El pasado 2 de octubre, José Antonio Pagola nos visitó en la Parroquia de San Pedro Apóstol de la Iglesia de Sopela, dándonos la conferencia:
"Volver a Jesucristo. Iniciar la reacción".
Pulsando aquí podréis disfrutar de ella.
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¡Volver a Jesucristo! Iniciar la reacción.
Video de la Conferencia de Jose Antonio Pagola.
José Antonio Pagola: He recibido con satisfacción la resolución definitiva de la Congregación Romana para la Doctrina de la Fe sobre mi libro, Jesús.Aproximación histórica.
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30º domingo Tiempo ordinario (C)
EVANGELIO
El publicano bajó a su casa justificado, y el fariseo no.
+ Lectura del santo
evangelio según san Lucas 18,9-14
En aquel tiempo, a algunos que,
teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los
demás, dijo Jesús esta parábola:
- Dos hombres subieron al templo
a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así
en su interior: « ¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás:
ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por
semana y pago el diezmo de todo lo que tengo».
El publicano, en cambio, se quedó
atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el
pecho, diciendo: « ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador».
Os digo que éste bajó a su casa
justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el
que se humilla será enaltecido.
Palabra de Dios.
HOMILIA
2015-2016 -
23 de octubre de 2016
LA
POSTURA JUSTA
Ten
compasión de este pecador.
Según Lucas, Jesús dirige la
parábola del fariseo y el publicano a algunos que presumen de ser justos ante
Dios y desprecian a los demás. Los dos protagonistas que suben al templo a orar
representan dos actitudes religiosas contrapuestas e irreconciliables. Pero,
¿cuál es la postura justa y acertada ante Dios? Ésta es la pregunta de fondo.
El fariseo es un observante
escrupuloso de la ley y un practicante fiel de su religión. Se siente seguro en
el templo. Ora de pie y con la cabeza erguida. Su oración es la más hermosa:
una plegaria de alabanza y acción de gracias a Dios. Pero no le da gracias por
su grandeza, su bondad o misericordia, sino por lo bueno y grande que es él
mismo.
En seguida se observa algo falso
en esta oración. Más que orar, este hombre se contempla a sí mismo. Se cuenta
su propia historia llena de méritos. Necesita sentirse en regla ante Dios y
exhibirse como superior a los demás.
Este hombre no sabe lo que es
orar. No reconoce la grandeza misteriosa de Dios ni confiesa su propia
pequeñez. Buscar a Dios para enumerar ante él nuestras buenas obras y
despreciar a los demás es de imbéciles. Tras su aparente piedad se esconde una
oración "atea". Este hombre no necesita a Dios. No le pide nada. Se
basta a sí mismo.
La oración del publicano es muy
diferente. Sabe que su presencia en el templo es mal vista por todos. Su oficio
de recaudador es odiado y despreciado. No se excusa. Reconoce que es pecador.
Sus golpes de pecho y las pocas palabras que susurra lo dicen todo: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador».
Este hombre sabe que no puede
vanagloriarse. No tiene nada que ofrecer a Dios, pero sí mucho que recibir de
él: su perdón y su misericordia. En su oración hay autenticidad. Este hombre es
pecador, pero está en el camino de la verdad.
El fariseo no se ha encontrado
con Dios. Este recaudador, por el contrario, encuentra en seguida la postura
correcta ante él: la actitud del que no tiene nada y lo necesita todo. No se
detiene siquiera a confesar con detalle sus culpas. Se reconoce pecador. De esa
conciencia brota su oración: «Ten
compasión de este pecador».
Los dos suben al templo a orar,
pero cada uno lleva en su corazón su imagen de Dios y su modo de relacionarse
con él. El fariseo sigue enredado en una religión legalista: para él lo
importante es estar en regla con Dios y ser más observante que nadie. El
recaudador, por el contrario, se abre al Dios del Amor que predica Jesús: ha
aprendido a vivir del perdón, sin vanagloriarse de nada y sin condenar a nadie.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2012-2013 -
27 de octubre de 2013
¿QUIÉN
SOY YO PARA JUZGAR?
