El próximo 2 de octubre a las 19:30 horas, José Antonio Pagola dará la conferencia "Volver a Jesucristo. Iniciar la reacción", en la Parroquia de San Pedro Apóstol de la Iglesia de Sopela.
Quedáis todos invitados.
Guión de la conferencia.
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¡Volver a Jesús! Retomar la frescura inicial del evangelio.
Video de la Conferencia de Jose Antonio Pagola.
José Antonio Pagola: He recibido con satisfacción la resolución definitiva de la Congregación Romana para la Doctrina de la Fe sobre mi libro, Jesús.Aproximación histórica.
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27º domingo Tiempo ordinario (A)
EVANGELIO
Arrendará la viña
a otros labradores.
+ Lectura del
santo evangelio según san Mateo 21, 33-43
En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos
sacerdotes y a los ancianos del pueblo:
-«Escuchad otra parábola: Había un propietario
que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó
la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje.
Llegado el tiempo de la vendimia, envió sus
criados a los labradores, para percibir los frutos que le correspondían. Pero
los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro, y a
otro lo apedrearon.
Envió de nuevo otros criados, más que la
primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último les mandó a su hijo,
diciéndose: "Tendrán respeto a mi hijo." Pero los labradores, al ver
al hijo, se dijeron: "Éste es el heredero: venid, lo matamos y nos
quedamos con su herencia. " Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña
y lo mataron.
Y ahora, cuando vuelva el dueño de la viña,
¿qué hará con aquellos labradores?» Le contestaron:
-«Hará morir de mala muerte a esos malvados y
arrendará la viña a otros labradores, que le entreguen los frutos a sus
tiempos.»
Y Jesús les dice:
-« ¿No habéis leído nunca en la Escritura:
"La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es
el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente"? Por eso os digo
que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que
produzca sus frutos.»
Palabra de Dios.
HOMILIA
2013-2014 -
5 de octubre de 2014
CRISIS
RELIGIOSA
La parábola de los “viñadores
homicidas” es un relato en el que Jesús va descubriendo con acentos alegóricos
la historia de Dios con su pueblo elegido. Es una historia triste. Dios lo
había cuidado desde el comienzo con todo cariño. Era su “viña preferida”.
Esperaba hacer de ellos un pueblo ejemplar por su justicia y su fidelidad.
Serían una “gran luz” para todos los pueblos.
Sin embargo aquel pueblo fue
rechazando y matando uno tras otro a los profetas que Dios les iba enviando
para recoger los frutos de una vida más justa. Por último, en un gesto
increíble de amor, les envío a su propio Hijo. Pero los dirigentes de aquel
pueblo terminaron con él. ¿Qué puede hacer Dios con un pueblo que defrauda de
manera tan ciega y obstinada sus expectativas?
Los dirigentes religiosos que
están escuchando atentamente el relato responden espontáneamente en los mismos
términos de la parábola: el señor de la viña no puede hacer otra cosa que dar
muerte a aquellos labradores y poner su viña en manos de otros. Jesús saca
rápidamente una conclusión que no esperan: “Por eso yo os digo que se os
quitará a vosotros el reino de Dios y se le dará a un pueblo que produzca
frutos”.
Comentaristas y predicadores han
interpretado con frecuencia la parábola de Jesús como la reafirmación de la
Iglesia cristiana como “el nuevo Israel” después del pueblo judío que, después
de la destrucción de Jerusalén el año setenta, se ha dispersado por todo el
mundo.
Sin embargo, la parábola está
hablando también de nosotros. Una lectura honesta del texto nos obliga a
hacernos graves preguntas: ¿Estamos produciendo en nuestros tiempos “los
frutos” que Dios espera de su pueblo: justicia para los excluidos, solidaridad,
compasión hacia el que sufre, perdón...?
Dios no tiene por qué bendecir un
cristianismo estéril del que no recibe los frutos que espera. No tiene por qué
identificarse con nuestra mediocridad, nuestras incoherencias, desviaciones y
poca fidelidad. Si no respondemos a sus expectativas, Dios seguirá abriendo
caminos nuevos a su proyecto de salvación con otras gentes que produzcan frutos
de justicia.
Nosotros hablamos de “crisis
religiosa”, “descristianización”, “abandono de la práctica religiosa”... ¿No
estará Dios preparando el camino que haga posible el nacimiento de una Iglesia
más fiel al proyecto del reino de Dios? ¿No es necesaria esta crisis para que
nazca una Iglesia menos poderosa pero más evangélica, menos numerosa pero más
entregada a hacer un mundo más humano? ¿No vendrán nuevas generaciones más
fieles a Dios?
