lunes, 25 de marzo de 2019

31-03-2019 - 4º domingo de Cuaresma (C)


El pasado 2 de octubre de 2014, José Antonio Pagola nos visitó  en la Parroquia de San Pedro Apóstol de la Iglesia de Sopela, dándonos  la conferencia: Volver a Jesucristo. Iniciar la reacción.
Pulsando aquí podréis disfrutar de ella.

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¡Volver a Jesucristo! Iniciar la reacción.
Video de la Conferencia de Jose Antonio Pagola. 

José Antonio Pagola: He recibido con satisfacción la resolución definitiva de la Congregación Romana para la Doctrina de la Fe sobre mi libro, Jesús.Aproximación histórica.

No dejes de visitar la nueva página de VÍDEOS DE LAS CONFERENCIAS DE JOSÉ ANTONIO PAGOLA .

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4º domingo de Cuaresma (C)



EVANGELIO

Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido.

+ Lectura del santo evangelio según san Lucas 15,1-3. 11-32

En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos:

- Ése acoge a los pecadores y come con ellos.

Jesús les dijo esta parábola:

- Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: «Padre, dame la parte que me toca de la fortuna».

El padre les repartió los bienes.

No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.

Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.

Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de saciarse de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer.

Recapacitando entonces, se dijo: «Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros».

Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo.

Su hijo le dijo: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo».

Pero el padre dijo a sus criados: «Sacad enseguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado».

Y empezaron el banquete.

Su hijo mayor estaba en el campo.

Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba.

Éste le contestó: «Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud».

Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo.

Y él replicó a su padre: «Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo, que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado».

El padre le dijo: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado».

Palabra de Dios.

HOMILIA

2018-2019 -
31 de marzo de 2019

CON LOS BRAZOS SIEMPRE ABIERTOS

Para no pocos, Dios es cualquier cosa menos alguien capaz de poner alegría en su vida. Pensar en él les trae malos recuerdos: en su interior se despierta la idea de un ser amenazador y exigente, que hace la vida más fastidiosa, incómoda y peligrosa.

Poco a poco han prescindido de él. La fe ha quedado "reprimida" en su interior. Hoy no saben si creen o no creen. Se han quedado sin caminos hacia Dios. Algunos recuerdan todavía "la parábola del hijo pródigo", pero nunca la han escuchado en su corazón.

El verdadero protagonista de esa parábola es el padre. Por dos veces repite el mismo grito de alegría: "Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo hemos encontrado". Este grito revela lo que hay en su corazón de padre.

A este padre no le preocupa su honor, sus intereses, ni el trato que le dan sus hijos. No emplea nunca un lenguaje moral. Solo piensa en la vida de su hijo: que no quede destruido, que no siga muerto, que no viva perdido sin conocer la alegría de la vida.

El relato describe con todo detalle el encuentro sorprendente del padre con el hijo que abandonó el hogar. Estando todavía lejos, el padre "lo vio" venir hambriento y humillado, y "se conmovió" hasta las entrañas. Esta mirada buena, llena de bondad y compasión es la que nos salva. Solo Dios nos mira así.

Enseguida "echa a correr". No es el hijo quien vuelve a casa. Es el padre el que sale corriendo y busca el abrazo con más ardor que su mismo hijo. "Se le echó al cuello y se puso a besarlo". Así está siempre Dios. Corriendo con los brazos abiertos hacia quienes vuelven a él.

El hijo comienza su confesión: la ha preparado largamente en su interior. El padre le interrumpe para ahorrarle más humillaciones. No le impone castigo alguno, no le exige ningún rito de expiación; no le pone condición alguna para acogerlo en casa. Sólo Dios acoge y protege así a los pecadores.

El padre solo piensa en la dignidad de su hijo. Hay que actuar de prisa. Manda traer el mejor vestido, el anillo de hijo y las sandalias para entrar en casa. Así será recibido en un banquete que se celebra en su honor. El hijo ha de conocer junto a su padre la vida digna y dichosa que no ha podido disfrutar lejos de él.

