El pasado 2 de octubre de 2014, José Antonio Pagola nos visitó en la Parroquia de San Pedro Apóstol de la Iglesia de Sopela, dándonos la conferencia: Volver a Jesucristo. Iniciar la reacción.
Pulsando aquí podréis disfrutar de ella.
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¡Volver a Jesucristo! Iniciar la reacción.
Video de la Conferencia de Jose Antonio Pagola.
José Antonio Pagola: He recibido con satisfacción la resolución definitiva de la Congregación Romana para la Doctrina de la Fe sobre mi libro, Jesús.Aproximación histórica.
4º domingo de Cuaresma (A)
EVANGELIO
Fue,
se lavó, y, volvió con vista.
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Lectura del santo evangelio según san Juan 9, 1-41
En aquel
tiempo, al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento.
Y sus
discípulos le preguntaron:
-«Maestro,
¿quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego?»
Jesús
contestó:
-«Ni éste
pecó ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios.
Mientras es de día, tenemos que hacer las obras del que me ha enviado; viene la
noche, y nadie podrá hacerlas. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del
mundo.»
Dicho esto,
escupió en tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y
le dijo:
-«Ve a
lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado).»
Él fue, se
lavó, y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir
limosna preguntaban:
-«¿No es ése
el que se sentaba a pedir?»
Unos decían:
-«El mismo.»
Otros
decían:
-«No es él,
pero se le parece.»
Él
respondía:
-«Soy yo.»
Y le
preguntaban:
-«¿Y cómo se
te han abierto los ojos?»
Él contestó:
-«Ese hombre
que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me dijo que fuese a
Siloé y que me lavase. Entonces fui, me lavé, y empecé a ver. »
Le
preguntaron:
-«¿Dónde
está él?»
Contestó:
-«No sé.»
Llevaron
ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo
barro y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había
adquirido la vista.
Él les
contestó:
-«Me puso
barro en los ojos, me lavé, y veo.»
Algunos de
los fariseos comentaban:
-«Este
hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado.» Otros replicaban:
-«¿Cómo
puede un pecador hacer semejantes signos?»
Y estaban
divididos. Y volvieron a preguntarle al ciego:
-«Y tú, ¿qué
dices del que te ha abierto los ojos?»
Él contestó:
-«Que es un
profeta.»
Pero los
judíos no se creyeron que aquél había sido ciego y había recibido la vista,
hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron:
-«¿Es éste
vuestro hijo, de quien decís vosotros que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?»
Sus padres
contestaron:
-«Sabernos
que éste es nuestro hijo y que nació ciego; pero cómo ve ahora, no lo sabemos
nosotros, y quién le ha abierto los ojos, nosotros tampoco lo sabemos.
Preguntádselo a él, que es mayor y puede explicarse. »
Sus padres
respondieron así porque tenían miedo a los judíos; porque los judíos ya habían
acordado excluir de la sinagoga a quien reconociera a Jesús por Mesías. Por eso
sus padres dijeron: «Ya es mayor, preguntádselo a él.»
Llamaron por
segunda vez al que había sido ciego y le dijeron:
-«Confiésalo
ante Dios: nosotros sabemos que ese hombre es un pecador. »
Contestó él:
-« Si es un
pecador, no lo sé; sólo sé que yo era ciego y ahora veo.» Le preguntan de
nuevo:
-¿«Qué te
hizo, cómo te abrió los ojos?»
Les contestó:
Les contestó:
-«Os lo he
dicho ya, y no me habéis hecho caso; ¿para qué queréis oírlo otra vez?;
¿también vosotros queréis haceros discípulos suyos? »
Ellos lo
llenaron de improperios y le dijeron:
-«Discípulo
de ése lo serás tú; nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a
Moisés le habló Dios, pero ése no sabemos de dónde viene.»
Replicó él:
-«Pues eso
es lo raro: que vosotros no sabéis de dónde viene y, sin embargo, me ha abierto
los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que es religioso
y hace su voluntad. Jamás se oyó decir que nadie le abriera los ojos a un ciego
de nacimiento; si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder.»
Le
replicaron:
-«Empecatado
naciste tú de pies a cabeza, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?»
Y lo
expulsaron. Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo:
-«¿Crees tú
en el Hijo del hombre?»
Él contestó:
-«¿Y quién
es, Señor, para que crea en él?»
Jesús le
dijo:
-«Lo estás
viendo: el que te está hablando, ése es.»
Él dijo:
-«Creo,
Señor.»
Y se postró
ante él.
Jesús añadió:
Jesús añadió:
-«Para un
juicio he venido yo a este mundo; para que los que no ven vean, y los que ven
queden ciegos.»
