El pasado 2 de octubre, José Antonio Pagola nos visitó en la Parroquia de San Pedro Apóstol de la Iglesia de Sopela, dándonos la conferencia:
"Volver a Jesucristo. Iniciar la reacción".
Pulsando aquí podréis disfrutar de ella.
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¡Volver a Jesucristo! Iniciar la reacción.
Video de la Conferencia de Jose Antonio Pagola.
José Antonio Pagola: He recibido con satisfacción la resolución definitiva de la Congregación Romana para la Doctrina de la Fe sobre mi libro, Jesús.Aproximación histórica.
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29º domingo Tiempo ordinario (C)
EVANGELIO
Dios hará justicia a
sus elegidos que le gritan.
+ Lectura del santo
evangelio según san Lucas 18,1-8
En aquel tiempo, Jesús, para
explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les
propuso esta parábola:
- Había un juez en una ciudad que
ni temía a Dios ni le importaban los hombres.
En la misma ciudad había una
viuda que solía ir a decirle: «Hazme justicia frente a mi adversario»; por
algún tiempo se negó, pero después se dijo: «Aunque ni temo a Dios ni me
importan los hombres, como esa viuda me está fastidiando, le haré justicia, no
vaya a acabar pegándome en la cara».
Y el Señor añadió:
- Fijaos en lo que dice el juez
injusto; pues Dios ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?,
¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero cuando venga
el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?
Palabra de Dios.
HOMILIA
2015-2016 -
16 de octubre de 2016
EL CLAMOR
DE LOS QUE SUFREN
Hazme
justicia.
La parábola de la viuda y el juez
sin escrúpulos es, como tantos otros, un relato abierto que puede suscitar en
los oyentes diferentes resonancias. Según Lucas, es una llamada a orar sin
desanimarse, pero es también una invitación a confiar que Dios hará justicia a
quienes le gritan día y noche. ¿Qué resonancia puede tener hoy en nosotros este
relato dramático que nos recuerda a tantas víctimas abandonadas injustamente a
su suerte?
En la tradición bíblica la viuda
es símbolo por excelencia de la persona que vive sola y desamparada. Esta mujer
no tiene marido ni hijos que la defiendan. No cuenta con apoyos ni
recomendaciones. Sólo tiene adversarios que abusan de ella, y un juez sin
religión ni conciencia al que no le importa el sufrimiento de nadie.
Lo que pide la mujer no es un
capricho. Sólo reclama justicia. Ésta es su protesta repetida con firmeza ante
el juez: «Hazme justicia». Su
petición es la de todos los oprimidos injustamente. Un grito que está en la
línea de lo que decía Jesús a los suyos: "Buscad el reino de Dios y su
justicia".
Es cierto que Dios tiene la
última palabra y hará justicia a quienes le gritan día y noche. Ésta es la
esperanza que ha encendido en nosotros Cristo, resucitado por el Padre de una
muerte injusta. Pero, mientras llega esa hora, el clamor de quienes viven
gritando sin que nadie escuche su grito, no cesa.
Para una gran mayoría de la
humanidad la vida es una interminable noche de espera. Las religiones predican
salvación. El cristianismo proclama la victoria del Amor de Dios encarnado en
Jesús crucificado. Mientras tanto, millones de seres humanos sólo experimentan
la dureza de sus hermanos y el silencio de Dios. Y, muchas veces, somos los
mismos creyentes quienes ocultamos su rostro de Padre velándolo con nuestro
egoísmo religioso.
¿Por qué nuestra comunicación con
Dios no nos hace escuchar por fin el clamor de los que sufren injustamente y
nos gritan de mil formas: "Hacednos justicia"? Si, al orar, nos
encontramos de verdad con Dios, ¿cómo no somos capaces de escuchar con más
fuerza las exigencias de justicia que llegan hasta su corazón de Padre?
La parábola nos interpela a todos
los creyentes. ¿Seguiremos alimentando nuestras devociones privadas olvidando a
quienes viven sufriendo? ¿Continuaremos orando a Dios para ponerlo al servicio
de nuestros intereses, sin que nos importen mucho las injusticias que hay en el
mundo? ¿Y si orar fuese precisamente olvidarnos de nosotros y buscar con Dios
un mundo más justo para todos?