Quien oiga esta parábola desde fuera, no entenderá nada. Seguirá caminando por la vida sin Dios. Quien la escuche en su corazón, tal vez llorará de alegría y agradecimiento. Sentirá por vez primera que el misterio último de la vida es Alguien que nos acoge y nos perdona porque solo quiere nuestra alegría.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2015-2016 -
6 de marzo de 2016

EL OTRO HIJO

Se indignó y se negaba a entrar.

Sin duda, la parábola más cautivadora de Jesús es la del "padre bueno", mal llamada "parábola del hijo pródigo". Precisamente este "hijo menor" ha atraído siempre la atención de comentaristas y predicadores. Su vuelta al hogar y la acogida increíble del padre han conmovido a todas las generaciones cristianas.

Sin embargo, la parábola habla también del "hijo mayor", un hombre que permanece junto a su padre, sin imitar la vida desordenada de su hermano, lejos del hogar. Cuando le informan de la fiesta organizada por su padre para acoger al hijo perdido, queda desconcertado. El retorno del hermano no le produce alegría, como a su padre, sino rabia: «se indignó y se negaba a entrar» en la fiesta. Nunca se había marchado de casa, pero ahora se siente como un extraño entre los suyos.

El padre sale a invitarlo con el mismo cariño con que ha acogido a su hermano. No le grita ni le da órdenes. Con amor humilde «trata de persuadirlo» para que entre en la fiesta de la acogida. Es entonces cuando el hijo explota dejando al descubierto todo su resentimiento. Ha pasado toda su vida cumpliendo órdenes del padre, pero no ha aprendido a amar como ama él. Ahora sólo sabe exigir sus derechos y denigrar a su hermano.

Ésta es la tragedia del hijo mayor. Nunca se ha marchado de casa, pero su corazón ha estado siempre lejos. Sabe cumplir mandamientos pero no sabe amar. No entiende el amor de su padre a aquel hijo perdido. Él no acoge ni perdona, no quiere saber nada con su hermano. Jesús termina su parábola sin satisfacer nuestra curiosidad: ¿entró en la fiesta o se quedó fuera?

Envueltos en la crisis religiosa de la sociedad moderna, nos hemos habituado a hablar de creyentes e increyentes, de practicantes y de alejados, de matrimonios bendecidos por la Iglesia y de parejas en situación irregular... Mientras nosotros seguimos clasificando a sus hijos, Dios nos sigue esperando a todos, pues no es propiedad de los buenos ni de los practicantes. Es Padre de todos.

El "hijo mayor" es una interpelación para quienes creemos vivir junto a él. ¿Qué estamos haciendo quienes no hemos abandonado la Iglesia? ¿Asegurar nuestra supervivencia religiosa observando lo mejor posible lo prescrito, o ser testigos del amor grande de Dios a todos sus hijos e hijas? ¿Estamos construyendo comunidades abiertas que saben comprender, acoger y acompañar a quienes buscan a Dios entre dudas e interrogantes? ¿Levantamos barreras o tendemos puentes? ¿Les ofrecemos amistad o los miramos con recelo?

José Antonio Pagola

HOMILIA

2012-2013 -
10 de marzo de 2013

CON LOS BRAZOS SIEMPRE ABIERTOS

Para no pocos, Dios es cualquier cosa menos alguien capaz de poner alegría en su vida. Pensar en él les trae malos recuerdos: en su interior se despierta la idea de un ser amenazador y exigente, que hace la vida más fastidiosa, incómoda y peligrosa.

Poco a poco han prescindido de él. La fe ha quedado "reprimida" en su interior. Hoy no saben si creen o no creen. Se han quedado sin caminos hacia Dios. Algunos recuerdan todavía "la parábola del hijo pródigo", pero nunca la han escuchado en su corazón.

El verdadero protagonista de esa parábola es el padre. Por dos veces repite el mismo grito de alegría: "Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo hemos encontrado". Este grito revela lo que hay en su corazón de padre.

A este padre no le preocupa su honor, sus intereses, ni el trato que le dan sus hijos. No emplea nunca un lenguaje moral. Solo piensa en la vida de su hijo: que no quede destruido, que no siga muerto, que no viva perdido sin conocer la alegría de la vida.

