El pasado 2 de octubre, José Antonio Pagola nos visitó en la Parroquia de San Pedro Apóstol de la Iglesia de Sopela, dándonos la conferencia:
"Volver a Jesucristo. Iniciar la reacción".
Pulsando aquí podréis disfrutar de ella.
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¡Volver a Jesús! Retomar la frescura inicial del evangelio.
Video de la Conferencia de Jose Antonio Pagola.
José Antonio Pagola: He recibido con satisfacción la resolución definitiva de la Congregación Romana para la Doctrina de la Fe sobre mi libro, Jesús.Aproximación histórica.
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32º domingo Tiempo ordinario (A)
EVANGELIO
¡Que
llega el esposo, salid a recibirlo!
Lectura
del santo evangelio según san Mateo 25, 1-13
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos
esta parábola:
-«Se parecerá el reino de los cielos a diez
doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo.
Cinco de ellas eran necias y cinco eran
sensatas.
Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron
el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las
lámparas.
El esposo tardaba, les entró sueño a todas y
se durmieron.
A medianoche se oyó una voz:
¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!
Entonces se despertaron todas aquellas
doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas.
Y las necias dijeron a las sensatas:
"Dadnos un poco de vuestro aceite, que
se nos apagan las lámparas."
Pero las sensatas contestaron:
"Por si acaso no hay bastante para
vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis."
Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y
las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la
puerta.
Más tarde llegaron también las otras
doncellas, diciendo:
"Señor, señor, ábrenos."
Pero él respondió:
"Os lo aseguro: no os conozco.
Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni
la hora.»
Palabra de Dios.
HOMILIA
2013-2014 -
9 de noviembre de 2014
Título
---
José Antonio Pagola
HOMILIA
2010-2011 -
6 de noviembre 2011.
ENCENDER UNA FE GASTADA
La primera generación cristiana vivió convencida de
que Jesús, el Señor resucitado, volvería muy pronto lleno de vida. No fue así.
Poco a poco, los seguidores de Jesús se tuvieron que preparar para una larga
espera.
No es difícil imaginar las preguntas que se
despertaron entre ellos. ¿Cómo mantener vivo el espíritu de los comienzos?
¿Cómo vivir despiertos mientras llega el Señor? ¿Cómo alimentar la fe sin dejar
que se apague? Un relato de Jesús sobre lo sucedido en una boda les ayudaba a
pensar la respuesta.
Diez jóvenes, amigas de la novia, encienden sus
antorchas y se preparan para recibir al esposo. Cuando, al caer el sol, llegue
a tomar consigo a la esposa, los acompañarán a ambos en el cortejo que los
llevará hasta la casa del esposo donde se celebrará el banquete nupcial.
Hay un detalle que el narrador quiere destacar desde
el comienzo. Entre las jóvenes hay cinco «sensatas» y previsoras que toman consigo aceite para impregnar
sus antorchas a medida que se vaya consumiendo la llama. Las otras cinco son
unas «necias» y
descuidadas que se olvidan de tomar aceite con el riesgo de que se les apaguen
las antorchas.
Pronto descubrirán su error. El esposo se retrasa y
no llega hasta medianoche. Cuando se oye la llamada a recibirlo, las sensatas
alimentan con su aceite la llama de sus antorchas y acompañan al esposo hasta
entrar con él en la fiesta. Las necias no saben sino lamentarse: «Que
se nos apagan las antorchas».
Ocupadas en adquirir aceite, llegan al banquete cuando la puerta está cerrada.
Demasiado tarde.
Muchos comentaristas tratan de buscar un significado
secreto al símbolo del «aceite».
¿Está Jesús hablando del fervor espiritual, del amor, de la gracia bautismal…?
Tal vez es más sencillo recordar su gran deseo: «Yo he venido a traer
fuego a la tierra, y ¿qué he de querer sino que se encienda?». ¿Hay algo que pueda
encender más nuestra fe que el contacto vivo con él?
¿No es una insensatez pretender conservar una fe
gastada sin reavivarla con el fuego de Jesús? ¿No es una contradicción creernos
cristianos sin conocer su proyecto ni sentirnos atraídos por su estilo de vida?
Necesitamos urgentemente una calidad nueva en
nuestra relación con él. Cuidar todo lo que nos ayude a centrar nuestra vida en
su persona. No gastar energías en lo que nos distrae o desvía de su Evangelio.
Encender cada domingo nuestra fe rumiando sus palabras y comulgando vitalmente
con él. Nadie puede transformar nuestras comunidades como Jesús.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2007-2008 - RECREADOS POR JESÚS
2 de noviembre 2008.
ENCENDER
LAS LÁMPARAS
Se nos
apagan las lámparas.
