lunes, 21 de octubre de 2013

27/10/2013 - 30º domingo Tiempo ordinario (C)

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Homilias de José Antonio Pagola

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José Antonio Pagola: He recibido con satisfacción la resolución definitiva de la Congregación Romana para la Doctrina de la Fe sobre mi libro, Jesús.Aproximación histórica.


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27 de octubre de 2013

30º domingo Tiempo ordinario (C)


EVANGELIO

El publicano bajó a su casa justificado, y el fariseo no.

+ Lectura del santo evangelio según san Lucas 18,9-14

En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola:
- Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: « ¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo».
El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: « ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador».
Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.

Palabra de Dios.

HOMILIA

2012-2013 -
27 de octubre de 2013

¿QUIÉN SOY YO PARA JUZGAR?

La parábola del fariseo y el publicano suele despertar en no pocos cristianos un rechazo grande hacia el fariseo que se presenta ante Dios arrogante y seguro de sí mismo, y una simpatía espontánea hacia el publicano que reconoce humildemente su pecado. Paradójicamente, el relato puede despertar en nosotros este sentimiento: “Te doy gracias, Dios mío, porque no soy como este fariseo”.
Para escuchar correctamente el mensaje de la parábola, hemos de tener en cuenta que Jesús no la cuenta para criticar a los sectores fariseos, sino para sacudir la conciencia de “algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”. Entre estos nos encontramos, ciertamente, no pocos católicos de nuestros días.
La oración del fariseo nos revela su actitud interior: “¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás”. ¿Que clase de oración es esta de creerse mejor que los demás? Hasta un fariseo, fiel cumplidor de la Ley, puede vivir en una actitud pervertida. Este hombre se siente justo ante Dios y, precisamente por eso, se convierte en juez que desprecia y condena a los que no son como él.
El publicano, por el contrario, solo acierta a decir: “¡Oh Dios! Ten compasión de este pecador”. Este hombre reconoce humildemente su pecado. No se puede gloriar de su vida. Se encomienda a la compasión de Dios. No se compara con nadie. No juzga a los demás. Vive en verdad ante sí mismo y ante Dios.
La parábola es una penetrante crítica que desenmascara una actitud religiosa engañosa, que nos permite vivir ante Dios seguros de nuestra inocencia, mientras condenamos desde nuestra supuesta superioridad moral a todo el que no piensa o actúa como nosotros.
Circunstancias históricas y corrientes triunfalistas alejadas del evangelio nos han hecho a los católicos especialmente proclives a esa tentación. Por eso, hemos de leer la parábola cada uno en actitud autocrítica: ¿Por qué nos creemos mejores que los agnósticos? ¿Por qué nos sentimos más cerca de Dios que los no practicantes? ¿Qué hay en el fondo de ciertas oraciones por la conversión de los pecadores? ¿Qué es reparar los pecados de los demás sin vivir convirtiéndonos a Dios?
Recientemente, ante la pregunta de un periodista, el Papa Francisco hizo esta afirmación: “¿Quién soy yo para juzgar a un gay?”. Sus palabras han sorprendido a casi todos. Al parecer, nadie se esperaba una respuesta tan sencilla y evangélica de un Papa católico. Sin embargo, esa es la actitud de quien vive en verdad ante Dios.


José Antonio Pagola

HOMILIA

2009-2010 – CON LOS OJOS FIJOS EN JESÚS
24 de octubre de 2010

LA POSTURA JUSTA

Ten compasión de este pecador.

