lunes, 19 de diciembre de 2011

25/12/2011 - Natividad del Señor

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Homilias de José Antonio Pagola

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25 de diciembre de 2011

Natividad del Señor (B)



Misa del día.

EVANGELIO

La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros.

Lectura del santo evangelio según san Juan 1,1-18

En el principio ya existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios.
La Palabra en el principio estaba junto a Dios.
Por medio de la Palabra se hizo todo,
y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho.
En la Palabra había vida,
y la vida era la luz de los hombres.
La luz brilla en la tiniebla,
y la tiniebla no la recibió.
[Surgió un hombre enviado por Dios,
que se llamaba Juan:
éste venía como testigo,
para dar testimonio de la luz,
para que por él todos vinieran a la fe.
No era él la luz,
sino testigo de la luz.]
La Palabra era la luz verdadera,
que alumbra a todo hombre.
Al mundo vino,
y en el mundo estaba;
el mundo se hizo por medio de ella,
y el mundo no la conoció.
Vino a su casa,
y los suyos no la recibieron.
Pero a cuantos la recibieron,
les da poder para ser hijos de Dios,
si creen en su nombre.
Éstos no han nacido de sangre,
ni de amor carnal,
ni de amor humano,
sino de Dios.
Y la Palabra se hizo carne
y acampó entre nosotros,
y hemos contemplado su gloria:
gloria propia del Hijo único del Padre,
lleno de gracia y de verdad.
[Juan da testimonio de él y grita diciendo:
- Éste es de quien dije: «El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo».
Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia, porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás.
El Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.]
Palabra de Dios.

HOMILIA


2011-2012 -
25 de diciembre de 2011
Lc 2,1-14  (Misa de medianoche)

EN UN PESEBRE

Según el relato de Lucas, es el mensaje del Ángel a los pastores el que nos ofrece las claves para leer desde la fe el misterio que se encierra en un niño nacido en extrañas circunstancias en las afueras de Belén.

Es de noche. Una claridad desconocida ilumina las tinieblas que cubren Belén. La luz no desciende sobre el lugar donde se encuentra el niño, sino que envuelve a los pastores que escuchan el mensaje. El niño queda oculto en la oscuridad, en un lugar desconocido. Es necesario hacer un esfuerzo para descubrirlo.
Estas son las primeras palabras que hemos de escuchar: «No tengáis miedo. Os traigo la Buena Noticia: la alegría grande para todo el pueblo». Es algo muy grande lo que ha sucedido. Todos tenemos motivo para alegrarnos. Ese niño no es de María y José. Nos ha nacido a todos. No es solo de unos privilegiados. Es para toda la gente.
Los cristianos no hemos de acaparar estas fiestas. Jesús es de quienes lo siguen con fe y de quienes lo han olvidado, de quienes confían en Dios y de los que dudan de todo. Nadie está solo frente a sus miedos. Nadie está solo en su soledad. Hay Alguien que piensa en nosotros.
Así lo proclama el mensajero: «Hoy os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor». No es el hijo del emperador Augusto, dominador del mundo, celebrado como salvador y portador de la paz gracias al poder de sus legiones. El nacimiento de un poderoso no es buena noticia en un mundo donde los débiles son víctima de toda clase de abusos.
Este niño nace en un pueblo sometido al Imperio. No tiene ciudadanía romana. Nadie espera en Roma su nacimiento. Pero es el Salvador que necesitamos. No estará al servicio de ningún César. No trabajará para ningún imperio. Solo buscará el reino de Dios y su justicia. Vivirá para hacer la vida más humana. En él encontrará este mundo injusto la salvación de Dios.
¿Dónde está este niño? ¿Cómo lo podemos reconocer? Así dice el mensajero: «Aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». El niño ha nacido como un excluido. Sus padres no le han podido encontrar un lugar acogedor. Su madre lo ha dado a luz sin ayuda de nadie. Ella misma se ha valido, como ha podido, para envolverlo en pañales y acostarlo en un pesebre.
En este pesebre comienza Dios su aventura entre los hombres. No lo encontraremos en los poderosos sino en los débiles. No está en lo grande y espectacular sino en lo pobre y pequeño. Hemos de escuchar el mensaje: vayamos a Belén; volvamos a las raíces de nuestra fe. Busquemos a Dios donde se ha encarnado.