Entre los primeros cristianos
había, sin duda, discípulos «buenos» y discípulos «malos». Sin embargo, al
escribir su evangelio, Mateo se preocupa sobre todo de recordar que, dentro de
la comunidad cristiana, hay discípulos «sensatos» que están actuando de manera responsable
e inteligente, y hay discípulos «necios» que actian de manera frívola y
descuidada. ¿Qué quiere decir esto?
Mateo lo explica al recoger dos
parábolas de Jesús. La primera es muy clara. Hay algunos que «escuchan las
palabras de Jesús», y «las ponen en práctica». Toman en serio el Evangelio y lo
traducen en vida. Son como el «hombre sensato» que construye su casa sobre
roca. Es el sector más responsable: los que van construyendo su vida y la de la Iglesia sobre la
autenticidad y la verdad de Jesús.
Pero hay también quienes escuchan
las palabras de Jesús, y «no las ponen en práctica». Son tan «necios» como el
hombre que «edifica su casa sobre arena». Su vida es un disparate. Construyen
sobre el vacío. Si fuera sólo por ellos, el cristianismo sería pura fachada,
sin fundamento real en Jesús.
Esta parábola nos ayuda a captar
el mensaje fundamental de otro relato en el que un grupo de jóvenes salen,
llenas de alegría, a esperar al esposo, para acompañarlo a la fiesta de su
boda. Desde el comienzo se nos advierte que unas son «sensatas» y otras
«necias».
Las «sensatas» llevan consigo
aceite para mantener encendidas sus lámparas; las «necias» no piensan en nada
de esto. El esposo tarda, pero llega a medianoche. Las «sensatas» salen con sus
lámparas a iluminar el camino, acompañan al esposo y «entran con él» en la
fiesta. Las «necias», por su parte, no saben cómo resolver su problema: «se les
apagan las lámparas». Así no pueden acompañar al esposo. Cuando llegan es
tarde. La puerta está cerrada.
El mensaje es claro y urgente. Es
una insensatez seguir escuchando el Evangelio, sin hacer un esfuerzo mayor para
convertirlo en vida: es construir un cristianismo sobre arena. Y es una necedad
confesar a Jesucristo con una vida apagada, vacía de su espíritu y su verdad:
es esperar a Jesús con las «lámparas apagadas». Jesús puede tardar, pero no
podemos retrasar más nuestra conversión.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2004-2005 – AL ESTILO DE JESÚS
6 de noviembre 2005.
ANTES DE
QUE SEA TARDE
Se nos
apagan las lámparas.
Mateo escribió su evangelio en
unos momentos críticos para los seguidores de Jesús. La venida de Cristo se iba
retrasando demasiado. La fe de no pocos se relajaba. Era necesario reavivar de
nuevo la conversión primera.
Movido por esta preocupación,
recogió tres parábolas de Jesús y las trabajó profundamente para llamar a todos
a la responsabilidad: «No esperes que otros te den “aceite” para encender tu “lámpara”, tu mismo tienes que cuidar tu
fe; no te contentes con conservar tu “talento”
bajo tierra, tienes que arriesgarte a hacerlo fructificar; no estés esperando a
que se te aparezca Cristo, lo puedes encontrar ahora mismo en todo el que
sufre».
La primera parábola nos habla de
una fiesta de bodas. Llenas de alegría, un grupo de jóvenes «salen a esperar al esposo». No todas van
bien preparadas. Unas llevan consigo aceite para encender sus antorchas; a las
otras ni se les ha ocurrido pensar en ello. Creen que basta con llevar
antorchas en sus manos.
Como el esposo tarda en llegar, «a todas les entra el sueño y se duermen».
Los problemas comienzan cuando se anuncia la llegada del esposo. Las jóvenes
previsoras encienden sus antorchas y entran con él en el banquete. Las
inconscientes se ven obligadas a salir a comprarlo. Para cuando vuelven «la puerta está cerrada». Es demasiado
tarde.
Es un error andar buscando un
significado secreto al «aceite»: ¿será una alegoría para hablar del fervor
espiritual, de la vida interior, de las buenas obras, del amor...? La parábola
es sencillamente una llamada a vivir la adhesión a Cristo de manera responsable
y lúcida ahora mismo, antes de que sea tarde. Cada uno sabrá qué es lo que ha
de cuidar.
Es una irresponsabilidad
llamarnos cristianos y vivir la propia religión, sin hacer más esfuerzos por
parecemos a él. Es un error vivir con autocomplacencia en la propia Iglesia,
sin planteamos una verdadera conversión a los valores evangélicos. Es propio de
inconscientes sentimos seguidores de Jesús, sin «entrar» en el proyecto de Dios
que él quiso poner en marcha.
