lunes, 10 de octubre de 2016

16-10-2016 - 29º domingo Tiempo ordinario (C)

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El pasado 2 de octubre, José Antonio Pagola nos visitó en la Parroquia de San Pedro Apóstol de la Iglesia de Sopela, dándonos la conferencia:
"Volver a Jesucristo. Iniciar la reacción". 
Pulsando aquí podréis disfrutar de ella.
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¡Volver a Jesucristo! Iniciar la reacción.
Video de la Conferencia de Jose Antonio Pagola. 

José Antonio Pagola: He recibido con satisfacción la resolución definitiva de la Congregación Romana para la Doctrina de la Fe sobre mi libro, Jesús.Aproximación histórica.

No dejes de visitar la nueva página de VÍDEOS DE LAS CONFERENCIAS DE JOSÉ ANTONIO PAGOLA .

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29º domingo Tiempo ordinario (C)


EVANGELIO

Dios hará justicia a sus elegidos que le gritan.

+ Lectura del santo evangelio según san Lucas 18,1-8

En aquel tiempo, Jesús, para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola:
- Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres.
En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: «Hazme justicia frente a mi adversario»; por algún tiempo se negó, pero después se dijo: «Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esa viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara».
Y el Señor añadió:
- Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?, ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?

Palabra de Dios.

HOMILIA

2015-2016 -
16 de octubre de 2016

EL CLAMOR DE LOS QUE SUFREN

Hazme justicia.

La parábola de la viuda y el juez sin escrúpulos es, como tantos otros, un relato abierto que puede suscitar en los oyentes diferentes resonancias. Según Lucas, es una llamada a orar sin desanimarse, pero es también una invitación a confiar que Dios hará justicia a quienes le gritan día y noche. ¿Qué resonancia puede tener hoy en nosotros este relato dramático que nos recuerda a tantas víctimas abandonadas injustamente a su suerte?
En la tradición bíblica la viuda es símbolo por excelencia de la persona que vive sola y desamparada. Esta mujer no tiene marido ni hijos que la defiendan. No cuenta con apoyos ni recomendaciones. Sólo tiene adversarios que abusan de ella, y un juez sin religión ni conciencia al que no le importa el sufrimiento de nadie.
Lo que pide la mujer no es un capricho. Sólo reclama justicia. Ésta es su protesta repetida con firmeza ante el juez: «Hazme justicia». Su petición es la de todos los oprimidos injustamente. Un grito que está en la línea de lo que decía Jesús a los suyos: "Buscad el reino de Dios y su justicia".
Es cierto que Dios tiene la última palabra y hará justicia a quienes le gritan día y noche. Ésta es la esperanza que ha encendido en nosotros Cristo, resucitado por el Padre de una muerte injusta. Pero, mientras llega esa hora, el clamor de quienes viven gritando sin que nadie escuche su grito, no cesa.
Para una gran mayoría de la humanidad la vida es una interminable noche de espera. Las religiones predican salvación. El cristianismo proclama la victoria del Amor de Dios encarnado en Jesús crucificado. Mientras tanto, millones de seres humanos sólo experimentan la dureza de sus hermanos y el silencio de Dios. Y, muchas veces, somos los mismos creyentes quienes ocultamos su rostro de Padre velándolo con nuestro egoísmo religioso.
¿Por qué nuestra comunicación con Dios no nos hace escuchar por fin el clamor de los que sufren injustamente y nos gritan de mil formas: "Hacednos justicia"? Si, al orar, nos encontramos de verdad con Dios, ¿cómo no somos capaces de escuchar con más fuerza las exigencias de justicia que llegan hasta su corazón de Padre?
La parábola nos interpela a todos los creyentes. ¿Seguiremos alimentando nuestras devociones privadas olvidando a quienes viven sufriendo? ¿Continuaremos orando a Dios para ponerlo al servicio de nuestros intereses, sin que nos importen mucho las injusticias que hay en el mundo? ¿Y si orar fuese precisamente olvidarnos de nosotros y buscar con Dios un mundo más justo para todos?

José Antonio Pagola

HOMILIA

2012-2013 -
20 de octubre de 2013

¿SEGUIMOS CREYENDO EN LA JUSTICIA?

