lunes, 9 de abril de 2012

15/04/2012 - 2º domingo de Pascua (B)

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Homilias de José Antonio Pagola

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15 de abril de 2012

2º domingo de Pascua (B)


EVANGELIO

A los ocho días, llegó Jesús.

+ Lectura del santo evangelio según san Juan 20, 19-31

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
-«Paz a vosotros.»
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.»
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían:
«Hemos visto al Señor.»
Pero él les contestó:
- «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.»
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo:
«Paz a vosotros.»
Luego dijo a Tomás:
- «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.»
Contestó Tomás:
«¡Señor mío y Dios mío!»
Jesús le dijo:
«¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.»
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

Palabra de Dios.

HOMILIA

2011-2012 -
15 de abril de 2012

RECORRIDO HACIA LA FE

Estando ausente Tomás, los discípulos de Jesús han tenido una experiencia inaudita. En cuanto lo ven llegar, se lo comunican llenos de alegría: "Hemos visto al Señor". Tomás los escucha con escepticismo. ¿Por qué les va creer algo tan absurdo? ¿Cómo pueden decir que han visto a Jesús lleno de vida, si ha muerto crucificado? En todo caso, será otro. Los discípulos le dicen que les ha mostrado las heridas de sus manos y su costado. Tomás no puede aceptar el testimonio de nadie. Necesita comprobarlo personalmente: "Si no veo en sus manos la señal de sus clavos... y no meto la mano en su costado, no lo creo". Solo creerá en su propia experiencia. Este discípulo que se resiste a creer de manera ingenua, nos va a enseñar el recorrido que hemos de hacer para llegar a la fe en Cristo resucitado los que ni siquiera hemos visto el rostro de Jesús, ni hemos escuchado sus palabras, ni hemos sentido sus abrazos. A los ocho días, se presenta de nuevo Jesús a sus discípulos. Inmediatamente, se dirige a Tomás. No critica su planteamiento. Sus dudas no tienen nada de ilegítimo o escandaloso. Su resistencia a creer revela su honestidad. Jesús le entiende y viene a su encuentro mostrándole sus heridas. Jesús se ofrece a satisfacer sus exigencias: "Trae tu dedo, aquí tienes mis manos. Trae tu mano, aquí tienes mi costado". Esas heridas, antes que "pruebas" para verificar algo, ¿no son "signos" de su amor entregado hasta la muerte? Por eso, Jesús le invita a profundizar más allá de sus dudas: "No seas incrédulo, sino creyente". Tomás renuncia a verificar nada. Ya no siente necesidad de pruebas. Solo experimenta la presencia del Maestro que lo ama, lo atrae y le invita a confiar. Tomás, el discípulo que ha hecho un recorrido más largo y laborioso que nadie hasta encontrarse con Jesús, llega más lejos que nadie en la hondura de su fe: "Señor mío y Dios mío". Nadie ha confesado así a Jesús. No hemos de asustarnos al sentir que brotan en nosotros dudas e interrogantes. Las dudas, vividas de manera sana, nos salvan de una fe superficial que se contenta con repetir fórmulas, sin crecer en confianza y amor. Las dudas nos estimulan a ir hasta el final en nuestra confianza en el Misterio de Dios encarnado en Jesús. La fe cristiana crece en nosotros cuando nos sentimos amados y atraídos por ese Dios cuyo Rostro podemos vislumbrar en el relato que los evangelios nos hacen de Jesús. Entonces, su llamada a confiar tiene en nosotros más fuerza que nuestras propias dudas. "Dichosos los que crean sin haber visto".