En estos momentos en que es tan
fácil «relajarse», caer en el escepticismo e «ir tirando» por los caminos
seguros de siempre, sólo encuentro una manera de estar en la Iglesia : convirtiéndome a
Jesucristo.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2001-2002 – CON FUEGO
10 de noviembre 2002.
POCO
SENSATOS
Se nos
apagan las lámparas.
Son bastantes las parábolas en
que Jesús repite de una manera o de otra el mismo mensaje: «Lo mejor que tenéis
es la esperanza. No la estropeéis. Mantenedia viva. No apaguéis vuestro anhelo
de vida eterna. Esperad con el corazón ardiendo. Sed lúcidos. No hay nada más
triste que una persona «acabada» que ha perdido la esperanza en Dios».
Jesús no utiliza un lenguaje
moral. Para él, dejar que se apague en nosotros la esperanza no es un pecado,
es una insensatez. Las jóvenes de la parábola que dejan que se apague su
lámpara antes de que llegue el esposo son «necias»
pues no han sabido mantener viva su espera. No se han ocupado de lo más
importante que ha de hacer el ser humano: esperar a Dios hasta el final.
No es fácil escuchar hoy este
mensaje. Hemos perdido capacidad para vivir algo intensamente de manera
duradera. El paso del tiempo lo desgasta todo. Al hombre de nuestros días sólo
parece fascinarle lo nuevo, lo actual, el momento presente. No acertamos a
vivir algo de manera viva y permanente sin dejarlo languidecer. ¿Cómo mantener
viva la esperanza hasta el final?
Nosotros hemos encontrado otra
manera más razonable y sensata para vivir con tranquilidad. Somos maestros en
hacer toda clase de cálculos y previsiones para no correr riesgos y alejar de
nuestra vida la inseguridad. Nos preocupamos de asegurar nuestra salud y
garantizar nuestro nivel de vida; planificamos nuestra jubilación y nos
organizamos una vejez serena y tranquila. Todo ello está muy bien, pero, no
dejamos de ser insensatos si no reconocemos algo que es claro y evidente: todas
estas seguridades fabricadas por nosotros son inseguras.
La advertencia evangélica no es
irracional o absurda. Jesús invita sencillamente a vivir en el horizonte de la
vida eterna, sin engañarnos ingenuamente sobre la caducidad y los límites de
esta vida: «,Qué previsiones hacéis más allá de lo visible y perecedero?,
¿dónde pensáis encontrar seguridad cuando se desmoronen vuestras seguridades?»
Mantener despierta la esperanza
significa no contentarse con cualquier cosa, no desesperar del ser humano, no
perder nunca el anhelo de «vida eterna» para todos, no dejar de buscar, de
creer y de confiar. Aunque no lo sepan, quienes viven así están esperando la
venida de Dios.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1998-1999 – FUERZA PARA VIVIR
7 de noviembre 1999.
CON
ESPERANZA INCANSABLE
Se nos
apagan las lámparas.
Sorprende la insistencia con que
Jesús ha hablado de la vigilancia. Son numerosas las parábolas que nos invitan
a adoptar una actitud vigilante y atenta ante la existencia. Nuestra mayor
insensatez sería vivir «sin horizonte». Sumergirnos en el presente sin otra
perspectiva más amplia. Ahogar nuestra vocación de infinito en la vulgaridad de
una vida superficial y satisfecha.
La esperanza cristiana no es algo
desfasado. Por una parte, nos puede liberar de un optimismo excesivamente
ingenuo que cree que el hombre puede darse a sí mismo todo lo que anda
buscando. Por otra, nos puede despertar del inmovilismo propio de quien se
siente resignado o satisfecho.
El hombre no tiene sólo
necesidades que se esfuman cuando han quedado satisfechas. Lo propio del hombre
es «el deseo» que no se sacia nunca, puesto que está abierto a lo infinito y
universal. El hombre es deseo de amor, verdad, plenitud, felicidad total. «Nunca hay nada logrado para el hombre» (L.
Aragón). Nada puede satisfacerlo por completo.
Pero también es verdad que el
hombre puede llegar a instalarse y quedar atrapado en la mera satisfacción de
algunas de sus necesidades. ¿No hay entre nosotros hombres y mujeres
«acabados», sin afán alguno de superación, instalados aburridamente en una vida
satisfecha? ¿No hay entre nosotros gentes que, en el fondo, no desean que
cambie nada? Individuos replegados sobre sí mismos, insensibles al dolor ajeno,
personas a las que se les ha «apagado»
hace mucho tiempo «la lámpara» del
amor gratuito y generoso.
