lunes, 19 de marzo de 2012

25/03/2012 - 5º Domingo de Cuaresma (B)

Inicio ..... Ciclo A ..... Ciclo B ..... Ciclo C ..... Euskera ... Multilingue

Homilias de José Antonio Pagola

Para leer, compartir, bajarse o imprimir las homilias de José Antonio Pagola del domingo haz "clic" sobre el título del domingo, o haz "clic" sobre Ciclo A, Ciclo B o Ciclo C, en el menú superior para leer las homilias de cada ciclo.




25 de marzo de 2012

5º Domingo de Cuaresma (B)



EVANGELIO

Si el grano de trigo cae en tierra y muere, da mucho fruto.

+ Lectura del santo evangelio según san Juan 12,20-33

En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la Fiesta, había algunos gentiles; éstos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban:
- Señor, quisiéramos ver a Jesús.
Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús.
Jesús les contestó:
- Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre.
Os aseguro, que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará.
Ahora mi alma está agitada y, ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora, Padre, glorifica tu nombre.
Entonces vino una voz del cielo:
- Lo he glorificado y volveré a glorificarlo.
La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel.
Jesús tomó la palabra y dijo:
- Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí.
Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.

Palabra de Dios.

HOMILIA

2011-2012 -
25 de marzo de 2012

EL ATRACTIVO DE JESÚS

Unos peregrinos griegos que han venido a celebrar la Pascua de los judíos se acercan a Felipe con una petición: «Queremos ver a Jesús». No es curiosidad. Es un deseo profundo de conocer el misterio que se encierra en aquel hombre de Dios. También a ellos les puede hacer bien. A Jesús se le ve preocupado. Dentro de unos días será crucificado. Cuando le comunican el deseo de los peregrinos griegos, pronuncia unas palabras desconcertantes: «Llega la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre». Cuando sea crucificado, todos podrán ver con claridad dónde está su verdadera grandeza y su gloria. Probablemente nadie le ha entendido nada. Pero Jesús, pensando en la forma de muerte que le espera, insiste: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí». ¿Qué es lo que se esconde en el crucificado para que tenga ese poder de atracción? Sólo una cosa: su amor increíble a todos. El amor es invisible. Sólo lo podemos ver en los gestos, los signos y la entrega de quien nos quiere bien. Por eso, en Jesús crucificado, en su vida entregada hasta la muerte, podemos percibir el amor insondable de Dios. En realidad, sólo empezamos a ser cristianos cuando nos sentimos atraídos por Jesús. Sólo empezamos a entender algo de la fe cuando nos sentimos amados por Dios. Para explicar la fuerza que se encierra en su muerte en la cruz, Jesús emplea una imagen sencilla que todos podemos entender: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto». Si el grano muere, germina y hace brotar la vida, pero si se encierra en su pequeña envoltura y guarda para sí su energía vital, permanece estéril. Esta bella imagen nos descubre una ley que atraviesa misteriosamente la vida entera. No es una norma moral. No es una ley impuesta por la religión. Es la dinámica que hace fecunda la vida de quien sufre movido por el amor. Es una idea repetida por Jesús en diversas ocasiones: Quien se agarra egoístamente a su vida, la echa a perder; quien sabe entregarla con generosidad genera más vida. No es difícil comprobarlo. Quien vive exclusivamente para su bienestar, su dinero, su éxito o seguridad, termina viviendo una vida mediocre y estéril: su paso por este mundo no hace la vida más humana. Quien se arriesga a vivir en actitud abierta y generosa, difunde vida, irradia alegría, ayuda a vivir. No hay una manera más apasionante de vivir que hacer la vida de los demás más humana y llevadera. ¿Cómo podremos seguir a Jesús si no nos sentimos atraídos por su estilo de vida?

