El pasado 2 de octubre de 2014, José Antonio Pagola nos visitó en la Parroquia de San Pedro Apóstol de la Iglesia de Sopela, dándonos la conferencia: Volver a Jesucristo. Iniciar la reacción.
Pulsando aquí podréis disfrutar de ella.
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¡Volver a Jesucristo! Iniciar la reacción.
Video de la Conferencia de Jose Antonio Pagola.
José Antonio Pagola: He recibido con satisfacción la resolución definitiva de la Congregación Romana para la Doctrina de la Fe sobre mi libro, Jesús.Aproximación histórica.
5º domingo de Cuaresma (A)
EVANGELIO
Yo
soy, la resurrección y la vida.
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Lectura del santo evangelio según san Juan 11, 1-45
En aquel tiempo, un cierto Lázaro, de
Betania, la aldea de María y de Marta, su hermana, había caído enfermo. María
era la que ungió al Señor con perfume y le enjugó los pies con su cabellera; el
enfermo era su hermano Lázaro. Las hermanas mandaron recado a Jesús, diciendo:
-«Señor, tu amigo está enfermo.»
Jesús, al oírlo, dijo:
-«Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino
que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado
por ella.»
Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro.
Cuando se enteró de que estaba enfermo, se quedó todavía dos días en donde
estaba. Sólo entonces dice a sus discípulos:
-«Vamos otra vez a Judea.»
Los discípulos le replican:
-«Maestro, hace poco intentaban apedrearte
los judíos, ¿y vas a volver allí? » Jesús contestó:
-«¿No tiene el día doce horas? Si uno camina
de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero si camina de noche,
tropieza, porque le falta la luz.» Dicho esto, añadió:
-«Lázaro, nuestro amigo, está dormido; voy a
despertarlo.»
Entonces le dijeron sus discípulos:
-«Señor, si duerme, se salvará.»
Jesús se refería a su muerte; en cambio, ellos
creyeron que hablaba del sueño natural. Entonces Jesús les replicó claramente:
-«Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros
de que no hayamos estado allí, para que creáis. Y ahora vamos a su casa.»
Entonces Tomás, apodado el Mellizo, dijo a los demás discípulos:
-«Vamos también nosotros y muramos con él.»
Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro
días enterrado. Betania distaba poco de Jerusalén: unos tres kilómetros; y
muchos judíos habían ido a ver a Marta y a María, para darles el pésame por su
hermano. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro,
mientras María se quedaba en casa. Y dijo Marta a Jesús:
-«Señor, si hubieras estado aquí no habría
muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo
concederá.» Jesús le dijo:
-«Tu hermano resucitará.»
Marta respondió:
-«Sé que resucitará en la resurrección del
último día.»
Jesús le dice:
-«Yo soy la resurrección y la vida: el que
cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no
morirá para siempre. ¿Crees esto?» Ella le contestó:
-«Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías,
el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.»
Y dicho esto, fue a llamar a su hermana
María, diciéndole en voz baja: -«El Maestro está ahí y te llama.»
Apenas lo oyó, se levantó y salió adonde
estaba él; porque Jesús no había entrado todavía en la aldea, sino que estaba
aún donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban con ella en casa
consolándola, al ver que María se levantaba y salía deprisa, la siguieron,
pensando que iba al sepulcro a llorar allí. Cuando llegó María adonde estaba
Jesús, al verlo se echó a sus pies diciéndole:
-«Señor, si hubieras estado aquí no habría
muerto mi hermano.» Jesús, viéndola llorar a ella y viendo llorar a los judíos
que la acompañaban, sollozó y, muy conmovido, preguntó: -« ¿Dónde lo habéis
enterrado?»
Le contestaron:
-«Señor, ven a verlo.»
Jesús se echó a llorar. Los judíos
comentaban:
-«¡Cómo lo quería!»
Pero algunos dijeron:
-«Y uno que le ha abierto los ojos a un
ciego, ¿no podía haber impedido que muriera éste?»
Jesús, sollozando de nuevo, llega al
sepulcro. Era una cavidad cubierta con una losa.
Dice Jesús:
-«Quitad la losa.»
Marta, la hermana del muerto, le dice:
-«Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro
días.»
Jesús le dice:
-«¿No te he dicho que si crees verás la
gloria de Dios?»
Entonces quitaron la losa.
Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo:
-«Padre, te doy gracias porque me has
escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me
rodea, para que crean que tú me has enviado.» Y dicho esto, gritó con voz
potente:
-«Lázaro, ven afuera.»
El muerto salió, los pies y las manos atados
con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: -«Desatadlo y
dejadlo andar.»
Y muchos judíos que habían venido a casa de
María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.
Palabra de Dios.