La parábola del fariseo y el
publicano suele despertar en no pocos cristianos un rechazo grande hacia el
fariseo que se presenta ante Dios arrogante y seguro de sí mismo, y una
simpatía espontánea hacia el publicano que reconoce humildemente su pecado.
Paradójicamente, el relato puede despertar en nosotros este sentimiento: “Te
doy gracias, Dios mío, porque no soy como este fariseo”.
Para escuchar correctamente el
mensaje de la parábola, hemos de tener en cuenta que Jesús no la cuenta para
criticar a los sectores fariseos, sino para sacudir la conciencia de “algunos
que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a
los demás”. Entre estos nos encontramos, ciertamente, no pocos católicos de
nuestros días.
La oración del fariseo nos revela
su actitud interior: “¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás”.
¿Que clase de oración es esta de creerse mejor que los demás? Hasta un fariseo,
fiel cumplidor de la Ley, puede vivir en una actitud pervertida. Este hombre se
siente justo ante Dios y, precisamente por eso, se convierte en juez que
desprecia y condena a los que no son como él.
El publicano, por el contrario,
solo acierta a decir: “¡Oh Dios! Ten compasión de este pecador”. Este hombre
reconoce humildemente su pecado. No se puede gloriar de su vida. Se encomienda
a la compasión de Dios. No se compara con nadie. No juzga a los demás. Vive en
verdad ante sí mismo y ante Dios.
La parábola es una penetrante
crítica que desenmascara una actitud religiosa engañosa, que nos permite vivir
ante Dios seguros de nuestra inocencia, mientras condenamos desde nuestra
supuesta superioridad moral a todo el que no piensa o actúa como nosotros.
Circunstancias históricas y
corrientes triunfalistas alejadas del evangelio nos han hecho a los católicos
especialmente proclives a esa tentación. Por eso, hemos de leer la parábola
cada uno en actitud autocrítica: ¿Por qué nos creemos mejores que los agnósticos?
¿Por qué nos sentimos más cerca de Dios que los no practicantes? ¿Qué hay en el
fondo de ciertas oraciones por la conversión de los pecadores? ¿Qué es reparar
los pecados de los demás sin vivir convirtiéndonos a Dios?
Recientemente, ante la pregunta
de un periodista, el Papa Francisco hizo esta afirmación: “¿Quién soy yo para
juzgar a un gay?”. Sus palabras han sorprendido a casi todos. Al parecer, nadie
se esperaba una respuesta tan sencilla y evangélica de un Papa católico. Sin
embargo, esa es la actitud de quien vive en verdad ante Dios.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2009-2010 – CON LOS OJOS FIJOS EN JESÚS
24 de octubre de 2010
LA
POSTURA JUSTA
(Ver homilía del ciclo C -
2015-2016)
José Antonio Pagola
HOMILIA
2006-2007 – HACERNOS DISCÍPULOS DE JESÚS
28 de octubre de 2007
CONTRA LA
ILUSIÓN DE INOCENCIA
Yo no soy
como los demás.
La parábola de Jesús es conocida.
Un fariseo y un recaudador de impuestos suben
al templo a orar. Los dos comienzan su plegaria con la misma invocación: Oh Dios. Sin embargo, el contenido de su
oración y, sobre todo, su manera de vivir ante ese Dios es muy diferente.
Desde el comienzo, Lucas nos
ofrece su clave de lectura. Según él, Jesús pronunció esta parábola pensando en
esas personas que, convencidas de ser justas,
dan por descontado que su vida agrada a Dios y se pasan los días condenando a
los demás.
El fariseo ora «erguido». Se
siente seguro ante Dios. Cumple todo lo que pide la ley mosaica y más. Todo lo
hace bien. Le habla a Dios de sus «ayunos» y del pago de los «diezmos», pero no
le dice nada de sus obras de caridad y de su compasión hacia los últimos. Le
basta su vida religiosa.
