lunes, 1 de abril de 2019

07-04-2019 - 5º domingo de Cuaresma (C)


El pasado 2 de octubre de 2014, José Antonio Pagola nos visitó  en la Parroquia de San Pedro Apóstol de la Iglesia de Sopela, dándonos  la conferencia: Volver a Jesucristo. Iniciar la reacción.
Pulsando aquí podréis disfrutar de ella.

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¡Volver a Jesucristo! Iniciar la reacción.
Video de la Conferencia de Jose Antonio Pagola. 

José Antonio Pagola: He recibido con satisfacción la resolución definitiva de la Congregación Romana para la Doctrina de la Fe sobre mi libro, Jesús.Aproximación histórica.

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5º domingo de Cuaresma (C)



EVANGELIO

El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra.

+ Lectura del santo evangelio según san Juan 8,1-11

En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba.

Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio y, colocándola en medio, le dijeron:

- Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?

Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo.

Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.

Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:

- El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra.

E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.

Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos.

Y quedó solo Jesús, con la mujer, que seguía allí delante.

Jesús se incorporó y le preguntó:

- Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?

Ella contestó:

- Ninguno, Señor.

Jesús dijo:

- Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.

Palabra de Dios.

HOMILIA

2018-2019 -
07 de abril de 2019

TODOS NECESITAMOS PERDÓN

Según su costumbre, Jesús ha pasado la noche a solas con su Padre querido en el Monte de los Olivos. Comienza el nuevo día, lleno del Espíritu de Dios que lo envía a "proclamar la liberación de los cautivos [...] y dar libertad a los oprimidos”. Pronto se verá rodeado por un gentío que acude a la explanada del templo para escucharlo.

De pronto, un grupo de escribas y fariseos irrumpe trayendo a "una mujer sorprendida en adulterio". No les preocupa el destino terrible de la mujer. Nadie le interroga de nada. Está ya condenada. Los acusadores lo dejan muy claro: "En la Ley de Moisés se manda apedrear a las adúlteras. Tú, ¿qué dices?”

La situación es dramática: los fariseos están tensos, la mujer, angustiada; la gente, expectante. Jesús guarda un silencio sorprendente. Tiene ante sí a aquella mujer humillada, condenada por todos. Pronto será ejecutada. ¿Es esta la última palabra de Dios sobre esta hija suya?

Jesús, que está sentado, se inclina hacia el suelo y comienza a escribir algunos trazos en tierra. Seguramente busca luz. Los acusadores le piden una respuesta en nombre de la Ley. Él les responderá desde su experiencia de la misericordia de Dios: aquella mujer y sus acusadores, todos ellos, están necesitados del perdón de Dios.

Los acusadores sólo están pensando en el pecado de la mujer y en la condena de la Ley. Jesús cambiará la perspectiva. Pondrá a los acusadores ante su propio pecado. Ante Dios, todos han de reconocerse pecadores. Todos necesitamos su perdón.

Como le siguen insistiendo cada vez más, Jesús se incorpora y les dice: "Aquel de vosotros que no tenga pecado puede tirarle la primera piedra". ¿Quiénes sois vosotros para condenar a muerte a esa mujer, olvidando vuestros propios pecados y vuestra necesidad del perdón y de la misericordia de Dios?

Los acusadores se van retirando uno tras otro. Jesús apunta hacia una convivencia donde la pena de muerte no puede ser la última palabra sobre un ser humano. Más adelante, Jesús dirá solemnemente: "Yo no he venido para juzgar al mundo, sino para salvarlo".

El diálogo de Jesús con la mujer arroja nueva luz sobre su actuación. Los acusadores se han retirado, pero la mujer no se ha movido. Parece que necesita escuchar una última palabra de Jesús. No se siente todavía liberada. Jesús le dice "Tampoco yo te condeno. Vete y, en adelante no peques más".

Le ofrece su perdón, y, al mismo tiempo, le invita a no pecar más. El perdón de Dios no anula la responsabilidad, sino que exige conversión. Jesús sabe que "Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva".

José Antonio Pagola

HOMILIA

2015-2016 -
13 de marzo de 2016

REVOLUCIÓN IGNORADA

Tampoco yo te condeno.

Le presentan a Jesús a una mujer sorprendida en  adulterio. Todos conocen su destino: será lapidada hasta la muerte según lo establecido por la ley. Nadie habla del adúltero. Como sucede siempre en una sociedad machista, se condena a la mujer y se disculpa al varón. El desafío a Jesús es frontal: «La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras. Tú ¿qué dices?».