José Antonio Pagola

HOMILIA

2008-2009 -
19 de abril de 2009

VIVIR DE SU PRESENCIA

El relato de Juan no puede ser más sugerente e interpelador. Sólo cuando ven a Jesús resucitado en medio de ellos, el grupo de discípulos se transforma. Recuperan la paz, desaparecen sus miedos, se llenan de una alegría desconocida, notan el aliento de Jesús sobre ellos y abren las puertas porque se sienten enviados a vivir la misma misión que él había recibido del Padre.
La crisis actual de la Iglesia, sus miedos y su falta de vigor espiritual tienen su origen a un nivel profundo. Con frecuencia, la idea de la resurrección de Jesús y de su presencia en medio de nosotros es más una doctrina pensada y predicada, que una experiencia vivida.
Cristo resucitado está en el centro de la Iglesia, pero su presencia viva no está arraigada en nosotros, no está incorporada a la sustancia de nuestras comunidades, no nutre de ordinario nuestros proyectos. Tras veinte siglos de cristianismo, Jesús no es conocido ni comprendido en su originalidad. No es amado ni seguido como lo fue por sus discípulos y discípulas.
Se nota enseguida cuando un grupo o una comunidad cristiana se siente como habitada por esa presencia invisible, pero real y activa de Cristo resucitado. No se contentan con seguir rutinariamente las directrices que regulan la vida eclesial. Poseen una sensibilidad especial para escuchar, buscar, recordar y aplicar el Evangelio de Jesús. Son los espacios más sanos y vivos de la Iglesia.
Nada ni nadie nos puede aportar hoy la fuerza, la alegría y la creatividad que necesitamos para enfrentarnos a una crisis sin precedentes, como puede hacerlo la presencia viva de Cristo resucitado. Privados de su vigor espiritual, no saldremos de nuestra pasividad casi innata, continuaremos con las puertas cerradas al mundo moderno, seguiremos haciendo «lo mandado», sin alegría ni convicción. ¿Dónde encontraremos la fuerza que necesitamos para recrear y reformar la Iglesia?
Hemos de reaccionar. Necesitamos de Jesús más que nunca. Necesitamos vivir de su presencia viva, recordar en toda ocasión sus criterios y su Espíritu, repensar constantemente su vida, dejarle ser el inspirador de nuestra acción. Él nos puede transmitir más luz y más fuerza que nadie. Él está en medio de nosotros comunicándonos su paz, su alegría y su Espíritu.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2008-2009 -
23 de abril de 2006

ALEGRÍA Y PAZ

No les resultaba fácil a los discípulos y discípulas expresar lo que estaban viviendo. Se les ve acudir a toda clase de recursos narrativos. El núcleo, sin embargo, siempre es el mismo: Jesús vive y está de nuevo con ellos. Esto es lo decisivo. Recuperan a Jesús lleno de vida.
Los discípulos se encuentran con el que los había llamado y al que habían dejado solo. Las mujeres abrazan al que había defendido su dignidad y las había acogido como amigas. Pedro llora al verlo: ya no sabe si lo quiere más que los demás, sólo sabe que lo ama. María de Magdala abre su corazón a quien la había seducido para siempre. Los pobres, las prostitutas y los indeseables lo sienten de nuevo cerca, como en aquellas inolvidables comidas junto a él.
Ya no será como en Galilea. Tendrán que aprender a vivir de la fe. Deberán llenarse de su Espíritu. Tendrán que recordar sus palabras y actualizar sus gestos. Pero, Jesús, el Señor, está con ellos lleno de vida para siempre.
Todos experimentan lo mismo: una paz honda y una alegría incontenible. Las fuentes evangélicas, tan sobrias siempre para hablar de sentimientos, lo subrayan una y otra vez: el resucitado despierta en ellos alegría y paz. Es tan central esta experiencia que se puede decir, sin exagerar, que de esta paz y esta alegría nació la fuerza evangelizadora de los seguidores de Jesús.
¿Dónde está hoy esa alegría en una Iglesia, a veces tan cansada, tan seria, tan poco dada a la sonrisa, con tan poco humor y humildad para reconocer, sin problemas, sus errores y limitaciones? ¿Dónde está esa paz en una Iglesia tan llena de miedos, tan obsesionada por sus propios problemas, buscando casi siempre su propia defensa antes que la felicidad de la gente?
¿Hasta cuándo podremos seguir defendiendo nuestras doctrinas de manera tan monótona y aburrida, si, al mismo tiempo, no experimentamos la alegría de «vivir en Cristo»? ¿A quién atraerá nuestra fe si, a veces, no podemos ya ni aparentar que vivimos de ella?
Y, si no vivimos del Resucitado, ¿quién va a llenar nuestro corazón, dónde se va a alimentar nuestra alegría? Y, si falta la alegría que brota de él, ¿quién va a comunicar algo «nuevo y bueno» a quienes dudan, quién va a enseñar a creer de manera más viva, quién va a contagiar esperanza a los que sufren?

