempre en un ambiente cristiano, les ha podido suceder lo mismo que a mí. Hemos respirado la fe de manera tan natural que podemos llegar a pensar que lo normal es ser creyente.
Es curioso nuestro lenguaje. Hablamos como si creer fuera el estado más normal. El que no adopta una postura creyente ante la vida es considerado como un hombre o mujer al que le falta algo. Entonces lo designamos con una forma privativa: “increyente” o “in-crédulo”.
No nos damos cuenta de que la fe no es algo natural sino un don inmerecido. Los increyentes no son gente tan extraña como a nosotros nos puede parecer. Al contrario, somos los cristianos los que tenemos que reconocer que resultamos bastante extraños.
¿Es normal ser hoy discípulos de un hombre ajusticiado por los romanos hace veinte siglos, del que proclamamos que resucitó a la vida porque era nada menos que el Hijo de Dios hecho hombre?
¿Es razonable esperar en un más allá que podría ser sólo la proyección de nuestros deseos y el engaño más colosal de la humanidad?
¿No es sorprendente pretender acoger al mismo Cristo en nuestra vida compartiendo juntos su cuerpo y su sangre en ritos y celebraciones de carácter tan arcaico?
¿No es una presunción orar creyendo que Dios nos escucha o leer los libros sagrados pensando que Dios nos está hablando?
El encuentro con increyentes que nos manifiestan honradamente sus dudas e incertidumbres, nos puede ayudar hoy a los cristianos a vivir la fe de manera más realista y humilde, pero también con mayor gozo y agradecimiento.
Aunque los cristianos tenemos razones para creer (de lo contrario, lo dejaríamos), la fe, como dice San Pablo, “no se fundamenta en la sabiduría humana”. La fe no es algo natural y espontáneo. Es un don inmerecido, una aventura extraordinaria. Un modo de “estar en la vida”, que nace y se alimenta de la gracia de Dios.
Los creyentes deberíamos escuchar hoy de manera muy particular las palabras de Jesús: “No critiquéis. Nadie puede venir a mí si no lo trae el Padre que me ha enviado”. Más que llenar nuestro corazón de críticas amargas, hemos de abrirnos a la acción del Padre.
Para creer es importante enfrentarse a la vida con sinceridad total, pero es decisivo dejarse guiar por la mano amorosa de ese Dios que conduce misteriosamente nuestra vida.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1987-1988 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
7 de agosto de 1988

LA MITAD DE LA VIDA

Si no lo trae el Padre.

Son muchas las personas que no saben cómo enfrentarse a eso que se ha venido a llamar “la crisis de la mitad de la vida».
No se trata solamente que el individuo comienza a sentir que disminuyen sus energías y su fuerza. Nuevos deseos y preguntas pueden poner en cuestión el sentido de todo lo vivido.
¿Por qué trabajo yo tanto? ¿Para qué sirve todo lo que he hecho hasta ahora? ¿No debería haber seguido otro camino en la vida?
Esta crisis de los 40-50 años puede ser un momento decisivo en nuestra vida para encontrarnos más profundamente con nuestra propia verdad y la verdad de Dios.
Alguien la ha llamado con acierto el momento de “la segunda conversión” pues es de esos momentos en que podemos experimentar en nosotros mismos la verdad de esas palabras de Jesús: “Nadie puede venir a mí si no lo trae mi Padre”.
Nosotros no hubiéramos vuelto a Dios, pero es Dios mismo el que, a través de los años, nos conduce de manera natural a esa crisis que puede ser el lugar de un encuentro nuevo con El, más profundo y verdadero.
Durante la primera mitad de la vida, la persona es, sobre todo, actividad, proyectos, organización y afirmación de sí misma. Tal vez, ahora se nos invita a una actitud más contemplativa, más interior, más confiada a ese Dios que obra en nosotros a través de las diversas experiencias de la vida.
Cuando, en este momento de la vida, uno no ha entendido esto, puede dedicarse más que nunca al trabajo, la actividad y la agitación. Pero ha de saber que cuanto más trabaja y se mueve, más se aleja de sí mismo y de Dios.
Por otra parte, en esta crisis de la mitad de la vida, la paz interior sólo es posible cuando se aprende a relativizar las cosas para apoyarse cada vez más en lo sustancial y decisivo.
Muchas cosas nos han podido parecer importantes a lo largo de los años. Ahora es el momento de simplificar más las cosas y reconducirlo todo a lo esencial.
Dios ha de ocupar un lugar mucho más importante en nuestra vida. La experiencia religiosa nos puede ayudar en estos momentos a fortalecer nuestra existencia, a serenar nuestro ánimo y alimentar nuestra esperanza.
Es bueno dejarse conducir por Dios con confianza. Pronto descubriremos que la crisis misma es gracia y regalo de Dios que nos busca desde el interior mismo de la vida.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1984-1985 – BUENAS NOTICIAS
11 de agosto de 1985