Este hombre vive envuelto en la
«ilusión de inocencia total»: yo no soy
como los demás. Desde su vida «santa» no puede evitar sentirse superior a
quienes no pueden presentar- se ante Dios con los mismos méritos.
El publicano, por su parte, entra
en el templo, pero se queda atrás. No
merece estar en aquel lugar sagrado entre personas tan religiosas. No se atreve a levantar los ojos al cielo
hacia ese Dios grande e insondable. Se
golpea el pecho, pues siente de verdad su pecado y mediocridad.
Examina su vida y no encuentra
nada grato que ofrecer a Dios. Tampoco se atreve a prometerle nada para el
futuro. Sabe que su vida no cambiará mucho. A lo único que se puede agarrar es
a la misericordia de Dios: Oh Dios, ten
compasión de este pecador.
La conclusión de Jesús es
revolucionaria. El publicano no ha podido presentar a Dios ningún mérito, pero
ha hecho lo más importante: acogerse a su misericordia. Vuelve a casa
trasformado, bendecido, «justificado» por Dios. El fariseo, por el contrario,
ha decepcionado a Dios. Sale del templo como entró: sin conocer la mirada
compasiva de Dios.
A veces, los cristianos pensamos
que «no somos como los demás». La Iglesia es santa y el mundo vive en pecado.
¿Seguiremos alimentando nuestra ilusión de inocencia y la condena a los demás,
olvidando la compasión de Dios hacia todos sus hijos e hijas?
José Antonio Pagola
HOMILIA
2003-2004 – A QUIÉN IREMOS
24 de octubre de 2004
DESCONCERTANTE
Éste
bajó justificado y aquél no.
Fue una de las parábolas más
desconcertantes de Jesús. Un piadoso fariseo y un recaudador de impuestos
deshonesto suben al templo a orar. ¿Cómo reaccionará Dios ante dos personas de
vida moral y religiosa tan diferente y opuesta?
El fariseo ora de pie, seguro y
sin temor alguno. Su conciencia no le acusa de nada. No es hipócrita. Lo que
dice es verdad. Cumple fielmente la ley e incluso la sobrepasa. No se atribuye
a sí mismo mérito alguno, sino que todo lo agradece a Dios: «Oh Dios, te doy gracias». Si este
hombre no es santo, ¿quién va a ser? Seguro que puede contar con la bendición
de Dios.
El recaudador se retira a un
rincón. No se siente cómodo en aquel lugar santo. No es su sitio. Ni siquiera
se atreve a levantar sus ojos del suelo. Se golpea el pecho y reconoce su
pecado. No promete nada. No puede dejar su trabajo ni devolver lo que ha
robado. No puede cambiar de vida. Sólo le queda abandonarse a la misericordia
de Dios: «Oh Dios, ten compasión de mí
que soy pecador». Nadie querría estar en su lugar. Dios no puede aprobar su
conducta.
De pronto, Jesús concluye su
parábola con una afirmación desconcertante: «Yo
os digo que este recaudador bajó a su casa justificado, y aquel fariseo no».
A los oyentes se les rompen todos sus esquemas. ¿Cómo puede hablar de un Dios
que no reconoce al piadoso y, por el contrario, concede su gracia al pecador?
¿No está Jesús jugando con fuego? ¿Será verdad que, al final, lo decisivo no es
la vida religiosa de uno, sino la misericordia insondable de Dios?
Si es verdad lo que dice Jesús,
ante Dios no hay seguridad para nadie, por muy santo que se crea. Todos tenemos
que apelar a su misericordia. Cuando uno se siente bien consigo mismo, apela a
su propia vida y no siente necesidad de más. Cuando uno se ve acusado por su
conciencia y sin capacidad para cambiar, sólo siente necesidad de acogerse a la
misericordia de Dios y sólo a la misericordia.