Jesús no soporta aquella hipocresía social alimentada por la prepotencia de los varones. Aquella sentencia a muerte no viene de Dios. Con sencillez y audacia admirables, introduce al mismo tiempo verdad, justicia y compasión en el juicio a la adúltera: «el que esté sin pecado, que arroje la primera piedra».

Los acusadores se retiran avergonzados. Ellos saben que son los más responsables de los adulterios que se cometen en aquella sociedad. Entonces Jesús se dirige a la mujer que acaba de escapar de la ejecución y, con ternura y respeto grande, le dice: «Tampoco yo te condeno». Luego, la anima a que su perdón se convierta en punto de partida de una vida nueva: «Anda, y en adelante no peques más».

Así es Jesús. Por fin ha existido sobre la tierra alguien que no se ha dejado condicionar por ninguna ley ni poder opresivo. Alguien libre y magnánimo que nunca odió ni condenó, nunca devolvió mal por mal. En su defensa y su perdón a esta adúltera hay más verdad y justicia que en nuestras reivindicaciones y condenas resentidas.

Los cristianos no hemos sido capaces todavía de extraer todas las consecuencias que encierra la actuación liberadora de Jesús frente a la opresión de la mujer. Desde una Iglesia dirigida e inspirada mayoritariamente por varones, no acertamos a tomar conciencia de todas las injusticias que sigue padeciendo la mujer en todos los ámbitos de la vida. Algún teólogo hablaba hace unos años de "la revolución ignorada" por el cristianismo.

Lo cierto es que, veinte siglos después, en los países de raíces supuestamente cristianas, seguimos viviendo en una sociedad donde con frecuencia la mujer no puede moverse libremente sin temer al varón. La violación, el maltrato y la humillación no son algo imaginario. Al contrario, constituyen una de las violencias más arraigadas y que más sufrimiento genera.

¿No ha de tener el sufrimiento de la mujer un eco más vivo y concreto en nuestras celebraciones, y un lugar más importante en nuestra labor de concienciación social? Pero, sobre todo, ¿no hemos de estar más cerca de toda mujer oprimida para denunciar abusos, proporcionar defensa inteligente y protección eficaz?

José Antonio Pagola

HOMILIA

2012-2013 -
17 de marzo de 2013

TODOS NECESITAMOS PERDÓN

Según su costumbre, Jesús ha pasado la noche a solas con su Padre querido en el Monte de los Olivos. Comienza el nuevo día, lleno del Espíritu de Dios que lo envía a "proclamar la liberación de los cautivos [...] y dar libertad a los oprimidos”. Pronto se verá rodeado por un gentío que acude a la explanada del templo para escucharlo.

De pronto, un grupo de escribas y fariseos irrumpe trayendo a "una mujer sorprendida en adulterio". No les preocupa el destino terrible de la mujer. Nadie le interroga de nada. Está ya condenada. Los acusadores lo dejan muy claro: "La Ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras. Tú, ¿qué dices?

La situación es dramática: los fariseos están tensos, la mujer angustiada, la gente expectante. Jesús guarda un silencio sorprendente. Tiene ante sí a aquella mujer humillada, condenada por todos. Pronto será ejecutada. ¿Es esta la última palabra de Dios sobre esta hija suya?

Jesús, que está sentado, se inclina hacia el suelo y comienza a escribir algunos trazos en tierra. Seguramente busca luz. Los acusadores le piden una respuesta en nombre de la Ley. Él les responderá desde su experiencia de la misericordia de Dios: aquella mujer y sus acusadores, todos ellos, están necesitados del perdón de Dios.

Los acusadores sólo están pensando en el pecado de la mujer y en la condena de la Ley. Jesús cambiará la perspectiva. Pondrá a los acusadores ante su propio pecado. Ante Dios, todos han de reconocerse pecadores. Todos necesitan su perdón.

Como le siguen insistiendo cada vez más, Jesús se incorpora y les dice: "El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra". ¿Quiénes sois vosotros para condenar a muerte a esa mujer, olvidando vuestros propios pecados y vuestra necesidad del perdón y de la misericordia de Dios?

Los acusadores "se van retirando uno tras otro". Jesús apunta hacia una convivencia donde la pena de muerte no puede ser la última palabra sobre un ser humano. Más adelante, Jesús dirá solemnemente: "Yo no he venido para juzgar al mundo sino para salvarlo".