Los fariseos
que estaban con él oyeron esto y le preguntaron:
-« ¿También
nosotros estamos ciegos?» Jesús les contestó: -«Si estuvierais ciegos, no
tendríais pecado, pero como decís que veis, vuestro pecado persiste.»
Palabra de
Dios
HOMILIA
2016-2017 -
26 de marzo de 2017
PARA
EXCLUÍDOS
Es ciego de nacimiento. Ni él ni
sus padres tienen culpa alguna, pero su destino quedará marcado para siempre.
La gente lo mira como un pecador castigado por Dios. Los discípulos de Jesús le
preguntan si el pecado es del ciego o de sus padres.
Jesús lo mira de manera
diferente. Desde que lo ha visto, solo piensa en rescatarlo de aquella vida
desgraciada de mendigo, despreciado por todos como pecador. Él se siente
llamado por Dios a defender, acoger y curar precisamente a los que viven
excluidos y humillados.
Después de una curación trabajosa
en la que también él ha tenido que colaborar con Jesús, el ciego descubre por
vez primera la luz. El encuentro con Jesús ha cambiado su vida. Por fin podrá
disfrutar de una vida digna, sin temor a avergonzarse ante nadie.
Se equivoca. Los dirigentes religiosos
se sienten obligados a controlar la pureza de la religión. Ellos saben quién no
es pecador y quién está en pecado. Ellos decidirán si puede ser aceptado en la
comunidad religiosa.
El mendigo curado confiesa
abiertamente que ha sido Jesús quien se le ha acercado y lo ha curado, pero los
fariseos lo rechazan irritados: “Nosotros sabemos que ese hombre es un
pecador”. El hombre insiste en defender a Jesús: es un profeta, viene de Dios.
Los fariseos no lo pueden aguantar: “Empecatado naciste de pies a cabeza y, ¿tú
nos vas a dar lecciones a nosotros?”.
El evangelista dice que, “cuando
Jesús oyó que lo habían expulsado, fue a encontrarse con él”. El diálogo es
breve. Cuando Jesús le pregunta si cree en el Mesías, el expulsado dice: “Y,
¿quién es, Señor, para que crea en él?”. Jesús le responde conmovido: No está
lejos de ti. “Lo estás viendo; el que te está hablando, ese es”. El mendigo le
dice: “Creo, Señor”.
Así es Jesús. Él viene siempre al
encuentro de aquellos que no son acogidos oficialmente por la religión. No
abandona a quienes lo buscan y lo aman aunque sean excluidos de las comunidades
e instituciones religiosas. Los que no tienen sitio en nuestras iglesias tienen
un lugar privilegiado en su corazón.
¿Quién llevará hoy este mensaje
de Jesús hasta esos colectivos que, en cualquier momento, escuchan condenas
públicas injustas de dirigentes religiosos ciegos; que se acercan a las
celebraciones cristianas con temor a ser reconocidos; que no pueden comulgar
con paz en nuestras eucaristías; que se ven obligados a vivir su fe en Jesús en
el silencio de su corazón, casi de manera secreta y clandestina? Amigos y
amigas desconocidos, no lo olvidéis: cuando los cristianos os rechazamos, Jesús
os está acogiendo.
José Antonio Pagola
HOMILIA
20013-2014 –
30 de marzo de 2014
PARA
EXCLUÍDOS
(Ver homilía del ciclo A - 2016-2017)
José Antonio Pagola
HOMILIA
2010-2011 - JESÚS ES PARA
TODOS
3 de abril de 2011
CAMINOS
HACIA LA FE
El relato es inolvidable. Se le
llama tradicionalmente "La curación del ciego de nacimiento",
pero es mucho más, pues el evangelista nos describe el recorrido interior que
va haciendo un hombre perdido en tinieblas hasta encontrarse con Jesús, «Luz
del mundo». No conocemos su nombre. Sólo sabemos que es un mendigo, ciego de
nacimiento, que pide limosna en las afueras del templo. No conoce la luz. No la
ha visto nunca. No puede caminar ni orientarse por sí mismo. Su vida transcurre
en tinieblas. Nunca podrá conocer una vida digna.
Un día Jesús pasa por su vida. El
ciego está tan necesitado que deja que le trabaje sus ojos. No sabe quién es,
pero confía en su fuerza curadora. Siguiendo sus indicaciones, limpia su mirada
en la piscina de Siloé y, por primera vez, comienza a ver. El encuentro con
Jesús va a cambiar su vida.
Los vecinos lo ven transformado.
Es el mismo pero les parece otro. El hombre les explica su experiencia: «un
hombre que se llama Jesús» lo ha curado. No sabe más. Ignora quién es y dónde
está, pero le ha abierto los ojos. Jesús hace bien incluso a aquellos que
sólo lo reconocen como hombre.