NO PASAR DE DIOS

discípulos de Dios...

La incredulidad no es, como ingenuamente pueden pensar algunos creyentes, una «deformación perversa del espíritu». Algo propio de hombres malvados y retorcidos que pretenden enfrentarse con Dios.
La incredulidad es una tentación siempre presente en nuestra vida y que empieza a echar raíces en nuestro corazón desde el momento mismo en que nos vamos organizando nuestra vida de espaldas a Dios.
Vivimos en una sociedad donde Dios no se lleva. Se ha quedado pequeño. Como algo poco importante que es fácil arrinconar en algún lugar muy secundario de nuestra vida.
Lo más fácil es hoy vivir «pasando de Dios». ¿Qué puede significar hoy para muchos hombres y mujeres la invitación de Jesús a vivir como «discípulos de Dios», escuchando lo que dice el Padre?
Incluso, los que nos decimos «creyentes» estamos perdiendo capacidad para escuchar a Dios. No es que Dios no hable ya en el fondo de las conciencias. Es que, llenos de ruido, avidez, posesiones y autosuficiencia, no sabemos ya percibir la presencia del «más callado de todos» a quien damos el nombre de Dios.
Quizá sea ésta una de las mayores tragedias del hombre contemporáneo. Estamos arrojando a Dios de nuestra conciencia. Rehusamos escuchar su llamada que nos busca. Intentamos ocultarnos a su mirada amistosa e inquietante. Preferimos «otros dioses» con quienes vivir con más tranquilidad.
El Vaticano II nos recordaba que «la conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla» (Gaudium et Spes, 16).
Cuando los hombres perdemos esta capacidad de escuchar la invitación de Dios en el fondo de nuestra conciencia individual, corremos el riesgo de gritar colectivamente afirmaciones muy solemnes sobre el amor, la justicia, la solidaridad y honestidad, pero sin darles luego cada uno un contenido práctico en nuestras propias vidas.
Cuando no se escucha la llamada personal de Dios es fácil escuchar los intereses egoistas de cada uno, las razones de la eficacia inmediata, el miedo a correr riesgos excesivos, la satisfacción de nuestros deseos por encima de todo.
No hemos de olvidar que los hombres vamos construyendo nuestra vida no tanto en ios acontecimientos ruidosos sino, sobre todo, en esas horas calladas en que somos capaces de ser «dóciles» al Dios que habla desde nuestra conciencia.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1981-1982 – APRENDER A VIVIR
8 de agosto de 1982

SABER VIVIR

El que cree, tiene vida eterna.