El Evangelio nos invita a la
vigilancia. La esperanza cristiana no instala en el inmovilismo. Al contrario,
inquieta. Crea en nosotros un dinamismo mayor. Anima nuestra responsabilidad y
creatividad. No nos deja descansar. Un hombre que mantiene encendida la lámpara
de la fe y la esperanza es un hombre eternamente insatisfecho, que nunca está
del todo contento ni de sí mismo ni del mundo en que vive. Por eso,
precisamente, se le ve comprometido allí donde se está luchando por una vida
mejor y más liberada.
Estos son los hombres «sabios» que tanto necesita nuestra
sociedad. Personas de esperanza incansable. Hombres y mujeres que saben que el
crecimiento del nivel de vida no es la «última salvación» que apaciguará al
hombre. Creyentes que luchan por un mundo más humano, pero que saben que éste
nunca será un puro y simple desarrollo de nuestros esfuerzos y proyectos, sino
gracia y regalo de Aquél con quien nos encontraremos un día.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1995-1996 – SANAR LA VIDA
10 de noviembre 1996.
¿SÓLO EL
MÁS ACÁ?
Se nos
apagan las lámparas.
Aunque pueda parecer
sorprendente, no es raro hoy encontrarse con personas que dicen creer en Dios
y, al mismo tiempo, piensan que todo acaba en la muerte. No les preocupa la
vida del más allá. Lo que les interesa de verdad es vivir siempre mejor en esta
tierra.
Hay otros que creen en la
resurrección de Cristo y en su propia resurrección, pero esta fe apenas tiene
influencia alguna en su vida ni en su comportamiento. Se diría que pertenece
simplemente a su patrimonio cultural. Afirman que hay resurrección más o menos
como dicen que el mundo es redondo. Sin repercusión alguna en sus vidas.
¿A qué se debe esta falta de
interés por la vida después de la muerte? No parece ser fruto de una reflexión
sólida. Menos aún, de una mala voluntad. Sencillamente y sin saber cómo ni por
qué, a muchas personas se les hace difícil creer. Desearían poder hacerlo,
creer desde el fondo de su ser, pero no les sale.
Son varios, sin duda, los
factores culturales que hacen más difícil la fe en la resurrección, pero hay
uno de especial importancia en este punto concreto: ha cambiado radicalmente el
modo de pensar la muerte. Como ha dicho E.
Schillebeeckx, el hombre de hoy «ya no trata la muerte metafísicamente,
sino de modo funcional». Dicho de otra manera, la muerte no provoca hoy, de
manera tan directa como en el pasado, la pregunta sobre lo que le sucede a la
persona después de morir. Lo que preocupa son otras cosas de carácter más
práctico e inmediato.
Ante la muerte, lo más importante
parece casi siempre retrasarla al máximo, hacerla lo más llevadera posible,
mitigar el dolor. Por otra parte, una vez ocurrida, lo que preocupa es cómo
quedan aquí los seres queridos.
Este modo funcional de abordar la
muerte ha contribuido probablemente a desarrollar de forma más adecuada la
ayuda médica al enfermo haciendo más soportable el morir desde el punto de
vista físico y psicológico. Pero, ¿no ha traído también una forma menos sabia y
profunda de enfrentarse al misterio de la muerte?, ¿por qué hemos de engañarnos
ante el hecho brutal e inevitable del morir?, ¿por qué hemos de andar evitando
el problema de fondo: hay o no hay un Dios que acoge a este ser humano que
muere?
José Antonio Pagola
HOMILIA
1992-1993 – CON HORIZONTE
7 de noviembre 1993.
DELGADEZ
ESPIRITUAL
Se nos
apagan las lámparas.
A veces pensamos que lo contrario
de la esperanza es la desesperación. No siempre es así. En una época de crisis
como la nuestra, la pérdida de esperanza se manifiesta, sobre todo, en una
actitud de desesperanza que lo va penetrando todo. Es fácil observar hoy este
«desgaste» de la esperanza en bastantes personas.
A veces, el rasgo más evidente es
la actitud negativa ante la vida. El que pierde la esperanza, lo va viendo todo
de manera cada vez más negativa. No es capaz ya de captar lo bueno, lo hermoso
que hay en la existencia. No acierta a ver el lado positivo de las cosas, las
personas o los acontecimientos. Todo esta mal, todo es inútil. En esa actitud
negativa y desesperanzada va malgastando la persona sus mejores energías.
La falta de esperanza se
manifiesta, otras veces, en una pérdida de confianza. La persona no espera ya
gran cosa de la vida, de la sociedad, de los demás. Sobre todo, no espera ya
mucho de sí misma. Por eso, va rebajando poco a poco sus aspiraciones. Se
siente mal consigo misma, pero no es capaz de reaccionar. No sabe dónde
encontrar fuerzas para vivir. Lo más fácil entonces es caer en la pasividad y
el escepticismo.