José Antonio Pagola

HOMILIA

2008-2009 -
29 de marzo de 2009

ATRAIDOS POR EL CRUCIFICADO

Un grupo de «griegos», probablemente paganos, se acercan a los discípulos con una petición admirable: «Queremos ver a Jesús». Cuando se lo comunican, Jesús responde con un discurso vibrante en el que resume el sentido profundo de su vida. Ha llegado la hora. Todos, judíos y griegos, podrán captar muy pronto el misterio que se encierra en su vida y en su muerte: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí».
Cuando Jesús sea alzado a una cruz y aparezca crucificado sobre el Gólgota, todos podrán conocer el amor insondable de Dios, se darán cuenta de que Dios es amor y sólo amor para todo ser humano. Se sentirán atraídos por el Crucificado. En él descubrirán la manifestación suprema del Misterio de Dios.
Para ello se necesita, desde luego, algo más que haber oído hablar de la doctrina de la redención. Algo más que asistir a algún acto religioso de la semana santa. Hemos de centrar nuestra mirada interior en Jesús y dejarnos conmover, al descubrir en esa crucifixión el gesto final de una vida entregada día a día por un mundo más humano para todos. Un mundo que encuentre su salvación en Dios.
Pero, probablemente a Jesús empezamos a conocerlo de verdad cuando, atraídos por su entrega total al Padre y su pasión por una vida más feliz para todos sus hijos, escuchamos aunque sea débilmente su llamada: «El que quiera servirme que me siga, y dónde esté yo, allí estará también mi servidor».
Todo arranca de un deseo de «servir» a Jesús, de colaborar en su tarea, de vivir sólo para su proyecto, de seguir sus pasos para manifestar, de múltiples maneras y con gestos casi siempre pobres, cómo nos ama Dios a todos. Entonces empezamos a convertirnos en sus seguidores.
Esto significa compartir su vida y su destino: «donde esté yo, allí estará mi servidor». Esto es ser cristiano: estar donde estaba Jesús, ocuparnos de lo que se ocupaba él, tener las metas que él tenía, estar en la cruz como estuvo él, estar un día a la derecha del Padre donde está él.
¿Cómo sería una Iglesia «atraída» por el Crucificado, impulsada por el deseo de «servirle» sólo a él y ocupada en las cosas en que se ocupaba él? ¿Cómo sería una Iglesia que atrajera a la gente hacia Jesús?

José Antonio Pagola

HOMILIA

2005-2006 – POR LOS CAMINOS DE JESÚS
2 de abril de 2006

UNA LEY PARADÓJICA

Si el grano de trigo no cae en tierra.

Pocas frases encontramos en el evangelio tan desafiantes como estas palabras que recogen una convicción muy de Jesús: «Os aseguro, que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto».
La idea de Jesús es clara. Con la vida sucede lo mismo que con el grano de trigo, que tiene que morir para liberar toda su energía y producir un día fruto. Si «no muere», se queda solo encima del terreno. Por el contrario, si «muere» vuelve a levantarse trayendo consigo nuevos granos y nueva vida.
Con este lenguaje tan gráfico y lleno de fuerza, Jesús deja entrever que su muerte, lejos de ser un fracaso, será precisamente lo que dará fecundidad a su vida. Pero, al mismo tiempo, invita a sus seguidores a vivir según esta misma ley paradójica: para dar vida es necesario «morir».
No se puede engendrar vida sin dar la propia. No es posible ayudar a vivir si uno no está dispuesto a «desvivirse» por los demás. Nadie contribuye a un mundo más justo y humano viviendo apegado a su propio bienestar. Nadie trabaja seriamente por el reino de Dios y su justicia, si no está dispuesto a asumir los riesgos y rechazos, la conflictividad y persecución que sufrió Jesús.
Nos pasamos la vida tratando de evitar sufrimientos y problemas. La cultura del bienestar nos empuja a organizarnos de la manera más cómoda y placentera posible. Es el ideal supremo. Sin embargo, hay sufrimientos y renuncias que es necesario asumir si queremos que nuestra vida sea fecunda y creativa. El hedonismo no es una fuerza movilizadora; la obsesión por el propio bienestar empequeñece a las personas.
Nos estamos acostumbrando a vivirlo todo cerrando los ojos al sufrimiento de los demás. Parece lo más inteligente y sensato para ser felices. Es un error. Seguramente, lograremos evitamos algunos problemas y sinsabores, pero nuestro bienestar será cada vez más vacío, aburrido y estéril, nuestra religión cada vez más triste y egoísta. Mientras tanto, los oprimidos y afligidos quieren saber si le importa a alguien su dolor.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2002-2003 – REACCIONAR
6 de abril de 2003

ANTE LA ENFERMEDAD

Si el grano de trigo no cae en tierra...