Lucas narra una breve parábola indicándonos que Jesús la contó para explicar a sus discípulos “cómo tenían que orar siempre sin desanimarse”. Este tema es muy querido al evangelista que, en varias ocasiones, repite la misma idea. Como es natural, la parábola ha sido leída casi siempre como una invitación a cuidar la perseverancia de nuestra oración a Dios.
Sin embargo, si observamos el contenido del relato y la conclusión del mismo Jesús, vemos que la clave de la parábola es la sed de justicia. Hasta cuatro veces se repite la expresión “hacer justicia”. Más que modelo de oración, la viuda del relato es  ejemplo admirable de lucha por la justicia en medio de una sociedad corrupta que abusa de los más débiles.
El primer personaje de la parábola es un juez que “ni teme a Dios ni le importan los hombres”. Es la encarnación exacta de la corrupción que denuncian repetidamente los profetas: los poderosos no temen la justicia de Dios y no respetan la dignidad ni los derechos de los pobres. No son casos aislados. Los profetas denuncian la corrupción del sistema judicial en Israel y la estructura machista de aquella sociedad patriarcal.
El segundo personaje es una viuda indefensa en medio de una sociedad injusta. Por una parte, vive sufriendo los atropellos de un “adversario” más poderoso que ella. Por otra, es víctima de un juez al que no le importa en absoluto su persona ni su sufrimiento. Así viven millones de mujeres de todos los tiempos en la mayoría de los pueblos.
En la conclusión de la parábola, Jesús no habla de la oración. Antes que nada, pide confianza en la justicia de Dios: “¿No hará Dios justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?”. Estos elegidos no son “los miembros de la Iglesia” sino los pobres de todos los pueblos que claman pidiendo justicia. De ellos es el reino de Dios.
Luego, Jesús hace una pregunta que es todo un desafío para sus discípulos: “Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”. No está pensando en la fe como adhesión doctrinal, sino en la fe que alienta la actuación de la viuda, modelo de indignación, resistencia activa y coraje para reclamar justicia a los corruptos.
¿Es esta la fe y la oración de los cristianos satisfechos de las sociedades del bienestar? Seguramente, tiene razón J. B. Metz cuando denuncia que en la espiritualidad cristiana hay demasiados cánticos y pocos gritos de indignación, demasiada complacencia y poca nostalgia de un mundo más humano, demasiado consuelo y poca hambre de justicia.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2009-2010 – CON LOS OJOS FIJOS EN JESÚS
17 de octubre de 2010

EL CLAMOR DE LOS QUE SUFREN

(Ver homilía del ciclo C - 2015-2016)

José Antonio Pagola

HOMILIA

2006-2007 – HACERNOS DISCÍPULOS DE JESÚS
21 de octubre de 2007

¿HASTA CUÁNDO VA A DURAR ESTO?

Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos...?

La parábola es breve y se entiende bien. Ocupan la escena dos personajes que viven en la misma ciudad. Un juez al que le faltan dos actitudes consideradas básicas en Israel para ser humano. No teme a Dios y no le importan las personas. Es un hombre sordo a la voz de Dios e indiferente al sufrimiento de los oprimidos.
La viuda es una mujer sola, privada de un esposo que la proteja y sin apoyo social alguno. En la tradición bíblica estas viudas son, junto a los niños huérfanos y los extranjeros, el símbolo de las gentes más indefensas. Los más pobres de los pobres.
La mujer no puede hacer otra cosa sino presionar, moverse una y otra vez para reclamar sus derechos, sin resignarse a los abusos de su adversario. Toda su vida se convierte en un grito: Hazme justicia.
Durante un tiempo, el juez no reacciona. No se deja conmover; no quiere atender aquel grito incesante. Después, reflexiona y decide actuar. No por compasión ni por justicia. Sencillamente, para evitarse molestias y para que las cosas no vayan a peor.
Si un juez tan mezquino y egoísta termina haciendo justicia a esta viuda, Dios que es un Padre compasivo, atento a los más indefensos, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?
La parábola encierra antes que nada un mensaje de confianza. Los pobres no están abandonados a su suerte. Dios no es sordo a sus gritos. Está permitida la esperanza. Su intervención final es segura. Pero ¿no tarda demasiado?
De ahí la pregunta inquietante del evangelio. Hay que confiar; hay que invocar a Dios de manera incesante y sin desanimarse; hay que gritarle que haga justicia a los que nadie defiende. Pero, cuándo venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?
¿Es nuestra oración un grito a Dios pidiendo justicia para los pobres del mundo o la hemos sustituido por otra, llena de nuestro propio yo? ¿Resuena en nuestra liturgia el clamor de los que sufren o nuestro deseo de un bienestar siempre mejor y más seguro?