José Antonio Pagola
HOMILIA
2010-2011 -
2 de octubre de 2011
¿ESTAMOS DECEPCIONANDO A DIOS?
Jesús se encuentra en el recinto del Templo, rodeado
de un grupo de altos dirigentes religiosos. Nunca los ha tenido tan cerca. Por
eso, con audacia increíble, va a pronunciar una parábola dirigida directamente
a ellos. Sin duda, la más dura que ha salido de sus labios.
Cuando Jesús comienza a hablarles de un señor que
plantó una viña y la cuidó con solicitud y cariño especial, se crea un clima de
expectación. La «viña» es el
pueblo de Israel. Todos conocen el canto del profeta Isaías que habla del amor
de Dios por su pueblo con esa bella imagen. Ellos son los responsables de esa
"viña" tan querida por Dios.
Lo que nadie se espera es la grave acusación que les
va a lanzar Jesús: Dios está
decepcionado. Han ido pasando los siglos y no ha logrado recoger de ese
pueblo querido los frutos de justicia, de solidaridad y de paz que esperaba.
Una y otra vez ha ido enviando a sus servidores, los
profetas, pero los responsables de la viña los han maltratado sin piedad hasta
darles muerte. ¿Qué más puede hacer Dios por su viña? Según el relato, el señor
de la viña les manda a su propio hijo pensando: «A mi hijo le tendrán respeto». Pero los viñadores lo
matan para quedarse con su herencia.
La parábola es transparente. Los dirigentes del
Templo se ven obligados a reconocer que el señor ha de confiar su viña a otros
viñadores más fieles. Jesús les aplica rápidamente la parábola: «Yo os digo que se os quitará a vosotros el
reino de Dios y se le dará a un pueblo que produzca sus frutos».
Desbordados por una crisis a la que ya no es posible
responder con pequeñas reformas, distraídos por discusiones que nos impiden ver
lo esencial, sin coraje para escuchar la llamada de Dios a una conversión
radical al Evangelio, la parábola nos obliga a hacernos graves preguntas.
¿Somos ese pueblo nuevo que Jesús quiere, dedicado a
producir los frutos del reino o estamos decepcionando a Dios? ¿Vivimos
trabajando por un mundo más humano? ¿Cómo estamos respondiendo desde el
proyecto de Dios a las víctimas de la crisis económica y a los que mueren de
hambre y desnutrición en África?
¿Respetamos al Hijo que Dios nos ha enviado o lo echamos
de muchas formas "fuera de la viña"? ¿Estamos acogiendo la tarea que
Jesús nos ha confiado de humanizar la vida o vivimos distraídos por otros
intereses religiosos más secundarios?
¿Qué hacemos con los hombres y mujeres que Dios nos
envía también hoy para recordarnos su amor y su justicia? ¿Ya no hay entre
nosotros profetas de Dios ni testigos de Jesús? ¿Ya no los reconocemos?
José Antonio Pagola
HOMILIA
2007-2008 - Recreados por
Jesús
5 de octubre de 2008
NO
DEFRAUDAR A DIOS
Se os
quitará a vosotros el reino de Dios.
La parábola de los «viñadores
homicidas» es tan dura que a los cristianos nos cuesta pensar que esta
advertencia profética, dirigida por Jesús a los dirigentes religiosos de su
tiempo, tenga algo que ver con nosotros.
El relato habla de unos
labradores encargados por un señor para trabajar su viña. Llegado el tiempo de
la vendimia, sucede algo sorprendente e inesperado. Los labradores se niegan a
entregar la cosecha. El señor no recogerá los frutos que tanto espera.
Su osadía es increíble. Uno tras
otro, van matando a los criados que el señor les envía para recoger los frutos.
Más aún. Cuando les envía a su propio hijo, lo echan «fuera de la viña» y lo
matan para quedarse como únicos dueños de todo.
¿Qué puede hacer ese señor de la
viña con esos labradores? Los dirigentes religiosos, que escuchan nerviosos la
parábola, sacan una conclusión terrible: los hará morir y traspasará la viña a
otros labradores «que le entreguen los frutos a su tiempo». Ellos mismos se
están condenando. Jesús se lo dice a la cara: «Por eso, os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se
dará a un pueblo que produzca sus frutos».
En la «viña de Dios» no hay sitio
para quienes no aportan frutos. En el proyecto del reino de Dios, que Jesús anuncia
y promueve, no pueden seguir ocupando un lugar «labradores» indignos que no
reconozcan el señorío de su Hijo, porque se sienten propietarios, señores y
amos del pueblo de Dios. Han de ser sustituidos por «un pueblo que produzca
frutos».