Hay algo fascinante en Jesús. Es
tan desconcertante su fe en la misericordia de Dios que no es fácil creer en
él. Probablemente los que mejor le pueden entender son quienes no tienen
fuerzas para salir de su vida inmoral.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2000-2001 – BUSCAR LAS RAÍCES
28 de octubre de 2001
PARA
INACEPTABLES
Ten
compasión de este pecador.
Hay una frase que se pone
repetidamente en boca de Jesús y que, sin duda, refleja una convicción y un
estilo de actuar que sorprendieron y escandalizaron a sus contemporáneos: «No tienen necesidad de médico los sanos,
sino los enfermos... Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los
pecadores». El dato es histórico: Jesús no se dirigió a los círculos
piadosos, sino a los indignos e indeseables.
La razón es sencilla. Jesús capta
rápidamente que su mensaje es superfluo e innecesario para quienes viven
seguros y satisfechos en su propia religión. Los «justos» apenas tienen sensación
de estar necesitados de «salvación». Tienen suficiente con la tranquilidad que
proporciona el sentirse dignos ante Dios y ante la consideración de los demás.
Lo dice gráficamente Jesús: a un
individuo lleno de salud y fortaleza no se le ocurre acudir al médico. ¿Para
qué necesitan el perdón de Dios los que, en el fondo de su ser, no se sienten pecadores?,
¿cómo van a agradecer su amor inmenso y su comprensión inagotable quienes se
sienten «protegidos» ante él por la observancia escrupulosa de sus leyes?
El que se siente pecador vive una
experiencia muy diferente. Tiene conciencia más clara de su miseria. Sabe que
no puede presentarse con suficiente dignidad ante los ojos de nadie; tampoco
ante Dios; ni siquiera ante sí mismo. ¿Qué puede hacer sino esperarlo todo del
perdón de Dios? ¿Dónde va a encontrar salvación si no es abandonándose
confiadamente a su amor infinito?
Yo no sé quién puede llegar a
leer estas líneas. En estos momentos pienso en los que os sentís incapaces de
vivir de acuerdo con las normas que impone la sociedad; los que no tenéis
fuerzas para vivir el ideal moral que establece la religión; los que estáis
atrapados en una vida indigna; los que no os atrevéis a mirar a los ojos a
vuestra esposa ni a vuestros hijos; los que salís de la cárcel para volver de
nuevo a ella; las que no podéis escapar de la prostitución... No lo olvidéis
nunca: Cristo ha venido para vosotros.
Cuando os veáis juzgados por la
ley, sentíos comprendidos por Dios; cuando os veáis rechazados por la sociedad,
sabed que Dios os acoge; cuando nadie os perdone vuestra indignidad, sentid el
perdón inagotable de Dios. No lo merecéis. No lo merecemos nadie. Pero Dios es
así: amor y perdón. Vosotros y vosotras lo podéis disfrutar y agradecer. No lo
olvidéis nunca: según Jesús, sólo salió limpio y justificado del Templo aquel
publicano que se golpeaba el pecho diciendo: «Oh Dios, ten compasión de este pecador».
José Antonio Pagola
HOMILIA
1997-1998 – UN CAMINO DIFERENTE
25 de octubre de 1998
RECUPERAR
LA ORACIÓN
Oh Dios,
ten compasión de este pecador.
¿Qué puede hacer una persona que
ha vivido de prácticas religiosas y quiere ahora comunicarse con Dios de manera
más viva, sin limitarse a «rezar sus oraciones»? ¿Qué puede hacer quien lleva
algún tiempo alejado de todo, pero comienza a sentir la inquietud por Dios? ¿Es
posible recuperar la oración?