HOMILIA
2016-2017 -
2 de abril de 2017
ASÍ
QUIERO MORIR YO
Jesús nunca oculta su cariño
hacia tres hermanos que viven en Betania. Seguramente son los que le acogen en
su casa siempre que sube a Jerusalén. Un día, Jesús recibe un recado: «Nuestro hermano Lázaro, tu amigo, está
enfermo». Al poco tiempo Jesús se encamina hacia la pequeña aldea.
Cuando se presenta, Lázaro ha
muerto ya. Al verlo llegar, María, la hermana más joven, se echa a llorar.
Nadie la puede consolar. Al ver llorar a su amiga y también a los judíos que la
acompañan, Jesús no puede contenerse. También él «se echa a llorar» junto a ellos. La gente comenta: «¡Cómo lo quería!».
Jesús no llora solo por la muerte
de un amigo muy querido. Se le rompe el alma al sentir la impotencia de todos
ante la muerte. Todos llevamos en lo más íntimo de nuestro ser un deseo
insaciable de vivir. ¿Por qué hemos de morir? ¿Por qué la vida no es más
dichosa, más larga, más segura, más vida?
El hombre de hoy, como el de
todas las épocas, lleva clavada en su corazón la pregunta más inquietante y más
difícil de responder: ¿qué va a ser de todos y cada uno de nosotros? Es inútil
tratar de engañarnos. ¿Qué podemos hacer ante la muerte? ¿Rebelarnos?
¿Deprimirnos?
Sin duda, la reacción más
generalizada es olvidarnos y «seguir tirando». Pero, ¿no está el ser humano
llamado a vivir su vida y a vivirse a sí mismo con lucidez y responsabilidad?
¿Solo hacia nuestro final nos hemos de acercar de forma inconsciente e
irresponsable, sin tomar postura alguna?
Ante el misterio último de la
muerte no es posible apelar a dogmas científicos ni religiosos. No nos pueden
guiar más allá de esta vida. Más honrada parece la postura del escultor Eduardo
Chillida, al que en cierta ocasión le escuché decir: «De la muerte, la razón me
dice que es definitiva. De la razón, la razón me dice que es limitada».
Los cristianos no sabemos de la
otra vida más que los demás. También nosotros nos hemos de acercar con humildad
al hecho oscuro de nuestra muerte. Pero lo hacemos con una confianza radical en
la bondad del Misterio de Dios que vislumbramos en Jesús. Ese Jesús al que, sin
haberlo visto, amamos y al que, sin verlo aún, damos nuestra confianza.
Esta confianza no puede ser
entendida desde fuera. Solo puede ser vivida por quien ha respondido, con fe
sencilla, a las palabras de Jesús: «Yo
soy la resurrección y la vida. ¿Crees tú esto?». Recientemente, Hans Küng,
el teólogo católico más crítico del siglo XX, cercano ya a su final, ha dicho
que, para él, morirse es «descansar en el misterio de la misericordia de Dios».
Así quiero morir yo.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2013-2014 –
6 de abril de 2014
ASÍ QUIERO MORIR YO
(Ver homilía del ciclo A - 2016-2017)
José Antonio Pagola
HOMILIA
2010-2011 - JESÚS ES PARA
TODOS
10 de abril de 2011
NUESTRA
ESPERANZA
El relato de la resurrección de
Lázaro es sorprendente. Por una parte, nunca se nos presenta a Jesús tan
humano, frágil y entrañable como en este momento en que se le muere uno de sus
mejores amigos. Por otra parte, nunca se nos invita tan directamente a creer en
su poder salvador: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí,
aunque muera, vivirá... ¿Crees esto?»
Jesús no oculta su cariño hacia
estos tres hermanos de Betania que, seguramente, lo acogen en su casa siempre
que viene a Jerusalén. Un día Lázaro cae enfermo y sus hermanas mandan un
recado a Jesús: nuestro hermano «a quien tanto quieres» está
enfermo. Cuando llega Jesús a la aldea, Lázaro lleva cuatro días enterrado. Ya
nadie le podrá devolver la vida.
La familia está rota. Cuando se
presenta Jesús, María rompe a llorar. Nadie la puede consolar. Al ver los
sollozos de su amiga, Jesús no puede contenerse y también él se echa a llorar.
Se le rompe el alma al sentir la impotencia de todos ante la muerte. ¿Quién nos
podrá consolar?
Hay en nosotros un deseo
insaciable de vida. Nos pasamos los días y los años luchando por vivir. Nos
agarramos a la ciencia y, sobre todo, a la medicina para prolongar esta vida
biológica, pero siempre llega una última enfermedad de la que nadie nos puede
curar.
Tampoco nos serviría vivir esta
vida para siempre. Sería horrible un mundo envejecido, lleno de viejos y
viejas, cada vez con menos espacio para los jóvenes, un mundo en el que no se
renovara la vida. Lo que anhelamos es una vida diferente, sin dolor ni vejez,
sin hambres ni guerras, una vida plenamente dichosa para todos.
Hoy vivimos en una sociedad que
ha sido descrita como "una sociedad de incertidumbre" (Z. Bauman).