José Antonio Pagola

HOMILIA

2005-2006 – POR LOS CAMINOS DE JESÚS
23 de abril de 2006

NO OCULTAR AL RESUCITADO

Se llenaron de alegría al ver al Señor.

María de Magdala ha comunicado a los discípulos su experiencia y les ha anunciado que Jesús vive, pero ellos siguen encerrados en una casa con las puertas atrancadas por miedo a los judíos. El anuncio de la resurrección no disipa sus miedos. No tiene fuerza para despertar su alegría.
El evangelista evoca en pocas palabras su desamparo en medio de un ambiente hostil. Va a «anochecer». Su miedo los lleva a cerrar bien todas las puertas. Sólo buscan seguridad. Es su única preocupación. Nadie piensa en la misión recibida de Jesús.
No basta saber que el Señor ha resucitado. No es suficiente escuchar el mensaje pascual. A aquellos discípulos les falta lo más importante: la experiencia de sentirle a Jesús vivo en medio de ellos. Sólo cuando Jesús ocupa el centro de la comunidad, se convierte en fuente de vida, de alegría y de paz para los creyentes.
Los discípulos «se llenan de alegría al ver al Señor». Siempre es así. En una comunidad cristiana se despierta la alegría, cuando allí, en medio de todos, es posible «ver» a Jesús vivo. Nuestras comunidades no vencerán los miedos, ni sentirán la alegría de la fe, ni conocerán la paz que sólo Cristo puede dar, mientras Jesús no ocupe el centro de nuestros encuentros, reuniones y asambleas, sin que nadie lo oculte.
A veces somos nosotros mismos quienes lo hacemos desaparecer. Nos reunimos en su nombre, pero Jesús está ausente de nuestro corazón. Nos damos la paz del Señor, pero todo queda reducido a un saludo entre nosotros. Se lee el evange¡jo y decimos que es «Palabra del Señor», pero a veces sólo escuchamos lo que dice el predicador.
En la Iglesia siempre estamos hablando de Jesús. En teoría nada hay más importante para nosotros. Jesús es predicado, enseñado y celebrado constantemente, pero en el corazón de no pocos cristianos hay un vacío: Jesús está como ausente, ocultado por tradiciones, costumbres y rutinas que lo dejan en segundo plano.
Tal vez, nuestra primera tarea sea hoy «centrar» nuestras comunidades en Jesucristo, conocido, vivido, amado y seguido con pasión. Es lo mejor que tenemos en la parroquia y en la diócesis.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2002-2003 – REACCIONAR
27 de abril de 2003

EN MEDIO DE NOSOTROS

Se puso en medio.