Según Lucas, Jesús dirige la parábola del fariseo y el publicano a algunos que presumen de ser justos ante Dios y desprecian a los demás. Los dos protagonistas que suben al templo a orar representan dos actitudes religiosas contrapuestas e irreconciliables. Pero, ¿cuál es la postura justa y acertada ante Dios? Ésta es la pregunta de fondo.
El fariseo es un observante escrupuloso de la ley y un practicante fiel de su religión. Se siente seguro en el templo. Ora de pie y con la cabeza erguida. Su oración es la más hermosa: una plegaria de alabanza y acción de gracias a Dios. Pero no le da gracias por su grandeza, su bondad o misericordia, sino por lo bueno y grande que es él mismo.
En seguida se observa algo falso en esta oración. Más que orar, este hombre se contempla a sí mismo. Se cuenta su propia historia llena de méritos. Necesita sentirse en regla ante Dios y exhibirse como superior a los demás.
Este hombre no sabe lo que es orar. No reconoce la grandeza misteriosa de Dios ni confiesa su propia pequeñez. Buscar a Dios para enumerar ante él nuestras buenas obras y despreciar a los demás es de imbéciles. Tras su aparente piedad se esconde una oración "atea". Este hombre no necesita a Dios. No le pide nada. Se basta a sí mismo.
La oración del publicano es muy diferente. Sabe que su presencia en el templo es mal vista por todos. Su oficio de recaudador es odiado y despreciado. No se excusa. Reconoce que es pecador. Sus golpes de pecho y las pocas palabras que susurra lo dicen todo: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador».
Este hombre sabe que no puede vanagloriarse. No tiene nada que ofrecer a Dios, pero sí mucho que recibir de él: su perdón y su misericordia. En su oración hay autenticidad. Este hombre es pecador, pero está en el camino de la verdad.
El fariseo no se ha encontrado con Dios. Este recaudador, por el contrario, encuentra en seguida la postura correcta ante él: la actitud del que no tiene nada y lo necesita todo. No se detiene siquiera a confesar con detalle sus culpas. Se reconoce pecador. De esa conciencia brota su oración: «Ten compasión de este pecador».
Los dos suben al templo a orar, pero cada uno lleva en su corazón su imagen de Dios y su modo de relacionarse con él. El fariseo sigue enredado en una religión legalista: para él lo importante es estar en regla con Dios y ser más observante que nadie. El recaudador, por el contrario, se abre al Dios del Amor que predica Jesús: ha aprendido a vivir del perdón, sin vanagloriarse de nada y sin condenar a nadie.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2006-2007 – HACERNOS DISCÍPULOS DE JESÚS
28 de octubre de 2007

CONTRA LA ILUSIÓN DE INOCENCIA

Yo no soy como los demás.

La parábola de Jesús es conocida. Un fariseo y un recaudador de impuestos suben al templo a orar. Los dos comienzan su plegaria con la misma invocación: Oh Dios. Sin embargo, el contenido de su oración y, sobre todo, su manera de vivir ante ese Dios es muy diferente.
Desde el comienzo, Lucas nos ofrece su clave de lectura. Según él, Jesús pronunció esta parábola pensando en esas personas que, convencidas de ser justas, dan por descontado que su vida agrada a Dios y se pasan los días condenando a los demás.
El fariseo ora «erguido». Se siente seguro ante Dios. Cumple todo lo que pide la ley mosaica y más. Todo lo hace bien. Le habla a Dios de sus «ayunos» y del pago de los «diezmos», pero no le dice nada de sus obras de caridad y de su compasión hacia los últimos. Le basta su vida religiosa.
Este hombre vive envuelto en la «ilusión de inocencia total»: yo no soy como los demás. Desde su vida «santa» no puede evitar sentirse superior a quienes no pueden presentar- se ante Dios con los mismos méritos.
El publicano, por su parte, entra en el templo, pero se queda atrás. No merece estar en aquel lugar sagrado entre personas tan religiosas. No se atreve a levantar los ojos al cielo hacia ese Dios grande e insondable. Se golpea el pecho, pues siente de verdad su pecado y mediocridad.
Examina su vida y no encuentra nada grato que ofrecer a Dios. Tampoco se atreve a prometerle nada para el futuro. Sabe que su vida no cambiará mucho. A lo único que se puede agarrar es a la misericordia de Dios: Oh Dios, ten compasión de este pecador.
La conclusión de Jesús es revolucionaria. El publicano no ha podido presentar a Dios ningún mérito, pero ha hecho lo más importante: acogerse a su misericordia. Vuelve a casa trasformado, bendecido, «justificado» por Dios. El fariseo, por el contrario, ha decepcionado a Dios. Sale del templo como entró: sin conocer la mirada compasiva de Dios.
A veces, los cristianos pensamos que «no somos como los demás». La Iglesia es santa y el mundo vive en pecado. ¿Seguiremos alimentando nuestra ilusión de inocencia y la condena a los demás, olvidando la compasión de Dios hacia todos sus hijos e hijas?