A veces pensamos que esta
parábola tan amenazadora vale para antes de Cristo, para el pueblo del Antiguo
Testamento, pero no para nosotros que somos el pueblo de la Nueva Alianza y
tenemos ya la garantía de que Cristo estará siempre con nosotros.
Es un error. La parábola está
hablando también de nosotros. Dios no tiene por qué bendecir un cristianismo
estéril del que no recibe los frutos que espera. No tiene por qué identificarse
con nuestras incoherencias, desviaciones y poca fidelidad. También ahora Dios
quiere que los trabajadores indignos de su viña sean sustituidos por un pueblo
que produzca frutos dignos del reino de Dios.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2004-2005 – AL ESTILO DE JESÚS
2 de octubre de 2005
UN PUEBLO
QUE DÉ FRUTOS
A un
pueblo que produzca frutos.
La parábola de los «viñadores
homicidas» es, sin duda, la más dura que Jesús pronunció contra los dirigentes
religiosos de su pueblo. No es fácil remontarse hasta el relato original que
pudo salir de sus labios, pero probablemente no era muy diferente del que
podemos leer hoy en la tradición evangélica.
Los protagonistas de mayor
relieve son, sin duda, los labradores encargados de trabajar la viña. Su
actuación es siniestra. No se parecen en absoluto al dueño que cuida la viña
con solicitud y amor para que no carezca de nada.
No aceptan al señor al que
pertenece la viña. Quieren ser ellos los únicos dueños. Uno tras otro, van
eliminando a los siervos que él les envía con paciencia increíble. No respetan
ni a su hijo. Cuando llega, lo «echan
fuera de la viña» y lo matan. Su única obsesión es «quedarse con la herencia».
¿Qué puede hacer el dueño?
Terminar con estos viñadores y entregar su viña a otros «que le entreguen los frutos». La conclusión de Jesús es trágica: «Yo os aseguro que a vosotros se os quitará
el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos».
A partir de la destrucción de
Jerusalén el año setenta, la parábola fue leída como una confirmación de que la
Iglesia había tomado el relevo de Israel, pero nunca fue interpretada como si
en el «nuevo Israel» estuviera garantizada la fidelidad al dueño de la viña.
Jesús no dice que la viña será entregada a la Iglesia o a una nueva
institución, sino a «un pueblo que
produzca frutos».
El reino de Dios no es de la
Iglesia. No pertenece a la Jerarquía. No es propiedad de estos teólogos o de
aquellos. Nadie se ha de sentir propietario de su verdad ni de su espíritu. El
reino de Dios está en «el pueblo que
produce sus frutos» de justicia, compasión y defensa de los últimos.
La mayor tragedia que puede
sucederle al cristianismo de hoy y de siempre es que mate la voz de los
profetas, que los sacerdotes se sientan dueños de la «viña del Señor» y que, entre todos, echemos al Hijo «fuera», ahogando su Espíritu. Si la
Iglesia no responde a las esperanzas que ha puesto en ella su Señor, Dios
abrirá nuevos caminos de salvación en pueblos que produzcan frutos.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2001-2002 – CON FUEGO
6 de octubre de 2002
RIESGO
Un pueblo
que produzca sus frutos.
Cuando el año setenta las tropas
romanas destruyeron Jerusalén y el pueblo judío desapareció como nación, los
cristianos hicieron una lectura terrible de este trágico hecho. Israel, aquel
pueblo tan querido por Dios, no ha sabido responder a sus llamadas. Sus dirigentes
religiosos han ido matando a los profetas enviados por él; han crucificado, por
último, a su propio Hijo. Ahora, Dios los abandona y permite su destrucción:
Israel será sustituido por la Iglesia cristiana.
Así leían los primeros cristianos
la parábola de los «viñadores homicidas»,
dirigida por Jesús a los sumos sacerdotes de Israel. Los labradores encargados
de cuidar la «viña del Señor» van
matando uno tras otro a los criados que él les envía para recoger los frutos.
Por último, matan también al hijo del propietario con la intención de suprimir
al heredero y quedarse con la viña. El señor no puede hacer otra cosa que
darles muerte y entregar su viña a otros labradores más fieles.
Esta parábola no fue recogida por
los evangelistas para alimentar el orgullo de la Iglesia, nuevo Israel, frente
al pueblo judío derrotado por Roma y dispersado por todo el mundo. La
preocupación era otra: ¿Le puede suceder a la Iglesia cristiana lo mismo que le
sucedió al antiguo Israel? ¿Puede defraudar las expectativas de Dios? Y si la
Iglesia no produce el fruto que él espera, ¿qué caminos seguirá Dios para
llevar a cabo sus planes de salvación?