José Antonio Pagola

HOMILIA

2008-2009 -
25 de diciembre de 2008
Jn 1,1-18  (Misa del día)

EL ROSTRO HUMANO DE DIOS

El cuarto evangelio comienza con un prólogo muy especial. Es una especie de himno que, desde los primeros siglos, ayudó decisivamente a los cristianos a ahondar en el misterio encerrado en Jesús. Si lo escuchamos con fe sencilla, también hoy nos puede ayudar a creer en Jesús de manera más profunda. Sólo nos detenemos en algunas afirmaciones centrales.
«La Palabra de Dios se ha hecho carne». Dios no es mudo. No ha permanecido callado, encerrado para siempre en su Misterio. Dios se nos ha querido comunicar. Ha querido hablarnos, decirnos su amor, explicarnos su proyecto. Jesús es sencillamente el Proyecto de Dios hecho carne.
Dios no se nos ha comunicado por medio de conceptos y doctrinas sublimes que sólo pueden entender los doctos. Su Palabra se ha encarnado en la vida entrañable de Jesús, para que lo puedan entender hasta los más sencillos, los que saben conmoverse ante la bondad, el amor y la verdad que se encierra en su vida.
Esta Palabra de Dios «ha acampado entre nosotros». Han desaparecido las distancias. Dios se ha hecho «carne». Habita entre nosotros. Para encontrarnos con él, no tenemos que salir fuera del mundo, sino acercarnos a Jesús. Para conocerlo, no hay que estudiar teología, sino sintonizar con Jesús, comulgar con él.
«A Dios nadie lo ha visto jamás». Los profetas, los sacerdotes, los maestros de la ley hablaban mucho de Dios, pero ninguno había visto su rostro. Lo mismo sucede hoy entre nosotros: en la Iglesia hablamos mucho de Dios, pero nadie lo hemos visto. Sólo Jesús, «el Hijo de Dios, que está en el seno del Padre es quien lo ha dado a conocer».
No lo hemos de olvidar. Sólo Jesús nos ha contado cómo es Dios. Sólo él es la fuente para acercarnos a su Misterio. Cuántas ideas raquíticas y poco humanas de Dios hemos de desaprender y olvidar para dejarnos atraer y seducir por ese Dios que se nos revela en Jesús.
Cómo cambia todo cuando uno capta por fin que Jesús es el rostro humano de Dios. Todo se hace más simple y más claro. Ahora sabemos cómo nos mira Dios cuando sufrimos, cómo nos busca cuando nos perdemos, cómo nos entiende y perdona cuando lo negamos. En él se nos revela «la gracia y la verdad» de Dios.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2005-2006 – POR LOS CAMINOS DE JESÚS
25 de diciembre de 2005
Jn 1,1-18  (Misa del día)

NO ESTAMOS SOLOS

Vino a los suyos.