El primer paso es el deseo de
encontrarse con Dios. Un deseo débil y tal vez impreciso. O un deseo poderoso y
fuerte. Poco importa. Si la persona siente ese deseo en su interior, ya está
orando. Mejor dicho, el Espíritu de Dios está orando en ella. En el fondo, orar
no es más que prestar atención a ese deseo de Dios que hay en nosotros. A
veces, puede parecer que la fe de una persona está muerta para siempre. No es
así. En cualquier momento se puede despertar.
En segundo lugar, es importante
buscar la comunicación con Dios dirigiéndonos a Él directamente. Al principio
nos podemos sentir un poco extraños, pues nunca lo hemos hecho, o hemos perdido
la costumbre. No importa. Ch. de Foucauld
decía que orar es «hablar con Dios
amándolo». Es difícil decirlo mejor.
En tercer lugar, hay que recordar
que la oración sincera se alimenta de la vida, de los acontecimientos que nos
ocurren, de las experiencias que vivimos. No se reza de la misma forma cuando
uno está triste y abatido, cuando vive a gusto y con paz, cuando necesita
sentirse perdonado o cuando está deprimido y harto de todo.
Los salmos son un ejemplo vivo de
cómo orar desde los diferentes estados de ánimo: «Dios mío, ¿por qué te escondes en las horas de angustia? Trátame bien,
con la ternura de tu bondad.» «Señor Tú sí que eres bueno. Toda mi vida te
bendeciré.» «Mírame, oh Dios, que estoy solo y afligido.» «Señor, limpia mi
pecado, renuévame por dentro, devuélveme la alegría de tu salvación.» En mi
libro, «Salmos para rezar desde la vida»
(Ed. PPC, Madrid 1992 2) trato de iniciar de manera sencilla a quienes nunca
han rezado así, pero quieren hacerlo en adelante.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1994-1995 – VIVIR DESPIERTOS
29 de octubre de 1995
REACCIONAR
Oh Dios,
ten compasión de este pecador.
La sociedad moderna tiene tal poder
sobre sus miembros que termina por someter a casi todos a su orden y servicio.
Absorbe a las personas mediante ocupaciones, proyectos y expectativas, pero no
para elevarlas a una vida más noble y digna. Por lo general, el estilo de vida
impuesto por la sociedad aparta a los individuos de lo esencial impidiendo a no
pocos llegar a ser ellos mismos.
El resultado es deplorable. El
hombre contemporáneo se va haciendo cada vez más indiferente a «lo importante»
de la vida. Apenas interesan las grandes cuestiones de la existencia. Son
bastantes los que viven sin certezas ni convicciones profundas, cargados de
tópicos, interesados por muchas cosas, pero sin «núcleo interior». Es fácil
entonces que la fe se vaya apagando lentamente en el corazón de no pocos.
Tal vez, sea éste uno de nuestros
grandes errores. Nos preocupamos de mil cosas y no sabemos cuidar lo
importante: el amor, la alegría interior, la esperanza, la paz de la
conciencia. Lo mismo sucede con la fe; no sabemos estimarla, cuidarla y
alimentarla. Pero, cuando no se alimenta, la fe se va apagando. ¿Cómo
reaccionar?
Lo primero, casi siempre, es
«tomar distancia» y atrevemos a mirar de frente nuestra vida con sus rutinas,
su frágil equilibrio y su mediocridad. Escuchar el sordo rumor de necesidades insatisfechas
y deseos contradictorios. Sólo un cierto distanciamiento permite lograr una
nueva perspectiva de las cosas y abordar nuestra vida con más verdad.
Es necesario, también, saber
plantearse cuestiones que afectan a la propia vida en su totalidad: «Yo, en
definitiva, ¿qué ando buscando?, ¿por qué no logro la paz interior?, ¿en qué
tengo que acertar para vivir de manera más sana?» Hay en nosotros tal «exceso
de exterioridad» y tal «multiplicación de experiencias» que, sin estos
planteamientos de fondo, nuestra vida se reduce fácilmente a dejarse llevar por
una sucesión de acontecimientos sin hilo conductor alguno.