José Antonio Pagola

HOMILIA

2003-2004 – A QUIÉN IREMOS
17 de octubre de 2004

DIOS NO ES IMPARCIAL

Hazme justicia frente a mis adversarios.

La parábola de Jesús refleja una situación bastante habitual en la Galilea de su tiempo. Un juez corrupto desprecia arrogante a una pobre viuda que pide justicia. El caso de la mujer parece desesperado pues no tiene a ningún varón que la defienda. Ella, sin embargo, lejos de resignarse, sigue gritando sus derechos. Sólo al final, molesto por tanta insistencia, el juez termina por escucharla.
Lucas presenta el relato como una exhortación a orar sin «desanimarse», pero la parábola encierra un mensaje previo, muy querido a Jesús. Este juez es la «anti-metáfora» de Dios cuya justicia consiste precisamente en escuchar a los pobres más vulnerables.
El símbolo de la justicia en el mundo grecorromano es una mujer que, con los ojos vendados, imparte un veredicto supuestamente «imparcial». Según Jesús, Dios no es este tipo de juez «imparcial». No tiene los ojos vendados. Conoce muy bien las injusticias que se cometen con los débiles y su misericordia le hace inclinarse a favor de ellos.
Está «parcialidad» de la justicia de Dios hacia los débiles es un escándalo para nuestros oídos occidentales y democráticos, pero conviene recordarla pues en la sociedad moderna funciona otra «parcialidad» de signo contrario: la justicia favorece más al poderoso que al débil. ¿Cómo no va a estar Dios de parte de los que no pueden defenderse?
Nos creemos justos e imparciales defendiendo teóricamente que «todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos», pero todos sabemos que es falso. Para disfrutar de derechos reales y efectivos es más importante nacer en un país poderoso y rico que ser persona humana en un país pobre.
Las democracias modernas se preocupan de los pobres, pero el centro de su atención no es el indefenso, sino el ciudadano en general. En la Iglesia se hacen esfuerzos por aliviar la suerte de los indigentes, pero el centro de nuestras preocupaciones no es el sufrimiento de los últimos, sino la vida moral y religiosa de los cristianos. Es bueno que Jesús nos recuerde que son los seres más desvalidos quienes ocupan el corazón de Dios.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2000-2001 – BUSCAR LAS RAÍCES
21 de octubre de 2001

LA ORACIÓN DE LA MAYORÍA

Orar siempre sin desanimarse.

Tengo en mi biblioteca una larga lista de libros sobre la oración. Están escritos por maestros espirituales de gran experiencia, creyentes que pasan muchas horas recogidos ante Dios. Son grandes orantes, capaces de estar en silencio contemplativo ante el Misterio. Su experiencia estimula y orienta la oración de no pocos creyentes.
Sin embargo, hay otras muchas formas de orar que no aparecen en estos libros y que, sin duda, Dios escucha, entiende y acoge con amor. Es la oración de la mayoría, la que nace en los momentos de apuro o en las horas de alegría intensa. La oración de la gente sencilla que, de ordinario, vive bastante olvidada de Dios. La oración de quienes ya no saben muy bien si creen o no. Oración humilde y pobre, nacida casi sin palabras desde lo hondo de la vida. La «oración con minúscula».
¿Cómo no va a entender Dios las lágrimas de esa madre humillada y sola, abandonada por su esposo y agobiada por el cuidado de sus hijos, que pide fuerza y paciencia sin saber siquiera a quién dirige su petición? ¿Cómo no va escuchar el corazón afligido de ese enfermo, alejado hace ya muchos años de la práctica religiosa, que mientras es conducido a la sala de operaciones empieza a pensar en Dios sólo porque el miedo y la angustia le hacen agarrarse a lo que sea, incluso a ese Dios abandonado hace tiempo?
¿Cómo va a ser Dios indiferente ante el gesto de ese hombre que olvidó hace mucho las oraciones aprendidas de niño y que ahora sólo sabe encender una vela ante la Virgen, mirarla con angustia y marcharse triste y apenado porque a su esposa le han pronosticado sólo unos meses de vida? ¿Cómo no va a acoger la alegría de esos jóvenes padres, bastantes despreocupados de la religión, pero que agradecen sorprendidos el regalo de su primer hijo?
Cuando Jesús invita a «orar siempre sin desanimarse» no está pensando probablemente en una oración profunda nacida del silencio interior y la contemplación. Nos está invitando a aliviar la dureza de la vida recordando que tenemos un Padre. Algunos lo hacen con palabras confiadas de creyente, otros con fórmulas repetidas durante siglos por muchas generaciones, otros desde un corazón que casi ha olvidado la fe. A todos escucha Dios con amor.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1997-1998 – UN CAMINO DIFERENTE
18 de octubre de 1998