José Antonio Pagola

HOMILIA

2003-2004 – A QUIÉN IREMOS
24 de octubre de 2004

DESCONCERTANTE

Éste bajó justificado y aquél no.

Fue una de las parábolas más desconcertantes de Jesús. Un piadoso fariseo y un recaudador de impuestos deshonesto suben al templo a orar. ¿Cómo reaccionará Dios ante dos personas de vida moral y religiosa tan diferente y opuesta?
El fariseo ora de pie, seguro y sin temor alguno. Su conciencia no le acusa de nada. No es hipócrita. Lo que dice es verdad. Cumple fielmente la ley e incluso la sobrepasa. No se atribuye a sí mismo mérito alguno, sino que todo lo agradece a Dios: «Oh Dios, te doy gracias». Si este hombre no es santo, ¿quién va a ser? Seguro que puede contar con la bendición de Dios.
El recaudador se retira a un rincón. No se siente cómodo en aquel lugar santo. No es su sitio. Ni siquiera se atreve a levantar sus ojos del suelo. Se golpea el pecho y reconoce su pecado. No promete nada. No puede dejar su trabajo ni devolver lo que ha robado. No puede cambiar de vida. Sólo le queda abandonarse a la misericordia de Dios: «Oh Dios, ten compasión de mí que soy pecador». Nadie querría estar en su lugar. Dios no puede aprobar su conducta.
De pronto, Jesús concluye su parábola con una afirmación desconcertante: «Yo os digo que este recaudador bajó a su casa justificado, y aquel fariseo no». A los oyentes se les rompen todos sus esquemas. ¿Cómo puede hablar de un Dios que no reconoce al piadoso y, por el contrario, concede su gracia al pecador? ¿No está Jesús jugando con fuego? ¿Será verdad que, al final, lo decisivo no es la vida religiosa de uno, sino la misericordia insondable de Dios?
Si es verdad lo que dice Jesús, ante Dios no hay seguridad para nadie, por muy santo que se crea. Todos tenemos que apelar a su misericordia. Cuando uno se siente bien consigo mismo, apela a su propia vida y no siente necesidad de más. Cuando uno se ve acusado por su conciencia y sin capacidad para cambiar, sólo siente necesidad de acogerse a la misericordia de Dios y sólo a la misericordia.
Hay algo fascinante en Jesús. Es tan desconcertante su fe en la misericordia de Dios que no es fácil creer en él. Probablemente los que mejor le pueden entender son quienes no tienen fuerzas para salir de su vida inmoral.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2000-2001 – BUSCAR LAS RAÍCES
28 de octubre de 2001

PARA INACEPTABLES

Ten compasión de este pecador.

Hay una frase que se pone repetidamente en boca de Jesús y que, sin duda, refleja una convicción y un estilo de actuar que sorprendieron y escandalizaron a sus contemporáneos: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos... Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores». El dato es histórico: Jesús no se dirigió a los círculos piadosos, sino a los indignos e indeseables.
La razón es sencilla. Jesús capta rápidamente que su mensaje es superfluo e innecesario para quienes viven seguros y satisfechos en su propia religión. Los «justos» apenas tienen sensación de estar necesitados de «salvación». Tienen suficiente con la tranquilidad que proporciona el sentirse dignos ante Dios y ante la consideración de los demás.
Lo dice gráficamente Jesús: a un individuo lleno de salud y fortaleza no se le ocurre acudir al médico. ¿Para qué necesitan el perdón de Dios los que, en el fondo de su ser, no se sienten pecadores?, ¿cómo van a agradecer su amor inmenso y su comprensión inagotable quienes se sienten «protegidos» ante él por la observancia escrupulosa de sus leyes?
El que se siente pecador vive una experiencia muy diferente. Tiene conciencia más clara de su miseria. Sabe que no puede presentarse con suficiente dignidad ante los ojos de nadie; tampoco ante Dios; ni siquiera ante sí mismo. ¿Qué puede hacer sino esperarlo todo del perdón de Dios? ¿Dónde va a encontrar salvación si no es abandonándose confiadamente a su amor infinito?
Yo no sé quién puede llegar a leer estas líneas. En estos momentos pienso en los que os sentís incapaces de vivir de acuerdo con las normas que impone la sociedad; los que no tenéis fuerzas para vivir el ideal moral que establece la religión; los que estáis atrapados en una vida indigna; los que no os atrevéis a mirar a los ojos a vuestra esposa ni a vuestros hijos; los que salís de la cárcel para volver de nuevo a ella; las que no podéis escapar de la prostitución... No lo olvidéis nunca: Cristo ha venido para vosotros.
Cuando os veáis juzgados por la ley, sentíos comprendidos por Dios; cuando os veáis rechazados por la sociedad, sabed que Dios os acoge; cuando nadie os perdone vuestra indignidad, sentid el perdón inagotable de Dios. No lo merecéis. No lo merecemos nadie. Pero Dios es así: amor y perdón. Vosotros y vosotras lo podéis disfrutar y agradecer. No lo olvidéis nunca: según Jesús, sólo salió limpio y justificado del Templo aquel publicano que se golpeaba el pecho diciendo: «Oh Dios, ten compasión de este pecador».