El peligro siempre es el mismo.
Israel se sentía seguro: tenían las Escrituras Sagradas; poseían el Templo; se
celebraba escrupulosamente el culto; se predicaba la Ley; se defendían las
instituciones. No parecía necesitarse nada nuevo. Bastaba conservarlo todo en
orden. Es lo más peligroso que le puede suceder a una religión: que se ahogue
la voz de los profetas y que los sacerdotes, sintiéndose los dueños de la «viña del señor», quieran administrarla
como propiedad suya.
Es también nuestro peligro.
Pensar que la fidelidad de la Iglesia está garantizada por pertenecer a la
Nueva Alianza. Sentirnos seguros por tener a Cristo en propiedad. Sin embargo,
Dios no es propiedad de nadie. Su viña le pertenece sólo a él. Y si la Iglesia
no produce los frutos que él espera, Dios seguirá abriendo nuevos caminos de
salvación.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1998-1999 – FUERZA PARA VIVIR
3 de octubre de 1999
RECONSTRUIR
LA VIDA
Es ahora
la piedra angular.
No son pocos los que piensan que
algo ha sucedido en la vida interior y espiritual del hombre occidental. Algo
que impide a muchas personas construir gozosa y dignamente su vida.
Hay quienes sencillamente no
aciertan a construirse a sí mismos. Quedan mutilados. Sin desarrollar las
energías y posibilidades que en ellos se encierran.
Otros construyen solamente su
mundo exterior. Pero por dentro están inmensamente vacíos. Son personas que apenas
dan ni reciben nada. Simplemente se mueven y giran por la vida.
Otros construyen su identidad de
manera falsa. Desarrollan un «yo» fuerte y poderoso, pero inauténtico. Ellos
mismos saben secretamente que su vida es apariencia y ficción.
Hay también quienes construyen su
persona de manera parcial e incompleta. Atentos sólo a un aspecto de su vida,
descuidan dimensiones importantes de la existencia. Pueden ser buenos
profesionales, personas cultas y dinámicas que, sin embargo, fracasan como
seres humanos ante sí mismos y ante las personas que quieren.
Sin duda, son muy complejos los
factores de todo orden que generan este clima inhóspito y difícil para el
crecimiento del ser humano. Hemos destruido ligeramente creencias donde se
enraizaban el ser de muchas personas. La familia ha dejado de ser «hogar» para
no pocos. El contacto personal y la relación cálida y amistosa se ha hecho
difícil. La vida interior de muchos está sofocada y reprimida. No es fácil así
creer y construirse. Muchas personas se sienten desguarnecidas y sin defensa
ante los ataques que sufren desde fuera y desde dentro de su ser. Necesitarían
esa «fuente de luz y de vida» que, a
juicio del célebre psiquiatra Ronald
Laing, ha perdido el hombre contemporáneo.
No parece, por ello, ninguna
necedad escuchar el mensaje de Jesucristo que se ofrece como «piedra angular» para todo hombre que
quiera construirse de manera digna. Era costumbre entre los maestros de obra
judíos seleccionar bien cada una de las piedras destinadas a la construcción de
un edificio. Aplicándose a sí mismo un viejo salmo judío, Jesús pronuncia estas
palabras: «La piedra que desecharon los
arquitectos es ahora piedra angular.»
Los arquitectos de la sociedad
contemporánea desechan hoy la fe como algo perfectamente inútil. ¿No será, sin
embargo, ésa precisamente «la piedra
angular» que podría fundamentar y rematar la construcción del hombre
contemporáneo?
José Antonio Pagola
HOMILIA
1995-1996 – SANAR LA VIDA
6 de octubre de 1996
JUICIO
FINAL
Cuando
venga el dueño de la viña.
En una época todavía no muy
lejana la célebre secuencia de Tomás de
Celano, «Dies irae, dies illa» encogía el ánimo de los asistentes al oficio
de difuntos: «Día de cólera aquel día... en que el mundo quedará reducido a
cenizas... ¡ Qué terror se apoderará de nosotros cuando se presente el Juez!»
Durante mucho tiempo este lenguaje y estas imágenes tenebrosas han alimentado
una «pastoral del miedo», que difícilmente ayudaba a despertar la confianza en
Dios. Hoy, por el contrario, apenas se predica ya sobre el Juicio final, tal
vez porque no se sabe exactamente cómo hacerlo.