No están habituados nuestros oídos a escuchar palabras como éstas de Jesús: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto». Nosotros pensamos que lo único realmente positivo que puede construir nuestra vida es la salud, el éxito, lo agradable, lo que nos sale bien. ¿Qué pueden aportar de bueno y positivo a nuestra existencia la enfermedad, el sufrimiento, la desgracia o el fracaso?
Pensemos, por ejemplo, en esa experiencia dolorosa de la enfermedad que todos podemos sufrir, tarde o temprano, en nuestra propia carne. La enfermedad se nos presenta como algo totalmente malo y negativo. Una fatalidad absurda e injusta que nos ataca de pronto echando por tierra todos nuestros proyectos.
Sin embargo, los mismos científicos nos advierten que la enfermedad no es siempre algo dañoso. Puede ser también la reacción sabia del organismo que emite una señal de alarma para que la persona se cure de heridas y conflictos profundos, y reoriente su vida de manera más sana.
En cualquier caso, la enfermedad puede ser una experiencia de crecimiento y renovación si el enfermo acierta a vivirla de manera positiva. He aquí algunas sugerencias.
La enfermedad grave rompe nuestra seguridad. Vivíamos tranquilos y sin problemas, y de pronto nos vemos obligados a dejar el trabajo, detener nuestra vida y permanecer en el lecho. Entonces llegan las preguntas: ¿Por qué me sucede esto a mí? ¿Me curaré? ¿Podré hacer de nuevo mi vida de siempre? Al enfermar, comprobamos que nuestra vida es frágil y está siempre amenazada. Si estamos atentos, escucharemos cómo la enfermedad nos invita a apoyarnos en algo o alguien más fuerte y seguro que nosotros.
Al mismo tiempo, en esas largas horas de silencio y dolor, el enfermo comienza a revivir recuerdos gozosos y experiencias negativas, deseos insatisfechos, errores y pecados. Y surgen de nuevo las preguntas: ¿Y esto ha sido todo? ¿Para qué he vivido hasta ahora? ¿Qué sentido tiene vivir así? Es el momento de reconciliarse con uno mismo y con Dios, confesar los errores del pasado y acoger en nosotros la paz y el perdón.
Pero la enfermedad nos ayuda, además, a abrir los ojos y ver con más lucidez el futuro. Al caer muchas falsas ilusiones, el enfermo empieza a descubrir lo que de verdad es importante en la vida, lo que no quisiera perder nunca: el amor de las personas, la libertad, la paz del corazón, la esperanza. Es el momento de reorientar nuestra vida de manera más humana. Intuimos que nos irá mejor.
Pasarán los días y las noches. El organismo se curará o, tal vez, caerá en un proceso incurable. Pero siguiendo a Cristo, más de uno podrá descubrir que el grano que muere da fruto, el sufrimiento purifica y la enfermedad puede conducir a una vida más sana.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1999-2000 – COMO ACERTAR
9 de abril de 2000

EVANGELIOS

Señor, quisiéramos ver a Jesús.