El evangelio de Juan dibuja con rasgos precisos cómo se quedan los discípulos al desaparecer Jesús de entre ellos. Podrían servir para describir algunas de nuestras comunidades: «está anocheciendo» y comienza a apagarse la luz; los discípulos están paralizados «por el miedo»; el grupo permanece «con las puertas cerradas» y sin horizonte alguno. Sencillamente, falta Jesús.
Cuando lo experimentan de nuevo lleno de vida en medio de ellos, todo cambia y se transforma. No están solos. Está Jesús en medio de ellos animando, impulsando y recreando al grupo. Él los libera del miedo, les infunde paz, les contagia su alegría, abre puertas y ventanas: «Paz a vosotros. Recibid el Espíritu. Yo os envío como el Padre me envió a mí».
El centro de una comunidad cristiana no es el párroco, la superiora ni el abad. Es Cristo vivo, escondido en el corazón de cada creyente, y resplandeciente en la amistad, el afecto mutuo y el servicio recíproco de todos. Esta experiencia de Jesús viviente, recordada, buscada y alimentada en la cena del Señor, en la escucha de su evangelio y en la oración compartida es lo único que puede transformar hoy nuestras parroquias, grupos y comunidades.
Si no sentimos su presencia viva entre nosotros, ¿quién va a llenar nuestro corazón, dónde se va a alimentar nuestra alegría, qué nos va a sostener? Y, si falta la alegría que brota de Jesús, quién va a comunicar algo «nuevo y bueno» a la gente de hoy, quién va a enseñar a creer de manera más viva, quién va a abrir caminos nuevos hacia los que sufren?
En muchos países, la Iglesia comprueba que sus ritos y doctrinas interesan cada vez menos. Lo estamos pasando mal. Pero, lo que está sucediendo no es, quizás, tan malo. Nos va a hacer bien. Cada vez va a ser más imposible un cristianismo vacío del espíritu de Jesús y de la frescura del evangelio. Pronto nos veremos obligados a hacernos preguntas cada vez más esenciales. Pronto nos iremos comprometiendo en una transformación más evangélica de nuestras comunidades. La fuerza del Viviente no se apagará.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1999-2000 – COMO ACERTAR
30 de abril de 2000

FUNDACIÓN PERMANENTE

Paz a vosotros.

El relato de Juan describe con rasgos precisos el estado de la comunidad cristiana cuando falta la presencia viva del Resucitado. La luz se apaga y llega la noche; los discípulos quedan paralizados por «el miedo a los judíos»; la comunidad permanece encogida y acobardada, con «las puertas cerradas», sin fuerza para la misión. Falta vida, vigor, vitalidad. Todo es miedo, cobardía, oscuridad.
La presencia de Cristo vivo en medio de ellos lo cambia todo. El evangelista subraya, sobre todo, dos aspectos. Por una parte, el Resucitado arranca de sus corazones el miedo y la turbación, y los inunda de paz y alegría: «La paz con vosotros». Al mismo tiempo, les infunde su aliento, abre las puertas y los envía al mundo: «Como el Padre me envió, así también os envío yo».
El misterio de Cristo resucitado es, antes que nada, fuente de paz: la vida es más fuerte que la muerte, el amor de Cristo más poderoso que nuestro pecado, Dios más grande que el mal. Nicolás Cabasilas, un laico místico del siglo XIV hablaba así de esta experiencia profunda de paz: « Vas por la calle y estás muy ocupado, pero de repente recuerdas que Dios existe, que Dios te ama, que Cristo está presente en lo profundo de tu ser, y así, poco apoco, tu corazón despierta».
Por otra parte, Cristo resucitado conduce a sus discípulos a la apertura creadora al mundo. Liberada del miedo y la inseguridad, la Iglesia ha de abrirse confiadamente al futuro, renunciando a la voluntad de poder, de saber y de tener, para buscar, como Cristo, ser «fermento» y «sal».
La Iglesia no es una institución fundada por Cristo en un momento determinado para seguir funcionando luego por sí misma. Podemos decir que la Iglesia se encuentra en fundación permanente. Es Cristo resucitado quien desde dentro la anima, la mueve, la impulsa y la crea incesantemente.
El mayor pecado de la Iglesia consiste en olvidarlo. Es entonces cuando pierde la paz y se apodera de ella el miedo; es entonces cuando renuncia a la creatividad y se deja llevar por la inercia y el instinto de conservación; es entonces cuando se debilita por dentro y busca sustentarse en algún poder.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1996-1997 – DESPERTAR LA FE
6 de abril de 1997

APRENDER A CREER

No seas incrédulo, sino creyente.