La desesperanza viene otras veces
acompañada de la tristeza. Desaparece la alegría de vivir. La persona se ríe y
divierte por fuera, pero hay algo que ha muerto en su interior. El mal humor,
el pesimismo y la amargura están cada vez más presentes. Nada merece la pena.
No hay un «porqué» para vivir. Lo único que queda es dejarse llevar por la
vida.
A veces, la falta de esperanza se
manifiesta sencillamente en cansancio. La vida se convierte en una carga
pesada, difícil de llevar. Falta empuje y entusiasmo. La persona se siente
cansada de todo. No es la fatiga normal después de un trabajo o actividad
concreta. Es un cansancio vital, un aburrimiento profundo que nace desde dentro
y envuelve toda la existencia de la persona.
Sin duda, son muchos los factores
que pueden generar este desmoronamiento de la esperanza, pero, muchas veces,
todo comienza con la pérdida de «vida interior». El problema de muchas personas
no es «tener problemas», sino no tener fuerza interior para enfrentarse a
ellos.
Leo en el último número de El Ciervo las palabras de ese filósofo
agnóstico, tan poco sospechoso de devaneos espirituales, que es Rafael Argullol: «Creo que bajo nuestra
apariencia de fortaleza material y técnica, hay una debilidad sustancial. Se va
adelgazando la silueta espiritual del hombre. » Según el escritor catalán, esa
«delgadez espiritual» está en el origen del miedo, la inseguridad e
inconsistencia del hombre contemporáneo.
Son momentos de recordar la
parábola de Jesús y su advertencia. Es una insensatez dejar que se apague «el aceite de nuestras lámparas». Un
hombre, vacío de espíritu y empobrecido interiormente, no puede caminar hacia
su verdadero progreso ni orientarse hacia su salvación definitiva.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1989-1990 – NUNCA ES TARDE
11 de noviembre 1990.
INCREDULIDAD DE LOS CREYENTES
Se nos apagan las
lámparas.
Desde hace algunos años se viene designando así la
paradójica situación de hombres y mujeres que se confiesan creyentes, pero en
los que la fe ya no es una fuerza que influya en sus vidas. Cristianos de fe
tan lánguida, esperanza tan apagada y vida tan pagana como la de muchos
contemporáneos que ya no se dicen creyentes.
Son personas que viven en un estado intermedio entre
el cristianismo tradicional que conocieron de niños y la descristianización
general que respiran hoy en su entorno. Se confiesan cristianos, pero su vida
cotidiana se nutre de fuentes, convicciones e impulsos muy alejados del
espíritu de Cristo.
Mal cuidada y peor alimentada, la fe va perdiendo
fuerza en ellos, mientras la incredulidad se va extendiendo en sus conciencias
de manera casi imperceptible, pero cada vez más firme.
Cristianos de rostro irreconocible, su estado está
bien descrito en esas jóvenes de la parábola evangélica que dejan que se
apaguen sus lámparas antes de que llegue el esposo.
¿Es posible reavivar de nuevo esa fe antes de que
sea demasiado tarde? ¿Es posible que vuelva a iluminar la vida de quien se va
deslizando poco a poco hacia la incredulidad total?
Antes que nada, es necesario reconocer la propia
incoherencia y reaccionar. No es sano vivir en la contradicción sin plantearla
explícitamente y resolverla. Hay que pasar del «cristianismo por nacimiento» al
«cristianismo por elección». ¿Cómo va a ser uno creyente en una sociedad laica
y plural, si no es por decisión consciente y libre?
Pero es necesario, además, cuidar la fe, conocerla
cada vez mejor, cultivarla. Un cristiano ha de preocuparse de leer
personalmente el evangelio e interesarse por el estudio de la persona de Cristo
y su mensaje. Difícilmente se sostendrá hoy «la fe del carbonero» en una
sociedad donde el cristianismo está expuesto a un examen cada vez más crítico.
Pero, lo más decisivo es, sin duda, alimentar la
experiencia religiosa. La fe consiste básicamente en fundamentar nuestra
existencia, no en nosotros mismos sino en Dios. Cuando falta esta entrega
confiada a Dios, la fe queda reducida a un añadido artificial y engañoso.
¿Cómo puede decirse creyente un hombre que no invoca
a Dios ni se para nunca a escucharlo vivo en su interior? ¿Cómo puede crecer la
esperanza de un cristiano que no celebra nunca el domingo ni se alimenta jamás
de la eucaristía? El cristiano sólo crece cuando acierta a alimentar «la
lámpara» de su fe.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1986-1987 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
8 de noviembre 1987.