Pero lo más decisivo es
reaccionar. Tomar una decisión personal y consciente. «¿Qué quiero hacer con mi
vida?, ¿qué puedo hacer con mi fe?, ¿sigo «tirando» como hasta ahora?, ¿me abro
confiadamente a Dios?» Quien es capaz de hacerse este tipo de preguntas con un
mínimo de verdad, ya está cambiando. Quien, en medio de su mediocridad -¿quién
no es mediocre?- desea sinceramente creer, ante Dios ya es creyente. Dios está
en el interior de ese deseo. Hay situaciones en que no se puede hacer mucho
más.
La invocación del publicano, en
la parábola narrada por Jesús, expresa muy bien cuál puede ser nuestra
invocación: «Oh, Dios, ten compasión de
este pecador.» Dios, que ha modelado el corazón humano, entiende y escucha
esa oración.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1991-1992 – SIN PERDER LA DIRECCIÓN
25 de octubre de 1992
DEMAGOGIA
… Seguros
de sí mismos, despreciaban a los demás.
No son pocos los observadores que
detectan en la actual sociedad un crecimiento o agudización de la demagogia, no
sólo en la actividad política, sino en todos los ámbitos de la vida pública. La
razón es sencilla. Hoy sólo tiene fuerza social aquello que se transmite al
pueblo a través de los grandes medios de comunicación.
La palabra emitida a todos los
ambientes, la imagen televisiva introducida en los hogares, la propaganda
impregnando todo el espacio social son los grandes instrumentos que van
configurando las convicciones y el sentir de la sociedad.
Entonces, es normal que los
políticos se esfuercen por utilizar toda clase de medios a su alcance para
invadir todos los espacios de la vida y tratar de convencer a los ciudadanos de
su propio mensaje.
Asimismo, es explicable que
presten más atención que nunca a la «imagen» y traten de dar más fuerza
persuasiva a sus discursos acentuando la dimensión demagógica de sus palabras.
Lo decisivo no es ya la verdad o
la coherencia moral de lo que se proclama, sino el sintonizar con las gentes,
halagar las aspiraciones del pueblo y ofrecer una imagen pública con suficiente
atractivo.
Naturalmente, todo esto es muy
explicable y más en tiempos de campaña electoral. Pero tiene unos riesgos que
es bueno recordar. Obligados a dar una imagen intachable, se hace difícil
aceptar públicamente las críticas de los demás y someter las propias posiciones
a una sana autocrítica. Todos conocemos los complicados esfuerzos que se
realizan al día siguiente de las elecciones para explicar de alguna manera unos
resultados electorales negativos.
Pero esta actitud de resaltar los
errores y defectos de los demás, olvidando u ocultando los propios, no es sólo
de los políticos. Es el gran riesgo de todos los grupos, colectivos e
instituciones —también de la Iglesia— que desean hacer presente su mensaje en
la sociedad.
Todos podemos actuar como esos
grupos a los que Jesús critica en sus parábolas porque «teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban
a los demás».
Sin embargo, un pueblo cuyos
partidos no sepan autocriticarse y corregir sus propios errores no puede crecer
de manera sana. Una sociedad cuyos colectivos e instituciones no atiendan las
críticas para revisar sus posibles deficiencias no caminará hacia una
convivencia más humana. Crecer en demagogia y retroceder en sana autocrítica no
nos conducirá a una sociedad mejor.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1988-1989 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
29 de octubre de 1989
UNA
ALEGRÍA OLVIDADA
Oh Dios,
ten compasión de este pecador.
Nadie quiere oír hablar de sus
pecados. Parece indigno de un hombre moderno tener que responder de sus culpas
ante alguien.
Lo más progresista es superar
tiempos pasados en que todavía sentíamos «el peso del pecado”. Suprimir en
nosotros toda experiencia de culpa. Olvidar aquello que puede perturbar nuestra
conciencia.