Los fariseos, entendidos en
religión, le piden toda clase de explicaciones sobre Jesús. El les habla de su
experiencia: «sólo sé una cosa: que era ciego y ahora veo». Le preguntan qué
piensa de Jesús y él les dice lo que siente: «que es un profeta». Lo que ha
recibido de Él es tan bueno que ese hombre tiene que venir de Dios. Así vive
mucha gente sencilla su fe en Jesús. No saben teología, pero sienten que ese
hombre viene de Dios.
Poco a poco, el mendigo se va
quedando solo. Sus padres no lo defienden. Los dirigentes religiosos lo echan
de la sinagoga. Pero Jesús no abandona a quien lo ama y lo busca.
«Cuando oyó que lo habían expulsado, fue a buscarlo». Jesús tiene sus caminos
para encontrarse con quienes lo buscan. Nadie se lo puede impedir.
Cuando Jesús se encuentra con
aquel hombre a quien nadie parece entender, sólo le hace una pregunta: «¿Crees
en el Hijo del Hombre?» ¿Crees en el Hombre Nuevo, el Hombre plenamente humano
precisamente por ser expresión y encarnación del misterio insondable de Dios?
El mendigo está dispuesto a creer, pero se encuentra más ciego que nunca: «¿Y
quién es, Señor, para que crea en él?»
Jesús le dice: «Lo estás viendo:
el que te está hablando, ése es». Al ciego se le abren ahora los ojos del
alma. Se postra ante Jesús y le dice: «Creo, Señor». Sólo escuchando a
Jesús y dejándonos conducir interiormente por él, vamos caminando hacia una fe
más plena y también más humilde.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2007-2008 - Recreados por
Jesús
2 de marzo de 2008
JESÚS ES
PARA EXCLUIDOS
Fue a
buscarlo.
Es «ciego de nacimiento». No sabe
lo que es la luz. Nunca la ha conocido. Ni él ni sus padres tienen la culpa,
pero allí está él, sentado, pidiendo limosna. Su destino es vivir en tinieblas.
Un día, al pasar Jesús por allí,
ve al ciego. El evangelista dice que Jesús es nada menos que la «Luz del
mundo». Tal vez recuerda las palabras del viejo profeta Isaías asegurando que
un día llegaría a Israel alguien que «gritaría
a los cautivos: ¡salid! y a los que están en tinieblas: ¡venid a la luz!».
Jesús trabaja los ojos del pobre
ciego con barro y saliva para infundirle su fuerza vital. La curación no es
automática. También el ciego ha de colaborar. Hace lo que Jesús le medica: se
lava los ojos, limpia su mirada y comienza a ver.
Cuando la gente le pregunta quién
lo ha curado, no sabe cómo contestar. Ha sido «un hombre llamado Jesús». No
sabe decir más. Tampoco sabe dónde está. Sólo sabe que, gracias a este hombre,
puede vivir la vida de manera completamente nueva. Esto es lo importante.
Cuando los fariseos y entendidos
en religión le acosan con sus preguntas, el hombre contesta con toda sencillez:
pienso que «es un profeta». No lo sabe muy bien, pero alguien capaz de abrir
los ojos tiene que venir de Dios. Entonces los fariseos se enfurecen, lo
insultan y lo «expulsan» de su comunidad religiosa.
La reacción de Jesús es
conmovedora. «Cuando se enteró de que lo
habían echado fuera, fue a buscarlo». Así es Jesús. No lo hemos de olvidar
nunca: el que viene al encuentro de los hombres y mujeres que se sienten
echados de la religión. Jesús no abandona a quien lo busca y lo ama, aunque sea
excluido de su comunidad religiosa.
El diálogo es breve: «¿Crees tú en el Hijo del Hombre?». Él
está dispuesto a creer. Su corazón ya es creyente, pero lo ignora todo: «¿Y quién es, Señor para que crea en él?».
Jesús le dice: no está lejos de ti. «Lo
estás viendo: el que te está hablando, ése es». Según el evangelista, esta
historia sucedió en Jerusalén hacia el año treinta, pero sigue ocurriendo hoy
entre nosotros en el siglo veintiuno.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2004-2005 – AL ESTILO DE JESÚS
6 de marzo de 2005
OJOS
NUEVOS
Me
trabajó los ojos y empecé a ver.
El relato del ciego de Siloé está
estructurado desde la clave de un fuerte contraste. Los fariseos creen saberlo
todo. No dudan de nada. Imponen su verdad. Llegan incluso a expulsar de la
sinagoga al pobre ciego: «Nosotros
sabemos que a Moisés le habló Dios». «Sabemos que ese hombre que te ha curado,
no guarda el sábado». «Sabemos que es pecador».
Por el contrario, el mendigo
curado por Jesús no sabe nada. Sólo cuenta su experiencia a quien le quiera
escuchar: «Sólo sé que yo era ciego y
ahora veo». «Ese hombre me trabajó los ojos y empecé a ver». El relato concluye
con esta advertencia final de Jesús: «Yo
he venido para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos».