El diálogo de Jesús con la mujer arroja nueva luz sobre su actuación. Los acusadores se han retirado, pero la mujer no se ha movido. Parece que necesita escuchar una última palabra de Jesús. No se siente todavía liberada. Jesús le dice "Tampoco yo te condeno. Vete y, en adelante no peques más".

Le ofrece su perdón, y, al mismo tiempo, le invita a no pecar más. El perdón de Dios no anula la responsabilidad, sino que exige conversión. Jesús sabe que "Dios no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva".

José Antonio Pagola

HOMILIA

2009-2010 – CON LOS OJOS FIJOS EN JESÚS
21 de marzo de 2010

REVOLUCIÓN IGNORADA

(Ver homilía del ciclo C – 13-03-2016)

José Antonio Pagola

HOMILIA

2006-2007 – HACERNOS DISCÍPULOS DE JESÚS
25 de marzo de 2007

AMIGO DE LA MUJER

Tampoco yo te condeno.

Sorprende ver a Jesús rodeado de tantas mujeres: amigas entrañables como María Magdalena o las hermanas Marta y María de Betania. Seguidoras fieles como Salomé, madre de una familia de pescadores. Mujeres enfermas, prostitutas de aldea... De ningún profeta se dice algo parecido.

¿Qué encontraban en él las mujeres?, ¿por qué las atraía tanto? La respuesta que ofrecen los relatos evangélicos es clara. Jesús las mira con ojos diferentes. Las trata con una ternura desconocida, defiende su dignidad, las acoge como discípulas. Nadie las había tratado así.

La gente las veía como fuente de impureza ritual. Rompiendo tabúes y prejuicios, Jesús se acerca a ellas sin temor alguno, las acepta a su mesa y hasta se deja acariciar por una prostituta agradecida.

Los hombres las consideraban como ocasión y fuente de pecado. Desde niños se les advertía para no caer en sus artes de seducción. Jesús, sin embargo, pone el acento en la responsabilidad de los varones: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio en su corazón.

Se entiende la reacción de Jesús cuando le presentan a una mujer sorprendida en adulterio, con intención de lapidar- la. Nadie habla del varón. Es lo que ocurría siempre en aquella sociedad machista. Se condena a la mujer porque ha deshonrado a la familia y se disculpa con facilidad al varón.

Jesús no soporta la hipocresía social construida por el dominio de los hombres. Con sencillez y valentía admirables, pone verdad, justicia y compasión: el que esté sin pecado que arroje la primera piedra. Los acusadores se retiran avergonzados. Saben que ellos son los más responsables de los adulterios que se cometen en aquella sociedad.

Jesús se dirige a aquella mujer humillada con ternura y respeto: Tampoco yo te condeno. Vete, sigue caminando en tu vida y, en adelante, no peques más. Jesús confía en ella, le desea lo mejor y le anima a no pecar. Pero, de sus labios no saldrá condena alguna.

¿Quién nos enseñará a mirar hoy a la mujer con los ojos de Jesús?, ¿quién introducirá en la Iglesia y en la sociedad la verdad, la justicia y la defensa de la mujer al estilo de Jesús?

José Antonio Pagola

HOMILIA

2003-2004 – A QUIÉN IREMOS
28 de marzo de 2004

CAMBIAR

Tampoco yo te condeno.

Todos esperan que se sume al rechazo general a aquella mujer sorprendida en adulterio, humillada públicamente, condenada por escribas respetables y sin defensa posible ante la sociedad y la religión. Jesús, sin embargo, desenmascara la hipocresía de aquella sociedad, defiende a la mujer del acoso injusto de los varones y le ayuda a iniciar una vida más digna.

La actitud de Jesús ante la mujer fue tan «revolucionaria» que, después de veinte siglos, seguimos en buena parte sin querer entenderla ni asumirla. ¿Qué podemos hacer en nuestras comunidades cristianas?

En primer lugar, actuar con voluntad de transformar la Iglesia. El cambio es posible. Hemos de soñar con una Iglesia diferente, comprometida como nadie a promover una vida más digna, justa e igualitaria entre varones y mujeres.

Podemos ayudarnos a tomar conciencia de que nuestra manera de entender, vivir e imaginar las relaciones entre varón y mujer no proviene siempre del evangelio. Somos prisioneros de costumbres, esquemas y tradiciones que no tienen su origen en Jesús pues conducen al dominio del varón y la subordinación de la mujer.