El hecho es cada vez más evidente. Está creciendo de manera notable el número de personas vulnerables. Hombres y mujeres que se sienten solos, abandonados, desarraigados, sin apenas fuerzas para vivir. Personas que no pueden seguir el ritmo de la sociedad moderna y se sienten profundamente infelices y desasistidas.
El problema se agrava cuando la persona se siente sola. Necesitaría más que nunca encontrarse con alguien que compartiera su fragilidad e impotencia, pero no es fácil. El hecho es paradójico. Cada vez son más las personas que viven diariamente en contacto con mucha gente, pero se sienten profundamente solas.
Nadie tiene tiempo para detenerse ante el otro y escuchar su vida. Cada cual carga con su propia soledad. Cada vez son más las personas con necesidad de ser escuchadas y cada vez son menos los que están dispuestos a escuchar. Está en crisis la confidencialidad.
Los exégetas no dudan a la hora de resumir el corazón del mensaje de Jesús. Se puede formular en pocas palabras: «No estamos solos. Dios está con nosotros. Es un Padre que sigue de cerca nuestra vida. Lo podemos experimentar siempre que nos ayudamos a vivir de manera amistosa y esperanzada».
En las primeras comunidades cristianas estaban tan convencidos de esto que, en un evangelio escrito en los años 80, se dice que el mejor nombre para designar a Jesús es «Emmanuel», es decir, «Dios con nosotros». Con esto está todo dicho.
Éste es el secreto de la Navidad. No estamos perdidos en una inmensa soledad. No vivimos sumergidos en pura tiniebla. Dios está con nosotros. Hay una Luz en nuestra vida. Con Dios entre nosotros todo cambia. Se puede vivir con esperanza.
La mejor manera de celebrar la Navidad es ayudar a las personas a no sentirse tan solas y vulnerables. Dios está con nosotros, en nosotros y entre nosotros. Lo podemos experimentar cuando nos reunimos para celebrar nuestra fe, cuando estrechamos entre nosotros lazos de amistad y apoyo, cuando nos curamos mutuamente las heridas de la vida.
Una comunidad cristiana donde se escucha, se acoge y acompaña a las personas necesitadas, puede ser para no pocos un apoyo grande para no vivir tan solos ni tan desasistidos. Puede ser la mejor invitación para creer que Dios está con nosotros.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2002-2003 – REACCIONAR
25 de diciembre de 2002
Jn 1,1-18  (Misa del día)

¿DÓNDE ESTÁ EL SECRETO?

Luz verdadera que alumbra a todo hombre.

Ya estamos en Navidad. Es difícil estropear más unas fiestas tan entrañables. Villancicos nacidos un día para adorar a un Dios cercano, son deformados hoy por la publicidad de la TV o repetidos hasta la saciedad en comercios y grandes almacenes. Símbolos llenos de ternura sólo sirven para incitar a la compra. Todo se llena de luces que no iluminan el interior de nadie y de estrellas que no guían a ninguna parte.
¿Qué se esconde detrás de todo esto? ¿A qué viene esta «atmósfera» tan especial? En el ambiente flota el recuerdo vago de un niño nacido en un pesebre. Pero, ¿por qué este niño y no otro? ¿Es todo una leyenda ingenua? ¿Sólo un pretexto para poner en marcha los mecanismos de la sociedad de consumo? ¿Por qué sigue teniendo la Navidad esa fuerza tan evocadora? Tiene que haber algún secreto.
Según algunos, se trata, en buena parte, de un deseo secreto de recuperar la infancia perdida. El hombre moderno está necesitado de ternura y protección. La vida se le hace demasiado dura y despiadada. Es muy fuerte la contradicción entre la realidad penosa de cada día y el deseo de felicidad que habita al ser humano. Por eso, al terminar la Navidad, son bastantes los que sienten el sabor agridulce de una fiesta fallida o inacabada.
Por otra parte, es fácil observar que, tras el derroche, las cenas abundantes y la fiesta, se encierra una fuerte dosis de nostalgia. Se canta la paz, pero no es posible olvidar las guerras y la violencia. Nos deseamos felicidad, pero nadie ignora la crisis y las desgracias. Se hacen gestos de bondad, pero no se puede ocultar la crueldad y la insolidaridad. Nuestros deseos navideños están muy lejos de hacerse realidad.
Sin embargo, una experiencia común aflora estos días en el corazón de muchos: el mundo no es lo que quisiéramos. Creyentes y no creyentes, hombres ilustrados y gentes sencillas, todos parecen percibir que el ser humano está reclamando algo que no es capaz de darse a sí mismo.
Tengo la impresión de que Navidad es la fiesta que mejor puede ser compartida por todos, cualesquiera que sean nuestras convicciones o nuestras dudas, pues, en el fondo, todos captamos que nuestra existencia frágil y desvalida está necesitada de salvación.
Estos días, la liturgia cristiana nos recuerda una frase del evangelista Juan. Nos dice que este niño que nace en Belén es «luz para todo hombre que viene a este mundo», para los que creen y para los que dudan, para los que buscan y para los que no creen necesitarlo. Este Dios «hecho hombre por nuestra salvación» es más grande que todas nuestras dudas o esperanzas, más grande que nuestros gritos y blasfemias. Es Dios. Es amor infinito al hombre. Es nuestra salvación.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1999-2000 – COMO ACERTAR
25 de diciembre de 1999
Lc 2,15-20  (Misa de la aurora)

DEMASIADO BELLO

Vayamos a Belén.