José Antonio Pagola

HOMILIA

1997-1998 – UN CAMINO DIFERENTE
25 de octubre de 1998

RECUPERAR LA ORACIÓN

Oh Dios, ten compasión de este pecador.

¿Qué puede hacer una persona que ha vivido de prácticas religiosas y quiere ahora comunicarse con Dios de manera más viva, sin limitarse a «rezar sus oraciones»? ¿Qué puede hacer quien lleva algún tiempo alejado de todo, pero comienza a sentir la inquietud por Dios? ¿Es posible recuperar la oración?
El primer paso es el deseo de encontrarse con Dios. Un deseo débil y tal vez impreciso. O un deseo poderoso y fuerte. Poco importa. Si la persona siente ese deseo en su interior, ya está orando. Mejor dicho, el Espíritu de Dios está orando en ella. En el fondo, orar no es más que prestar atención a ese deseo de Dios que hay en nosotros. A veces, puede parecer que la fe de una persona está muerta para siempre. No es así. En cualquier momento se puede despertar.
En segundo lugar, es importante buscar la comunicación con Dios dirigiéndonos a Él directamente. Al principio nos podemos sentir un poco extraños, pues nunca lo hemos hecho, o hemos perdido la costumbre. No importa. Ch. de Foucauld decía que orar es «hablar con Dios amándolo». Es difícil decirlo mejor.
En tercer lugar, hay que recordar que la oración sincera se alimenta de la vida, de los acontecimientos que nos ocurren, de las experiencias que vivimos. No se reza de la misma forma cuando uno está triste y abatido, cuando vive a gusto y con paz, cuando necesita sentirse perdonado o cuando está deprimido y harto de todo.
Los salmos son un ejemplo vivo de cómo orar desde los diferentes estados de ánimo: «Dios mío, ¿por qué te escondes en las horas de angustia? Trátame bien, con la ternura de tu bondad.» «Señor Tú sí que eres bueno. Toda mi vida te bendeciré.» «Mírame, oh Dios, que estoy solo y afligido.» «Señor, limpia mi pecado, renuévame por dentro, devuélveme la alegría de tu salvación.» En mi libro, «Salmos para rezar desde la vida» (Ed. PPC, Madrid 1992 2) trato de iniciar de manera sencilla a quienes nunca han rezado así, pero quieren hacerlo en adelante.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1994-1995 – VIVIR DESPIERTOS
29 de octubre de 1995

REACCIONAR

Oh Dios, ten compasión de este pecador.