El relato describe con todo detalle el encuentro sorprendente del padre con el hijo que abandonó el hogar. Estando todavía lejos, el padre "lo vio" venir hambriento y humillado, y "se conmovió" hasta las entrañas. Esta mirada buena, llena de bondad y compasión es la que nos salva. Solo Dios nos mira así.

Enseguida "echa a correr". No es el hijo quien vuelve a casa. Es el padre el que sale corriendo y busca el abrazo con más ardor que su mismo hijo. "Se le echó al cuello y se puso a besarlo". Así está siempre Dios. Corriendo con los brazos abiertos hacia quienes vuelven a él.

El hijo comienza su confesión: la ha preparado largamente en su interior. El padre le interrumpe para ahorrarle más humillaciones. No le impone castigo alguno, no le exige ningún rito de expiación; no le pone condición alguna para acogerlo en casa. Sólo Dios acoge y protege así a los pecadores.

El padre solo piensa en la dignidad de su hijo. Hay que actuar de prisa. Manda traer el mejor vestido, el anillo de hijo y las sandalias para entrar en casa. Así será recibido en un banquete que se celebra en su honor. El hijo ha de conocer junto a su padre la vida digna y dichosa que no ha podido disfrutar lejos de él.

Quien oiga esta parábola desde fuera, no entenderá nada. Seguirá caminando por la vida sin Dios. Quien la escuche en su corazón, tal vez llorará de alegría y agradecimiento. Sentirá por vez primera que en el misterio último de la vida hay Alguien que nos acoge y nos perdona porque solo quiere nuestra alegría.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2009-2010 – CON LOS OJOS FIJOS EN JESÚS
14 de marzo de 2010

EL OTRO HIJO

(Ver homilía del ciclo C – 06-03-2016)

José Antonio Pagola

HOMILIA

2006-2007 – HACERNOS DISCÍPULOS DE JESÚS
18 de marzo de 2007

CÓMO IMAGINA JESÚS A DIOS

Un padre tenía dos hijos...

No quería Jesús que las gentes de Galilea le sintieran a Dios como un rey, un señor o un juez. Él lo experimentaba como un padre increíblemente bueno. En la parábola del padre bueno les hizo ver cómo imaginaba él a Dios.

Dios es como un padre que no piensa en su propia herencia. Respeta las decisiones de sus hijos. No se ofende cuando uno de ellos le da por «muerto» y le pide su parte de la herencia.

Lo ve partir de casa con tristeza, pero nunca lo olvida. Aquel hijo siempre podrá volver a casa sin temor alguno. Cuando un día lo ve venir hambriento y humillado, el padre se conmueve, pierde el control y corre al encuentro de su hijo.

Se olvida de su dignidad de «señor» de la familia, y lo abraza y besa efusivamente como una madre. Interrumpe su confesión para ahorrarle más humillaciones. Ya ha sufrido bastante. No necesita explicaciones para acogerlo como hijo.

No le impone castigo alguno. No le exige un ritual de purificación. No parece sentir siquiera la necesidad de manifestarle su perdón. No hace falta. Nunca ha dejado de amarlo. Siempre ha buscado su felicidad.

Él mismo se preocupa de que su hijo se sienta de nuevo bien. Le regala el anillo de la casa y el mejor vestido. Ofrece una fiesta a todo el pueblo. Habrá banquete, música y baile. El hijo ha de conocer junto al padre la fiesta buena de la vida, no la diversión falsa que buscaba entre prostitutas paganas.

Así le sentía Jesús a Dios y así lo repetiría también hoy a quienes olvidados de él, se sienten lejos o comienzan a verse como «perdidos» en medio de la vida.

Cualquier teología, predicación o catequesis que olvida esta parábola central de Jesús e impide experimentar a Dios como un Padre respetuoso y bueno, que acoge a sus hijos perdidos ofreciéndoles su perdón gratuito e incondicional, no proviene de Jesús ni transmite su Buena Noticia de Dios.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2003-2004 – A QUIÉN IREMOS
21 de marzo de 2004

LA TRAGEDIA DE UN PADRE BUENO

Ha muerto tu hermano.