Nunca había tenido el ser humano tanto poder para avanzar hacia una vida más
feliz. Y, sin embargo, nunca tal vez se ha sentido tan impotente ante un futuro
incierto y amenazador. ¿En qué podemos esperar?
Como los humanos de todos los
tiempos, también nosotros vivimos rodeados de tinieblas. ¿Qué es la vida? ¿Qué
es la muerte? ¿Cómo hay que vivir? ¿Cómo hay que morir? Antes de resucitar a
Lázaro, Jesús dice a Marta esas palabras que son para todos sus seguidores un
reto decisivo: «Yo soy la resurrección y la vida: el que crea en mí,
aunque haya muerto vivirá... ¿Crees esto?»
A pesar de dudas y oscuridades,
los cristianos creemos en Jesús, Señor de la vida y de la muerte. Sólo en él
buscamos luz y fuerza para luchar por la vida y para enfrentarnos a la muerte.
Sólo en él encontramos una esperanza de vida más allá de la vida.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2007-2008 - RECREADOS POR JESÚS
9 de marzo de 2008
NUESTROS
MUERTOS VIVEN
Lázaro,
sal fuera.
El adiós definitivo a un ser muy
querido nos hunde inevitablemente en el dolor y la impotencia. Es como si la
vida entera quedara destruida. No hay palabras ni argumentos que nos puedan
consolar. ¿En qué se puede esperar?
El relato de Juan no tiene sólo como
objetivo narrar la resurrección de Lázaro, sino, sobre todo, despertar la fe,
no para que creamos en la resurrección como un hecho lejano que ocurrirá al fin
del mundo, sino para que «veamos» desde ahora que Dios está infundiendo vida a
los que nosotros hemos enterrado.
Jesús llega «sollozando» hasta el
sepulcro de su amigo Lázaro. El evangelista dice que «está cubierto con una
losa». Esa losa nos cierra el paso. No sabemos nada de nuestros amigos muertos.
Una losa separa el mundo de los vivos y de los muertos. Sólo nos queda esperar
el día final para ver si sucede algo.
Esta es la fe judía de Marta: «Sé que mi hermano resucitará en la
resurrección del último día». A Jesús no le basta. «Quitad la losa». Vamos
a ver qué es lo que sucede con el que habéis enterrado. Marta pide a Jesús que
sea realista. El muerto ha empezado a descomponerse y «huele mal». Jesús le
responde: «Si crees, verás la gloria de
Dios». Si en Marta se despierta la fe, podrá «ver» que Dios está dando vida
a su hermano.
«Quitan la losa» y Jesús «levanta
los ojos a lo alto» invitando a todos a elevar la mirada hasta Dios antes de
penetrar con fe en el misterio de la muerte. Ha dejado de sollozar. «Da
gracias» al Padre porque «siempre lo escucha». Lo que quiere es que los que lo
rodean «crean» que es el Enviado por el Padre para introducir en el mundo una
nueva esperanza.
Luego «grita con voz potente: Lázaro, sal fuera ». Quiere que salga para
mostrar a todos que está vivo. La escena es impactante. Lázaro tiene «los pies
y las manos atados con vendas» y «la cara envuelta en un sudario». Lleva los
signos y ataduras de la muerte. Sin embargo, «el muerto sale» por sí mismo.
¡Está vivo!
Esta es la fe de quienes creemos
en Jesús: los que nosotros enterramos y abandonamos en la muerte viven. Dios no
los ha abandonado. Apartemos la losa con fe. ¡Nuestros muertos están vivos!
José Antonio Pagola
HOMILIA
2004-2005 – AL ESTILO DE JESÚS
13 de marzo de 2005
LLORAR Y
CONFIAR
Esta
enfermedad no acabará en muerte.
A todos nos pasa lo mismo. No
queremos pensar en la muerte. Es mejor olvidarla. No hablar de eso. Seguir
viviendo cada día como si fuéramos eternos. Ya sabemos que es un engaño, pero
no acertamos a vivir de otra manera. Se nos haría insoportable.
Lo malo es que, en cualquier momento,
la enfermedad nos sacude de la inconsciencia. En nuestros días es cada vez más
frecuente una experiencia antes desconocida: la espera de los análisis médicos.
¿Cuál será el resultado? ¿Positivo o negativo? De pronto descubrimos, al mismo
tiempo, la fragilidad de nuestra vida y nuestro deseo enorme de vivir.
Si el tumor es benigno,
respiramos: podemos seguir con nuestras ilusiones y proyectos. Si el resultado
es negativo, nos hundimos: ¿por qué ahora?, ¿por qué tan pronto?, ¿por qué me
tengo que morir?, ¿no se puede hacer nada?
Siempre es así. Cualquiera que
sea nuestra ideología, nuestra fe o nuestra postura ante la vida, todos hemos
de enfrentarnos a ese final inevitable. Ante la muerte, sobran las teorías.