La sociedad moderna tiene tal poder sobre sus miembros que termina por someter a casi todos a su orden y servicio. Absorbe a las personas mediante ocupaciones, proyectos y expectativas, pero no para elevarlas a una vida más noble y digna. Por lo general, el estilo de vida impuesto por la sociedad aparta a los individuos de lo esencial impidiendo a no pocos llegar a ser ellos mismos.
El resultado es deplorable. El hombre contemporáneo se va haciendo cada vez más indiferente a «lo importante» de la vida. Apenas interesan las grandes cuestiones de la existencia. Son bastantes los que viven sin certezas ni convicciones profundas, cargados de tópicos, interesados por muchas cosas, pero sin «núcleo interior». Es fácil entonces que la fe se vaya apagando lentamente en el corazón de no pocos.
Tal vez, sea éste uno de nuestros grandes errores. Nos preocupamos de mil cosas y no sabemos cuidar lo importante: el amor, la alegría interior, la esperanza, la paz de la conciencia. Lo mismo sucede con la fe; no sabemos estimarla, cuidarla y alimentarla. Pero, cuando no se alimenta, la fe se va apagando. ¿Cómo reaccionar?
Lo primero, casi siempre, es «tomar distancia» y atrevemos a mirar de frente nuestra vida con sus rutinas, su frágil equilibrio y su mediocridad. Escuchar el sordo rumor de necesidades insatisfechas y deseos contradictorios. Sólo un cierto distanciamiento permite lograr una nueva perspectiva de las cosas y abordar nuestra vida con más verdad.
Es necesario, también, saber plantearse cuestiones que afectan a la propia vida en su totalidad: «Yo, en definitiva, ¿qué ando buscando?, ¿por qué no logro la paz interior?, ¿en qué tengo que acertar para vivir de manera más sana?» Hay en nosotros tal «exceso de exterioridad» y tal «multiplicación de experiencias» que, sin estos planteamientos de fondo, nuestra vida se reduce fácilmente a dejarse llevar por una sucesión de acontecimientos sin hilo conductor alguno.
Pero lo más decisivo es reaccionar. Tomar una decisión personal y consciente. «¿Qué quiero hacer con mi vida?, ¿qué puedo hacer con mi fe?, ¿sigo «tirando» como hasta ahora?, ¿me abro confiadamente a Dios?» Quien es capaz de hacerse este tipo de preguntas con un mínimo de verdad, ya está cambiando. Quien, en medio de su mediocridad -¿quién no es mediocre?- desea sinceramente creer, ante Dios ya es creyente. Dios está en el interior de ese deseo. Hay situaciones en que no se puede hacer mucho más.
La invocación del publicano, en la parábola narrada por Jesús, expresa muy bien cuál puede ser nuestra invocación: «Oh, Dios, ten compasión de este pecador.» Dios, que ha modelado el corazón humano, entiende y escucha esa oración.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1991-1992 – SIN PERDER LA DIRECCIÓN
25 de octubre de 1992

DEMAGOGIA

… Seguros de sí mismos, despreciaban a los demás.

No son pocos los observadores que detectan en la actual sociedad un crecimiento o agudización de la demagogia, no sólo en la actividad política, sino en todos los ámbitos de la vida pública. La razón es sencilla. Hoy sólo tiene fuerza social aquello que se transmite al pueblo a través de los grandes medios de comunicación.
La palabra emitida a todos los ambientes, la imagen televisiva introducida en los hogares, la propaganda impregnando todo el espacio social son los grandes instrumentos que van configurando las convicciones y el sentir de la sociedad.
Entonces, es normal que los políticos se esfuercen por utilizar toda clase de medios a su alcance para invadir todos los espacios de la vida y tratar de convencer a los ciudadanos de su propio mensaje.
Asimismo, es explicable que presten más atención que nunca a la «imagen» y traten de dar más fuerza persuasiva a sus discursos acentuando la dimensión demagógica de sus palabras.
Lo decisivo no es ya la verdad o la coherencia moral de lo que se proclama, sino el sintonizar con las gentes, halagar las aspiraciones del pueblo y ofrecer una imagen pública con suficiente atractivo.
Naturalmente, todo esto es muy explicable y más en tiempos de campaña electoral. Pero tiene unos riesgos que es bueno recordar. Obligados a dar una imagen intachable, se hace difícil aceptar públicamente las críticas de los demás y someter las propias posiciones a una sana autocrítica. Todos conocemos los complicados esfuerzos que se realizan al día siguiente de las elecciones para explicar de alguna manera unos resultados electorales negativos.
Pero esta actitud de resaltar los errores y defectos de los demás, olvidando u ocultando los propios, no es sólo de los políticos. Es el gran riesgo de todos los grupos, colectivos e instituciones —también de la Iglesia— que desean hacer presente su mensaje en la sociedad.
Todos podemos actuar como esos grupos a los que Jesús critica en sus parábolas porque «teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás».
Sin embargo, un pueblo cuyos partidos no sepan autocriticarse y corregir sus propios errores no puede crecer de manera sana. Una sociedad cuyos colectivos e instituciones no atiendan las críticas para revisar sus posibles deficiencias no caminará hacia una convivencia más humana. Crecer en demagogia y retroceder en sana autocrítica no nos conducirá a una sociedad mejor.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1988-1989 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
29 de octubre de 1989

UNA ALEGRÍA OLVIDADA

Oh Dios, ten compasión de este pecador.