Exégetas contemporáneos han abierto una nueva vía de lectura de la parábola llamada tradicionalmente del «hijo pródigo», para descubrir en ella la tragedia de un padre que, a pesar de su amor «increíble» a sus hijos, no logra construir una familia unida. Esa sería, según Jesús, la tragedia de Dios.

La actuación del hijo menor es «imperdonable». Da por muerto a su padre y pide la parte de su herencia. De esta manera, rompe la solidaridad del hogar, echa por tierra el honor de la familia y pone en peligro su futuro al forzar la repartición de las tierras. Los oyentes debieron quedar escandalizados al ver que el padre, respetando la sinrazón de su hijo, ponía en riesgo su propio honor y autoridad. ¿Qué clase de padre era éste?

Cuando el joven, destruido por el hambre y la humillación, regresa a casa, el padre vuelve a sorprender a todos. «Conmovido» corre a su encuentro y lo besa efusivamente delante de todos. Se olvida de su propia dignidad, le ofrece el perdón antes de que se declare culpable, lo restablece en su honor de hijo, lo protege de la desaprobación de los vecinos y organiza una fiesta para todos. Por fin, podrán vivir en familia de manera digna y dichosa.

Desgraciadamente, falta el hijo mayor, un hombre de vida correcta y ordenada, pero de corazón duro y resentido. Al llegar a casa, humilla públicamente a su padre, intenta destruir a su hermano y se excluye de la fiesta. En todo caso, festejaría algo «con sus amigos», no con su padre y su hermano.

El padre sale también a su encuentro y le revela el deseo más hondo de su corazón de padre: ver a sus hijos, sentados a la misma mesa, compartiendo amistosamente un banquete festivo, por encima de enfrentamientos, odios y condenas.

Pueblos enfrentados por la guerra, terrorismos ciegos, políticas insolidarias, religiones de corazón endurecido, países hundidos en el hambre... Nunca compartiremos la tierra de manera digna y dichosa si no nos miramos con el amor compasivo de Dios. Esta mirada nueva es lo más importante que podemos introducir hoy en el mundo.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2000-2001 – BUSCAR LAS RAÍCES
25 de marzo de 2001

VOLVERÉ

Volveré adonde está mi padre.

La mayoría de los europeos sigue creyendo que Dios existe; lo confirman todas las estadísticas. Sin embargo, los mismos sondeos aseguran que muchos de ellos ya no mantienen ninguna relación con él. Es como si Dios no existiera para ellos. Su fe está muerta; no conocen el calor, el estímulo y la confianza que genera una fe viva.

Ésta situación se asemeja a la del hijo menor de la conocida parábola de Jesús, que se marcha del hogar para organizarse la vida lejos de su padre. Evidentemente, también este hijo sabe que su padre existe, pero él lo trata como si hubiera muerto. Por eso pide la parte que le corresponde de la herencia y lo olvida del todo. La parábola describe con detalle el proceso de este hijo al comprobar que no se cumplen sus expectativas de mayor bienestar.

En un determinado momento este hombre recapacita y hace una especie de balance. Su vida es un fracaso. De día en día crece su humillación e indignidad. Honestamente trata de responder a una pregunta que le nace desde muy dentro: ¿qué estoy haciendo con mi vida?

No se queda ahí. Su reflexión le lleva a dar pasos concretos para reorientar su vida de manera diferente. De hecho, toma una decisión nada fácil, pero que lo puede cambiar todo: «Volveré adonde está mi padre». Efectivamente, busca de nuevo a su padre, se encuentra con él y reconoce su pecado: «Padre, he pecado contra ti».

Es un error vivir corno si Dios no existiera para nosotros. Prescindir de él no conduce a una vida más humana, más sabia, más noble o gratificante. Cada uno hemos de decidir. Podemos vivir hasta el final en la indiferencia, pero podemos también reflexionar, hacer un balance y reaccionar.