Hemos de eliminar ya de la Iglesia visiones negativas de la mujer como «ocasión de pecado», «origen del mal» o «tentadora del varón». Hay que desenmascarar teologías, predicaciones y actitudes que favorecen la discriminación y descalificación de la mujer. Sencillamente, no contienen «evangelio».

Hemos de romper el inexplicable silencio que hay en no pocas comunidades cristianas ante la violencia doméstica que hiere los cuerpos y la dignidad de tantas mujeres. Los cristianos no podemos vivir de espaldas ante una realidad tan dolorosa y tan cercana. ¿Qué no gritaría Jesús?

Hay que reaccionar contra la «ceguera» generalizada de los hombres, incapaces de captar el sufrimiento injusto al que se ve sometida la mujer sólo por el hecho de serlo. En muchos sectores es un sufrimiento «invisible» que no se sabe o no se quiere reconocer.

En el evangelio de Jesús hay un mensaje particular, dirigido a los varones, que todavía no hemos escuchado ni anunciado con fidelidad.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2000-2001 – BUSCAR LAS RAÍCES
1 de abril de 2001

EL ÚNICO QUE NO CONDENA

Tampoco yo te condeno.

Siempre me ha sorprendido la actuación de Jesús, radicalmente exigente al anunciar su mensaje, pero increíblemente comprensivo al juzgar la actuación concreta de las personas. Tal vez, el caso más expresivo es su comportamiento ante el adulterio. Jesús habla de manera tan radical al exponer las exigencias del matrimonio indisoluble, que los discípulos opinan que, en tal caso, «no trae cuenta casarse». Y, sin embargo, cuando todos quieren apedrear a una mujer sorprendida en adulterio, es Jesús el único que no la condena.

Así es Jesús. Por fin ha existido alguien sobre la tierra que no se ha dejado condicionar por ninguna ley y ningún poder. Alguien grande y magnánimo que nunca odió, ni condenó ni devolvió mal por mal. Alguien a quien se mató porque los hombres no pueden soportar el escándalo de tanta bondad.

Sin embargo, quien conoce cuánta oscuridad reina en el ser humano y lo fácil que es condenar a otros para asegurarse la propia tranquilidad, sabe muy bien que en esa actitud de comprensión y de perdón que adopta Jesús, incluso contra lo que prescribe la ley, hay más verdad que en todas nuestras condenas estrechas y resentidas.

El creyente descubre, además, en esa actitud de Jesús el rostro verdadero de Dios y escucha un mensaje de salvación que se puede resumir así: «Cuando no tengas a nadie que te comprenda, cuando los hombres te condenen, cuando te sientas perdido y no sepas a quien acudir, has de saber que Dios es tu amigo. Él está de tu parte. Dios comprende tu debilidad y hasta tu pecado».

Ésa es la mejor noticia que podíamos escuchar los hombres. Frente a la incomprensión, los enjuiciamientos y las condenas fáciles de las gentes, el ser humano siempre podrá esperar en la misericordia y el amor insondable de Dios. Allí donde se acaba la comprensión de hombres, sigue firme la comprensión infinita de Dios.

Esto significa que, en todas las situaciones de la vida, en toda confusión, en toda angustia, siempre hay salida. Todo puede convertirse en gracia. Nadie puede impedirnos vivir apoyados en el amor y la fidelidad de Dios.

Por fuera, las cosas no cambian. Los problemas y conflictos siguen ahí con toda su crudeza. Las amenazas no desaparecen. Hay que seguir sobrellevando las cargas de la vida. Pero hay algo que lo cambia todo: la convicción de que nada ni nadie nos podrá separar del amor de Dios.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1997-1998 – UN CAMINO DIFERENTE
29 de marzo de 1998

UNA PUERTA SIEMPRE ABIERTA

No te condeno. Anda, y en adelante no peques más.

El hombre occidental se está dando cuenta de que ha estado excesivamente sometido, en estos últimos siglos, a una cultura de signo racionalista. Sin despreciar la aportación decisiva de la razón, comienza hoy a sentir hambre de otros alimentos necesarios también al espíritu. Así sucede con los «símbolos» que, rechazados como algo ingenuo que no responde a los postulados de un racionalismo estricto, comienzan a ser valorados de nuevo con creciente interés.

El símbolo no es una manera más poética de decir cosas ya sabidas por la razón. Es mucho más. El símbolo nos permite ir más allá de nosotros mismos para acercarnos a la verdad del ser y abrir nuestro espíritu a lo inefable y trascendente. Por eso, la pérdida de lo «simbólico» ha dañado tanto la experiencia religiosa y cristiana.