¿Qué podemos hacer?, ¿rebelamos, deprimimos, o, sencillamente, engañamos? Ante
la muerte, Jesús hizo dos cosas: llorar y confiar en Dios.
En Betania ha muerto su amigo
Lázaro. Al ver llorar a su hermana y a quienes le acompañan, Jesús conmovido se
echa a llorar. La gente comenta: «¡Cómo
lo quería!». Es su primera reacción: pena, compasión y llanto. Jesús sufría
al ver la distancia enorme que hay entre el sufrimiento de los enfermos y
moribundos, y la vida que Dios quiere para todos ellos.
Pero Jesús tiene fe en el Padre: «Esta enfermedad no acabará en muerte».
Es su segunda reacción: una confianza total en Dios. Un día Lázaro morirá. El
mismo Jesús terminará sus días ejecutado en una cruz. Nadie escapa a la muerte.
Pero Dios, amigo de la vida, es más fuerte que la muerte. Podemos confiar en
él.
Inevitablemente, un día nuestros
análisis nos indicarán que nuestro final está próximo. Será duro. Seguramente,
nos echaremos a llorar. Nuestros familiares y amigos más queridos llorarán con
nosotros su aflicción e impotencia. Pero, si creemos en Jesucristo, podremos
decir con fe: «Ni siquiera esta enfermedad acabará en muerte», porque Dios sólo
quiere para nosotros vida y vida eterna.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2001-2002 – CON FUEGO
17 de marzo de 2002
MÁS
QUERIDOS QUE NUNCA
Aunque
haya muerto, vivirá.
Por lo general, no sabemos cómo
relacionamos con los seres queridos que se nos han muerto. Durante un tiempo
vivimos con el corazón apenado llorando el vacío que han dejado en nuestra
vida. Luego los vamos olvidando poco a poco. Llega un (lía en que apenas
significan algo en nuestra existencia.
Está muy extendida la idea de que
los difuntos son seres etéreos, despersonalizados, con una identidad vaga y
difusa, aislados en su mundo misterioso, ajenos a nuestro cariño. A veces se
diría que pensamos como los antiguos judíos cuando hablaban de la existencia de
los muertos en el «sheol», separados
del Dios de la vida.
Sin embargo, para un cristiano
morir no es perderse en el vacío, lejos del Creador. Es precisamente entrar en
la salvación de Dios, compartir su vida eterna, vivir transformados por su amor
insondable. Nuestros difuntos no están muertos. Viven la plenitud de Dios que
lo llena todo.
Al morir, nos hemos quedado
privados de su presencia física, pero, al vivir actualmente en Dios, han penetrado
de forma más real en nuestra existencia. No podemos disfrutar de su mirada,
escuchar su voz, ni sentir su abrazo. Pero podemos vivir sabiendo que nos aman
más que nunca pues nos aman desde Dios.
Su vida es incomparablemente más
intensa que la nuestra. Su gozo no tiene fin. Su capacidad de amar no conoce
límites ni fronteras. No viven separados de nosotros sino más dentro que nunca
de nuestro ser. Su presencia transfigurada y su cariño nos acompañan siempre.
No es una ficción piadosa vivir
una relación personal con nuestros seres queridos que viven ya en Dios. Podemos
caminar envueltos por su presencia, sentimos acompañados por su amor, gozar con
su felicidad, contar con su cariño y apoyo, e, incluso, comunicamos con ellos
en silencio o con palabras, en ese lenguaje no siempre fácil pero hondo y
entrañable que es el lenguaje de la fe.
Somos muchos los que estos días
recordaremos a seres queridos que ya no viven entre nosotros. No los hemos
perdido. No han desaparecido en la nada. Viven en Dios. Los tenemos cerca. Los
podemos querer más que nunca. Para siempre.
No los hemos perdido. No han
desaparecido en la nada. Los podemos querer más que nunca pues viven en Dios.
Es Jesús el que sostiene nuestra fe: «Yo
soy la resurrección y la vida: el que cree en mi, aunque haya muerto vivirá».
José Antonio Pagola
HOMILIA
1998-1999 – FUERZA PARA VIVIR
21 de marzo de 1999
UNA
PUERTA ABIERTA
Tu
hermano resucitará.
Estamos demasiado cogidos por el
«más acá» para preocuparnos del «más allá». Sometidos a un ritmo de vida que
nos aturde y esclaviza, abrumados por una información asfixiante de noticias y
acontecimientos diarios, fascinados por mil atractivos objetos que el
desarrollo técnico pone en nuestras manos, no parece que necesitemos un
horizonte más amplio que «esta vida» en que nos movemos.
¿Para qué pensar en «otra vida»?
¿No sería mejor encauzar todas nuestras fuerzas a organizar lo mejor posible
nuestra existencia en este mundo? ¿No deberíamos esforzarnos al máximo en vivir
esta vida de ahora lo más humanamente posible y callarnos respecto a todo lo
demás? ¿No es mejor aceptar la vida con su oscuridad y sus enigmas y dejar «el
más allá» como un misterio del que nada sabemos?