ENVEJECER
CON SABIDURIA
Se nos
apagan las lámparas.
Envejecer no es una desgracia.
Nuestra vida tiene su ritmo y no lo podemos alterar. La verdadera sabiduría
consiste en saber aceptarlo sin amargura ni enojos inútiles, tal como Dios lo
ha querido para cada uno de nosotros.
Saber caminar en paz, al ritmo de
cada edad, disfrutando del encanto y las posibilidades que nos ofrece cada día
que vivimos.
En una sencilla parábola, Jesús
nos pone en guardia ante un peligro que acecha siempre al ser humano pero que
puede acentuarse en los últimos años. El peligro de gastarnos, «quedarnos sin
aceite», dejar que el espíritu se apague en nosotros.
Sin duda, la vejez trae consigo
limitaciones inevitables. Nuestro cuerpo no nos responde como quisiéramos.
Nuestra mente no es tan lúcida como en otros tiempos. El contacto con el mundo
que nos rodea puede hacerse más difícil.
Pero nuestro mundo interior puede
crecer y ensancharse. Cuando han terminado ya otras preocupaciones y trabajos
que nos han tenido tantos años lejos de nosotros mismos, puede ser el momento
de encontrarnos por fin con nosotros y con Dios.
Es el momento de dedicarnos a lo
realmente importante. Tenemos tiempo para disfrutar de cada cosa por pequeña
que nos parezca. Podemos vivir más despacio. Descansar. Hacer balance de las
experiencias acumuladas a lo largo de los años.
Tal vez, sólo el anciano puede
vivir con verdadera sabiduría, con sensatez y hasta con humor. El sabe mejor
que nadie cómo funciona la vida, cuánta importancia le damos a cosas que apenas
la tienen. Sus años le permiten mirarlo todo con más realismo, con más
comprensión y ternura.
Lo importante es no perder la
energía interior. Cuando nos quedamos vacíos por dentro, es fácil caer en la
amargura, el aburrimiento, el desequilibrio emocional y mental.
Por eso, cuánto bien puede
hacerle al hombre avanzado en años el pararse a rezar despacio y sin prisas,
con una confianza total en ese Dios que mira nuestra vida y nuestras
debilidades con amor y comprensión infinitas. Ese Dios que comprende nuestra
soledad y nuestras penas. El Dios que nos espera con los brazos abiertos.
Jesús tenía razón. Hemos de
cuidar que no se nos apague por dentro la vida. Si no encontramos la paz y la
felicidad dentro de nosotros, no las encontraremos en ninguna parte. Como ha
dicho alguien con ingenio, lo importante no es añadir años a nuestra vida sino añadir
vida a nuestros años.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1983-1984 – BUENAS NOTICIAS
11 de noviembre 1984.
DESGASTE
DE LA ESPERANZA
Se nos
apagan las lámparas.
Los hombres no podemos vivir sin
esperar en algo o en alguien. De alguna manera, siempre andamos buscando una
felicidad, una seguridad o una satisfacción que todavía no poseemos.
Naturalmente, las «esperanzas»
que marcan nuestra vida diaria pueden ser muy distintas y variadas. Mientras
uno espera encontrar trabajo, otro espera salir curado del centro sanitario.
Mientras uno espera el descanso del fin de semana, el otro vive esperando el
nacimiento de su hijo.
Pero todas estas «esperas» no
constituyen todavía «la esperanza»
que verdaderamente importa.
El hombre necesita una esperanza
más honda y fundamental cuando siente la vida como algo cruel y pesado, algo
insoportable que no merece la pena ser vivido.
En esos momentos en que no
encontramos ya nada grande ni seguro en medio de nuestros miedos y
sufrimientos, fácilmente se despierta en nosotros una pregunta: ¿Esto es todo?
¿No hay nada más que esperar?
Los especialistas afirman que
bajo todos nuestros miedos, subyace en último término un miedo fundamental a la
soledad y a la pérdida del amor. Este miedo a no ser amados es el que destruye
de raíz la esperanza del hombre.
Pero, incluso en las experiencias
más gozosas de la vida, cuando uno puede disfrutar de la cercanía misteriosa
del otro y sentirse comprendido, aceptado y querido, aún entonces surge en el
corazón humano el interrogante: ¿No falta ahí nada? ¿ Es todo plenitud?
La verdad es que cuando reducimos
el horizonte de nuestra vida y nos limitamos a vivir de «pequeñas esperas», nos
empobrecemos. Las «esperanzas» se desgastan un día, el optimismo se nos
consume, el mal humor se apodera cada vez más fácilmente de nosotros.