Lo primero que hay que decir es
que sólo se puede hablar del juicio de Dios a partir de su amor, nunca fuera de
este amor. Por eso, el juicio de Dios no tiene nada que ver con el juicio de
los hombres. Obedece a otra lógica porque el juicio de Dios no es sino la
manifestación de su amor, su victoria definitiva sobre el mal.
Por eso hay que entender bien lo
que dice la Biblia sobre la «cólera de Dios». Esta cólera divina no tiene como
objetivo destruir al ser humano. Al contrario, sólo se despierta para destruir
el mal que hace daño al hombre. Dios es amor, y no cólera. La cólera no es sino
la reacción del amor de Dios que sólo busca y quiere el bien y la dicha
definitiva del hombre.
Un Dios que abandonara para
siempre la historia humana en manos del mal y la injusticia, que no reaccionara
ante la mentira y la ambigüedad que lo envuelven todo, que no restableciera la
paz y la verdad, no sería un Dios Amor. El juicio es necesario para comprender
el amor de Dios. Un juicio no contra el hombre, sino contra aquello que va
contra él.
Por eso, el juicio de Dios es una
Buena Noticia para quienes quieren de verdad el bien y la felicidad total del
ser humano. Un juicio que no se parece en nada a los tribunales humanos porque
nace no de la acusación sino de su amor salvador. Un juicio que nos liberará
para siempre de nuestra impotencia contra el mal y de nuestra complicidad con
él.
En esto consiste el núcleo de la
fe cristiana: « Tanto amó Dios al mundo
que entregó a su Hijo único para que quien crea no perezca, sino que tenga vida
eterna» (Jn 3, 16). La última palabra de Dios sobre la historia no puede
ser sino una palabra de gracia. El juicio pondrá al descubierto la verdad de
nuestras vidas y la profundidad real del mal, pero también la inmensidad del
amor infinito de Dios. Para ello, ante el Juicio final la reacción más
cristiana no es el miedo irraiional e insano, sino el reconocimiento de nuestro
pecado y la confianza en el perdón de Dios. A ello nos invita la parábola de
los viñadores homicidas.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1992-1993 – CON HORIZONTE
3 de octubre de 1993
¿COMO
ACERTAR?
Un pueblo
que produzca sus frutos.
¿Qué hay que hacer en la vida
para acertar? No es fácil responder, pero sin duda es una pregunta vital. ¿Cómo
hemos de vivir para que se pueda decir que nuestra vida es un acierto? Nos
podemos equivocar en muchas cosas, pero, ¿no habrá algo en que hemos de
acertar?
Se suele decir que para llenar
una vida es necesario tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Sin
embargo, yo conozco a personas que no han hecho ninguna de estas tres cosas y
cuya vida me parece un acierto. Y conozco también a personas que han tenido
hijos y han escrito libros y cuya vida no parece muy acertada.
Sin duda, hay mucha sabiduría
popular en ese dicho, pues, en definitiva, cuando se habla de tener un hijo,
plantar un árbol o escribir un libro, se está apuntando a algo fundamental. En
la vida se acierta cuando se vive un amor fecundo, capaz de engendrar vida o
hacer vivir a los demás. Sólo este amor justifica y llena una vida.
De ahí la dura amenaza que se
escucha en el trasfondo de esa parábola de los viñadores que, lejos de entregar
los frutos de su trabajo, dan muerte al hijo del dueño. Se les quitará todo
para dárselo a otros labradores que «entreguen
los frutos a su tiempo».
Hay muchas formas de «perder la
vida». Basta dedicarse a hacer cada vez más cosas en menos tiempo, creyendo que
por el hecho de «hacer cosas» se vive más. Es una equivocación. Por muchas
cosas que uno haga, si vive sin amar y sin poner vida en las personas y en el
entorno, estará vaciando su vida de su contenido más precioso.
Corre por ahí una reflexión de Luis Espinal, sacerdote jesuita,
asesinado en 1980 en Bolivia. Dice así: «Pasan los años y, al mirar atrás,
vemos que nuestra vida ha sido estéril. No la hemos pasado haciendo el bien. No
hemos mejorado el mundo que nos legaron. No vamos a dejar huella. Hemos sido
prudentes y nos hemos cuidado. Pero, ¿para qué? Nuestro único ideal no puede
ser llegar a viejos. Estamos ahorrando la vida, por egoísmo, por cobardía.
Sería terrible malgastar ese tesoro de amor que Dios nos ha dado.»
Recuerdo que, al morir Juan XXIII, aquel Papa bueno que
introdujo en la Iglesia y en el mundo un aire nuevo de esperanza, de bondad y
de convivencia pacífica, el cardenal Suenens
pudo decir que «dejaba el mundo más habitable que cuando él llegó». De Jesús
quedó este recuerdo: «Pasó toda la vida
haciendo el bien.» A alguno le parecerá tal vez poco. Para el cristiano es
el mejor criterio para vivir con acierto.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1989-1990 – NUNCA ES TARDE
7 de octubre de 1990
EL
IMPERIO DE LO EFÍMERO
£s ahora piedra angular.