A Jesús le daba miedo una
religión defendida por escribas seguros y arrogantes, que manejaban
autoritariamente la Palabra de Dios para imponerla, utilizarla como arma o
excomulgar incluso a quienes sentían de manera diferente. Temía a los doctores
de la ley, más preocupados por «guardar el sábado» que por «curar» a mendigos
enfermos. Le parecía una tragedia una religión con «guías ciegos» y lo decía
abiertamente: «Si un ciego guía a otro
ciego, los dos caerán al hoyo».
Teólogos, predicadores,
catequistas y educadores que pretendemos «guiar» a otros sin habernos dejado,
tal vez, iluminar nosotros mismos por Jesús, ¿no hemos de escuchar su
interpelación? ¿Vamos a seguir repitiendo incansablemente nuestras doctrinas
sin vivir una experiencia personal de encuentro con Jesús que nos abra los ojos
y el corazón?
Nuestra Iglesia no necesita hoy
predicadores que llenen las iglesias de palabrería, sino testigos que
contagien, aunque sea de manera imperfecta, su pequeña experiencia del
Evangelio. No necesitamos fanáticos que defiendan «verdades» de manera
autoritaria y con lenguaje vacío, hecho de tópicos y frases hechas. Necesitamos
creyentes de verdad, atentos a la vida y sensibles a los problemas de la gente,
buscadores de Dios capaces de escuchar y acompañar con respeto a tantos hombres
y mujeres que sufren, buscan y no aciertan a vivir de manera más humana ni más
creyente.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2001-2002 – CON FUEGO
10 de marzo de 2002
TESTIGO
DE LA VERDAD
Para que
los que no ven, vean.
Hay un rasgo que define el ser de
Jesús y configura toda su actuación: su voluntad de vivir en la verdad. Es
sorprendente su decisión de vivir en la realidad, sin engañarse ni engañar a
nadie. No es frecuente en la historia encontrarse con un hombre así. Jesús no
sólo dice la verdad. Cree en la verdad y la busca. Está convencido de que la
verdad humaniza a todos.
Es por eso que no tolera la mentira
o el encubrimiento. No soporta la tergiversación o las manipulaciones. No hay
en él atisbos de disimular la verdad o de convertirla en propaganda. XLI
honradez con la realidad lo hace libre para decir toda la verdad. Jesús se
convertirá en «voz de los sin voz y voz
contra los que tienen demasiada voz» (J. Sobrino).
Jesús va siempre al fondo de las
cosas. Habla con autoridad porque habla desde la verdad. No necesita falsos
autoritarismos. Habla con convicción pero sin dogmatismos. No necesita presionar
a nadie. Basta su verdad. No grita contra los ignorantes sino contra los que
oprimen interesadamente la verdad para actuar de manera injusta.
Jesús invita a buscar la verdad.
No habla como los fanáticos que la imponen ni como los funcionarios que la «defienden»
por obligación. Dice las cosas con absoluta sencillez y soberanía. Lo que dice
y hace es diáfano y fácil de entender. La gente lo percibe enseguida. En
contacto con Jesús, cada uno se encuentra consigo mismo y con lo mejor que hay
en él. Jesús nos lleva a nuestra propia verdad.
Cuando este hombre habla de un
Dios que quiere una vida digna para los más desgraciados e indefensos, se hace
creíble. Su palabra no es la de un farsante interesado por su propia causa.
Tampoco la de un religioso piadoso en busca de su bienestar espiritual. Es la
palabra de quien trae la verdad de Dios para quienes la quieran acoger.
Según el cuarto evangelio, Jesús
dice: «Yo he venido a este mundo para que
los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos». Es así. Cuando
reconocemos nuestra ceguera y acogemos su evangelio, comenzamos a ver la
verdad.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1998-1999 – FUERZA PARA VIVIR
14 de marzo de 1999
BUSCAR LA
LUZ
Para que
los que no ven, vean.
No estamos hechos para vivir en
la oscuridad. Nos da miedo caminar en medio de las tinieblas. Y, sin embargo,
la vida se nos presenta, con frecuencia, como un camino que debemos recorrer «a
tientas». El hombre moderno no se resigna a aceptar el misterio. Pero el
misterio está presente en lo más profundo de nuestra vida como una experiencia
constante.
El ser humano se ha ido abriendo
camino en la historia tratando de iluminar la existencia con su razón. Y
ciertamente ha dado pasos gigantescos. La humanidad ha ido acumulando cada vez
más datos, ha organizado esos datos en sistemas y ciencias cada vez más
complejos, y los ha transformado en técnicas cada vez más poderosas para
dominar el mundo y la vida.