Probablemente no anda muy
descaminado Jean Lacroix cuando dice
que «el ateísmo contemporáneo no es más que el rechazo de la culpabilidad”. El
hombre actual ensaya toda clase de caminos imaginables para sacudirse de encima
la culpa y borrar a Dios de su conciencia.
El primero de todos es tratar de
reducir al mínimo la libertad responsable de cada persona. ¿No estamos
condicionados por una predisposición genética? ¿No actuamos movidos por ese
mundo oscuro de nuestro subconsciente? ¿No somos, de alguna manera, producto de
la sociedad?
Paradójicamente, exaltamos la
libertad de la persona como un valor.
Otro camino es acusar siempre a
los demás. Es el mejor medio para zafarse de la propia culpa. Todo el mundo
echa la culpa a todo el mundo. La culpa siempre es de otro. Por lo visto, la
libertad de los demás no está tan condicionada como la mía. Es la postura
típica del fariseo frente al publicano.
Si, a pesar de todo, uno se
siente culpable de haber traicionado a su cónyuge, haber sido injusto con tal
persona, haber engañado a tal otra, siempre queda el recurso de dejarlo correr
como “debilidades” normales en todo ser humano.
Pero no es fácil suprimir la
culpa. Y si uno trata de ahogarla en su interior, puede aparecer de muchas
maneras bajo forma de angustia, inseguridad, tristeza, agresividad o
descontento de uno mismo.
Tal vez, uno de los problemas
mayores de muchas personas que van perdiendo la fe en Dios es no saber qué
hacer con su culpabilidad. La parábola del fariseo y el publicano nos sigue
recordando a todos el camino más sano y liberador también hoy.
Lo primero es reconocer nuestro
pecado. Llamar a las cosas por su nombre. Confesarnos pecadores y saber
arrepentimos sin angustias ni remordimientos estériles.
El remordimiento no es cristiano.
Mira al pasado, nos encierra obsesivamente en la culpa y nos puede hundir en la
angustia neurótica. El arrepentimiento cristiano, por el contrario, mira al
futuro, se abre con confianza al perdón de Dios y genera ya la esperanza de una
vida renovada.
Cuántas personas arrastran
consigo el peso de una culpabilidad reprimida porque, al abandonar el
sacramento de la confesión, no conocen ya la experiencia gozosa del perdón de
Dios. ¿Por qué no recuperar esa alegría olvidada que puede pacificar nuestra
vida y renovarla? ¿Por qué no detenerse y confesar humildemente como el
publicano: “Oh Dios, ten compasión de este pecador”?
José Antonio Pagola
HOMILIA
1985-1986 – BUENAS NOTICIAS
26 de octubre de 1986
SIN
DESESPERAR
… ten
compasión de este pecador.
Es difícil describir la inmensa
tristeza, la impotencia, la vergüenza y el dolor que vivimos estos días la
inmensa mayoría del pueblo vasco.
Condenas, repulsas, comunicados
de toda clase se amontonan en las páginas de los diarios ante la escalada
absurda de violencia y el desprecio de la vida tan fácilmente asesinada.
Todo el mundo parecer querer
buscar la palabra más dura, la condena más tajante que le distancie sin
ambigüedades de hechos tan execrables.
Quizás, todos deberíamos callar
un poco más y preguntarnos en silencio a nosotros mismos por la parte de
«terrorismo cotidiano», violencia y agresividad que aportamos día a día a
nuestra sociedad.
También aquí vale lo que I.
Thorson decía en Moscú: «Hemos avizorado al enemigo... y somos nosotros».
No lo olvidemos. El auténtico enemigo del hombre hacia el que hay que dirigir
nuestro rechazo y radical condena no es solamente «el otro», sino cada uno de
nosotros, con su egoísmo, intransigencia y agresividad.
No caben aquí el fanatismo y la
presunción del fariseo de la parábola que sólo ve pecado en los demás. Todos
somos pecadores, aunque sólo sea por nuestra inhibición, pasividad o
indiferencia. Y todos debemos decir con el publicano: «Oh, Dios, ten compasión
de mí que soy pecador».