No sirve de mucho seguir discutiendo sobre Dios, la religión, la Iglesia o los curas. La palabra decisiva que nos abre de nuevo el camino hacia Dios es ésta: «Padre, perdóname». Cuando alguien la dice de verdad desde el fondo de su corazón, es la señal más segura de que su relación con Dios ha cambiado radicalmente. Quien pide perdón a Dios no sólo cree que Dios existe, comienza a comunicarse con él. Esto lo cambia todo.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1997-1998 – UN CAMINO DIFERENTE
22 de marzo de 1998

EL PERDÓN DE DIOS

Estaba perdido, y lo hemos encontrado.

Se ha afirmado repetidamente que el hombre moderno está perdiendo la conciencia de pecado. Lo que no se dice es que, al mismo tiempo, está perdiendo también la experiencia de sentirse perdonado por Dios, y quien desconoce el perdón de Dios se ve privado de una fuerza incomparable para reconciliarse con su pasado e iniciar una etapa nueva en su vida.

Son varios los obstáculos que pueden impedir a la persona abrirse al perdón de Dios. Hay quienes no sienten necesidad de perdón alguno pues viven de manera irresponsable o con corazón endurecido. En todo caso, si han cometido algún error o han actuado mal, no necesitan de Dios para resolver sus problemas.

Hay otros que se sienten indignos de ser perdonados: «Es muy grave lo que he hecho; nadie podrá perdonarme. » Piensan que su pecado es más poderoso que el amor infinito de Dios. Oprimidos por el peso de la culpa, se cierran a toda esperanza. Hay también quienes no se perdonan a sí mismos. Viven obsesionados por oscuros recuerdos y remordimientos inútiles. Nunca podrán sentirse purificados.

Recibir el perdón de Dios es un acto de fe que se ha de cuidar bien. No consiste en una reflexión intelectual. No se trata tampoco de «sentir» el perdón durante unos momentos para sumergirse de nuevo rápidamente en la vida. Acoger el perdón de Dios requiere tiempo y recogimiento para gustar su misericordia, interiorizar en nosotros su bondad y experimentar agradecidos su acción renovadora.

El perdón de Dios no consiste simplemente en que Dios «olvida» nuestro pecado o «no lo tiene en cuenta». Dios no es como nosotros. Para Dios perdonar es «quitar el pecado», hacerlo desaparecer, devolver la inocencia. El perdón de Dios es perdón total y absoluto, gracia que regenera, nuevo comienzo de todo, seguridad y paz íntima.

Es conmovedor escuchar la experiencia del gran escritor francés F Mauriac cuando descubrió por fin al Dios del perdón: «Frente al baremo de pecados, frente a las tarifas fijadas con minuciosidad farisaica, resonaban en mí las cinco palabras que, en el Evangelio, bastan para borrar todas las miserias y todas las vergüenzas de una pobre vida: hijo, tus pecados quedan perdonados.»

La inolvidable parábola del «Padre bondadoso» (Lc 15, 11- 32) nos describe de modo admirable y conmovedor el perdón de Dios. No lo olvidemos. Frente a las condenas de los demás, frente al remordimiento y los reproches de nosotros mismos, en Dios siempre encontramos la misma actitud de comprensión y de perdón sin límites.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1994-1995 – VIVIR DESPIERTOS
26 de marzo de 1995

EL CAMINO A CASA

Me pondré en camino.

Hoy quiero recomendar vivamente un pequeño libro. Su autor recientemente fallecido, el holandés Henri J.M. Nouwen, ha ejercido una influencia espiritual notable en Norteamérica. El título del libro: El regreso del hijo pródigo. Meditaciones ante un cuadro de Rembrandt.

En más de una ocasión he podido comprobar que personas alejadas hace muchos años de la religión, siguen recordando, hasta con emoción, la «parábola del hijo pródigo ». La lectura de este precioso libro será para no pocos un verdadero regalo. Para alguno, puede ser «un respiro» y una sentida invitación a «regresar al Padre».

No es nada difícil identificarse con ese hombre que busca su felicidad lejos del padre y lejos del hogar. Al comienzo, todo parece marchar bien. Los problemas vienen cuando uno siente que se ha equivocado en lo esencial.

El hijo pródigo experimenta vaciedad y humillación. Pero no es sólo eso. Está, sobre todo, la sensación de soledad. Se ha ido enredando en su mundo de ilusiones y deseos, y ahora se encuentra sin libertad interior y solo.