Sin embargo, el hombre
contemporáneo, como el de todas las épocas, sabe que en el fondo de su ser está
latente siempre la pregunta más seria y difícil de responder: ¿qué va a ser de
todos y cada uno de nosotros? Cualquiera que sea nuestra ideología, nuestra fe
o postura ante la vida, el verdadero problema al que estamos enfrentados todos
es nuestro futuro. ¿Qué final nos espera?
PL.
Berger nos ha recordado con profundo realismo que «toda sociedad humana es, en última instancia, una congregación de
hombres frente a la muerte». Por ello, es ante la muerte precisamente donde
aparece con más claridad «la verdad» de la civilización contemporánea que,
curiosamente, no sabe qué hacer con ella si no es ocultarla asépticamente y
eludir al máximo su trágico desafío.
Más honrada nos parece la postura
de hombres como Eduardo Chillida que,
en alguna ocasión, se ha expresado en estos términos: «De la muerte, la razón me dice que es definitiva. De la razón, la
razón me dice que es limitada.»
Es aquí donde hemos de situar la
postura del creyente que sabe enfrentarse con realismo y modestia al hecho
ineludible de la muerte, pero que lo hace desde una confianza radical en Cristo
resucitado. Una confianza que difícilmente puede ser entendida «desde fuera» y
que sólo puede ser vivida por quien ha escuchado, alguna vez, en el fondo de su
ser las palabras de Jesús: «Yo soy la
resurrección y la vida.»
José Antonio Pagola
HOMILIA
1995-1996 – SANAR LA VIDA
24 de marzo de 1996
EL
DERECHO A MORIR MEJOR
Yo soy la
resurrección y la vida.
En poco tiempo se ha impuesto
entre nosotros un nuevo estilo de morir. Hoy se muere más tarde y también de
forma más lenta. Se muere con menos dolor, pero más solos. Mejor atendidos
técnicamente, pero peor acompañados.
En otros tiempos, el moribundo
era el auténtico protagonista de su muerte. Advertido de la proximidad de la
última hora, él mismo presidía el acontecimiento: reunía a sus seres queridos,
les daba las últimas recomendaciones, pedía perdón, recibía los sacramentos y
se despedía hasta la otra vida. Rara vez sucede hoy así.
La muerte se va convirtiendo cada
vez más en un proceso despersonalizado, confinado a los profesionales
sanitarios, y vaciado en buena parte de su contenido humano y religioso. En
muchos casos, el enfermo queda abandonado, a la espera de su muerte más o menos
presentida, como si ya no fuera necesaria ninguna otra ayuda o acompañamiento,
excepto el control de los aparatos de asistencia. Mientras tanto, una
conspiración de silencio impide al enfermo preparar y vivir su muerte de forma
más lúcida y responsable.
No es fácil entender cómo, en una
sociedad aparentemente tan celosa de la dignidad de la persona, no se genera
una reacción ante este estado de cosas y no se grita con fuerza el derecho a
morir con más dignidad. La muerte pertenece a la persona y no a la medicina. El
enfermo tiene derecho, no sólo a una asistencia médica que alivie su dolor y le
proporcione la mejor calidad de vida posible. Ha de recibir también la ayuda
necesaria para vivir su muerte de forma humana. Cuando ya no se puede curar, se
puede y se debe aliviar, acompañar y ayudar a morir dignamente. Del mismo modo
que nadie ha de vivir solo y abandonado, sin la ayuda necesaria para vivir con
dignidad, tampoco se ha de abandonar a una persona sin la ayuda adecuada para
enfrentarse a su muerte de forma digna.
El
momento de la muerte recae hoy casi por completo sobre el equipo sanitario y,
de manera particular, sobre las enfermeras. Son éstas las que ayudan más de
cerca al moribundo, de forma muchas veces admirable. Pero no basta. El enfermo
puede necesitar curar heridas que arrastra del pasado, enfrentarse a
sentimientos de culpabilidad, abrirse confiadamente al misterio, reconciliarse
con Dios, pedir perdón, sentirse aceptado, despedirse con paz.
Todo moribundo, cualquiera que
sea su visión religiosa, su fe o actitud existencial, tiene derecho a ser mejor
atendido en el momento de enfrentarse a la experiencia más densa y decisiva de
su vida. Una organización más adecuada de la asistencia hospitalaria, una mayor
atención de familiares y amigos, una actuación más responsable de sacerdotes y
creyentes podría aliviar y hacer más humana la muerte de no pocos. Y dichosos
también hoy los que, solos o mal acompañados, mueran confiando en aquel que
dijo: «Yo soy la resurrección y la vida;
el que cree en mí, aunque muera, vivirá.»