Cuántas veces lo hemos escuchado: «Lo que verdaderamente importa es saber vivir». y, sin embargo, no nos resulta nada fácil explicar qué es en verdad «saber vivir».
Con frecuencia, nuestra vida es demasiado rutinaria y mon6tona De color gris. Pero hay momentos en que nuestra existencia se vuelve feliz, se transfigura, aunque sea de manera fugaz.
Momentos en los que el amor, la ternura, la convivencia, la solidaridad, el trabajo creador o la fiesta, adquieren una intensidad diferente. Nos sentimos vivir. Desde el fondo de nuestro ser, nos decimos a nosotros mismos: «esto es vida».
El evangelio de hoy nos recuerda unas palabras de Jesús que nos pueden dejar un tanto desconcertados: «Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna».
La expresión «vida eterna» no significa simplemente una vida de duración ilimitada, incluso, después de la muerte.
Se trata, antes que nada, de una vida de profundidad y calidad nueva, una vida que pertenece al mundo definitivo. Una vida que no puede ser destruida por un bacilo ni quedar truncada en el cruce de cualquier carretera.
Una vida plena, que va más allá de nosotros mismos, porque es ya una participación en la vida misma de Dios.
La tarea más apasionante que tenemos todos ante nosotros es la de ver cómo ser humanos hoy. Cómo crecer como hombres. Los cristianos creemos que la manera más auténtica de vivir como hombres es la que nace de una adhesión total a Jesucristo. «Ser cristiano significa ser hombre, no un tipo de hombre, sino el hombre que Cristo crea en nosotros» (D. Bonhoeffer).
Quizás tengamos que empezar por creer que nuestra vida puede ser más plena y profunda, más libre y gozosa. Quizás tengamos que atrevemos a vivir el amor con más radicalidad, para descubrir un poco qué es «tener vida abundante». Al fin y al cabo, como dice S. Juan: «Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, cuando amamos a nuestros hermanos».
Pero no se trata de amar porque nos han dicho que amemos, sino porque nos sentimos radicalmente amados. Y porque creemos cada vez con más firmeza que «nuestra vida está oculta con Cristo en Dios».
Ciertamente, hay una vida, una plenitud, un dinamismo, una libertad, una ternura, que «el mundo no puede dar». Sólo lo descubre quien acierta a enraizar su vida en Jesucristo.

José Antonio Pagola

HOMILIA

APRENDER DE DIOS

En un episodio referido sólo por el cuarto evangelista, Jesús se defiende de las críticas que se le hacen con estas palabras: «Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí», y cita una frase que se puede leer en el libro de Isaías: «Serán todos discípulos de Dios».
La idea de «aprender de Dios» y ser como es él estaba muy enraizada en Israel. De hecho, esta exigencia radical estaba formulada en el viejo libro del Levítico con estas palabras: «Sed santos como yo, el Señor vuestro Dios, soy Santo» (Lev. 19,2).
Los judíos entendían esta santidad como una «separación de lo impuro». Esta manera de entender la «imitación de Dios» generó en Israel una sociedad discriminatoria y excluyente donde se honraba a los puros y se menospreciaba a los impuros y pecadores, se valoraba a los varones y se sospechaba de la pureza de las mujeres, se convivía con los sanos pero se huía de los leprosos.
En medio de esta sociedad, Jesús introduce un alternativa revolucionaria: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo» (Lc 6, 36). El primer rasgo de Dios es la compasión, no la santidad. Quien quiera ser como es Dios no tiene que vivir «separándose» de los impuros, sino amando a todos con amor compasivo.
Por eso, Jesús inició un estilo de vida nuevo, inspirado sólo en el amor. Tocaba a los leprosos, acogía a los pecadores, comía con publicanos y prostitutas. Su mesa estaba abierta a todos. Nadie quedaba excluido porque nadie está excluido del corazón compasivo de Dios.
No basta ser muy religioso sino ver a qué nos conduce la religión. No basta creer en Dios sino saber en qué Dios creemos.  Él Dios compasivo en el que creyó Jesús no conduce nunca a actitudes excluyentes de desprecio, intolerancia o rechazo, sino que atrae hacia una vida de acogida y hospitalidad, de respeto y de perdón. No nos hemos de engañar. De Dios no se aprende a vivir de cualquier manera. Él sólo enseña a amar.

José Antonio Pagola

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