Es la experiencia de no pocos. «¿Qué he hecho con mi vida?» «Le importo en realidad a alguien?» «¿Me han querido alguna vez de verdad?» Entonces todo se vuelve oscuro y sin sentido. Nada merece la pena.

Pero es precisamente este «verse perdido» lo que hace reaccionar a aquel hombre. De pronto ve con claridad a dónde le está conduciendo el camino que ha elegido. Seguir en esa dirección es caminar hacia la autodestrucción.

Es entonces cuando la persona puede escuchar, aunque sea muy débilmente, una voz hace tiempo olvidada. «Tengo un Padre esperándome en lo más profundo de mi ser.» No está todo perdido. Hay alguien que me comprende, me quiere y me perdona sin límites. Es Dios.

Las dudas que se pueden despertar en la persona son muchas. «Ya es tarde.» «En el fondo, siempre he sido un desastre.» «Sólo soy una carga para todos.» «No puedo cambiar.» «Tampoco Dios me puede aceptar.» Al final, todo se juega en un acto de fe. O me dejo llevar por un sentimiento oscuro de desconfianza y me hundo en mi propia culpabilidad, o dejo que la confianza en Dios, al comienzo tal vez algo borrosa, invada plenamente mi vida.

Cuando uno se siente «perdido» en la vida, las preguntas a las que hay que responder son éstas: ¿Quiero realmente recuperar mi dignidad? ¿Deseo de verdad sentirme perdonado y comenzar a vivir de forma nueva? Una cosa es segura. El perdón de Dios sana y restaura a quien lo acoge con fe.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1991-1992 – SIN PERDER LA DIRECCIÓN
29 de marzo de 1992

SANAR LA VIDA

… lo ha recobrado sano.

La parábola del hijo pródigo describe de manera admirable el itinerario que un hombre o una mujer puede seguir para rehacer su vida sanándola en su misma raíz.

Lo primero es experimentar el vacío la insatisfacción que, tarde o temprano, provoca en nosotros una vida poco sana. Tomar conciencia de que estamos malgastando o arruinando nuestra vida. Ser capaces de decirnos a nosotros mismos con valentía lo que sentimos por dentro: ¿Es esto todo lo que quiero vivir? ¿A esto va a quedar reducida mi vida?

Quizá sea ésta la experiencia más importante para desencadenar un proceso de conversión y sanación de nuestro ser, aunque también puede ser la experiencia más difícil en una sociedad que nos empuja casi siempre a vivir de manera frívola e intrascendente. Pero, ¿a qué queda reducida una persona si no es capaz de plantearse en serio su vida?

En segundo lugar, es necesario adoptar una postura de búsqueda sincera. Buscar la verdad en nuestra vida. No engañarnos miserablemente a nosotros mismos. No vivir permanentemente en la mentira, la ambigüedad o la división interior. Sólo quien vive reconciliado consigo mismo y es fiel a su propia conciencia puede vivir de manera sana y gozosa.

Pero no basta reflexionar, ni siquiera añorar una vida mejor y más humana. Nuestra vida no cambia por el hecho de que veamos y sintamos las cosas de manera distinta. Todo eso es importante y necesario, pero hemos de dar un paso más. En algún momento, hay que tomar una decisión. Sanar nuestra vida significa ponernos en camino de vivir de manera más plena, de ser más personas, de recuperar nuestra dignidad, introduciendo una calidad nueva en nuestro vivir diario.

El creyente, lo mismo que el hijo pródigo, da este paso con la confianza puesta en Dios. Confianza total en Dios que nos comprende, nos ama y nos perdona como ni nosotros mismos nos podemos comprender, amar y perdonar. Esta fe en el perdón de Dios es la que genera un dinamismo nuevo en la vida del creyente arrepentido.

La sicología actual sugiere técnicas diversas para curar las heridas pasadas y promover una liberación de sentimientos negativos de culpabilidad. Pueden ser útiles. Pero difícilmente pueden ofrecer la paz interior, el gozo íntimo y la fuerza renovadora que infunde la fe en el perdón real de Dios. Perdón total y absoluto, comienzo nuevo de todo, gracia que regenera nuestro ser desde su raíz.