Demasiado bello para ser verdad. Así se nos presenta hoy el mensaje de Navidad. ¿Cómo anunciar una «alegría grande» a todo el mundo cuando sabemos que la vida es para tantos una amenaza continua de inseguridad, de sinsentido y de miedo? ¿Cómo cantar la paz en la tierra cuando vivimos envueltos en crueles imágenes de guerra y de terror? ¿Quién podrá consolar nuestro corazón del cansancio y de la desilusión?
Hace unos años K. Rahner escribió algo que quiero escuchar estos días: «Cuando al pobre corazón le parece que lo que anuncia la Navidad es demasiado bello para ser verdad, entonces la voz del corazón debe atender con más urgencia al mensaje del Niño que ha nacido hoy».
Navidad nos dice, en primer lugar, quién es Dios. Hay algo muy metido en nosotros que nos lleva a imaginarlo omnipotente, eterno y lejano. Sin embargo, Dios es diferente de lo que nosotros pensamos de Él. Dios se ha hecho niño, es humano, es frágil y cercano, es uno de nosotros. El amor de Dios no es un invento de teólogos; es algo misterioso e increíble que ha llevado a Dios a compartir nuestra existencia. ¿No es una suerte que Dios sea así?
Navidad nos revela, al mismo tiempo, quién es el hombre. Sentimientos contrarios se entremezclan dentro de mí estos meses: decepción y confianza, pena por el ser humano y deseo grande de paz, desilusión y secreta esperanza; no puedo «entender» la lógica de los poderosos de la Tierra y me apena el silencio de los hombres de bien. Navidad nos dice que la aventura humana no es un fracaso; que no estamos solos en manos del mal; que Dios sufre con nosotros; que Él nos acompaña hacia la vida eterna. Desde el desamparo del pesebre hasta el asesinato de la cruz, Cristo no dice otra cosa. ¿De quién nos puede llegar la «salvación», si no es de él?
No es fácil pronunciar hoy esta palabra, pero tiene razón el teólogo belga A. Gesche cuando afirma que «la idea de salvación merece ser escuchada de nuevo como una de esas viejas palabras que vuelven a resonar en nosotros porque todavía tienen algo que decirnos». El mundo busca «salvación» y no sabe hacia dónde dirigir su mirada. ¿Nos atreveremos a escuchar el mensaje navideño: «Ale graos: os ha nacido hoy un Salvador»?

José Antonio Pagola

HOMILIA

1996-1997 – DESPERTAR LA FE
25 de diciembre de 1996
Lc 2,15-20  (Misa de la aurora)

EL ENIGMA DEL PESEBRE

Vayamos a Belén.