El evangelio de Juan nos recuerda uno de esos símbolos empleados por los primeros cristianos para designar a Cristo y que, en buena parte, han perdido hoy fuerza en la conciencia cristiana: « Yo soy la puerta —dice Jesús—, quien entre por mí se salvará» (Jn, 10, 9). Sin embargo, durante muchos siglos, el Cristo glorioso, representado en el tímpano de los pórticos de las catedrales, acogía a fieles y peregrinos al entrar en el templo. A todos se les advertía que no repararan en la materia con que estaba hecha la puerta, sino que elevaran sus ojos a Cristo, «puerta verdadera» que abre el acceso al Padre.

La puerta es lugar de paso entre dos ámbitos, entre lo conocido y lo desconocido, entre el mundo que habitamos y la vida que anhelamos. La puerta puede ser atravesada o simplemente mirada. Puede estar abierta o cerrada. Puede prohibir el paso o invitar a entrar. Puede cerrar el camino o abrir el acceso a la luz y la libertad.

El libro del Apocalipsis recoge estas palabras de Cristo: «Yo he abierto ante ti una puerta que nadie puede cerrar» (2, 8). Lo sabe muy bien el creyente que se ve envuelto en tinieblas, el que se siente esclavizado por el pecado, el que se encuentra hundido en el túnel de la depresión o el que espera con incertidumbre y pena la muerte ya próxima, cuando al no encontrar otra salida a sus angustias y anhelos acude a él buscando salvación.

Cristo es la «puerta verdadera» de la existencia (Christus vera iannua). La puerta siempre abierta que da acceso a la gracia, al perdón, a la luz y al amor del Padre. Felices los que la encuentran. Más aún los que entran por ella. El relato de la mujer adúltera es conmovedor. Esta mujer humillada, condenada por todos, avergonzada de sí misma, sin apenas horizonte de futuro, se encuentra con Cristo. Sus palabras la van a hacer pasar de la condena al perdón, del pecado a la inocencia, de la desesperación a la esperanza. «Yo no te condeno. Anda, y en adelante no peques más.»

José Antonio Pagola

HOMILIA

1994-1995 – VIVIR DESPIERTOS
2 de abril de 1995

DISCRIMINACION DE LA MUJER

Tampoco yo te condeno.

Las corrientes feministas más radicales plantean el problema de la mujer en términos de lucha y combate. Es comprensible que, al tomar mayor conciencia de situaciones y comportamientos discriminatorios, se despierten en bastantes mujeres el resentimiento, la ira ola agresividad.

El problema está en saber si el camino violento y la mutua agresión entre los sexos nos llevarán al cambio deseado o provocarán un encono mayor y una reacción defensiva por parte del varón. Antes de enfrentar a los sexos en una batalla en la que, una vez más, saldrán derrotados los más débiles, parece necesario promover juntos una «revolución de las conciencias».

En el fondo del problema está lo que la feminista Rosemary Ruether llama «distorsión fundamental» de las relaciones entre los dos sexos, y que se debe primordialmente a la conducta injusta y discriminatoria del varón. Una distorsión que nos deshumaniza a todos. No sólo a la mujer que se ve discriminada e infravalorada.

También al varón que se ve empobrecido al quedar privado de la debida aportación de la mujer. La revalorización de lo femenino y la igual dignidad de la mujer es tarea de todos, mujeres y varones, pues es enriquecedora para toda la humanidad.

Dentro de esta tarea común, hemos de eliminar ya de la conciencia social esa doble moral por la cual los mismos comportamientos son juzgados con diverso criterio, según se trate de mujeres o varones. No basta la mejora del ordenamiento jurídico y la legislación penal. Es necesaria toda una reeducación social.

¿Por qué la infidelidad del esposo ha de ser «una aventura» y la de la esposa adulterio de una mujer indigna? ¿Por qué la conversación entre vecinas va a ser chismorreo de charlatanas y la de los varones en un bar una divertida tertulia? ¿Por qué es provocativa la mujer que resalta su encanto y no el varón que cuida su aspecto físico?

Por otra parte, hemos de reaccionar con mayor fuerza contra la vergonzosa manipulación de la mujer como elemento decorativo y reclamo publicitario. Es indigna esa imagen de mujer vacía, entretenida en sus cosméticos, su gel o sus perfumes, acariciando coches o electrodomésticos, fácil de seducir con regalos, joyas o piedras preciosas, idiotizada por cualquier vendedor de detergentes que lavan más blanco.