Según la parábola, el padre hace fiesta porque «ha recobrado sano» a su hijo. La conversión siempre es motivo de alegría porque es un proceso que conduce a la sanación de la vida.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1988-1989 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
5 de marzo de 1989

VOLVER A DIOS

Volveré hacia mi Padre.

Las personas nos pasamos la vida atendiendo a nuestras diversas responsabilidades, dando satisfacción a diferentes deseos y respondiendo a las expectativas de los demás.

Todo ello es muy normal y necesario. Pero, al mismo tiempo corremos el riesgo de sofocar la vida que nos ofrece a cada instante Aquel que está en lo más profundo de nuestro ser.

Escuchamos toda clase de voces y mensajes, recogemos información de casi todo, pero, tal vez, nos vamos quedando cada vez más sordos a Aquel que lleva años llamándonos por nuestro nombre.

Sabemos analizar nuestro pasado, revisar nuestras actuaciones y programar nuestro futuro, pero se nos puede ir escapando el presente, ese momento de gracia en que nos podemos abrir al Absoluto.

Hacemos tantas cosas, vivimos agitados por tantas preocupaciones, que no tenemos tiempo ni fuerzas para hacer un alto en nuestra vida, dejarnos coger por la sinceridad y decir con nuestro corazón y con nuestros labios las palabras de aquel hijo de la parábola: “Volveré hacia mi Padre”.

Qué difícil se nos hace detenernos, ahondar en lo más profundo de mí mismo, allí donde yo estoy solo y donde ninguna otra persona puede penetrar, liberarme del “personaje” que soy hacia fuera y escuchar con sinceridad y con paz la llamada de Dios.

Incluso, cuando nos paramos a reflexionar, las primeras preguntas que afloran en nosotros son casi siempre las mismas: ¿cuánto ganaré? ¿cómo disfrutaré? ¿qué provecho sacaré? ¿cómo podré asegurar mejor mi bienestar?

Nos resulta difícil preguntarnos: ¿Qué estoy haciendo con mi vida? ¿qué busco en definitiva? ¿qué espero? ¿qué he de hacer para ser más libre y humano?

Tomarse un tiempo para escuchar a Dios puede parecer a muchos un juego para personas desocupadas, una evasión noble para gentes incapaces de enfrentarse a sus verdaderos problemas, un entretenimiento para quienes no saben disfrutar de la vida de otra manera.

Sin embargo, dejar resonar en nosotros la llamada de Dios de manera nueva, después de treinta o cincuenta años, sería para muchos “un nuevo nacimiento”.

Naturalmente, hemos de recordar siempre la advertencia de San Agustín: “No lo olvides: Dios llena los corazones, no los bolsillos”.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1985-1986 – BUENAS NOTICIAS
9 de marzo de 1986

LLAMADOS A LA MISMA FIESTA

celebremos un banquete

Así es la vida según la parábola de Jesús. La tragedia de un Dios Padre que busca la fraternidad de todos los hombres sin conseguirlo.

No es fácil la fiesta final que el Padre desea. Unas veces, es el hijo menor quien se marcha lejos abandonando el hogar. Otras, el hijo mayor que no acepta en casa al hermano que retorna.

Esta parábola no es una visión ingenua de la vida. Es la descripción de una cruda realidad que todos constatamos día a día. Hombres y mujeres, llamados todos a disfrutar de una misma felicidad y plenitud final, no somos capaces de acogernos y convivir como hermanos.

Recordemos solo un hecho que estos días las estadísticas nos lo están recordando en cifras y números concretos. Gentes provenientes de distintas de tierras de España viven junto a otros que hemos nacido en el País Vasco.

La diversidad de lengua, cultura y origen deberían ser, antes que nada, una fuente de enriquecimiento mutuo. Por desgracia, no siempre es así.

La postura intolerante de unos y otros, la falta de respeto a las legítimas diferencias de cada uno, la incomprensión para reconocer el  derecho de un pueblo a defender su propia cultura y su lengua, sobre todo cuando están gravemente amenazadas, son otros tantos motivos que impiden una convivencia más enriquecedora.