En medio de felicitaciones y regalos, entre cenas y bullicio, casi oculto por luces, árboles y estrellas, es posible todavía entrever en el centro de las fiestas navideñas «un niño recostado en un pesebre». Lo mismo sucede en el relato de Belén. Hay luces, ángeles y cantos, pero el corazón de esa escena grandiosa lo ocupa un niño en un pesebre.
El evangelista narra el nacimiento del Mesías con una sobriedad absoluta. A María «le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo». Ni una palabra más. Lo que realmente parece interesarle es cómo se acoge al niño. Mientras en Belén «no hay sitio» ni siquiera en la posada, en María encuentra una acogida conmovedora. La madre no tiene medios, pero tiene corazón: «Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre. »
El lector no puede continuar el relato sin expresar su primera sorpresa: ¿En este niño se encarna Dios? Nunca lo hubiéramos imaginado así. Nosotros pensamos en un Dios majestuoso y omnipotente, y él se nos presenta en la fragilidad de un niño débil e indefenso. Lo concebimos grande y lejano, y él se nos ofrece en la ternura de un recién nacido. ¿Cómo sentir temor a este Dios? Teresa de Lisieux, declarada recientemente doctora de la Iglesia, dice así: «Yo no puedo temer a un Dios que se ha hecho tan pequeño por mí.. ¡Yo le amo!»
El relato ofrece una clave para acercarnos al misterio de ese Dios. Lucas insiste hasta tres veces (!) en la importancia del pesebre. Es como una obsesión. María lo acuesta en un pesebre. A los pastores no se les da otra señal: lo encontrarán en un pesebre. Efectivamente, en el pesebre lo encuentran al llegar a Belén. El pesebre es el primer lugar de la tierra donde descansa ese Dios hecho niño. Ese pesebre es la señal para reconocerlo, el lugar donde hay que encontrarlo. ¿Qué se esconde tras ese enigma?
Lucas está aludiendo a unas palabras del profeta Isaías en las que Dios se queja así: «El buey conoce a su amo; el asno conoce el pesebre de su señor. Pero Israel no me conoce, no piensa en mí» (Isaías 1, 3). A Dios no hay que buscarlo en lo admirable y maravilloso, sino en lo ordinario y cotidiano. No hay que indagar en lo grande, sino rastrear en lo pequeño.
Los pastores nos indican en qué dirección buscar el misterio de la Navidad: «Vayamos a Belén.» Cambiemos nuestra idea de Dios. Hagamos una relectura de nuestro cristianismo. Volvamos al inicio y descubramos un Dios cercano y pobre. Acojamos su ternura. Para el cristiano, celebrar la Navidad es «volver a Belén».

José Antonio Pagola

HOMILIA

1993-1994 – CREER ES OTRA COSA
25 de diciembre de 1993
Jn 1,1-18  (Misa del día)

¿QUE SE ESCONDE DETRÁS?

Luz verdadera que alumbra a todo hombre.

Ya estamos en Navidad. Es difícil estropear más unas fiestas tan entrañables. Villancicos nacidos un día para adorar a un Dios cercano, son deformados hoy por la publicidad de la TV o repetidos hasta la saciedad en comercios y grandes almacenes. Símbolos llenos de ternura solo sirven para incitar a la compra. Todo se llena de luces que no iluminan el interior de nadie y de estrellas que no guían a ninguna parte.
¿Qué se esconde detrás de todo esto? ¿A qué viene esta «atmósfera» tan especial?
En el ambiente flota el recuerdo vago de un niño nacido en un pesebre. Pero, ¿por qué este niño y no otro? ¿Es todo una leyenda ingenua? ¿Sólo un pretexto para poner en marcha los mecanismos de la sociedad de consumo? ¿Por qué sigue teniendo la Navidad esa fuerza tan evocadora? Tiene que haber algún secreto.
Según algunos, se trata, en buena parte, de un deseo secreto de recuperar la infancia perdida. El hombre moderno está necesitado de ternura y protección. La vida se le hace demasiado dura y despiadada. Es muy fuerte la contradicción entre la realidad penosa de cada día y el deseo de felicidad que habita al ser humano. Por eso, al terminar la Navidad, son bastantes los que sienten el sabor agridulce de una fiesta fallida o inacabada.
Por otra parte, es fácil observar que, tras el derroche, las cenas abundantes y la fiesta, se encierra una fuerte dosis de nostalgia. Se canta la paz, pero no es posible olvidar las guerras y la violencia. Nos deseamos felicidad, pero nadie ignora la crisis y las desgracias. Se hacen gestos de bondad, pero no se puede ocultar la crueldad y la insolidaridad. Nuestros deseos navideños están muy lejos de hacerse realidad.
Sin embargo, una experiencia común aflora estos días en el corazón de muchos: el mundo no es lo que quisiéramos. Creyentes y no creyentes, hombres ilustrados y gentes sencillas, todos parecen percibir que el ser humano está reclamando algo que no es capaz de darse a sí mismo.
Tengo la impresión de que Navidad es la fiesta que mejor puede ser compartida por todos, cualesquiera que sean nuestras convicciones o nuestras dudas, pues, en el fondo, todos captamos que nuestra existencia frágil y desvalida está necesitada de salvación.
Estos días, la liturgia cristiana nos recuerda una frase del evangelista Juan. Nos dice que este niño que nace en Belén es «luz para todo hombre que viene a este mundo», para los que creen y para los que dudan, para los que buscan y para los que no creen necesitarlo. Este Dios «hecho hombre por nuestra salvación» es más grande que todas nuestras dudas o esperanzas, más grande que nuestros gritos y blasfemias. Es Dios. Es amor infinito al hombre. Es nuestra salvación.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1990-1991 – DESPERTAR LA ESPERANZA
25 de diciembre de 1990
Jn 1,1-18  (Misa del día)