Y, sin embargo, la razón es una
luz que nos deja todavía en las tinieblas. La razón puede explicarlo todo menos
a sí misma. Se diría que el hombre lo puede conocer y dominar todo, pero no
puede conocer y dominar su origen ni su destino último.
Los científicos más avanzados de
nuestro siglo se encuentran tan impotentes como los humildes pobladores del
paleolítico para contestar a las preguntas decisivas del ser humano ¿Cuál es el
destino último de la humanidad? ¿Qué va a ser de todos y cada uno de nosotros?
¿Es la vida un paréntesis entre dos grandes «vacíos»? ¿Nos espera algo o
alguien más allá de la muerte? Lo más racional sería reconocer que estamos a
merced del misterio y aceptar que nuestra vida se mueve humildemente en el
horizonte de lo desconocido.
Es en este horizonte donde se
sitúa el creyente. No como alguien que pretende «ver» y «explicar» el enigma
último de la existencia, sino como un ciego que busca luz, se deja iluminar por
Jesús y se atreve a enfrentarse con confianza al misterio de la vida porque
cree en un Padre.
Muchos cristianos hablan hoy de
su fe con una inseguridad cada vez mayor. Quizás sienten en su interior el
enfrentamiento de diversas ideologías, corrientes y creencias. Querrían
reformular su fe y lograr una nueva síntesis cristiana de la vida, pero no lo
consiguen. Tal vez sin atreverse a confesárselo a sí mismos, se van sintiendo
interiormente increyentes porque descubren que su fe se ha ido convirtiendo en
algo irreal, vacío y trivial.
Es entonces cuando, lejos de
inflaciones verbales y falsas seguridades, hemos de adoptar una postura humilde
y sincera de búsqueda, como aquel ciego de nacimiento que se dejó iluminar por
Jesús. Quizás tengamos también nosotros la misma experiencia de que él sigue
haciendo que «los que no ven, vean, y los
que ven, se queden ciegos».
José Antonio Pagola
HOMILIA
1995-1996 – SANAR LA VIDA
17 de marzo de 1996
¿QUIÉN
SOY YO?
Para que
los que no ven, vean.
Probablemente tienen razón
quienes sugieren que el hombre de hoy huye de Dios porque anda huyendo de sí
mismo. En el fondo, no es posible entrar en contacto con Dios sin entrar en
contacto consigo mismo. Lo decía hace mucho tiempo san Cipriano de Cartago: «¿Cómo puedes pretender que Dios te
escuche, si no te escuchas a ti mismo? Quieres que Dios piense en ti, cuando tú
mismo no piensas en ti mismo.»
La comunicación con Dios y los
actos religiosos en general se convierten en una «piadosa evasión» si la
persona no se encuentra consigo misma y no descubre cuáles son las necesidades
más hondas y la nostalgia más íntima y secreta del corazón humano.
Encontrarse con uno mismo no
significa andar dando vueltas continuamente a los propios problemas o analizar
una y otra vez el estado de ánimo. Se trata, sobre todo, de llegar hasta mi
núcleo personal y adentrarme en mi verdadera identidad.
El benedictino alemán Anselmo Grün, buen conocedor de la
espiritualidad cristiana y de la psicología contemporánea, sugiere en su
reciente libro «La oración como
encuentro» un método sencillo y práctico. Consiste esencialmente en
preguntarse a menudo: ¿Quién soy yo?
Cuando uno se hace despacio esa
pregunta, comienza a recibir espontáneamente respuestas e imágenes. Pero no hay
que precipitarse. Ese no soy yo. Yo no soy ése que mis amigos creen que soy; no
soy lo que se dice de mí; no soy el que yo creo ser. Yo no me identifico con el
papel que represento ante los demás. No soy ese «disfraz» que me pongo incluso
ante mí mismo.
No es nada difícil descubrir que
uno actúa de una manera en el trabajo y de forma muy distinta en casa. Que se
comporta de un modo con los amigos y de otro con los extraños. Que de mí pueden
nacer los sentimientos más nobles, pero también los más peligrosos. ¿Quién soy
yo realmente?
Soy diferente de los demás. Llevo
una trayectoria en mi vida, pero soy algo más que el resultado de mi pequeña
historia. Mi ser más hondo no se identifica con mis pensamientos ni
sentimientos. Yo soy un misterio que me desborda. ¿De dónde vengo? ¿Qué ando
buscando? ¿Dónde encontraré mi paz?
Desde este tipo de preguntas
comienza la persona a dejarse iluminar por Dios. Es él quien de verdad nos
conoce, nos llama por nuestro nombre propio y nos invita a creer. El relato de
la curación del ciego termina con estas significativas palabras de Jesús: «He venido a este mundo para que los que no
ven, vean, y los que ven, se queden ciegos.»