SIN DESANIMARSE

Orar siempre sin desanimarse.

Una de las experiencias más desalentadoras para el creyente es comprobar, una y otra vez, que Dios no escucha nuestras súplicas. De nada sirven las explicaciones piadosas. A Dios no parecen conmoverle nuestros sufrimientos. No es extraño que esta sensación de indiferencia y abandono por parte de Dios lleve a más de uno al desengaño, la irritación o la incredulidad.
Hemos orado a Dios, y no nos ha respondido. Le hemos gritado, y ha permanecido mudo. Hemos llorado ante Él, y no ha servido de nada. Nadie ha venido a secar nuestras lágrimas y aliviar nuestra pena. ¿Cómo vamos a creer que es el Dios de la justicia y el Padre de las misericordias? ¿Cómo vamos a creer simplemente que existe y cuida de nosotros?
Pero no es sólo mi dolor personal y mi pena. Desde el comienzo del mundo hay sufrimientos que aguardan una respuesta. ¿Por qué pecan los padres, y expían los hijos; por qué mueren millones de niños sin conocer la alegría; por qué quedan inatendidos los gritos de los inocentes muertos injustamente; por qué no acude nadie en defensa de tantas mujeres humilladas; por qué hay en el mundo tanta estupidez, brutalidad e indignidad?
Naturalmente, es Dios el acusado. Y Dios calla. Calla por siglos y milenios. Pueden seguir las acusaciones y los ataques. Dios no sale de su silencio. De Él sólo nos llegan las palabras de Jesús: «No temas. Sólo ten fe.» Estas palabras son, muchas veces, el único apoyo del creyente, y pueden generar en él una confianza última en Dios aunque apenas veamos huellas de su sabiduría, su justicia o su bondad en el mundo.
¿Ya he entendido yo alguna vez quién es Dios y quiénes somos nosotros? ¿Cómo pretendo juzgar a Dios, si no puedo abarcarlo ni comprenderlo? ¿Cómo quiero tener yo la última palabra, si no sé dónde termina la vida ni conozco la salvación última de Dios? ¿Qué significan, en definitiva, estos sufrimientos de los que pido a Dios que me libere? ¿Dónde está el verdadero mal y dónde la verdadera vida?
Jesús murió experimentando el abandono de Dios, pero confiando su vida al Padre. Nunca hemos de olvidar sus dos gritos: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» y «Padre, en tus manos dejo mi espíritu.» En esta actitud de Cristo se recoge bien el núcleo de la súplica cristiana: la angustia de quien busca protección en esta vida y la fe indestructible de quien confía en la salvación última de Dios. Desde esta misma actitud, el creyente ora según la invitación de Jesús: «Sin desanimarse».

José Antonio Pagola

HOMILIA

1994-1995 – VIVIR DESPIERTOS
22 de octubre de 1995

¿RELIGION SIN DIOS?

Orar siempre.