Me encuentro más de una vez con personas cansadas de discursos eclesiásticos, sermones rutinarios y palabras vacías. Quisieran encontrar algo más vivo y auténtico. Me lo decía hace unos días una joven: «Callaos, dejaos de rollos y ayudadme a encontrar a Dios». Sus palabras me recordaban las de San Juan de la Cruz. Cito de memoria: «No quieras enviarme ya más mensajero, que no saben decirme lo que quiero».
He pensado de nuevo en ello al leer en el texto evangélico el deseo de aquellos gentiles que se acercan a Felipe con este deseo: «Quisiéramos ver a Jesús». A quienes están cansados de «oír a los curas» les invito a hacer una experiencia diferente. Consiste en leer despacio el Evangelio fijándose bien en qué dice y qué hace Jesús. De esta manera podrán descubrir por sí mismos a Jesucristo, la persona que ha despertado más esperanza y ha generado más amor y solidaridad que nadie en toda la historia de la humanidad.
Mucha gente no tiene claro quién fue Jesús y por qué ha tenido tanta influencia en la historia. Se preguntan por qué es tan diferente de otros personajes y qué puede aportamos en nuestros días. A mi juicio, el mejor camino para sintonizar con él es acercarse personalmente a los evangelios y conocer directamente el relato de los evangelistas.
Jesús no deja a nadie indiferente. Sus palabras penetrantes, sus gestos imprevisibles, su vitalidad y amor a la vida, su confianza total en el Padre, su manera de defender a los desgraciados, su libertad frente a todo poder, su lucha contra la mentira y los abusos, su comprensión hacia los pecadores, su cercanía al sufrimiento humano, su acogida a los despreciados, su interés por hacer más digna y dichosa la vida de todos... nos ponen ante la persona más excepcional que jamás haya existido y suscitan un interrogante: ¿qué misterio se encierra en este hombre?
Quien se acerca directamente a Jesucristo y sintoniza con él descubre todo lo que él puede aportarnos para encontrar un sentido acertado a nuestra vida, para vivir con dignidad y sensatez, y para caminar día a día movidos por una esperanza indestructible.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1996-1997 – DESPERTAR LA FE
16 de marzo de 1997

NO SE AMA IMPUNEMENTE

… pero si muere, da mucho fruto

Pocas frases tan desafiantes y provocativas como las que escuchamos hoy en el evangelio: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto.»
El pensamiento de Jesús es claro. No se puede engendrar vida sin dar la propia. No se puede hacer vivir a los demás si uno no está dispuesto a «des-vivirse» por los otros. La vida es fruto del amor, y brota en la medida en que sabemos entregarnos.
En el cristianismo no se ha distinguido siempre con claridad el sufrimiento que está en nuestras manos suprimir, y el sufrimiento que no podemos nosotros eliminar. Hay un sufrimiento inevitable, reflejo de nuestra condición creatural, y que nos descubre la distancia que todavía existe entre lo que somos y lo que estamos llamados a ser. Pero hay también un sufrimiento que es fruto de nuestros egoísmos e injusticias. Un sufrimiento con el que los hombres nos herimos mutuamente.
Es natural que nos apartemos del dolor, que busquemos evitarlo siempre que sea posible, que luchemos por suprimirlo de nosotros. Pero precisamente por eso, hay un sufrimiento que es necesario asumir en la vida. El sufrimiento aceptado como precio y consecuencia de nuestro esfuerzo por hacerlo desaparecer de entre los hombres. «El dolor sólo es bueno si lleva adelante el proceso de su supresión» (D. Sölle).
Es claro que en la vida podríamos evitarnos muchos sufrimientos, amarguras y sinsabores. Bastaría con cerrar los ojos ante los sufrimientos ajenos, y encerrarnos en la búsqueda egoísta de nuestra dicha. Pero siempre sería a un precio demasiado costoso: dejando sencillamente de amar.
Cuando uno ama y vive intensamente la vida, no puede vivir indiferente al dolor grande o pequeño de las gentes. El que ama se hace vulnerable. Amar a los hombres incluye sufrimiento, «compasión», solidaridad en el dolor. «No existe ningún sufrimiento que nos pueda ser ajeno» (K. Simonow).
Esta solidaridad dolorosa hace surgir salvación y liberación para el hombre. Es lo que descubrimos en el Crucificado: sólo salva el que comparte el dolor, y se solidariza con el que sufre.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1993-1994 – CREER ES OTRA COSA
20 de marzo de 1994

NO DEFORMAR LA CRUZ

Si el grano de trigo no cae en tierra...