¿MIEDO O CONFIANZA?

Lleno de gracia y de verdad.

No son pocas las personas cuya experiencia religiosa ha nacido y se ha desarrollado en un clima de auténtico miedo a Dios. Un miedo que ha marcado profundamente sus vidas. Cuando piensan en Dios, no pueden evitar sentirlo como un ser amenazador y peligroso ante el cual lo mejor es protegerse y estar siempre en regla.
Este miedo a Dios configura toda una manera de vivir la religión. Para estas personas, lo verdaderamente importante es “estar a buenas” con Dios. Mantenerse puros ante él, no transgredir sus mandatos, expiar cuanto antes los pecados cometidos.
El miedo a Dios se hace todavía más angustioso cuando piensan en la muerte. Mientras uno vive en esta tierra, parece que está como “protegido” frente a él, pero lo terrible de la muerte es que se cae ya sin remedio en manos de ese Dios.
Estas personas creen en Dios, pero casi preferirían que Dios no existiera. La vida sería así más tranquila, se podría vivir con más libertad. Y después de la muerte, tendríamos al menos la seguridad de no caer en ese riesgo terrible de la condenación eterna.
Los que han descubierto en Jesucristo el verdadero rostro de Dios viven de otra manera muy distinta. Sienten a Dios como Padre, Misterio de amor fascinante, el único que quiere y busca por todos los medios nuestro bien y felicidad total.
Lo primero que experimentan ante Dios no es miedo, sino una confianza grande, una alegría inmensa. Dios es lo mejor. Alguien que nos comprende, nos ama y perdona como ni siquiera nosotros mismos nos podemos comprender, amar y perdonar.
Esta confianza en Dios lo cambia todo. Para estas personas, lo importante es alabar a Dios, dar gracias, cantar su bondad. Dios no les trae malos recuerdos. Al contrario, les da seguridad. Es un alivio y un consuelo saber que está ahí, siempre de nuestra parte, siempre poniendo en nosotros fuerza y alegría para vivir.
La primera conversión que necesitan muchas personas es este paso del miedo a la confianza. No se atreven a creer del todo en la bondad infinita de Dios. No han descubierto que Dios es más grande que todas nuestras imágenes tristes y raquíticas de la divinidad. Más grande que todos nuestros pecados y miserias.
Este es el cambio que nos pide la celebración cristiana de la Navidad. Necesitamos detenernos ante lo que significa un Dios que se nos ofrece como niño débil e indefenso, irradiando sólo paz, gozo y ternura. Este Dios es infinitamente mejor de lo que nos creemos. Más cercano, más comprensivo, más amigo, más alegre, más grande de lo que nosotros podemos sospechar.
Nuestra gran equivocación es pensar que no necesitamos de El. Creer que nos basta con un poco más de bienestar, un poco más de dinero, de suerte y de seguridad. Preocuparnos por tenerlo todo. Todo menos Dios.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1987-1988 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
25 de diciembre de 1987
Lc 2,1-14  (Misa de medianoche)

ALEGRIA RADICAL

La gran alegría para todo el pueblo.