En una carta escrita pocos meses antes de ser ejecutado por los nazis, el célebre teólogo D. Bonhoeffer comentaba a un amigo el encuentro que había tenido en cierta ocasión con un joven pastor protestante. Ambos se planteaban qué es lo que querían hacer con su vida. El pastor afirmó con convicción: «Yo quisiera ser santo.» Bonhoeffer, por su parte, le escuchó con atención y dijo su deseo: «Yo quisiera aprender a creer.»
He pensado más de una vez en estas palabras del teólogo alemán. Creo que pueden ser, en estos tiempos, una buena definición de un cristiano responsable: un hombre o mujer que desea aprender a creer, día a día, hasta el final de su vida.
bCómo vivir si no la fe cuando uno se ha iniciado a ella de niño y no ha tenido luego ocasión de cultivarla o profundizarla?
Es tal la confusión actual que son muchos los que ni siquiera saben por dónde se camina hacia Dios. Piensan que la única manera de consolidar su fe sería contar con pruebas verificables que llevaran a comprobar científicamente a Dios. De lo contrario, la fe les parece un «salto al vacío», propio de hombres y mujeres que, no se sabe bien por qué extraña ingenuidad, aceptan lo invisible como algo real. No entienden al grupo de apóstoles que creen a partir de su experiencia de encuentro con Cristo. Se identifican más con el discípulo Tomás que pide comprobar con sus propias manos y dedos la «verdad» del Resucitado.
Tal vez, una de las aportaciones más importantes para el hombre del próximo milenio sea el esfuerzo que se está haciendo hoy por precisar y diferenciar mejor el ámbito propio de los diversos conocimientos: el científico, el filosófico, el religioso, el poético o el místico. Todos han de ser respetados como modos diferentes de aproximarnos a la realidad, cada uno con su propio contenido, sus métodos y sus límites. Todos pueden servir para el crecimiento integral del ser humano.
Como dice A. Manaranche en su «Teología fundamental», los cristianos «no creemos por razones, pero tenemos razones para creer». No creemos porque hemos logrado comprobar científicamente un dato al que llamamos «Dios», sino porque conocemos la experiencia de sabernos absolutamente fundamentados, amados y perdonados por ese Misterio de amor insondable que no cabe bajo ningún nombre. No olvidemos que, según el relato evangélico, Tomás no llega a meter sus dedos ni sus manos en las llagas del Resucitado. Su fe se despierta cuando se siente reclamado por el Misterio del Resucitado.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1993-1994 – CREER ES OTRA COSA
10 de abril de 1994

DECISION DE CADA UNO

 No seas incrédulo, sino creyente.