Así se titula el último libro de G.
Lipovetsky en torno a la moda. Un estudio lúcido y provocativo sobre un
fenómeno aparentemente fútil, pero de importancia vital en la modernidad
occidental.
Según el profesor de Grenoble, la
moda ya no es sólo un lujo estético y periférico de los individuos, sino que se
ha convertido en un elemento central que gobierna la producción y consumo de
objetos, la publicidad, la cultura y hasta los cambios ideológicos y sociales.
Lipovetsky va
analizando de manera penetrante los diversos rasgos que caracterizan a la moda:
la variación rápida de las formas, la proliferación de modelos, la importancia
de la seducción, la generalización de lo efímero en la vida social.
Pero el hecho a resaltar es que
la moda se ha convertido en la sociedad occidental en el principio que organiza
la vida cotidiana de los individuos y la producción socio-cultural de nuestros
días.
Vivimos, según Lipovetsky, una
época de «moda plena». Se crean necesidades artificiales a gran escala. Se
cultiva el gusto por lo nuevo y diferente más que por lo verdadero y bueno. Lo
efímero invade la vida cultural.
Es fácil observar una movilidad e
inconstancia cada vez mayor en las conductas. Decae la pasión por las grandes
causas y crece el entusiasmo de los sentidos. Ya no hay cultivo de ideologías,
sino comunicación publicitaria y pragmatismo.
El mundo de la conciencia se
halla bajo el imperio de lo superficial. Se cambia de manera de pensar como se
cambia de residencia, de mujer o de coche. Occidente se va vaciando así de toda
fe en ideales superiores y vive cada vez más entregado a los placeres de la
moda.
Lipovetsky trata de
interpretar todo este fenómeno positivamente, como un progreso de la verdadera
democracia y la autonomía de los individuos.
Pero no puede menos de terminar
su análisis con afirmaciones realmente inquietantes: «El reino pleno de la
moda... permite más libertad individual, pero engendra una vida más infeliz...
Hay más estímulos de todo género, pero mayor inquietud de vida. Hay más
autonomía privada, pero más crisis íntimas».
Lipovetsky, tal vez
condicionado él mismo por la moda, no habla del vacío esencial que se encierra
en esta «sociedad gobernada por la moda». Bajo el imperio de lo efímero, el
hombre no conoce nada firme y consistente sobre lo cual edificar su existencia.
La sociedad no sabe hacia dónde hacer converger sus esfuerzos para construir un
futuro más humano.
Desde «la sociedad de la moda
plena», los creyentes escuchamos con fe renovada esas palabras de Jesús, al
verse rechazado por los dirigentes de aquella sociedad: «La piedra que
desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular».
En la sociedad de lo efímero y
pasajero, Jesucristo parece inútil y, sin embargo, sigue siendo la piedra
angular necesaria si el hombre quiere construir una vida auténticamente humana.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1986-1987 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
4 de octubre de 1987
CONSTRUIR
Es ahora
la piedra angular.
No son pocos los que piensan que
algo ha sucedido en la vida interior y espiritual del hombre occidental. Algo
que impide a muchas personas construir gozosa y dignamente su vida.
Hay quienes sencillamente no
aciertan a construirse a sí mismos. Quedan mutilados. Sin desarrollar las
energías y posibilidades que en ellos se encierran.
Otros construyen solamente su
mundo exterior. Pero por dentro están inmensamente vacíos. Son personas que
apenas dan ni reciben nada. Simplemente se mueven y giran por la vida.
Otros construyen su identidad de
manera falsa. Desarrollan un “yo” fuerte y poderoso, pero inauténtico. Ellos
mismos saben secretamente que su vida es apariencia y ficción.
Hay también quienes construyen su
persona de manera parcial e incompleta. Atentos sólo a un aspecto de su vida,
descuidan dimensiones importantes de la existencia. Pueden ser buenos profesionales,
personas cultas y dinámicas que, sin embargo, fracasan como seres humanos ante
sí mismos y ante las personas que quieren.
Sin duda, son muy complejos los
factores de todo orden que han provocado este clima inhóspito y difícil para el
crecimiento del ser humano.
Hemos destruido ligeramente
creencias donde se enraizaba el ser de muchas personas. La familia ha dejado de
ser “hogar» para no pocos. El contacto personal y la relación cálida y amistosa
se ha hecho difícil. La vida interior de muchos está sofocada y reprimida.