José Antonio Pagola
HOMILIA
1992-1993 – CON HORIZONTE
21 de marzo de 1993
MENTIRSE
A SI MISMO
Como
decís que veis,
vuestro pecado persiste.
vuestro pecado persiste.
Siempre me ha sorprendido cuánto
se habla y se escribe condenando abusos e injusticias de todo género, y qué
poco se analiza la mentira e hipocresía que se encierra detrás de no pocos
comportamientos.
Sin embargo, la experiencia nos
dice que, para hacer el mal, el ser humano necesita casi siempre mentir y,
sobre todo, mentirse a sí mismo. Raras veces el hombre hace el mal llamándolo
«mal». Necesita enmascararlo o maquillarlo de alguna manera, pues, de lo
contrario, no se soportaría a sí mismo.
Pocas veces se estudia el
mecanismo de la mentira y la gravedad que encierra. Antes de mentir y engañar a
otros, el hombre comienza por mentirse y engañarse a sí mismo. Casi sin dar- se
cuenta, la persona se construye una «mentira-raíz», se implanta en ella y desde
ahí orienta toda su vida de manera falsa y engañosa.
Llama la atención con qué fuerza
ha destacado J.L. Segundo en su
último estudio cristológico, «La historia
perdida y recuperada de Jesús», la actuación de Cristo como
«desenmascarador»
de esa mentira sobre la que se
asienta la conducta equivocada de no pocos hombres. Jesús no condena «las
mentiras», sino ese mecanismo de la mentira implantado en el corazón de la
persona, capaz de viciar de raíz toda su existencia. Lo que le preocupa no es
la mentira ocasional de quien, para salir del paso, trata de ocultar
avergonzado su actuación equivocada, sino la postura de hipocresía y ceguera del
que vive engañándose a sí mismo.
Jesús desenmascara, en primer
lugar, la mentira religiosa. Esa hipocresía de quien vive una relación
puramente exterior con Dios, que no cambia en nada lo profundo de su persona.
Su crítica se resume en aquella frase de Isaías que Jesús repite: «Hipócritas... Este pueblo me honra con los
labios, pero su corazón está lejos de mí.»
Reprueba, asimismo, la hipocresía
condenatoria. Esa postura de quien tiene una medida diferente para medirse a sí
mismo y para medir a los demás. La crítica de Jesús se resume en estas
palabras: «Hipócrita, ¿cómo es que miras
la brizna que hay en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu
ojo?»
Jesús condena también el engaño
de quien sólo ve lo que quiere ver y desconoce lo que no quiere conocer. No se
trata de ignorancia o desinterés, sino de un positivo interés de la persona por
desconocer aquello que la obligaría a cambiar. Su pensamiento se recoge en esta
frase: «Todo aquel que obra el mal
detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras.»
Lo más grave que le puede suceder
a un hombre es acostumbrarse a caminar en la mentira creyendo que camina en la
verdad. El Evangelio nos recuerda las duras palabras de Jesús:
«Si
estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís que veis, vuestro
pecado persiste. » Quien se miente a sí mismo se cierra a la verdad. Esa es su gran
desgracia, pues sólo la verdad renueva y trae alegría a la vida.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1989-1990 – NUNCA ES TARDE
25 de marzo de 1990
ABRIR LOS
OJOS
Empecé a ver.
Posiblemente, bastantes juzgarán
excesivamente negativa la afirmación del pensador húngaro Ladislaus Boros cuando
dice que «nuestra vida es en gran parte una mentira».
Es cierto que hay en nosotros momentos
de honradez, lealtad y franqueza, y, sin embargo, ¿no es también cierto que, de
alguna manera, nos mentimos a nosotros mismos a lo largo de toda la vida?
Con esto no queremos decir que
nos pasemos la vida falseando los hechos o tratando de engañar a los que nos
rodean. Se trata de algo más sutil y profundo. Lo podríamos llamar
«inautenticidad de nuestra existencia».
Nuestra vida consiste, en gran
parte, en eludir. No queremos enfrentarnos a lo que nos obligaría a
cambiar. No queremos reconocer nuestras equivocaciones y nuestro pecado. Quizás
no obramos con mala intención. Sencillamente eludimos lo que nos urgiría a
vivir con más verdad.
No escuchamos las llamadas que
nacen desde nuestra conciencia, invitándonos a ser mejores. Pasamos de largo
ante todo aquello que cuestiona nuestra vida. No mentimos con nuestra boca,
pero mentimos con nuestra vida.
Preferimos seguir cerrando los
ojos y el corazón. Tal vez, proclamamos los grandes ideales de «verdad»,
«justicia» y «paz» para otros. Pero nosotros no damos ningún paso para
transformar nuestra vida.