La actitud de Jesús defendiendo a la mujer adúltera del acoso de los varones dispuestos a apedrearla nos ha de interpelar a todos los que, tal vez, nos sentimos sin pecado, pero no hacemos nada por cambiar una situación injusta y discriminatoria.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1991-1992 – SIN PERDER LA DIRECCIÓN
5 de abril de 1992

MAGNANIMIDAD

Tampoco yo te condeno.

Siempre me ha sorprendido la actuación de Jesús, radicalmente exigente al anunciar su mensaje, pero increíblemente comprensivo al juzgar la actuación concreta de las personas.

Tal vez, el caso más expresivo es su comportamiento ante el adulterio. Jesús habla de manera tan radical al exponer las exigencias del matrimonio indisoluble, que los discípulos opinan que, en tal caso, «no trae cuenta casarse». Y, sin embargo, cuando todos quieren apedrear a una mujer sorprendida en adulterio, es Jesús el único que no la condena.

Así es Jesús. Por fin ha existido alguien sobre la tierra que no se ha dejado condicionar por ninguna ley y ningún poder. Alguien grande y magnánimo que nunca odió, ni condenó ni devolvió mal por mal. Alguien a quien se mató porque los hombres no pueden soportar el escándalo de tanta bondad.

Sin embargo, quien conoce cuánta oscuridad reina en el ser humano y lo fácil que es condenar a otros para asegurarse la propia tranquilidad, sabe muy bien que en esa actitud de comprensión y de perdón que adopta Jesús, incluso contra lo que prescribe la ley, hay más verdad que en todas nuestras condenas estrechas y resentidas.

El creyente descubre, además, en esa actitud de Jesús el rostro verdadero de Dios y escucha un mensaje de salvación que se puede resumir así: «Cuando no tengas a nadie que te comprenda, cuando los hombres te condenen, cuando te sientas perdido y no sepas a quien acudir, has de saber que Dios es tu amigo. El está de tu parte. Dios comprende tu debilidad y hasta tu pecado.»

Esa es la mejor noticia que podíamos escuchar los hombres. Frente a la incomprensión, los enjuiciamientos las condenas fáciles de las gentes, el ser humano siempre podrá esperar en la misericordia y el amor insondable de Dios. Allí donde se acaba la comprensión de los hombres, sigue firme la comprensión infinita de Dios.

Esto significa que, en todas las situaciones de la vida, en toda confusión, en toda angustia, siempre hay salida. Todo puede convertirse en gracia. Nadie puede impedirnos vivir apoyados en el amor y la fidelidad de Dios.

Por fuera, las cosas no cambian en absoluto. Los problemas y conflictos siguen ahí con toda su crudeza. Las amenazas no desaparecen. Hay que seguir sobrellevando las cargas de la vida. Pero hay algo que lo cambia todo: la convicción de que nada ni nadie nos podrá separar del amor de Dios.

En realidad, no es tan importante lo que nos sucede en la tierra. Al menos si vivimos desde esa fe que san Pablo expresaba así: «Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución... el peligro, la espada? Estoy persuadido de que ni la muerte ni la vida... ni lo presente ni lo futuro... ni criatura alguna podrá separarnos del amor que Dios nos tiene en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 35-39).

José Antonio Pagola

HOMILIA

1988-1989 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
12 de marzo de 1989

GUERRA CIVIL Y PERDON

Tampoco yo te condeno.

No son pocos los observadores que han hecho notar la ausencia de perdón en la sociedad moderna. Apenas se toma iniciativa alguna de perdón en el ámbito político, laboral o socio-económico y la experiencia de reconciliación es cada vez más rara en nuestra convivencia.

Y, sin embargo, la ausencia de perdón no es ningún signo de madurez y progreso en una sociedad. Los hombres necesitamos continuamente pedir perdón y perdonar. El perdón pertenece a la construcción misma de la convivencia humana.

Este año conmemoramos el cincuenta aniversario de la guerra civil española y con este motivo recordaremos de manera más viva que nuestra historia reciente es una historia de violencia y de muerte.

Sin duda, el aniversario será ocasión para rememorar hechos y recordar nombres de tantos seres queridos muertos en la contienda y borrados o manchados injustamente en esa historia escrita por los vencedores.

¿Será un recuerdo reconciliador o una operación dirigida a reactivar sentimientos de venganza y dar vida de nuevo a antagonismos y enfrentamientos difíciles de olvidar?