José Antonio Pagola
HOMILIA
1992-1993 – CON HORIZONTE
28 de marzo de 1993
EN MEDIO
DE LA CONFUSION
Yo soy la
resurrección y la vida.
Los estudios sobre las creencias
del hombre contemporáneo llevan a una conclusión paradójica: una gran parte de
europeos consideran que la muerte es el final de todo; y, sin embargo, el
interés por las cuestiones sobre «el más allá» sigue creciendo de manera
inusitada.
Un ejemplo reciente es el sondeo
llevado a cabo por la revista francesa Panorama en noviembre de 1993. Según los
datos recogidos, un 42 por cien de los franceses opinan que con la muerte se
termina todo. Sólo un 45 por cien afirma que la muerte es el paso hacia «otra
cosa».
Lo más sorprendente es la
confusión existente en la sociedad moderna. Un 38 por cien de personas que se
dicen «católicas» creen que no hay nada después de la muerte. Por el contrario,
un 29 por cien de ateos creen en alguna forma de vida más allá de la muerte. Al
parecer, la actitud de las personas ante «el más allá» ya no depende necesariamente
de su condición de creyente o increyente.
La confusión es todavía mayor
cuando se pregunta directamente por esa «vida después de la muerte». Unos creen
en la resurrección, otros en la reencarnación; un 42 por cien piensa que
podemos comunicarnos con los muertos; un 46 por cien estima que hay que tomar
en serio lo que nos dicen quienes «han vuelto» de la muerte. Mientras tanto, es
cada vez mayor el éxito de los libros que abordan estas cuestiones.
En ambientes más científicos se
considera la muerte como «un proceso normal de degradación biológica»; pero,
cuando se interroga a cada científico personalmente, son muchos los que se
resisten a reducir al ser humano a una simple máquina bioquímica perfeccionada
pero destinada a la nada. Como decía André Malraux «el problema no es que el
hombre tenga que morir, sino que yo me voy a morir». Esa es la cuestión.
Creyente o ateo, racionalista o
místico, el hombre del siglo xx sigue planteándose la eterna cuestión que el
ser humano lleva en su corazón: «¿Qué hay después de la muerte? ¿Qué va a ser
de todos y de cada uno de nosotros?» Todos los vivientes mueren, pero sólo el
hombre sabe que debe morir. Ahí está su grandeza y también su problema.
Cuando los cristianos hablamos de
«resurrección» no pretendemos saberlo todo ni comprenderlo todo. No nos
dedicamos tampoco a especular con nuestra imaginación. Sabemos muy bien que «el
más allá» escapa a los esfuerzos que puede hacer la mente humana.
La actitud básica de quien cree
en la resurrección de Cristo es una actitud de confianza en un Dios que nos
mira con amor. No estamos solos ante la muerte. Hay un Dios que no defraudará
los anhelos y esperanzas que habitan al ser humano. En el interior mismo de la
muerte nos espera el amor infinito de Dios.
A lo largo de la historia, ¡os
hombres han formulado de muchas maneras su anhelo de vida más allá de la
muerte. Nosotros encontramos en Cristo resucitado el camino más humano,
realista y esperanzado para adentramos en el misterio de la muerte. Lo
expresaba hace muchos años san Pablo con estas palabras: «No ponemos nuestra confianza en nosotros mismos, sino en Dios que
resucita a los muertos.»
En medio de la confusión actual,
cada uno hemos de responder a la pregunta de Cristo: « Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya
muerto, vivirá... ¿Crees tú esto?»
José Antonio Pagola
HOMILIA
1989-1990 – NUNCA ES TARDE
1 de abril de 1990
CREER PARA TENER VIDA
Yo soy la
resurrección y la vida.
Una
de las ideas más insidiosas que se han extendido en la sociedad moderna en
torno a la religión es la sospecha de que hay que eliminar a Dios para poder
salvar la dignidad y felicidad de los hombres.
De
hecho, son bastantes los que poco a poco van abandonando su «mundo de creencias
y prácticas» porque piensan que es un estorbo que les impide vivir. No
entienden que Cristo pueda decir que ha venido, no para que los hombres
«perezcan», sino para que «tengan vida definitiva».
La
religión que ellos conocen no les ayuda a vivir. Hace tiempo que no pueden experimentar
a Cristo como fuente de vida, y se sorprenden al saber que hay hombres y
mujeres que creen en él precisamente porque desean vivir de manera más plena.
Y,
sin embargo, es así. El verdadero creyente es una persona que no se contenta
con vivir de cualquier manera. Desea dar un sentido acertado a su vida.
Responder a esas preguntas que nacen dentro de nosotros: ¿De dónde le puede
llegar a mi vida un sentido más pleno? ¿Cómo puedo ser yo más humano? ¿En qué
dirección he de buscar?
Si
hay tantas personas que hoy, no sólo no abandonan la fe, sino que se preocupan
más que nunca de cuidarla y purificarla, es porque sienten que Cristo les ayuda
a enfrentarse a la vida de un modo más sano y positivo.