Hace aproximadamente dos mil años, apareció en Galilea un profeta llamado Jesús de Nazaret. Apenas vivió algo más de treinta años. Las autoridades lo ejecutaron cuando no llevaba ni tres predicando su mensaje de amor y fraternidad entre los hombres. Fue una llama que, apenas se encendió, fue apagada.
Veinticinco años más tarde, el emperador Nerón daba muerte a su fiel consejero, el filósofo estoico, Séneca. El motivo: Séneca le aconsejaba, una y otra vez, tratar a las personas con «humanitas» y «clementia».
La figura del filósofo romano es recordada con veneración por los estudiosos de la antigüedad, que se interesan por su doctrina estoica. Pero nadie se reúne en su nombre, ni fundamenta su existencia sobre su persona. No sucede así con el Profeta de Galilea. Veinte siglos después de su muerte, millones de hombres y mujeres se siguen reuniendo en su nombre, lo invocan como Señor y esperan de él «la salvación de Dios». ¿Por qué?
Cuando los cristianos hablan de Jesús, no están recordando a un muerto del pasado. Cuando se reúnen en su nombre, no es para celebrar (con retraso) el funeral de un difunto. Cuando escuchan su mensaje, no lo hacen para recoger el testamento dejado a la posteridad por un sabio maestro. La experiencia cristiana es diferente y original. Para estos creyentes, Cristo está vivo. San Pablo lo dice en una sola frase: «Conocerle es conocer la fuerza de su resurrección» (Filipenses 3, 10).
Este hecho singular se presta a múltiples consideraciones. ¿Cómo puede un muerto generar una fe de estas características? Ciertamente, hay personas extraordinarias que, incluso después de muertas, han generado entusiasmo en sus seguidores (recuérdese el impacto del Che Guevara hace todavía unos años). Pero, luego, el entusiasmo se difumina y los recuerdos se apagan. Las generaciones siguientes apenas se conmueven. Pronto se convierte el personaje en objeto de investigación para los historiadores, siempre que la historia le reconozca ese privilegio.
Naturalmente, este tipo de consideraciones no constituye una «prueba» de la verdad del cristianismo. La fe cristiana, como cualquier otra ideología, religión o ateísmo, podría ser una «colosal ilusión». Pero, hay algo que no se debe olvidar. Los seres humanos podemos vivir de «ilusiones», pero, ciertamente, no podremos morir sino confiándonos a un Dios Salvador o dejándonos hundir en el vacío de la nada.
Cada uno ha de escuchar la invitación que se le hace: «No seas incrédulo, sino creyente.» Cada uno ha de saber cómo se enfrenta al misterio último de la existencia, bien confesando su fe como Tomás («Señor mío y Dios mío»), bien siguiendo solo su propio camino, desconfiando de toda salvación.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1990-1991 – DESPERTAR LA ESPERANZA
7 de abril de 1991

¿AGNOSTICOS?

¡Señor mío y Dios mío!

Pocos nos han ayudado tanto como Ch. Chabanis a conocer la actitud del hombre contemporáneo ante Dios. Sus famosas entrevistas son documentos imprescindibles para saber qué piensan hoy los científicos y pensadores más reconocidos acerca de Dios.
Chabanis confiesa que, cuando inició sus entrevistas a los ateos más prestigiosos de nuestros días, pensaba encontrar en ellos un ateísmo riguroso y bien fundamentado. En realidad se encontró con que, detrás de graves profesiones de lucidez y honestidad intelectual, se escondía con frecuencia una “ausencia de búsqueda de verdad absoluta”.
No sorprende la constatación del escritor francés, pues algo semejante sucede entre nosotros. Gran parte de los que renuncian a creer en Dios, lo hacen sin haber iniciado ningún esfuerzo por buscarlo. Pienso, sobre todo, en tantos que se confiesan agnósticos, a veces de manera ostentosa, cuando en realidad están muy lejos de una verdadera postura agnóstica.
El agnóstico es una persona que se plantea el problema de Dios y, al no encontrar razones para creer en él, suspende el juicio. El agnosticismo es una búsqueda que termina en frustración. Sólo después de haber buscado, adopta el agnóstico su postura: “No sé si existe Dios. Yo no encuentro razones ni para creer ni para no creer”.
La postura más extendida hoy consiste sencillamente en desentenderse de la cuestión de Dios. Muchos de los que se llaman agnósticos son, en realidad, personas que no buscan. X. Zubiri diría que son vidas “sin voluntad de verdad real”. Les resulta indiferente que Dios exista o no exista. Les da igual que la vida termine aquí o no. A ellos les basta con “dejarse vivir”, abandonarse “a lo que fuere”, sin ahondar en el misterio del mundo y de la vida.
Pero, ¿es ésa la postura más humana ante la realidad? ¿Se puede presentar como progresista una vida en la que está ausente la voluntad de buscar la verdad última de todo? ¿Se puede afirmar que es ésa la única actitud legítima de honestidad intelectual? ¿Cómo puede uno saber que no es posible creer si nunca ha buscado a Dios?
Querer mantenerse en esa “postura neutral”, sin decidirse a favor o en contra de la fe, es ya tomar una decisión; la peor de todas, pues equivale a no adoptar, una búsqueda consciente de la realidad.
La postura de Santo Tomás no es la de un agnóstico indiferente, sino la de quien busca sostener su fe en la propia experiencia. Por eso, cuando se encuentra con Cristo, se abre confiadamente a él: “Señor mío y Dios mío”. ¡Cuánta verdad encierran las palabras de K. Rahner: “Es más fácil dejarse hundir en su propio vacío que en el abismo del misterio santo de Dios, pero no supone más coraje ni tampoco más verdad. En todo caso, esta verdad resplandece si se la ama, se la acepta y se la vive como verdad que libera”.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1987-1988 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
10 de abril de 1988