Hace unos años circuló entre nosotros un dicho que reflejaba la posición de no pocos: Jesús sí; Iglesia no. Con ello se quería decir que se aceptaba fundamentalmente a Jesús y su mensaje (ojalá hubiera sido así), pero que se rechazaba la actuación y el funcionamiento de la Iglesia. J.B. Metz sugiere en una de sus últimas publicaciones que, tal vez, lo que mejor representa el sentir de la sociedad europea a finales de este milenio es otra expresión: Religión sí; Dios no.
Sin duda, hay mucho de verdad en este diagnóstico. Se está difundiendo hoy una actitud más benévola y complaciente hacia el hecho religioso. La religión puede tener un sitio en el tiempo libre del hombre contemporáneo. Lo mismo que la poesía o el arte, puede contribuir a la armonía y la felicidad de la persona; creer en la reencarnación tranquiliza de ciertos miedos difíciles de controlar; escuchar canto gregoriapo en ún monasterio produce una sensación de paz.
Otra cosa muy diferente es ponerse ante Dios y escuchar su llamada amistosa pero exigente. Según Metz, estamos entrando en «una época de religión sin Dios» donde, al mismo tiempo que se acepta una religión de carácter estético o gratificante, se ignora a Dios como principio o criterio de actuación. De hecho, está muriendo en no pocos «la conciencia moral religiosa». Dios no cuenta a la hora de orientar el comportamiento.
Es la tentación de siempre. Empequeñecer la religión o rebajarla para no tener que convertirnos demasiado. Olvidar a Dios y luego olvidar que lo hemos olvidado, entreteniéndonos con algunas prácticas religiosas. O bien tratar de convertirlo en un «Dios aceptable» con el que se pueda vivir cómodamente y sin problemas.
Sin embargo, en el centro de la religión bíblica hay una llamada a escuchar a Dios. Así comienza la confesión de fe, conocida como Shema Israel, que ha de repetir cada día el judío piadoso: «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios; sólo el Señor» (Dt 6, 4). Por otra parte, la fe cristiana arranca desde la escucha a Jesucristo. san Marcos recuerda la invitación que se nos hace a todos: «Este es mi Hijo amado: escuchadlo» (Mc 9,7). De poco sirve la religión si el hombre ignora a Dios y sólo se escucha a sí mismo.
El programa Religión sí; Dios no, encierra en el fondo una grave contradicción. ¿Qué sentido tiene cumplir unas prácticas religiosas si se hace el recorrido de la vida sin Dios? Por otra parte, ¿qué puede significar creer en un Dios al que apenas se le recuerda, con quien jamás se dialoga, a quien no se escucha y de quien no se espera nada? Nos hemos acostumbrado a decir que creemos en Dios, pero ¿cuándo buscamos al que está detrás de esa palabra?, ¿dónde y cuándo escuchamos su voz?, ¿dónde y cuándo nos ponemos ante él?
Jesús invita a sus discípulos a «orar siempre sin desanimarse». Una oración que ha de nacer de una confianza grande en Dios. Pero hemos de escuchar la grave advertencia de Jesús: «Cuando venga el Hjo del Hombre, ¿encontrará estafe en la tierra?»

José Antonio Pagola

HOMILIA

1991-1992 – SIN PERDER LA DIRECCIÓN
18 de octubre de 1992

APRENDER A ORAR

Cómo tenían que orar.

Se ha dicho que «el problema pastoral más urgente de nuestro tiempo es cómo enseñar a orar a nuestro pueblo» (T. Dicken). Es cierto que si el corazón no se abre a Dios, ninguna pedagogía nos podrá enseñar a orar, pero también es verdad que el creyente necesita normalmente una orientación que le ayude a caminar al encuentro con Dios. Sin embargo, bastantes personas que desean hoy aprender a orar no saben dónde hacerlo.
En bastantes parroquias se trabaja mucho en los diversos campos de la acción pastoral, pero, por lo general, es muy poco e insuficiente lo que se hace para enseñar a los creyentes a orar. Incluso, los mismos que colaboran en ese trabajo pastoral lo hacen, a veces, privados de verdadero alimento para su vida interior.
De esa manera, desbordados por la actividad y cogidos en la rueda de los compromisos, reuniones y tareas diversas, corren el riesgo de convertirse poco a poco en funcionarios más que en testigos de una fe viva.
Es cierto que las personas más inquietas se dirigen a monasterios, comunidades religiosas y lugares de oración para buscar el encuentro con Dios, pero mucha gente sencilla que no puede dar esos pasos se encuentra desasistida para aprender a orar de manera más profunda.
Por desgracia, nos faltan hoy en occidente maestros de oración que puedan acompañar espiritualmente a las personas en sus tanteos, momentos de oscuridad o falsos entusiasmos.
Pero están brotando entre nosotros grupos orantes, «talleres de oración» y corrientes de espiritualidad que pueden ser hoy para muchos, verdaderas escuelas de oración.
Grupos que crean clima de oración, despiertan el deseo de Dios, enseñan a hacer silencio para escuchar su Palabra, ofrecen sugerencias para crecer en capacidad de interiorización, estimulan y sostienen la oración personal de cada uno.
Las parroquias deberían hoy acogerlos y promoverlos con verdadero interés, evitando abusos y desviaciones, siempre posibles en este tipo de experiencias. Escuchemos las palabras de un maestro espiritual de nuestro días: «Estoy convencido de que si, después de veinte siglos, al inmenso esfuerzo de predicación, enseñanza y catequesis, se añadiera un esfuerzo no menos intenso de iniciación a la oración interior, el rostro del mundo sería diferente.» En las comunidades cristianas hemos de seguir más de cerca el ejemplo de Jesús que, según el evangelista Lucas, se dedicaba a «explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse».