La fe cristiana puede quedar gravemente deformada cuando se recogen frases evangélicas o palabras de Jesús de manera aislada, sin enraizarlas correctamente en el conjunto de su mensaje y sin entenderlas desde la inspiración central de su vida.
Textos como «quien quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, torne su cruz y me siga», o «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo», tomados de manera absoluta y sin contexto, pueden darle a la vida un sello dolorista que no responde al espíritu ni a la orientación fundamental de lo que vivió Cristo.
Se impone, por ello, la relectura de un cierto «ascetismo» que no tiene su origen en la cruz de Cristo, sino en corrientes culturales extrañas al cristianismo. Un ascetismo convertido en elemento autónomo y nuclear, inspirador de todo lo demás, que hace girar a la persona en torno a la renuncia y al dolor, considerados como valores en sí mismos, independientemente de la orientación profunda de la vida, es algo totalmente extraño al cristianismo. Por otra parte, la renuncia y la abnegación, aislados en sí mismos y vividos sin el Espíritu que animó a Jesús, pueden generar resentimiento y teñir de negatividad el hecho mismo de ser cristiano.
No se trata de negar el valor de la renuncia y, mucho menos de encubrir el hecho capital de la cruz, cediendo a los gustos de una cultura hedonista. Al contrario, se trata de purificar versiones falsas y empobrecedoras para asumir y vivir la cruz cristiana en toda su pureza y verdad.
El dato que nunca hemos de olvidar es éste: Jesús no vivió para la cruz; su vida no se centra en buscar sufrimientos. Jesús vivió para amar; la cruz es consecuencia de su vida desbordante de entrega y de servicio; fruto de su libertad total, de su coherencia, de su fidelidad a Dios y de su pasión por hacer el bien a las gentes.
Lo que Jesús busca a lo largo de toda su vida es la felicidad del ser humano. Por ello, lucha contra toda clase de sufrimientos: los que provienen de la injusticia de los mismos hombres y los que sobrevienen de manera inevitable. Pero lo hace con tal radicalidad y verdad que, en su búsqueda de felicidad para todos, no se detiene ni siquiera ante su propio sufrimiento, sino que lo asume por fidelidad al Padre y por amor al ser humano.
Por eso, «llevar la cruz» siguiendo a Cristo no significa añadir a la vida nuevos sufrimientos y nuevas cargas, como si esto nos identificara sin más con el Crucificado. Quien quiere seguir a Cristo de verdad no se pone a buscar sufrimientos, se dispone a desvivirse por los demás. La renuncia y la cruz le llegan no como recorte de su libertad, sino como fruto de una plenitud y como consecuencia de esa experiencia positiva de servicio y entrega.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1990-1991 – DESPERTAR LA ESPERANZA
17 de marzo de 1991

¿QUE HACER EN LA ENFERMEDAD?

Si el grano de trigo no cae en tierra...

No están habituados nuestros oídos a escuchar palabras como éstas de Jesús: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”. Nosotros pensamos que lo único realmente positivo que puede construir nuestra vida es la salud, el éxito, lo agradable, lo que nos sale bien. ¿Qué pueden aportar de bueno y positivo a nuestra existencia la enfermedad, el sufrimiento, la desgracia o el fracaso?
Pensemos, por ejemplo, en esa experiencia dolorosa de la enfermedad que todos podemos sufrir, tarde o temprano, en nuestra propia carne. La enfermedad se nos presenta como algo totalmente malo y negativo. Una fatalidad absurda e injusta que nos ataca de pronto echando por tierra todos nuestros proyectos.
Sin embargo, los mismos científicos nos advierten que la enfermedad no es siempre algo dañoso. Puede ser también la reacción sabia del organismo que emite una señal de alarma para que la persona se cure de heridas y conflictos profundos, y reoriente su vida de manera más sana.
En cualquier caso, la enfermedad puede ser una experiencia de crecimiento y renovación si el enfermo acierta a vivirla de manera positiva. He aquí algunas sugerencias.
La enfermedad grave rompe nuestra seguridad. Vivíamos tranquilos y sin problemas, y de pronto nos vemos obligados a dejar el trabajo, detener nuestra vida y permanecer en el lecho. Y llegan las preguntas: ¿Por qué me sucede esto a mí? ¿Me curaré? ¿Podré hacer de nuevo mi vida de siempre? Al enfermar, comprobamos que nuestra vida es frágil y está siempre amenazada. Si estamos atentos, escucharemos cómo la enfermedad nos invita a apoyarnos en algo o alguien más fuerte y seguro que nosotros.
Al mismo tiempo, en esas largas horas de silencio y dolor, el enfermo comienza a revivir recuerdos gozosos y experiencias negativas, deseos insatisfechos, errores y pecados. Y surgen de nuevo las preguntas: ¿Y esto ha sido todo? ¿Para qué he vivido hasta ahora? ¿Qué sentido tiene vivir así? Es el momento de reconciliarse con uno mismo y con Dios, confesar los errores del pasado y acoger en nosotros la paz y el perdón.
Pero la enfermedad nos ayuda, además, a abrir los ojos y ver con más lucidez el futuro. Al caer muchas falsas ilusiones, el enfermo empieza a descubrir lo que de verdad es importante en la vida, lo que no quisiera perder nunca: el amor de las personas, la libertad, la paz del corazón, la esperanza. Es el momento de reorientar nuestra vida de manera más humana. Intuimos que nos irá mejor.
Pasarán los días y las noches. El organismo se curará o, tal vez, caerá en un proceso incurable. Pero siguiendo a Cristo, más de uno podrá descubrir que el grano que muere da fruto, el sufrimiento purifica y la enfermedad puede conducir a una vida más sana.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1987-1988 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
20 de marzo de 1988