Nadie quiere oír hablar de sus pecados. Parece indigno de un hombre moderno tener que responder de sus culpas ante alguien.
Lo más progresista es superar tiempos pasados en que todavía sentíamos «el peso del pecado”. Suprimir en nosotros toda experiencia de culpa. Olvidar aquello que puede perturbar nuestra conciencia.
Probablemente no anda muy descaminado Jean Lacroix cuando dice que «el ateísmo contemporáneo no es más que el rechazo de la culpabilidad”. El hombre actual ensaya toda clase de caminos imaginables para sacudirse de encima la culpa y borrar a Dios de su conciencia.
El primero de todos es tratar de reducir al mínimo la libertad responsable de cada persona. ¿No estamos condicionados por una predisposición genética? ¿No actuamos movidos por ese mundo oscuro de nuestro subconsciente? ¿No somos, de alguna manera, producto de la sociedad?
Paradójicamente, exaltamos la libertad de la persona como un valor.
Otro camino es acusar siempre a los demás. Es el mejor medio para zafarse de la propia culpa. Todo el mundo echa la culpa a todo el mundo. La culpa siempre es de otro. Por lo visto, la libertad de los demás no está tan condicionada como la mía. Es la postura típica del fariseo frente al publicano.
Si, a pesar de todo, uno se siente culpable de haber traicionado a su cónyuge, haber sido injusto con tal persona, haber engañado a tal otra, siempre queda el recurso de dejarlo correr como “debilidades” normales en todo ser humano.
Pero no es fácil suprimir la culpa. Y si uno trata de ahogarla en su interior, puede aparecer de muchas maneras bajo forma de angustia, inseguridad, tristeza, agresividad o descontento de uno mismo.
Tal vez, uno de los problemas mayores de muchas personas que van perdiendo la fe en Dios es no saber qué hacer con su culpabilidad. La parábola del fariseo y el publicano nos sigue recordando a todos el camino más sano y liberador también hoy.
Lo primero es reconocer nuestro pecado. Llamar a las cosas por su nombre. Confesarnos pecadores y saber arrepentimos sin angustias ni remordimientos estériles.
El remordimiento no es cristiano. Mira al pasado, nos encierra obsesivamente en la culpa y nos puede hundir en la angustia neurótica. El arrepentimiento cristiano, por el contrario, mira al futuro, se abre con confianza al perdón de Dios y genera ya la esperanza de una vida renovada.
Cuántas personas arrastran consigo el peso de una culpabilidad reprimida porque, al abandonar el sacramento de la confesión, no conocen ya la experiencia gozosa del perdón de Dios. ¿Por qué no recuperar esa alegría olvidada que puede pacificar nuestra vida y renovarla? ¿Por qué no detenerse y confesar humildemente como el publicano: “Oh Dios, ten compasión de este pecador”?

José Antonio Pagola

HOMILIA

1985-1986 – BUENAS NOTICIAS
26 de octubre de 1986

SIN DESESPERAR

… ten compasión de este pecador.