José Antonio Pagola

HOMILIA

1988-1989 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
22 de octubre de 1989

CONFIAR

Orar siempre sin desanimarse.

Las encuestas y sondeos de opinión revelan que en el hombre contemporáneo está creciendo la desconfianza ante los demás, ante el entorno y ante la vida en general.
Al parecer, el aislamiento, la competitividad y el carácter complejo de la vida moderna están produciendo un hombre lleno de suspicacia y recelo.
Las personas se sienten inclinadas a encerrarse en un «realismo chato», en actitud casi siempre defensiva y cautelosa, sin confiar apenas en nada ni en nadie.
Sin embargo, pese a su apariencia de realismo docto y sensato, la desconfianza no ayuda a vivir de manera plena y creativa.
Al contrario, la persona necesita confiar para crecer y enfrentarse a la vida. No hemos de olvidar que la confianza es “una estructura básica» del ser humano, y suprimirla en nosotros sería destruir una de las fuentes más importantes del vivir diario.
D. Bonhoeffer que no desconocía la traición ni la persecución, escribía esta advertencia desde el campo de concentración: «Nada hay peor que sembrar y favorecer la desconfianza; al contrario, debemos favorecer la confianza en todas partes donde sea posible. Ella seguirá siendo para nosotros uno de los mayores regalos, de entre los más raros y bellos en la vida de los hombres”.
Es la confianza lo que sostiene a las personas en las situaciones más difíciles y lo que les da un potencial increíble de energía para enfrentarse a la existencia.
La persona que se encierra en la desconfianza se destruye a sí misma, se deja morir o, si se quiere, «se deja vivir» que es una manera triste pero frecuente de abandonarse estérilmente al curso de la vida.
La fe cristiana no puede brotar ni crecer en un corazón desconfiado. Inútil aportarle indicios, testimonios o argumentos. La persona se defenderá tras su recelo. Sólo creerá en sus pruebas.
Esa es justamente la postura de Tomás, prototipo de todas las dudas, recelos e incertidumbres que surgen en el hombre ante Cristo resucitado. Cuando el Señor se le presenta, le dirige estas palabras: «No seas incrédulo, sino creyente».
Son bastantes hoy los cristianos que se sienten roídos por la duda. El misterio último de la vida se nos escapa. Nuestra razón comprende que no puede comprender y el creyente siente desazón y malestar. Querría ver con sus propios ojos, tocar con sus propias manos.
Lo primero, entonces, es confiar. No cerrar ninguna puerta. No desoír ninguna llamada. Abrirse confiadamente a Dios. Buscar su rostro y “orar siempre sin desanimarse”, como pide Jesús. Quien busca a Dios con confianza lo está ya encontrando.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1985-1986 – BUENAS NOTICIAS
19 de octubre de 1986

LA ORACION DE LA MAYORIA

Dar siempre sin desanimarse.