Toda la Fiesta de Navidad es una invitación a la alegría y al gozo. El relato del nacimiento de Jesús viene precedido precisamente por estas palabras del ángel: “Os vengo a traer la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo”.
El fundamento de esta alegría es un acontecimiento que está en la raíz de nuestra existencia: Dios que es la misma Alegría se ha hecho hombre para compartir nuestra vida.
Desde entonces, la alegría es para los creyentes algo que hemos de cuidar y acrecentar amorosamente en nosotros. La tristeza, por el contrario, algo que hemos de combatir sin cesar.
L. Boros, meditando en esta alegría radical que se desprende de la encarnación de Dios, llega a decir que “el gusto por la felicidad forma parte de los elementos vitales del ser cristiano».
La alegría no es algo secundario y accidental en la vida del cristiano. Al contrario, es un rasgo que ha de caracterizar la existencia entera del creyente que se sabe acompañado a lo largo de los días por el mismo Dios encarnado.
Pero, ¿cómo mantener la alegría cuando la soledad, el dolor, la enfermedad, la muerte de un ser querido y tantos otros sufrimientos entristecen nuestra vida? ¿Cómo eliminar de nuestro corazón tantas sombras que ahogan nuestra alegría?
Antes que nada, hemos de recordar que esta alegría del creyente no es fruto de un temperamento optimista ni resultado de una vida sin problemas ni tensiones. El creyente se ve enfrentado a la dureza de la vida con la misma crudeza y la misma fragilidad que cualquier otro ser humano.
El secreto de su alegría serena está en que sabe apoyar confiadamente su vida en ese Dios cercano y amigo que es el Dios nacido en Belén. Por eso, esa alegría no se manifiesta ordinariamente en la euforia o el optimismo, sino que se esconde humildemente en el fondo de su alma.
Es una alegría que está ahí, sostenida por nuestra fe en Dios. Una alegría que crece en la medida en que sabemos difundirla e irradiarla serenamente a nuestro alrededor.
Un hombre que pasó muchos años en un campo de concentración de Siberia escribió en la pared de su celda esta frase que sintetiza bien cuál ha de ser nuestra actitud: “Buscaba a Dios y Dios se me ocultaba; buscaba mi propia alma y no la encontraba; busqué a mi hermano y encontré al mismo tiempo a Dios y a mi alma».
Con frecuencia sucede así. Quien no encuentra paz en sí mismo ni siente la cercanía gozosa de Dios en el interior de su corazón, muchas veces recupera la alegría verdadera al tratar de aliviar el sufrimiento o la tristeza del hermano.
Despertar en nosotros la alegría y difundirla a nuestro alrededor es celebrar hondamente la Navidad.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1984-1985 – BUENAS NOTICIAS
25 de diciembre de 1984
Lc 2,1-14  (Misa de medianoche)

EL BUEY Y EL ASNO

Acostado en un pesebre.