La actitud cristiana del perdón no consiste en trivializar la historia y olvidar ingenuamente las injusticias pasadas. Al contrario, el que perdona recuerda todo el horror del pasado pero lo hace para adoptar una postura innovadora y creadora hacia el futuro.

El que perdona recuerda para no repetir. Busca un futuro distinto del que nos viene impuesto por la violencia pasada. Trata de establecer otra relación nueva con los adversarios y antagonistas a quienes perdona.

El que perdona trata de romper esa lógica de la violencia que tiende a repetirse sin fin. El “ojo por ojo y diente por diente” no es innovador, nos introduce en la “lógica repetitiva de la violencia”, acumula inevitablemente mal, sufrimiento e injusticia.
  Naturalmente, el que perdona sabe que asume un riesgo al renunciar a la fuerza o la venganza. Pero sabe que, sin ese riesgo, la historia no tiene futuro y la violencia se repetirá una y otra vez para mal de todos.

El pueblo vasco sabe lo qué es sufrir en su propia carne esta violencia repetitiva y sin futuro: violencia y represión, terrorismo y antiterrorismo, muertos de un signo y de otro. Recordar heridas pasadas puede servir para potenciar la dinámica de esta violencia, pero puede ser también ocasión para escuchar la invitación al perdón de Aquel que no quiso “echar piedras” sobre nadie.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1985-1986 – BUENAS NOTICIAS
16 de marzo de 1986

NO BASTA DESPENALIZAR

Tampoco yo te condeno.

La «batalla del aborto» se ha desatado. Pocas veces un problema de repercusiones humanas tan hondas habrá sido tan manipulado por oscuros intereses políticos e ideológicos.

Al analizar las diversas posiciones, uno no sabe exactamente dónde comienzan los intereses políticos de unos y otros, y dónde termina la búsqueda sincera de una profunda actitud moral.

Aturdido por enfrentamientos virulentos y polémicas apasionadas, no le es fácil al hombre sencillo de la calle ver con claridad cuál puede y debe ser su postura más humana y coherente con su fe.

La actitud de Jesús ante la mujer adúltera y sus acusadores nos obliga a todos a desenmascarar nuestras posibles hipocresías para preguntarnos sinceramente cuál es la raíz última de nuestra posición personal.

Quien conozca la pasión de Jesús por la vida y descubra en él al Dios que ha venido a la tierra a poner vida donde los hombres ponen muerte, no podrá defender desde su corazón creyente una política abortista que mata la vida.

Pero, al mismo tiempo, quien conozca el amor salvador de Jesús a cada persona y su pasión por cada ser humano, no pretenderá ayudar a las mujeres abortistas con la simple amenaza de una pena de cárcel.

La actitud de Jesús nos obliga, antes que nada, a no tomar postura sin sentirnos, de algunas manera, implicados.

¿Es tan extraño el aborto en una sociedad en la que estamos «abortando» de tantas maneras la vida de las personas, el amor generoso al necesitado y la defensa del desvalido?

¿No estamos creando entre todos una sociedad violenta e insolidaria que no defiende ni ayuda debidamente a la mujer violada ni apoya adecuadamente a la madre del disminuido?

¿No serán cada vez más las mujeres que recurran al aborto, si seguimos desentendiéndonos de las familias abrumadas por la necesidad y la miseria, y si seguimos promoviendo una cultura colectiva que sólo busca bienestar?

Como alguien ha dicho, «la vida no es de izquierdas ni de derechas». Todos debemos sentirnos llamados a luchar para que ninguna vida quede truncada.

Pero esto no lo lograremos sólo con leyes ni con despenalizaciones, sino con una actitud de solidaridad, defensa y apoyo a quien tiene derecho a nacer y a quien tiene derecho a que se le ayude a dar vida.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1982-1983 – APRENDER A VIVIR
20 de marzo de 1983

LANZAR PIEDRAS

El que esté sin pecado, que tire la primera piedra.

En el interior de toda sociedad encontramos modelos de conducta que, explícita o implícitamente, configuran el actuar y el ser del hombre. Son modelos que determinan en gran parte nuestra manera de pensar, actuar y vivir.

Pensemos solamente en la ordenación jurídica de nuestra sociedad. La convivencia social está regulada por una determinada estructura legal que depende, sin duda, de una determinada concepción del hombre.