Pero tenemos el riesgo de caer en
la desesperanza y en la angustia que encoge el ánimo y nos hace aún más
agresivos, cuando sólo la confianza nos puede abrir creativamente hacia el
futuro.
El creyente sufre con todos sus
hermanos y vive la angustia de su pueblo, pero lo hace con una confianza sin
límites en Dios nuestro Padre.
Dios nos ama sin condiciones. Tal
como somos. Dios ama también ahora a nuestro pueblo, con todos sus errores y su
pecado. Y esto no es algo ilusorio o inútil, sino la realidad decisiva que lo
cambia todo y nos permite a los creyentes vivir la historia desde la seguridad
definitiva del amor salvador de Dios.
Los cristianos creemos también en
estos momentos en la salvación del hombre, de todo hombre. Una salvación que
hoy permanece oscura y soterrada en la ambigüedad de nuestro pecado y nuestra
impotencia. Una salvación gratuita e inmerecida, que es don de Dios y, por eso,
segura. Una salvación que la debemos buscar y esperar no sólo para nuestro
pueblo sino para todos los pueblos de la tierra. Así lo recordamos en esta
mañana del Domund.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1982-1983 – APRENDER A VIVIR
23 de octubre de 1983
FARISEOS
DE HOY
Teniéndose
por justos...
despreciaban a los demás.
despreciaban a los demás.
Hoy nadie quiere ser llamado
fariseo, y con razón. Pero esto no prueba, desgraciadamente, que los fariseos
hayan desaparecido. Al contrario, si la parábola del fariseo y el publicano fue
dirigida a «quienes teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y
despreciaban a los demás», quizás el auditorio ha crecido.
El fariseo de ayer y de hoy es
esencialmente el mismo. Un hombre satisfecho de sí mismo y seguro de su valer.
Un hombre que se cree siempre con la razón. Posee en exclusiva la verdad, y se
sirve de ella para juzgar y condenar a los demás.
El fariseo juzga, condena,
clasifica. El siempre está entre los que poseen la verdad y tienen las manos
limpias. El fariseo no cambia, no se arrepiente de nada, no se corrige. No se
siente cómplice de ninguna injusticia. Por eso, exige siempre a los demás
cambiar, renovarse y ser más justos.
Quizás sea éste uno de los males
más graves de nuestra sociedad. Queremos cambiar las cosas. Lograr una sociedad
más humana y más habitable. Transformar la historia de los hombres y hacerla
mejor. Pero, ilusos de nosotros, pensamos cambiar la sociedad sin cambiar
ninguno de nosotros.
Queremos lograr el nacimiento de
un hombre más libre y responsable, y pensamos que la esclavitud y las cadenas
nos las imponen siempre desde fuera, Y, en nuestra ingenuidad farisea, pensamos
poder lograr una convivencia social más libre y responsable, sin liberarnos
cada uno del egoísmo y los mezquinos intereses que nos esclavizan desde dentro.
Queremos una sociedad más justa y
estamos dispuestos a luchar por ella, olvidando quizás que el primer combate lo
tenemos que entablar con nosotros mismos, pues cada uno de nosotros somos un
«pequeño opresor» que, en la medida de nuestras pequeñas posibilidades, crea
injusticia.
Queremos paz y va creciendo
nuestra insensibilidad y nuestra irresponsabilidad personal ante la violencia.
Pensamos estar libres de toda culpa, porque en nuestro interior condenamos
todavía estos hechos. Creemos resolverlo todo clasificando los muertos y
condenando exclusivamente las muertes de un determinado color.
Y no nos atrevemos a gritar un
«no» absoluto y radical. Un «no» rotundo, que no es condena farisea de otros
que matan. Sino condena a todos nosotros, incapaces de resolver nuestros
problemas sin violencia.
José Antonio Pagola
Para
ver videos de las Conferencias de José Antonio Pagola
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