Cuenta Tomás Celano, primer biógrafo de Francisco de Asís, que en la cueva de Greccio se pusieron el buey y el asno por indicación de Francisco. Desde entonces, estos humildes animales forman parte de la representación de todo nacimiento o portal de Belén.
Pero este buey y este asno no son simple producto de la fantasía de Francisco. En el libro de Isaías leemos estas palabras: «Conoce el buey a su dueño y el asno el pesebre de su amo, pero Israel no entiende, mi pueblo no tiene conocimiento».
Los Padres de la Iglesia vieron en estas palabras un presagio que apuntaba al nuevo pueblo de Dios. Todos los hombres, tanto judíos como paganos, eran incapaces de reconocer a Dios como su verdadero Señor. Ahora, al encarnarse en ese Niño de Belén, pueden reconocerlo mejor como su Dueño y Señor.
Por eso, en las representaciones medievales de la navidad, el buey y el asno tienen rostros casi humanos y se inclinan y se postran ante el Niño como si entendieran todo el misterio que en El se encierra y adoraran realmente a Dios.
Cuando de verdad tratamos de ahondar en lo que significa un Dios hecho hombre, nos parece demasiado hermoso para que sea verdad.
Ese Niño es Dios. Por tanto, Dios no es un ser excelso y sublime al cual no podemos llegar. Es alguien cercano, a nuestro alcance. Alguien tan pequeño como nosotros. ¿Puede ser esto verdad? ¿No es pura ilusión y fantasía de los hombres?
Nuestra primera actitud ante el misterio ha de ser siempre la adoración. Dejémonos penetrar el alma por la alegría de este Dios cercano y entrañable. Aunque lo entendamos tan poco como el asno y el buey del pesebre, es verdad que Dios se ha hecho hombre. Es la verdad más decisiva para nosotros, la más auténtica, la última. La verdad más hermosa.
Dios viene a nuestra vida sin armas. No pretende avasallarnos desde fuera, sino conquistarnos desde dentro, transformarnos desde el interior mismo de nuestra existencia.
Si algo sigue desarmando todavía hoy la soberbia y el orgullo del hombre es la importancia y debilidad de un niño. Si todavía podemos acoger el misterio de Dios en nosotros es porque se nos ofrece en la ternura de ese Niño de Belén.
Es una verdadera pena que, pasadas estas fiestas, olvidemos al Dios Niño y volvamos de nuevo a invocar a un Dios lejano y sublime, un Dios que parece no tener ya los rasgos de Aquel que nació en un pesebre.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1981-1982 – APRENDER A VIVIR
25 de diciembre de 1981
Lc 2,1-14  (Misa de medianoche)

ALEGRIA PARA EL PUEBLO

… la gran alegría para todo el pueblo.

Hay cosas que sólo la gente sencilla sabe captar. Verdades que sólo el pueblo es capaz de intuir. Alegrías que solamente los pobres pueden disfrutar.
Así es el nacimiento del Salvador en Belén. La gran alegría para todo el pueblo. No algo para ricos y gente pudiente. Un acontecimiento que sólo los cultos y sabios puedan entender. Algo reservado a minorías selectas. Es un acontecimiento popular. Una alegría para todo el pueblo.
Más aún. Son unos pobres pastores, considerados en la sociedad judía como gente poco honrada, marginados por muchos como pecadores, los únicos que están despiertos para escuchar la noticia.
Hoy también es así, aunque, con frecuencia, las clases más pobres y marginadas hayan quedado muy distantes de nuestra Iglesia.
Dios es gratuito, y es acogido más fácilmente por el pueblo pobre que por aquéllos que piensan poder adquirirlo todo con dinero.
Dios es sencillo, y está más cerca del pueblo sencillo y simple que de aquéllos cuyas energías, esfuerzos y trabajos están obsesivamente dirigidos a tener siempre más.
Dios es bueno, y le entienden mejor los que saben quererse como hermanos que aquéllos que viven egoístamente, tratando de estrujarle a la vida toda clase de felicidad.
Hoy sigue siendo verdad lo que insinúa el relato de la primera Navidad. Los pobres tienen un corazón más abierto al evangelio que aquéllos que viven satisfechos. Su corazón encierra una «sensibilidad hacia el evangelio» que en los ricos ha quedado, cón frecuencia, como atrofiada.
Tienen razón los místicos cuando nos dicen que para acoger a Dios es necesario «vaciarnos», «despojarnos» y «volvernos pobres».
Mientras vivamos buscando únicamente la satisfacción de todos nuestros deseos, ajenos al sufrimiento ajeno, conoceremos distintos grados de excitación, pero no la alegría que se anuncia a los pastores de Belén.
Mientras sigamos alentando nuestros deseos de posesión, no se podrá cantar entre nosotros la paz que se entonó en Belén: «La idea de que se puede fomentar la paz mientras se alientan los esfuerzos de posesión y lucro es una ilusión» (E. Fromm).
Tendremos cada vez más cosas para disfrutar, pero no llenarán nuestro vacío interior, nuestro aburrimiento y soledad. Alcanzaremos logros cada vez más notables, pero crecerá entre nosotros la rivalidad, el antagonismo y la lucha despiadada.

José Antonio Pagola

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