Incluso en la moderna sociedad pluralista es necesario llegar a un acuerdo o consenso que haga posible la convivencia. Entonces, se va configurando un ideal jurídico de ciudadano, portador de unos derechos y sujeto de unas obligaciones. Y es este ideal jurídico el que se va imponiendo con fuerza de ley en la sociedad.

Pero esta ordenación legal necesaria, sin duda, para la convivencia social, no puede llegar a comprender de manera adecuada la vida concreta de cada hombre y cada mujer en toda su complejidad, su fragilidad y su misterio.

La ley tratará de medir con justicia a cada hombre, pero difícilmente puede tratarlo en cada situación como un ser concreto que vive y padece su propia existencia de una manera única y original.

Por eso, aunque la ley sea justa, su aplicación puede ser injusta sino se atiende a cada hombre y cada mujer en su situación personal única e irrepetible.

¡Qué cómodo es juzgar a las personas desde criterios seguros! Hay hombres de bien y gente indeseable. Personas de solvencia y hombres «con antecedentes penales». Bienhechores de la sociedad y malhechores...

Qué fácil y qué injusto apelar al peso de fa ley para condenar a tantas personas marginadas, incapacitadas para vivir integradas en nuestra sociedad, conforme a la «ley del ciudadano ideal» (hijos sin verdadero hogar, jóvenes delincuentes de barrio, vagabundos analfabetos, drogadictos sin remedio, ladrones sin posibilidad de trabajo, prostitutas sin amor alguno, esposos fracasados en su amor matrimonial...).

Frente a tantos enjuiciamientos y condenas fáciles, Jesús nos invita a no condenar fríamente a los demás desde la pura objetividad de una ley, sino a comprenderlos desde nuestra propia conducta personal.

Antes de arrojar piedras contra nadie, hemos de saber juzgar nuestro propio pecado. Quizás descubramos entonces, que lo que muchas. personas necesitan no es la condena de la ley sino que alguien las ayude y les ofrezca una posibilidad de rehabilitación.

Lo que la mujer adúltera necesitaba no eran piedras sino una mano amiga que la ayudara a levantarse.

José Antonio Pagola

HOMILIA

Creer en el perdón

Bastantes piensan que la culpa es algo introducido en el mundo por la religión: si Dios no existiera, no habría mandamientos, cada uno podría hacer lo que quisiera y, entonces, desaparecería el sentimiento de culpa. Suponen que es Dios el que ha prohibido ciertas cosas, el que pone freno a nuestros deseos de gozar y el que, en definitiva, genera en nosotros esa sensación de culpabilidad.

Nada más lejos de la realidad. La culpa es una experiencia misteriosa de la que ninguna persona sana se ve libre. Todos hacemos en un momento u otro lo que no deberíamos haber hecho. Todos sabemos que nuestras decisiones no son siempre transparentes y que actuamos más de una vez por motivos oscuros y razones inconfesadas.

Es la experiencia de toda persona: no soy lo que debía ser, no vivo a la altura de mí mismo. Sé que podría muchas veces evitar el mal; sé que puedo ser mejor, pero siento dentro de mí 'algo' que me lleva a actuar mal. Lo decía hace muchos años Pablo de Tarso: «No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero» (Rm. 7,19). ¿Qué podemos hacer?, ¿cómo vivir todo esto ante Dios?

El Credo nos invita a «creer en el perdón de los pecados». No es tan fácil. Afirmamos que Dios es perdón insondable, pero luego proyectamos constantemente sobre él nuestros miedos, fantasmas y resentimientos oscureciendo su amor infinito y convirtiendo a Dios en un ser justiciero del que lo primero es defenderse.

Hemos de liberar a Dios de los malentendidos con los que deformamos su verdadero rostro. En Dios no hay ni sombra de egoísmo, resentimiento o venganza. Dios está siempre volcado sobre nosotros apoyándonos en ese esfuerzo moral que hemos de hacer para construirnos como personas. Y ahora que hemos pecado, sigue ahí como «mano tendida» que quiere sacarnos del fracaso.

Dios sólo es perdón y apoyo aunque, bajo el peso de la culpabilidad, nosotros lo convirtamos a veces en juez condenador, más preocupado por su honor que por nuestro bien. La escena evangélica es clarificadora. Todos quieren «echar piedras» sobre la adúltera, todos menos Jesús. Todos quieren convertir a Jesús en «juez condenador», pero él, lleno de Dios, reacciona de manera sorprendente: «No te condeno. Anda y, en adelante, no peques más».

José Antonio Pagola




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