Es difícil describir la inmensa tristeza, la impotencia, la vergüenza y el dolor que vivimos estos días la inmensa mayoría del pueblo vasco.
Condenas, repulsas, comunicados de toda clase se amontonan en las páginas de los diarios ante la escalada absurda de violencia y el desprecio de la vida tan fácilmente asesinada.
Todo el mundo parecer querer buscar la palabra más dura, la condena más tajante que le distancie sin ambigüedades de hechos tan execrables.
Quizás, todos deberíamos callar un poco más y preguntarnos en silencio a nosotros mismos por la parte de «terrorismo cotidiano», violencia y agresividad que aportamos día a día a nuestra sociedad.
También aquí vale lo que  I. Thorson decía en Moscú: «Hemos avizorado al enemigo... y somos nosotros». No lo olvidemos. El auténtico enemigo del hombre hacia el que hay que dirigir nuestro rechazo y radical condena no es solamente «el otro», sino cada uno de nosotros, con su egoísmo, intransigencia y agresividad.
No caben aquí el fanatismo y la presunción del fariseo de la parábola que sólo ve pecado en los demás. Todos somos pecadores, aunque sólo sea por nuestra inhibición, pasividad o indiferencia. Y todos debemos decir con el publicano: «Oh, Dios, ten compasión de mí que soy pecador».
Pero tenemos el riesgo de caer en la desesperanza y en la angustia que encoge el ánimo y nos hace aún más agresivos, cuando sólo la confianza nos puede abrir creativamente hacia el futuro.
El creyente sufre con todos sus hermanos y vive la angustia de su pueblo, pero lo hace con una confianza sin límites en Dios nuestro Padre.
Dios nos ama sin condiciones. Tal como somos. Dios ama también ahora a nuestro pueblo, con todos sus errores y su pecado. Y esto no es algo ilusorio o inútil, sino la realidad decisiva que lo cambia todo y nos permite a los creyentes vivir la historia desde la seguridad definitiva del amor salvador de Dios.
Los cristianos creemos también en estos momentos en la salvación del hombre, de todo hombre. Una salvación que hoy permanece oscura y soterrada en la ambigüedad de nuestro pecado y nuestra impotencia. Una salvación gratuita e inmerecida, que es don de Dios y, por eso, segura. Una salvación que la debemos buscar y esperar no sólo para nuestro pueblo sino para todos los pueblos de la tierra. Así lo recordamos en esta mañana del Domund.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1982-1983 – APRENDER A VIVIR
23 de octubre de 1983

FARISEOS DE HOY

Teniéndose por justos...
despreciaban a los demás.

Hoy nadie quiere ser llamado fariseo, y con razón. Pero esto no prueba, desgraciadamente, que los fariseos hayan desaparecido. Al contrario, si la parábola del fariseo y el publicano fue dirigida a «quienes teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás», quizás el auditorio ha crecido.
El fariseo de ayer y de hoy es esencialmente el mismo. Un hombre satisfecho de sí mismo y seguro de su valer. Un hombre que se cree siempre con la razón. Posee en exclusiva la verdad, y se sirve de ella para juzgar y condenar a los demás.
El fariseo juzga, condena, clasifica. El siempre está entre los que poseen la verdad y tienen las manos limpias. El fariseo no cambia, no se arrepiente de nada, no se corrige. No se siente cómplice de ninguna injusticia. Por eso, exige siempre a los demás cambiar, renovarse y ser más justos.
Quizás sea éste uno de los males más graves de nuestra sociedad. Queremos cambiar las cosas. Lograr una sociedad más humana y más habitable. Transformar la historia de los hombres y hacerla mejor. Pero, ilusos de nosotros, pensamos cambiar la sociedad sin cambiar ninguno de nosotros.
Queremos lograr el nacimiento de un hombre más libre y responsable, y pensamos que la esclavitud y las cadenas nos las imponen siempre desde fuera, Y, en nuestra ingenuidad farisea, pensamos poder lograr una convivencia social más libre y responsable, sin liberarnos cada uno del egoísmo y los mezquinos intereses que nos esclavizan desde dentro.
Queremos una sociedad más justa y estamos dispuestos a luchar por ella, olvidando quizás que el primer combate lo tenemos que entablar con nosotros mismos, pues cada uno de nosotros somos un «pequeño opresor» que, en la medida de nuestras pequeñas posibilidades, crea injusticia.
Queremos paz y va creciendo nuestra insensibilidad y nuestra irresponsabilidad personal ante la violencia. Pensamos estar libres de toda culpa, porque en nuestro interior condenamos todavía estos hechos. Creemos resolverlo todo clasificando los muertos y condenando exclusivamente las muertes de un determinado color.
Y no nos atrevemos a gritar un «no» absoluto y radical. Un «no» rotundo, que no es condena farisea de otros que matan. Sino condena a todos nosotros, incapaces de resolver nuestros problemas sin violencia.

José Antonio Pagola


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