Entonces corremos el riesgo de
limitarnos a «vegetar». Casi sin advertirlo, nuestra vida se va haciendo
monótona e insulsa. Tratamos de reavivarla con mil distracciones y proyectos,
pero la monotonía va envolviendo lentamente toda nuestra existencia de tedio y
vaciedad.
El que no vive su vida desde su
verdad más honda, puede conocer el éxito y el bienestar, pero no sabrá nunca lo
que es la felicidad interior. Y la razón de este descontento es muy simple, aunque
hoy casi todos lo olviden: el ser humano es incapaz de ser totalmente superficial.
De ahí la necesidad de reaccionar
y dejar brotar en nosotros esa «verdad interior» que, una y otra vez, pugna por
abrirse camino en nuestra vida.
Lo que necesitamos es mayor
lealtad ante nosotros mismos y ante Dios. Una actitud más sincera y
transparente que nos permita vernos tal como somos y abrirnos más humildemente
a la verdad.
No encerrarnos tercamente en
nuestra ceguera. No obstinarnos en defender lo que es indefendible en nuestra
vida. N o seguir engañándonos por más tiempo. Abrir los ojos.
El episodio de la curación del
ciego de Siloé nos recuerda que cuando un hombre se deja iluminar y trabajar
por Cristo, se le abren los ojos y comienza a verlo todo con luz nueva.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1986-1987 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
29 de marzo de 1987
CON LOS
OJOS CERRADOS
¿También
nosotros estamos ciegos?
Tal vez la mayor equivocación que
cometemos los hombres es el vivir con los ojos cerrados, sin querer despertar a
la realidad. Nos resistimos a mirar la vida hasta el fondo.
La vida es algo que va sucediendo
en nosotros con toda su riqueza y su misterio y, mientras tanto, nosotros
seguimos ocupados en mil cosas sin importancia.
No queremos abrir los ojos.
Preferimos encerrarnos en el mundo ficticio que nos hemos ido construyendo cada
uno. Nos falta valor para romper la imagen que nos hemos fabricado de nosotros
mismos. Tal vez tenemos la sensación de que estamos echando a perder nuestra
vida pero no queremos reaccionar.
Nos da miedo abrir los ojos y ver
nuestra realidad porque intuimos que «ver» tiene sus consecuencias. Cuando
vemos empezamos a cambiar.
Una persona comienza a
transformarse cuando se atreve a poner a cada cosa su verdadero nombre y sabe
llamar «negocio emocional» a lo que antes llamaba amor, «cuidado de la propia
imagen» a lo que consideraba preocupación por los demás, «ambición interesada»
a lo que parecía responsabilidad profesional.
A veces nos hacemos graves
planteamientos sobre el camino a seguir para descubrir la verdad última de la
existencia y no queremos ver que lo más simple y verdadero es comenzar por
hacer verdad en nuestra propia vida desprendiéndonos de nuestras mentiras y
engaños.
Para descubrir la verdad, lo más
decisivo no es hacer grandes esfuerzos de reflexión, sino sencillamente ver
nuestros errores y admitir nuestras equivocaciones. Es entonces cuando la
verdad se nos puede hacer más patente.
No se puede contemplar un paisaje
por muy luminoso que sea a través de un ventanal empañado y lleno de suciedad.
¿Se podrá contemplar el fondo de la vida e intuir el misterio último que lo
ilumina todo, sin limpiar nuestros ojos y nuestra mirada? ¿Se podrá creer en
Dios sin limpiar nuestra actitud interior?
Tal vez lo más importante de la
Carta Pastoral de los Obispos sea la invitación que se nos hace a abrir los
ojos sobre la realidad del hombre contemporáneo para reconocer nuestros errores
y equivocaciones y abrirnos a la luz del Dios revelado en Jesucristo.
Los hombres de hoy tenemos el
peligro de creernos muy lúcidos, conscientes y progresistas. Es fácil que nos
preguntemos como los fariseos de otros tiempos: «¿También nosotros estamos
ciegos?”.
La respuesta sorprendente de
Jesús nos debería hacer pensar: «Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado,
pero como decís que veis, vuestro pecado persiste».
José Antonio Pagola
HOMILIA
1983-1984 – BUENAS NOTICIAS
1 de abril de 1984
EL
ATEISMO DE LA INSINCERIDAD
para que
los que no ven, vean.
Alguien ha dicho que el ateísmo
que nos amenaza realmente en estos tiempos es «el ateísmo de la insinceridad».
No nos atrevemos ya a plantearnos con seriedad las preguntas fundamentales en
las que Dios nos puede salir al encuentro.
Por lo general, el hombre actual
no tiene coraje para preguntarse de dónde viene y a dónde va, quién es y qué
debe hacer en el breve tiempo que va entre el nacimiento y la muerte.
Estas preguntas no encuentran ya
respuesta alguna. Más aún. La inmensa mayoría ni se las plantea.