No es fácil así crecer y
construirse. Muchas personas se sienten desguarnecidas y sin defensa ante los
ataques que sufren desde fuera y desde dentro de su ser. Necesitarían esa
“fuente de luz y de vida» que, a juicio del célebre psiquiatra Ronald Laing, ha perdido el hombre
contemporáneo.
No parece por ello ninguna
necedad escuchar el mensaje de Jesucristo que se ofrece como «piedra angular » para todo hombre que
quiera construirse de manera digna.
Era costumbre entre los maestros
de obra judíos seleccionar bien cada una de las piedras destinadas a la
construcción de un edificio. Aplicándose a sí mismo un viejo salmo judío, Jesús
pronuncia estas palabras: “La piedra que desecharon los arquitectos es ahora
piedra angular”.
Los arquitectos de la sociedad
contemporánea desechan hoy la fe como algo perfectamente inútil. ¿No será, sin
embargo, ésa precisamente “la piedra angular” que podría fundamentar y rematar
la construcción del hombre contemporáneo?
José Antonio Pagola
HOMILIA
1983-1984 – BUENAS NOTICIAS
7 de octubre de 1984
DESPUES
DE LA MUERTE DE DIOS
Lo
matamos y nos quedamos con su herencia.
Es difícil todavía hoy no
estremecerse ante los gritos del loco en La Gaya Ciencia» de F. Nietzsche: «Dónde está Dios? Yo os lo
voy a decir. ¡Nosotros lo hemos matado, vosotros y yo! ¡Todos somos sus
asesinos! Pero, ¿cómo hemos podido hacer eso?... ¿Qué hemos hecho al cortar la
cadena que unía esta tierra al sol? ¿Hacia dónde se dirige ahora? ¿A dónde nos
dirigimos nosotros?»
Según F. Nietzsche, el mayor acontecimiento de los tiempos modernos es
que «Dios ha muerto». Dios no existe.
No ha existido nunca. En cualquier caso, los hombres estamos solos para
construir nuestro futuro.
Esta es la convicción profunda
que se encierra en todos los proyectos de liberación que se le ofrecen al
hombre moderno, sean de carácter cientifista, de inspiración marxiana o de
origen freudiano.
Las religiones representan hoy
una respuesta arcaica, ineficaz, insuficiente para liberar al hombre. Una respuesta
ligada a una fase todavía infantil e inmadura de la historia humana.
Ha llegado el momento de
emanciparnos de toda tutela religiosa. Dios es un obstáculo para la autonomía y
el crecimiento del hombre. Hay que matar a Dios para que nazca el verdadero
hombre. Es, una vez más, la actitud de los viñadores de la parábola: «Venid, lo matamos y nos quedamos con su
herencia».
La historia reciente de estos
años comienza a descubrirnos que no le es tan fácil al hombre recoger la
herencia de «un Dios muerto». Después de la declaración solemne de la muerte de
Dios, son bastantes los que comienzan a entrever la muerte del hombre.
Bastantes los que se preguntan como A.
Malraux si el «verdugo de Dios» podrá sobrevivir a su víctima.
Las revoluciones socialistas no
parecen haber traído consigo la libertad a la que el hombre aspira desde lo más
hondo de su ser. La libre expansión de los impulsos instintivos, predicada por
S. Freud, lejos de hacer surgir un hombre más sano y maduro, parece originar
nuevas neurosis, frustraciones y una incapacidad cada vez más profunda para el
amor de comunión. «El desarrollo científico, privado de dirección y de sentido,
está convirtiendo el mundo en una inmensa fábrica» (H. Marcuse) y va produciendo no sólo máquinas que se asemejan a hombres
sino «hombres que se asemejan cada vez más a máquinas» (I. Silone).
Este hombre, frustrado en sus
necesidades más auténticas, víctima de la «neurosis más radical» que es la
falta de sentido totalizante para su existencia, atemorizado ante la posibilidad
ya real de una autodestrucción total, ¿no está necesitado más que nunca de
Dios? Pero, ¿ya encontrará entre los creyentes a ese Dios capaz de hacer al
hombre más responsable, más libre y más humano?
José Antonio Pagola
HOMILIA
1980-1981 – APRENDER A VIVIR
4 de octubre de 1981
LOS
FRUTOS DE UN PUEBLO
A un
pueblo que produzca sus frutos.
No es una visión simple la de
aquéllos que consideran «la propiedad privada, el lucro y el poder» como los
pilares en los que se basa la sociedad industrial occidental.