No
quieren vivir a medias. No se contentan con «ir tirando». Tampoco les satisface
«ser un vividor». Lo que buscan desde Cristo es estar en la vida de una manera
más convincente, humana y gratificante.
Lo
lamentable no es que algunas personas se desprendan de una «religión muerta»
que no les ayuda en modo alguno a vivir. Eso es bueno y purificador. Lo triste
es que no lleguen a descubrir una «manera nueva de creer» que daría un
contenido totalmente diferente a su fe.
Para
esto, lo primero es entender la fe de otra manera. Intuir que ser cristiano es,
antes que nada, buscar con Cristo y desde Cristo cuál es la manera más acertada
de vivir. Como ha dicho J. Cardonnel,
«ser cristiano es tener la audacia de ser hombre hasta el final».
Alentado
por el mismo Espíritu de Cristo, el cristiano va descubriendo nuevas posibilidades
a su vida y va aprendiendo maneras nuevas y más humanas de amar, de disfrutar,
de trabajar, de sufrir, de confiar en Dios.
Entonces
la religión va apareciendo a sus ojos como algo que antes no sospechaba: la
fuerza más estimulante y poderosa para vivir de manera plena. Ahora se da
cuenta de que abandonar la fe en Cristo no sería sólo «perder algo», sino
«verse perdido» en medio de un mundo que no tendría ya un futuro y una
esperanza definitivos.
Poco
a poco, el creyente va descubriendo que esas palabras de Jesús «Yo soy la
resurrección y la vida» no son sólo una promesa que abre nuestra existencia a
una esperanza de vida eterna; al mismo tiempo va comprobando que, ya desde
ahora, Jesucristo es alguien que resucita lo que en nosotros estaba muerto, y
nos despierta a una vida nueva.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1986-1987 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
5 de abril de 1987
CONFIAR
EN EL HOMBRE
Esta
enfermedad no acabará en muerte
No es fácil escuchar hoy voces
que inviten a confiar en el hombre. Lo normal parece ser el pesimismo, el
análisis sombrío, la desesperanza y hasta la angustia.
Durante estos últimos años se ha
hablado mucho de la pérdida de fe en Dios. Por una razón o por otra, son
bastantes los que han dejado de creer en El. Pero, sorprendentemente, hoy son
tal vez más los que están dejando de creer en el hombre.
Las mismas Iglesias parecen, a
veces, desconfiar del ser humano. Su mensaje de esperanza, corre entonces el
riesgo de quedar oculto por una especie de recelo y miedo ante todo lo que
pueda emprender el hombre contemporáneo.
Por eso hemos de agradecer esa
invitación vigorosa a la confianza que los Obispos nos hacen en las últimas
páginas de su Carta Pastoral
Es alentador ver que unos hombres
que conocen de cerca los sufrimientos y contradicciones de un pueblo tan
probado como el nuestro, confiesen su fe en el hombre con esta convicción:
«Confiamos en el hombre pese a
toda su capacidad de mal y pese a los fracasos de su historia. Rechazamos
cualquier postura nihilista o de pesimismo radical sobre la humanidad. Nosotros
confiamos en el hombre de nuestros días no porque se muestre digno de confianza
ni porque se venga a mostrar en el futuro, sino porque el mismo Dios ha dado su
sí absoluto al proyecto humano».
Esta proclamación de fe en el
hombre no brota de un optimismo ingenuo y superficial. No es tampoco un intento
desesperado de contagiar como sea una “sensación de seguridad” tan necesaria
hoy en nuestra sociedad.
A lo largo de su escrito, los
Obispos analizan con realismo los logros y fracasos del hombre contemporáneo,
la verdad y la mentira de la cultura moderna, los gozos y sufrimientos de las
actuales generaciones.
Pero su mirada de fe llega a ver
en el hombre de hoy no un ser solitario, perdido en sus propias contradicciones,
desbordado por su propia maldad, sino alguien que también hoy es amado y
aceptado por Dios.
Así expresan su fe: «Podemos
aceptarnos a nosotros mismos, a pesar de todo lo que hay de inaceptable en
nuestras vidas, porque hemos sido aceptados por el mismo Dios. Podemos esperar
incluso donde parece que no hay nada que esperar. Podemos amar donde parece que
no hay nada amable. Desde Dios presente en nuestra existencia, vemos la
historia de los hombres como promesa de salvación”.
El hombre contemporáneo está
enfermo. Los Obispos nos invitan a escuchar las palabras de Jesús: «Esta enfermedad no acabará en muerte».
José Antonio Pagola
HOMILIA
1983-1984 – BUENAS NOTICIAS
8 de abril de 1984
¿SOLO
ESTA VIDA?
Yo soy la
resurrección y la vida.