Son muchos los que dicen no
encontrar un sentido a la vida. ¿No sería más exacto decir que han perdido la
capacidad de buscar sentido a la vida?
Debajo de muchas actitudes de
autosuficiencia, superficialidad o pasotismo, se esconde, con mucha frecuencia,
un hombre que no tiene valor para bajar con sinceridad a lo más hondo de su
ser.
Es más fácil buscar
satisfacciones inmediatas que enfrentarse responsablemente a la vida. Más fácil
instalarse cómodamente en la seguridad que aspirar a vivir sinceramente como
hombre hasta las últimas consecuencias.
¿No encuentra aquí una de sus
raíces más profundas el ateísmo de muchos de nuestros contemporáneos? P. Tillích ha dicho que «ser religioso
significa preguntar apasionadamente por el sentido de la vida y estar abierto a
una respuesta, aún cuando nos haga vacilar profundamente». Cuando falta esta
búsqueda honrada, comienza uno a deslizarse hacia el ateísmo.
Según el célebre neurólogo V. Frankl, fundador de la logoterapia,
«un hombre que ha perdido el sentido de la vida, la razón de existir, aunque
sea sano psíquicamente, está espiritualmente enfermo». Quizás, una de nuestras
primeras tareas sea la de reconocer que muchas de nuestras incoherencias,
contradicciones y conflictos internos tienen su origen en nuestra incapacidad
de buscar sinceramente la luz.
Podríamos decir más. Hay cegueras
profundas en nosotros que sólo pueden ser curadas si sabemos abrirnos con
humilde sinceridad a ese Jesús que es luz venida al mundo «para que los que no
ven, vean, y los que ven, no vean».
Jesucristo siempre será para los
hombres una llamada al deber y al coraje de ser veraces y sinceros en la
existencia. Hay una luz capaz de iluminarnos. El hombre puede rehuirla, pero al
hacerlo, reduce el mundo a su propia oscuridad.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1980-1981 – APRENDER A VIVIR
29 de marzo de 1981
CIEGOS
Para que
los que no ven, vean.
Los hombres no estamos hechos
para vivir en la oscuridad. Nos da miedo caminar en medio de las tinieblas. Y
sin embargo, la vida se nos presenta, con frecuencia, como un camino que
debemos recorrer «a tientas».
El hombre moderno no se resigna a
aceptar el misterio. Pero, el misterio está presente en lo más profundo de
nuestra vida, como una experiencia constante.
El hombre se ha ido abriendo
camino en la historia, tratando de iluminar la existencia con su razón. Y
ciertamente ha dado pasos gigantescos. La humanidad ha ido acumulando cada vez
más datos, ha organizado esos datos en sistemas y ciencias cada vez más
complejos, y los ha transformado en técnicas cada vez más poderosas para
dominar el mundo y la vida.
Y, sin embargo, la razón es una
luz que nos deja todavía en las tinieblas. La
razón puede explicarlo todo menos a sí misma. Se diría que el hombre lo
puede conocer y dominar todo. Pero, ciertamente, no puede conocer y dominar ni
su origen ni su destino último.
Los científicos más avanzados de
nuestro siglo se encuentran tan impotentes como los humildes pobladores del
paleolítico, para contestar a las preguntas decisivas del hombre. ¿Cuál es el
destino último de la humanidad? ¿Qué va a ser de todos y cada uno de nosotros?
¿Es la vida un paréntesis entre dos grandes «vacíos»? ¿Nos espera algo o
alguien más allá de la muerte?
Lo más racional sería reconocer
que estamos a merced del misterio y aceptar que la vida del hombre se debe
mover humildemente en un horizonte de misterio.
Es en este horizonte donde se
sitúa el creyente. No como un hombre que pretende «ver» y «explicar» el enigma
último de la existencia, sino como un ciego que busca luz, se deja iluminar por Jesús y se atreve a
enfrentarse con confianza al misterio de la vida porque cree en un Padre.
Muchos cristianos hablan hoy de
su fe con una inseguridad cada vez mayor. Quizás sienten en su interior el
enfrentamiento de diversas ideologías, corrientes y creencias. Querrían
reformular su fe y lograr una nueva síntesis cristiana de la vida, pero no lo
consiguen. Tal vez sin atreverse a confesárselo a sí mismos, se van sintiendo
interiormente increyentes, porque
descubren que su fe se ha ido convirtiendo en algo irreal, vacío y trivial.
Es entonces cuando, lejos de
inflaciones verbales y falsas seguridades, debemos adoptar una postura humilde
y sincera de búsqueda, como aquel ciego de nacimiento que se dejó iluminar por
Jesús. Quizás tengamos también nosotros la misma experiencia de que él sigue
haciendo que «los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos».
José Antonio Pagola
Para
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