Si analizamos las constantes que
estructuran nuestra conducta social veremos que hunden sus raíces casi siempre
en el deseo ilimitado de adquirir, lucrar y dominar.
Naturalmente, los frutos amargos
de esta conducta son evidentes en nuestros días.
El afán de poseer va configurando normalmente un estilo de hombre
insolidario, preocupado casi exclusivamente de sus bienes, indiferente al bien
común de la sociedad. No olvidemos que si a la propiedad se la llama privada es precisamente porque se
considera al propietario con poder para privar
a los demás de su uso o disfrute.
El resultado es una sociedad
estructurada en función de los intereses de los más poderosos, y no al servicio
de los más necesitados y más «privados» de bienestar.
Por otra parte, el deseo ilimitado de adquirir, conservar y aumentar
los propios bienes, va creando un hombre que lucha egoístamente por lo suyo y
se organiza para defenderse de los demás.
Va surgiendo así una sociedad que
separa y enfrenta a los individuos empujándolos hacia la rivalidad y la
competencia, y no hacia la solidaridad y el mutuo servicio.
En fin, el deseo de poder hace surgir una sociedad• asentada sobre la
agresividad y la violencia, y donde, con frecuencia, sólo cuenta la ley del más
fuerte y poderoso.
No lo olvidemos. En una sociedad
se recogen los frutos que se van sembrando en nuestras familias, nuestros
centros docentes, nuestras instituciones políticas, nuestras estructuras
sociales y nuestras comunidades religiosas.
Eric Fromm se preguntaba con razón: «Es cristiano el
mundo occidental?». A juzgar por los frutos, la respuesta sería básicamente
negativa.
Nuestra sociedad occidental
apenas produce «frutos del reino de Dios»: solidaridad, fraternidad, mutuo
servicio, justicia a los más desfavorecidos, perdón.
Hoy seguimos escuchando el grito
de alerta de Jesús: «El reino de Dios se dará a un pueblo que produzca sus
frutos». No es el momento de lamentarse estérilmente. La creación de una
sociedad nueva sólo es posible si los estímulos de lucro, poder y dominio son
sustituídos por los de la solidaridad y la fraternidad.
José Antonio Pagola
HOMILIA
Un pueblo que produzca sus frutos.
Cuando el año setenta las tropas
romanas destruyeron Jerusalén y el pueblo judío desapareció como nación, los
cristianos hicieron una lectura terrible de este trágico hecho. Israel, aquel
pueblo tan querido por Dios, no ha sabido responder a sus llamadas. Sus
dirigentes religiosos han ido matando a los profetas enviados por él; han
crucificado, por último, a su propio Hijo. Ahora, Dios los abandona y permite
su destrucción: Israel será sustituido por la Iglesia cristiana.
Así leían los primeros cristianos
la parábola de los «viñadores homicidas», dirigida por Jesús a los sumos
sacerdotes de Israel. Los labradores encargados de cuidar la «viña del Señor»
van matando uno tras otro a los criados que él les envía para recoger los
frutos. Por último, matan también al hijo del propietario con la intención de
suprimir al heredero y quedarse con la viña. El señor no puede hacer otra cosa
que darles muerte y entregar su viña a otros labradores más fieles.
Esta parábola no fue recogida por
los evangelistas para alimentar el orgullo de la Iglesia, nuevo Israel, frente
al pueblo judío derrotado por Roma y dispersado por todo el mundo. La
preocupación era otra: ¿Le puede suceder a la Iglesia cristiana lo mismo que le
sucedió al antiguo Israel? ¿Puede defraudar las expectativas de Dios? Y si la
Iglesia no produce el fruto que él espera, ¿qué caminos seguirá Dios para llevar
a cabo sus planes de salvación?
El peligro siempre es el mismo.
Israel se sentía seguro: tenían las Escrituras Sagradas; poseían el Templo; se
celebraba escrupulosamente el culto; se predicaba la Ley; se defendían las
instituciones. No parecía necesitarse nada nuevo. Bastaba conservarlo todo en
orden. Es lo más peligroso que le puede suceder a una religión: que se ahogue
la voz de los profetas y que los sacerdotes, sintiéndose los dueños de la «viña
del señor», quieran administrarla como propiedad suya.
Es también nuestro peligro.
Pensar que la fidelidad de la Iglesia está garantizada por pertenecer a la
Nueva Alianza. Sentirnos seguros por tener a Cristo en propiedad. Sin embargo,
Dios no es propiedad de nadie. Su viña le pertenece sólo a él. Y si la Iglesia
no produce los frutos que él espera, Dios seguirá abriendo nuevos caminos de
salvación.
José Antonio Pagola
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