Entonces, podemos seguir actuando
movidos por la ambición, la envidia o el deseo de triunfar, pero sabemos que
nos falta lo más grande: la esperanza.
La parábola de Jesús sobre
aquellas jóvenes a las que se les gasta el aceite de sus lámparas mientras
esperan al esposo, nos debe recordar a los creyentes que ser cristiano es saber esperar en Dios.
Si esta esperanza se apaga en
nosotros, hemos perdido lo más importante. Nuestra vida se hace atea. San Pablo
nos diría que entonces vivimos «sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2, 12).
José Antonio Pagola
HOMILIA
1980-1981 – APRENDER A VIVIR
8 de noviembre 1981.
HOMBRES
ACABADOS
Se nos
apagan las lámparas.
Sorprende la insistencia con que
Jesús ha hablado de la vigilancia. Son numerosas las parábolas que nos invitan
a adoptar una actitud vigilante y atenta ante la existencia.
Nuestra mayor insensatez sería
vivir «sin horizonte». Sumergirnos en el presente sin otra perspectiva más
amplia. Ahogar nuestra vocación de infinito en la vulgaridad de una vida
superficial y satisfecha.
La esperanza cristiana no es algo
desfasado. Por una parte, nos puede liberar de un optimismo excesivamente
ingenuo que cree que el hombre puede darse a sí mismo todo lo que anda
buscando. Por otra, nos puede despertar del inmovilismo propio de quien se
siente resignado o satisfecho.
El hombre no tiene sólo
necesidades que se esfuman cuando han quedado satisfechas. Lo propio del hombre
es «el deseo», que no se sacia nunca, puesto que está abierto a lo infinito y
universal.
El hombre es deseo de amor,
verdad, plenitud, felicidad total. «Nunca hay nada logrado para el hombre» (L. Aragón). Nada puede satisfacer por
completo sus verdaderos deseos.
Pero también es verdad que el hombre
puede llegar a instalarse y quedar atrapado en la mera satisfacción de algunas
de sus necesidades.
¿No hay entre nosotros hombres y
mujeres «acabados», sin afán alguno de superación, instalados aburridamente en
una vida satisfecha? ¿No hay entre nosotros gentes que, en el fondo, no desean
que cambie nada? Hombres replegados sobre sí mismos, insensibles al dolor
ajeno, hombres a los que se les «ha apagado» hace mucho tiempo «la lámpara» del
amor gratuito y generoso.
El evangelio nos invita a la
vigilancia. La esperanza cristiana no instala en el inmovilismo. Al contrario,
nos inquieta. Crea en nosotros un dinamismo mayor. Anima nuestra
responsabilidad y creatividad. No nos deja descansar.
Un hombre que mantiene encendida
la lámpara de la fe y la esperanza cristiana es un hombre eternamente
insatisfecho, que nunca está del todo contento ni de sí mismo ni del mundo en
que vive. Por eso, precisamente, se le ve comprometido allí donde se está
luchando por una vida mejor y más liberada.
Estos son los hombres «sabios»
que tanto necesita nuestra sociedad. Hombres de esperanza incansable. Hombres
que saben que el desarrollo y el crecimiento del nivel de vida no son la
«última salvación» que apaciguará al hombre.
Hombres que luchan por un mundo
más humano, pero que saben que éste nunca será un puro y simple desarrollo de
nuestros esfuerzos y proyectos, sino gracia y regalo de Aquél con quien nos
encontraremos un día.
José Antonio Pagola
HOMILIA
ADULTERAR
LA LITURGIA
Uno de los factores que llevó a
Jesús a su ejecución fue sin duda su ataque frontal a la liturgia del templo
judío. Criticar la estructura del templo era poner en cuestión uno de los
pilares fundamentales de la sociedad judía.
Al subir a Jerusalén, Jesús
encuentra el templo lleno de «vendedores y cambistas», hombres que no buscan a
Dios, sino que se afanan egoístamente por sus propios intereses. Aquella
liturgia no es un encuentro sincero con Dios, sino un culto hipócrita que
encubre injusticias, opresiones, intereses y explotaciones mezquinas a los
peregrinos.
La crítica profunda de Jesús va a
desenmascarar aquel culto falso. El templo no cumple ya su misión de ser signo
de la presencia salvadora de Dios en medio del pueblo. No es la casa de un
Padre que pertenece a todos. No es el lugar donde todos se deben sentir
acogidos y en donde todos pueden vivir la experiencia del amor y la
fraternidad.