¿POR QUE NO?

Dichosos los que crean.

El error más grave que puede encerrarse dentro de una ideología, un sistema de pensamiento o una religión es dejar de lado la única cuestión que interesa al final a todo hombre: su muerte.
Las modas culturales pueden maquillar el problema pero nunca ahogarlo. La euforia del progreso técnico nos puede distraer durante un cierto tiempo, pero tarde o temprano, la pregunta se hace inevitable: ¿qué va a ser de todos y cada uno de nosotros más allá de la muerte?
Los hombres y mujeres de nuestros días mueren en el hospital, rodeados de toda clase de atenciones y servicios técnicos, pero mueren también hoy como se moría antes: con una mirada errante que parece buscar algo que ninguno de los que le rodean le pueden proporcionar.
Lo confiese o no, el hombre de hoy como el hombre de todos los tiempos sigue anhelando vida eterna.
Por eso, la resurrección de Jesús no es para los creyentes una verdad más, perdida en el Credo entre otras verdades que confesamos con fe.
Es el acontecimiento decisivo que lo cambia todo. La realidad que nos revela el misterio último de Dios y de la humanidad. Una “explosión de vida” que no viene de las fuerzas internas del mundo ni del esfuerzo del hombre, sino del mismo Dios.
Máximo el Confesor, gran teólogo oriental del siglo VII, escribía: “Aquel que ha sido iniciado en la fuerza oculta de la resurrección conoce ya el fundamento final sobre el que Dios, en sus designios, ha querido establecerlo todo”.
Nadie nos fuerza a creer si no queremos hacerlo. Podemos permanecer escépticos. Reducir todo el misterio de la existencia a nuestros cortos planteamientos. Cerrarnos a toda salvación.
Pero podemos también abrirnos confiadamente a la Vida. «Se nos pide lo más audaz y al mismo tiempo lo más normal: tener el valor de ver en nuestra propia existencia que toda ella en su conjunto estí orientada a Dios” (K Rahner).
¿Por qué su amor no va a ser más fuerte que la muerte? ¿Por qué ha de acabar todo en el vacío y la nada? ¿Por qué no se van a cumplir los deseos de vida eterna que habitan nuestro corazón?
La resurrección de Cristo nos revela que Dios mismo nos espera en el interior de nuestra muerte. Nuestra vida está a salvo en su vida. Esto nos basta para vivir y morir con confianza.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1984-1985 – BUENAS NOTICIAS
14 de abril de 1985

LA PAZ

Paz a vosotros.