Estamos demasiado cogidos por el
«más acá» para preocuparnos del «más allá». Sometidos a un ritmo de vida que
nos aturde y esclaviza, abrumados por una información asfixiante de noticias y
acontecimientos diarios, fascinados por mil atractivos objetos que el
desarrollo técnico ha puesto en nuestras manos, no parece que necesitemos un
horizonte más amplio que «esta vida» en que nos movemos.
¿Para qué pensar en «otra vida»?
¿No sería mejor encauzar todas nuestras fuerzas a organizar lo mejor posible
nuestra existencia en este mundo? ¿No deberíamos esforzarnos al máximo en
llevar la vida que se nos ha dado ahora lo más humanamente posible y callarnos
respecto a todo lo demás? ¿No es mejor aceptar la vida con su oscuridad y sus
enigmas y dejar «el más allá» como un misterio del que nada sabemos?
Sin embargo, el hombre
contemporáneo, como el de todas las épocas, sabe que en el fondo de su ser está
latente siempre la pregunta más seria y difícil de responder: ¿qué va a ser de
todos y cada uno de nosotros?
Cualquiera que sea nuestra
ideología, nuestra fe o postura ante la vida, el verdadero problema al que
estamos enfrentados todos es nuestro futuro. ¿Qué final nos espera?
P.L.
Berger nos ha recordado con profundo realismo que «toda sociedad humana
es, en última instancia, una congregación de hombres frente a la muerte».
Por ello, es ante la muerte
precisamente donde aparece con más claridad «la verdad» de la civilización
contemporánea que, curiosamente, no sabe qué hacer con ella si no es ocultarla
asépticamente y eludir al máximo su trágico desafío.
Más honrada nos parece la postura
de hombres como nuestro Eduardo Chillida
que, en alguna ocasión, se ha expresado en estos términos: «De la muerte, la
razón me dice que es definitiva. De la razón, la razón me dice que es
limitada».
Es aquí donde hemos de situar la
postura del creyente que sabe enfrentarse con realismo y modestia al hecho
ineludible de la muerte, pero lo hace desde una confianza radical en Cristo
resucitado.
Una confianza que, difícilmente,
puede ser entendida «desde fuera» y que sólo puede ser vivida por quien ha
escuchado, alguna vez, en el fondo de su ser las palabras de Jesús: «Yo soy la
resurrección y la vida».
José Antonio Pagola
HOMILIA
1980-1981 – APRENDER A VIVIR
5 de abril de 1981
VENCER A LA MUERTE
El que
cree en mí, aunque haya muerto, vivirá.
Querámoslo o no, el temor a la
muerte arruina nuestra alegría de vivir. En el interior de toda felicidad
humana, se oculta una especie de «insatisfacción subterránea» que todo hombre
lúcido puede percibir, ya que no es posible, en último término, escamotear su
fugacidad y desterrar la amenaza de la muerte.
Vivimos cercados por ese
«omnipotente aguafiestas» que nos estropea la seguridad de nuestro vivir
diario. Por muchos que sean los logros de la humanidad, la vida sigue dominada
por la muerte y sigue, por tanto, amenazada por lo irreal, el vacío ‘i la nada.
Nadie sabe cómo tratar a la
muerte. Es mejor olvidarla. No hablar de ella. Es arriesgado tratar de penetrar
en su enigma. Preferimos hablar de las consecuencias que una muerte trae
consigo para los que seguimos viviendo. Pero, ¿qué ha sido del muerto?
No nos atrevemos a plantearnos de
frente la pregunta más «lógica» y elemental: la muerte ¿es o no es el final de
todo?
Si es el final de todo, la muerte
reviste el carácter de una poderosa y terrible mutilación de nuestra
existencia. Si no es el fin, entonces nuestra muerte y, por tanto, nuestra
vida, adquiere una dimensión extraordinariamente nueva.
La confrontación serena con esa
muerte que tarde o temprano tendremos que afrontar todos, nos coloca delante
del todo o la nada, del sentido o del sinsentido último de nuestra existencia:
Dios o el vacío infinito.
Y es, precisamente, su carácter
decisivo e irreversible el que le da a la muerte su fuerza temible. Es lógico
que las dictaduras de signo diverso y las ideologías del poder la utilicen como
la amenaza más decisiva y el arma más eficaz para lograr sus objetivos.
Si todo acaba con la muerte, esta
vida es para nosotros el todo. Y, por tanto, todo lo que de alguna manera pone
en peligro nuestra vida, se convierte en la máxima amenaza que nos puede
coaccionar y paralizar.
La libertad más profunda comienza
cuando es posible perder el miedo absoluto a la muerte, porque se cree en algo
o en alguien que la supera y la relativiza.
La fe en la resurrección, cuando
crece de verdad en nuestros corazones, es siempre fuente de libertad. Ella
puede y debe darnos a los creyentes la capacidad para vivir sin reservas, y
luchar de manera incondicional por un hombre nuevo y liberado. Porque «el que
cree que Jesucristo es la resurrección y la vida, aunque muera, vivirá».
José Antonio Pagola
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