Son bastantes los hombres y mujeres que se inician hoy de nuevo en el arte de la meditación y se esfuerzan por recuperar el silencio interior.
Numerosos los estudios que nos invitan a descubrir caminos nuevos de contemplación y métodos de concentración y purificación interior.
Es gozoso ver todo este esfuerzo y hay que alentarlo decididamente en nuestras comunidades creyentes. Pero, la inmensa mayoría de los cristianos sencillos no podrán nunca saborear esta oración cuidada, profunda y purificada.
Por eso, es bueno ver que Jesús, para invitarnos a «orar siempre sin desanimarse», pone el ejemplo de una mujer- sencilla y en apuros que insiste en su petición hasta lograr con su terquedad lo que desea.
Esta es la enseñanza de Jesús: si permanecéis estrechamente unidos a Dios en la oración, no debéis desesperar en ninguna dificultad, pues no seréis abandonados por vuestro Padre.
Hay una oración vulgar, la única que sabe hacer la gente sencilla en momentos de apuro, y que hemos despreciado demasiado estos últimos años.
Es esa oración, acaso demasiado «interesada» y hasta contaminada de actitudes mágicas. Una oración hecha de fórmulas repetidas con sencillez. Oración llena de distracciones, sin gran hondura ni pretensiones de contemplación.
Esa oración de los momentos de angustia, cuando uno está desbordado por el miedo, la depresión, la soledad o el desengaño. La oración en el fracaso matrimonial o el conflicto doloroso con los hijos. La oración ante la sala de operaciones o junto al moribundo.
¿No deberíamos mirar con más simpatía esta oración modesta, deslucida, poco sublime, que es la oración de los pobres, los angustiados, los ignorantes?
Esa oración que nace desde la conciencia de la propia indignidad. La oración de los que no saben analizarse a sí mismos ni pueden ahondar en nada. La oración de los que no saben hablar ni consigo mismos ni con los demás si no es torpemente y con trabajo.
Lo ha dicho J.M. Zunzunegui, en un bello libro: «Es ésta, sin duda, la oración de la mayoría en todas las religiones del mundo, la oración que desata la ternura de Dios y que es, en definitiva, suficiente para la inmensa mayoría de la humanidad».
Esta oración, a veces tan poco valorada, no encuentra problemas para ese Dios que entiende a los pobres y les hará justicia como nadie.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1982-1983 – APRENDER A VIVIR
16 de octubre de 1983

¿PARA QUE SIRVE REZAR?

Orar siempre sin desanimarse.

Sin duda, son muchos los factores que han provocado la desvalorización de la oración en nuestra sociedad. No es algo casual que el hombre moderno haya ido perdiendo su capacidad de invocar a Dios y dialogar sinceramente con Aquél que es la fuente de nuestro ser y nuestro vivir.
En una sociedad donde se acepta como criterio casi único de valoración la eficacia, el rendimiento y la producción, no es extraño que surja la pregunta por la utilidad y la eficacia de la oración. ¿Para qué sirve rezar? Esta es casi la única pregunta del hombre moderno cuando piensa en la oración.
Se diría que entendemos la oración como un medio más, un instrumento para lograr unos objetivos determinados. Lo importante para nosotros es la acción, el esfuerzo, el trabajo, la programación, las estrategias, los resultados. Y, naturalmente, orar cuando tenemos tanto que hacer nos parece «perder el tiempo». La oración pertenece al mundo de «lo inútil».
Esta experiencia del hombre actual puede ser algo muy positivo, pues nos puede ayudar a descubrir el verdadero valor de la oración cristiana. De alguna manera, es cierto que la oración es «algo inútil» y no nos sirve para lograr tantas cosas por las que nos esforzamos día tras día.
Como es «inútil» el gozo de la amistad, la ternura de unos esposos, el enamoramiento de unos jóvenes, el cariño y la sonrisa de los hijos, el desahogo con la persona de confianza, el descanso en la intimidad del hogar, el disfrute de una fiesta, la paz de un atardecer... ¿Cómo medir «la eficacia» de todo esto que constituye, sin embargo, el aliento que sostiene nuestro vivir?
Sería una equivocación reducir la eficacia de la oración al logro de las peticiones que salen de nuestra boca en una situación concreta. La oración cristiana es «eficaz» porque nos hace vivir con fe y confianza en el Padre y en solidaridad incondicional con los hermanos.
La oración es «eficaz» porque nos hace más creyentes y más humanos. Abre los oídos de nuestro corazón para escuchar con más sinceridad a Dios. Va limpiando nuestros criterios, nuestra mentalidad y nuestra conducta de aquello que nos impide ser hermanos. Alienta nuestro vivir diario, reanima nuestra esperanza, fortalece nuestra debilidad, alivia nuestro cansancio.
El hombre que aprende a dialogar constantemente con Dios y a invocarlo «sin desanimarse» como nos dice Jesús, va descubriendo dónde está la verdadera eficacia de la oración y para qué sirve rezar. Sencillamente, para vivir.

José Antonio Pagola



Blog:               http://sopelakoeliza.blogspot.com

Para ver videos de las Conferencias de José Antonio Pagola
                        http://iglesiadesopelana3v.blogspot.com


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