El máximo deseo del resucitado para todos los hombres es la paz. Ese es el saludo que sale siempre de sus labios: «la paz con vosotros».
La vida de los hombres está hecha de conflictos. La historia de los pueblos es una historia de enfrentamientos y guerras. La convivencia diaria está salpicada de agresividad.
La gran opción que hemos de hacer para superar los conflictos es la de escoger entre los caminos del diálogo, la razón y el mutuo entendimiento o los caminos de la violencia.
El hombre ha escogido casi siempre este segundo camino. A lo largo de los siglos ha podido experimentar una y otra vez el sufrimiento y la destrucción que se encierra en la violencia. Pero, a pesar de ello, no ha sabido renunciar a ella. Y ni siquiera hoy que siente la amenaza de la destrucción y el aniquilamiento local, parece capaz de detenerse en este camino.
El resucitado nos invita a buscar otros caminos. Hemos de creer más en la eficacia del diálogo pacífico que en la violencia destructora. Hemos de confiar más en los procedimientos humanos y racionales que en las acciones bélicas. Hemos de buscar la humanización de los conflictos y no su agudización.
Nos hemos acostumbrado demasiado a la violencia, sin reparar en los daños actuales que produce y en el deterioro que introduce para el futuro de nuestra convivencia.
Aun los que justifican la violencia, tienen que reconocer que la violencia es un mal. La violencia daña al que la padece y al que la produce. La violencia mata, golpea, aprisiona, secuestra, manipula las mentes y los sentimientos, deforma los criterios morales, siembra la división y el odio.
La violencia nos deshumaniza. Busca imponerse, dominar y vencer, aunque sea atentando contra los derechos de las personas y los pueblos. Los hombres no tenemos la vocación de vivir haciéndonos daños unos a otros.
El que vive animado por el resucitado busca la paz. Y busca la paz no solamente como un objetivo final a alcanzar, sino como que busca la paz ahora mismo, utilizando procedimientos pacíficos, caminos de diálogo y negociación.
El seguidor de Jesús no busca sólo resolver a cualquier precio los conflictos. Busca también humanizarlos. Lucha por la justicia, pero lo hace sin introducir nuevas injusticias y nuevas violencias.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1981-1982 – APRENDER A VIVIR
18 de abril de 1982

¿COMO CREER HOY EN EL RESUCITADO?

Y no seas incrédulo, sino creyente.

Los discípulos han llegado a la fe en el Resucitado desde su propia experiencia. Pero, ¿con qué experiencias podemos contar nosotros para agregarnos a la fe de los primeros creyentes?
Ciertamente, el testimonio de los primeros testigos no basta. Cada uno debemos recorrer nuestro propio itinerario hacia el encuentro con el Resucitado.
La equivocación de Tomas no esta en pretender su propia experiencia pascual, sino en querer verificar la «realidad» del Resucitado con sus manos y sus ojos. No es la verificación científica la que lleva al encuentro con el Resucitado, sino la experiencia de fe.
Pero, ¿cual puede ser hoy nuestra experiencia del Resucitado? ¿Dónde y cómo vivir la fe en la resurrección, sin reducirla a un mero convencimiento teórico e inoperante? ¿Cómo y cuando se hace presente la fuerza del Resucitado en la vida y la actuación de los creyentes?
Antes que nada, hemos de decir que la resurrección se vive y se hace presente donde se lucha por la vida y se combate contra la muerte. Donde se liberan las fuerzas de la vida y donde se lucha contra todo lo que deshumaniza y mata al hombre.
Creer hoy en la resurrección es comprometerse por una vida más humana, más plena, más feliz. «La resurrección se hace presente y se manifiesta allí donde se lucha y hasta se muere por evitar la muerte que está a nuestro alcance, y por suprimir el sufrimiento que se puede evitar» (J. M. Castillo).
Quien a pesar de fracasos, frustraciones y sufrimientos, lucha incansablemente por todo aquello por lo que luchó Jesús, está caminando con él hacia la vida.
Creemos en el gesto resucitador de Dios cuando darnos vida a los crucificados, cuando damos vida a quienes están amenazados en su dignidad y en su vida misma. Vivir como resucitados es vivir como servidores, buscando la vida y la justicia por la que Jesús vivió y murió.
A partir de la resurrección, los primeros creyentes confesaron a Jesús como Señor. Pero esto no es una pura afirmación teórica. Se trata más bien dé hacer que Jesús sea realmente Señor de la historia y de la vida.
Pero entendámoslo bien. El señorío de Jesús resucitado no significa solamente que Cristo sea reconocido por los creyentes, sino que seamos servidores como él lo fue. «El reino de Cristo se hace real en la medida en que hay servidores como él lo fue» (J. Sobrino).

José Antonio Pagola

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