Uno se explica la reacción de
malestar y las quejas que puede provocar en algunos creyentes el ver que
algunas celebraciones litúrgicas no se ajustan en todos sus detalles a una
determinada normativa ritual. Pero antes que nada, si no queremos adulterar de
raíz la liturgia de nuestros templos, hemos de saber escuchar la crítica
profunda de Jesús que no se detiene a analizar el ritual judío sino que condena
un culto en donde el templo ya no es la casa del Padre.
Solamente recordaremos un hecho
que desgraciadamente se repite constantemente entre nosotros. Vivimos en una
sociedad en donde los hombres se matan unos a otros y donde todos traen sus
muertos al templo cristiano para llorar su dolor y orar por ellos a Dios. Con
frecuencia son celebraciones ejemplares en donde la fe, la esperanza cristiana
y el perdón sincero prevalecen sobre los sentimientos de impotencia, rabia y
venganza que tratan de apoderarse de los familiares y amigos de las víctimas.
Pero, ¿qué decir de otras
celebraciones que deforman el significado profundo de la liturgia cristiana?
¿Se puede orar a un mismo Padre, llorando la muerte de unos hermanos y pidiendo
la destrucción de otros? ¿Se puede instrumentalizar la Eucaristía y servirse
de lo que debería ser el signo más expresivo de la fraternidad, para acrecentar
los sentimientos de odio y venganza frente al enemigo? ¿Se puede oír fielmente
la palabra de Dios, escuchando de él solamente una condena para los otros? ¿Se
puede intentar «monopolizar» a Dios, tratando de identificarlo con nuestra
causa y nuestros intereses parciales y hasta partidistas?
La trágica situación que estamos
viviendo, hace todavía más urgente la necesidad de encontrar al menos en el
templo un ámbito en donde todos nos dejemos juzgar por el Unico que lo hace
justamente, un lugar en donde tratemos de encontrarnos como hermanos ante un
mismo Padre, un espacio en donde busquemos en el Creador de la vida fuerza para
liberarnos del odio y la venganza. No convirtamos la casa del Padre en un lugar
de división, enfrentamientos y mutua destrucción.
José Antonio Pagola
HOMILIA
EL CULTO
AL DINERO
Hay algo alarmante en nuestra
sociedad que nunca denunciaremos lo bastante. Vivimos en una civilización que
tiene como eje de pensamiento y criterio de actuación, la secreta convicción de
que lo importante y decisivo no es lo que uno es sino lo que tiene.
Se ha dicho que el dinero es «el
símbolo e ídolo de nuestra civilización» (Miguel Delibes). Y de hecho, son
mayoría los que le rinden y sacrifican todo su ser.
J. Galbraith, el gran teórico del
capitalismo moderno, describe así el poder del dinero en su obra «La sociedad
de la abundancia». El dinero «trae consigo tres ventajas fundamentales:
primero, el goce del poder que presta al hombre; segundo, la posesión real de
todas las cosas que pueden comprarse con dinero; tercero, el prestigio o
respeto de que goza el rico gracias a su riqueza».
Cuantas personas, sin atreverse a
confesarlo, saben que en su vida, lo decisivo, lo importante y definitivo es
ganar dinero, adquirir un bienestar material, lograr un prestigio económico.
Aquí está sin duda, una de las
quiebras más graves de nuestra civilización. El hombre occidental se ha hecho
materialista y, a pesar de sus grandes proclamas sobre la libertad, la justicia
o la solidaridad, apenas cree en otra cosa que no sea el dinero.
Y, sin embargo, hay poca gente
feliz. Con dinero se puede montar un piso agradable, pero no crear un hogar
cálido. Con dinero se puede comprar una cama cómoda, pero no un sueño
tranquilo. Con dinero se puede adquirir nuevas relaciones pero no despertar una
verdadera amistad. Con dinero se puede comprar placer pero no felicidad.
Pero, los creyentes hemos de recordar
algo más. El dinero abre todas las puertas, pero nunca abre la puerta de
nuestro corazón a Dios.
No estamos acostumbrados los
cristianos a la imagen violenta de un Mesías fustigando a las gentes con un
azote en las manos. Y, sin embargo, ésa es la reacción de Jesús al encontrarse
con hombres que, incluso en el templo, no saben buscar otra cosa sino su propio
negocio.
El templo deja de ser lugar de
encuentro con el Padre cuando nuestra vida es un mercado donde sólo se rinde
culto al dinero. Y no puede haber una relación filial con Dios Padre cuando
nuestras relaciones con los demás están mediatizadas sólo por intereses de
dinero.
Imposible entender algo del amor,
la ternura y la acogida de Dios a los hombres cuando uno vive comprando o
vendiéndolo todo, movido únicamente por el deseo de «negociar» su propio
bienestar.
José Antonio Pagola
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