No logramos plantearnos de manera razonable y pacífica la convivencia en el bilingüismo. Corremos el riesgo de ir consolidando entre nosotros dos comunidades fuertemente enfrentadas.

En su carta pastoral, no han ignorado los Obispos la tensión que, en torno al bilingüismo, surge en el seno mismo de las comunidades cristianas. Esta es su llamada: «Nuestras Iglesias han de ofrecer a esta sociedad el testimonio de una unidad interna construida desde el reconocimiento de las diferencias legítimas y el apoyo a las tradiciones culturales más débiles y más amenazadas».

Pertenecemos a una comunidad cristiana bilingüe. Esto exige de todos nosotros un especial sentido de comunitariedad, un gran respeto a las raíces culturales del otro, un apoyo sincero a la cultura propia del pueblo en el que vivimos, una aceptación comprensiva de las repercusiones molestas que se pueden seguir del bilingüismo en un determinado momento.

La comunidad cristiana debería ser un espacio en el que los creyentes fuéramos aprendiendo a convivir en el respeto y mutua comprensión.

No lo olvidemos. Por encima de nuestras diversidades culturales, somos hermanos llamados a una fiesta final en la que todos hablaremos, por fin, un solo lenguaje: el del amor.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1982-1983 – APRENDER A VIVIR
13 de marzo de 1983

¿QUIEN ENTRARA EN LA FIESTA?

Y se negaba a entrar.

Pocas veces un título desacertado habrá desenfocado tanto un relato como el de esta incomparable parábola mal titulada del «hijo pródigo».

En realidad, se trata de la parábola de un padre bondadoso que desea lograr un verdadero hogar sin conseguirlo. Unas veces, porque el hijo menor se marcha a vivir su aventura. Otras, porque el hijo mayor no quiere entrar y recibir al hermano. Esta es la historia de ios hombres. La tragedia de un hogar que parece imposible construir.

El peso de una lectura tradicional unilateral y el desacierto de un mal título han atraído nuestra atención sobre la figura del hijo menor. Sin embargo, en la dinámica del pensamiento de Jesús, es, sin duda, la conducta del mayor la que debe, sobre todo, interpelarnos.

La parábola nos describe un fuerte contraste. Al final del relato, el hijo menor, el pecador que se había alejado del hogar, termina celebrando una gran fiesta junto al padre. Por el contrario, el hijo mayor, el hombre recto y observante que nunca huyó de casa y jamás desobedeció una orden de su padre, se queda al final fuera del hogar, sin participar en la fiesta.

La enseñanza de Jesús es desconcertante. Lo verdaderamente decisivo para entrar en la fiesta final es saber reconocer nuestras equivocaciones, creer en el amor de un Padre y, en consecuencia, saber amar y perdonar a los hermanos.

Y ¿sta es la tragedia del hermano mayor. Todo lo hace bien. No huye de casa. Sabe cumplir todas las órdenes de su padre. Pero no sabe amar. No sabe comprender el amor de un padre. No sabe comprender y amar al hermano. Se incapacita a sí mismo para celebrar una fiesta fraternal.

Un hombre puede adentrarse en una vida de pecado, sentir la esclavitud del mal, vivir la experiencia del vacío de la vida, y descubrir de nuevo la necesidad de una vida nueva, distinta, mejor, siempre posible por el perdón gratuito de Dios.

Y, aunque parezca paradójico, se puede vivir una vida rutina- ña de práctica y observancia religiosa, sin verdadera fe en Dios Padre y sin amor fraternal a los hermanos.

Los creyentes no deberíamos olvidar nunca la crítica constante de Jesús a una «práctica religiosa», falsamente entendida como acumulación de méritos que nos asegura ante el juicio de Dios y que nos permite enjuiciar a los demás de manera despectiva y autosuficiente, despreciando su conducta y negándoles la acogida y el perdón.

Una cosa es clara. Sólo entrará en la fiesta final quien comprenda que Dios es Padre de todos y quien sepa acoger, comprender y perdonar a sus hermanos.

José Antonio Pagola



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