LA CONFIANZA ABSOLUTA

El que se ama a sí mismo se pierde.

Nuestra vida discurre, por lo general, de manera bastante superficial Pocas veces nos atrevemos a adentramos en nosotros mismos. Nos produce una especie de vértigo asomarnos a nuestra interioridad.
¿Quién es ese ser extraño que descubro dentro de mí, lleno de miedos e interrogantes, hambriento de felicidad y harto de problemas, siempre en búsqueda y siempre insatisfecho?
¿ Qué postura adoptar al contemplar en nosotros esa mezcla extraña de nobleza y miseria, de grandeza y pequeñez, de finitud e infinitud?
Entendemos el desconcierto de San Agustín que, cuestionado por la muerte de su mejor amigo, se detiene a reflexionar sobre su vida: Me he convertido en un gran enigma para mí mismo».
Hay una primera postura posible. Se llama resignación y consiste en contentarnos con lo que somos. Instalarnos en nuestra pequeña vida de cada día y aceptar nuestra finitud.
Naturalmente, para ello hemos de acallar cualquier rumor de trascendencia. Cerrar los ojos a toda señal que nos invite a mirar hacia el infinito. Permanecer sordos a toda llamada proveniente del Misterio.
Hay otra actitud posible. Es la desesperación. Lo que S. Kirkegaard llamaba “querer desesperadamente ser uno mismo». Querer salvarme con mis propias fuerzas sin salir de mí mismo. Ser yo “dios” para mí.
Pero, ¿qué hacer cuando compruebo una y otra vez que no puedo darme esa felicidad plena, total y absoluta que ando buscando en el fondo de mi ser?
Hay otra opción posible ante la encrucijada de la vida. La confianza absoluta. Aceptar en nuestra vida la presencia salvadora del Misterio. Abrirnos a ella desde lo más hondo de nosotros. Acoger a Dios como raíz y destino de nuestro ser. Creer en la salvación que se nos ofrece.
Sólo desde esa confianza plena en Dios Salvador se entienden esas desconcertantes palabras de Jesús: “El que se ama a sí mismo se pierde y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guarda para la vida eterna».
Lo decisivo es abrir confiadamente nuestra existencia al Misterio. Descubrir y aceptar que somos seres “gravitando” hacia Dios. Como decía P. Tillich, “aceptar ser aceptados por El”.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1984-1985 – BUENAS NOTICIAS
24 de marzo de 1985

NUESTRA INGENUIDAD ANTE LA MUERTE

Yo soy la resurrección y la vida....

El hombre contemporáneo no sabe qué hacer exactamente con la muerte. Lo único que se nos ocurre es ignorarla, no hablar de ella, no pronunciar e1 nombre de las enfermedades incurables.
Hemos convertido a la muerte en el moderno «tabú» que ha sustituido al antiguo tabú sexual. A los niños se les explica todo sobre el origen maravilloso de la vida, pero nadie se atreve a iniciarlos al misterio de la muerte.
Son muchos los padres que, ante el niño que pregunta a donde se ha ido el abuelo, sienten el mismo malestar o mayor que antes, cuando preguntaban de donde venían los niños al mundo.
Son admirables todos los esfuerzos que hacemos por retrasar la muerte, ignorarla y vivir apartando de nosotros todo lo que nos puede recordar su cercanía.
Todo el mundo quiere parecer joven, fuerte, agresivo e invulnerable. Añoramos la juventud, la salud y la fuerza porque creemos poder encontrar en todo eso una protección contra lo irremediable: la vejez y la muerte.
No queremos recordar lo que en realidad somos: seres profundamente débiles, vulnerables y, en definitiva, mortales.
Pero hay todavía algo más. Son bastantes los que se dicen cristianos porque admiran el evangelio y veneran a Jesucristo, aunque confiesan modestamente no ambicionar ni añorar o esperar con gozo la resurrección. En realidad, se contentarían con prolongar esta vida de manera indefinida.
¿No es todo esto síntoma de un grave empobrecimiento y signo de una profunda ingenuidad?
Si nuestra vida es insatisfactoria, no es porque sea corta sino porque nunca podrá satisfacer nuestras aspiraciones más profundas. El hombre puede y debe prolongar esta vida, humanizarla, hacerla siempre mejor. Pero, sólo con ello, no alcanza la vida que anhela.
Sólo desde el realismo profundo de nuestra condición mortal y desde la necesidad sentida de salvación, podemos escuchar con fe la promesa de Jesucristo: «Yo soy la Resurrección y la Vida: el que cree en mí, aunque muera, vivirá».
Quizás, para entender estas palabras, necesitamos antes que nada, dejar a un lado autoengaños ilusorios, liberarnos de nuestra ingenuidad y recordar aquella observación tan certera de D. Sölle: «El hombre no vive sólo de pan, muere también de sólo pan».

José Antonio Pagola

HOMILIA

1981-1982 – APRENDER A VIVIR
28 de marzo de 1982

NO SE AMA IMPUNEMENTE

… .pero si muere, da mucho fruto.

Pocas frases tan desafiantes y provocativas como las que escuchamos hoy en el evangelio: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto».
El pensamiento de Jesús es claro. No se puede engendrar vida sin dar la propia.. No, se puede hacer vivir a los demás si uno no está dispuesto a «des-vivirse» por los otros. La vida es fruto del amor, y brota en la medida en que’ sabemos entregarnos.
En la metáfora de Jesús, la muerte es la condición para que se libere toda la energía vital que contiene el grano. El fruto comienza en el mismo grano que muere. Así sucede también en la vida. El don total de sí es lo que hace que la vida de un hombre pueda ser realmente fecunda.
Los pensadores cristianos no han distinguido siempre con claridad el sufrimiento que está en nuestras manos suprimir, y el sufrimiento que no podemos nosotros eliminar.
Hay un sufrimiento inevitable, reflejo de nuestra condición creatural, y que nos descubre la distancia que todavía existe entre lo que somos y los que estamos llamados a ser. Pero hay también un sufrimiento que es fruto de nuestros egoísmos e injusticias. Un sufrimiento con el que los hombres nos herimos mutuamente.
Es natural que los hombres nos apartemos del dolor, que busquemos evitarlo siempre que sea posible, que luchemos por suprimirlo de entre nosotros.
Pero precisamente por eso, hay un sufrimiento que es necesario asumir en la vida. El sufrimiento aceptado como precio y consecuencia de nuestro esfuerzo por hacerlo desaparecer de entre los hombres. «El dolor sólo es bueno si lleva adelante el proceso de su supresión» (D. Sölle).
Es claro que en la vida podríamos evitarnos muchos sufrimientos, amarguras y sinsabores. Bastaría con cerrar los ojos ante los sufrimientos ajenos, y encerramos en la búsqueda egoísta de nuestra dicha. Pero siempre sería a un precio demasiado costoso: dejando sencillamente de amar.
Cuando uno ama y vive intensamente la vida, no puede vivir indiferente al dolor grande o pequeño de las gentes. El que ama se hace vulnerable. Amar a los hombres incluye sufrimiento, «compasión», solidaridad en el dolor. «No existe ningún sufrimiento que nos pueda ser ajeno» (K. Simonow).
Esta solidaridad dolorosa hace surgir salvación y liberación para el hombre. Es lo que descubrimos en el crucificado: sólo salva el que comparte el dolor, y se solidariza con el que sufre.

José Antonio Pagola

No hay comentarios:

Publicar un comentario

La publicación de los comentarios requerirán la aceptación del administrador del blog.