José Antonio Pagola
HOMILIA
2012-2013 -
20 de octubre de 2013
¿SEGUIMOS
CREYENDO EN LA JUSTICIA?
Lucas narra una breve parábola
indicándonos que Jesús la contó para explicar a sus discípulos “cómo tenían que
orar siempre sin desanimarse”. Este tema es muy querido al evangelista que, en
varias ocasiones, repite la misma idea. Como es natural, la parábola ha sido
leída casi siempre como una invitación a cuidar la perseverancia de nuestra
oración a Dios.
Sin embargo, si observamos el
contenido del relato y la conclusión del mismo Jesús, vemos que la clave de la
parábola es la sed de justicia. Hasta cuatro veces se repite la expresión
“hacer justicia”. Más que modelo de oración, la viuda del relato es ejemplo admirable de lucha por la justicia en
medio de una sociedad corrupta que abusa de los más débiles.
El primer personaje de la
parábola es un juez que “ni teme a Dios ni le importan los hombres”. Es la
encarnación exacta de la corrupción que denuncian repetidamente los profetas:
los poderosos no temen la justicia de Dios y no respetan la dignidad ni los
derechos de los pobres. No son casos aislados. Los profetas denuncian la
corrupción del sistema judicial en Israel y la estructura machista de aquella
sociedad patriarcal.
El segundo personaje es una viuda
indefensa en medio de una sociedad injusta. Por una parte, vive sufriendo los
atropellos de un “adversario” más poderoso que ella. Por otra, es víctima de un
juez al que no le importa en absoluto su persona ni su sufrimiento. Así viven
millones de mujeres de todos los tiempos en la mayoría de los pueblos.
En la conclusión de la parábola,
Jesús no habla de la oración. Antes que nada, pide confianza en la justicia de
Dios: “¿No hará Dios justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?”. Estos
elegidos no son “los miembros de la Iglesia” sino los pobres de todos los
pueblos que claman pidiendo justicia. De ellos es el reino de Dios.
Luego, Jesús hace una pregunta
que es todo un desafío para sus discípulos: “Cuando venga el Hijo del Hombre,
¿encontrará esta fe en la tierra?”. No está pensando en la fe como adhesión
doctrinal, sino en la fe que alienta la actuación de la viuda, modelo de
indignación, resistencia activa y coraje para reclamar justicia a los
corruptos.
¿Es esta la fe y la oración de
los cristianos satisfechos de las sociedades del bienestar? Seguramente, tiene
razón J. B. Metz cuando denuncia que en la espiritualidad cristiana hay
demasiados cánticos y pocos gritos de indignación, demasiada complacencia y
poca nostalgia de un mundo más humano, demasiado consuelo y poca hambre de
justicia.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2009-2010 – CON LOS OJOS FIJOS EN JESÚS
17 de octubre de 2010
EL CLAMOR
DE LOS QUE SUFREN
(Ver homilía del ciclo C -
2015-2016)
José Antonio Pagola
HOMILIA
2006-2007 – HACERNOS DISCÍPULOS DE JESÚS
21 de octubre de 2007
¿HASTA
CUÁNDO VA A DURAR ESTO?
Dios, ¿no
hará justicia a sus elegidos...?
La parábola es breve y se
entiende bien. Ocupan la escena dos personajes que viven en la misma ciudad. Un
juez al que le faltan dos actitudes
consideradas básicas en Israel para ser humano. No teme a Dios y no le importan las personas. Es un hombre sordo a
la voz de Dios e indiferente al sufrimiento de los oprimidos.
La viuda es una mujer sola, privada de un esposo que la proteja y sin
apoyo social alguno. En la tradición bíblica estas viudas son, junto a los niños huérfanos y los extranjeros, el
símbolo de las gentes más indefensas. Los más pobres de los pobres.
La mujer no puede hacer otra cosa
sino presionar, moverse una y otra vez para reclamar sus derechos, sin
resignarse a los abusos de su adversario.
Toda su vida se convierte en un grito: Hazme
justicia.
Durante un tiempo, el juez no
reacciona. No se deja conmover; no quiere atender aquel grito incesante.
Después, reflexiona y decide actuar. No por compasión ni por justicia.
Sencillamente, para evitarse molestias y para que las cosas no vayan a peor.
Si un juez tan mezquino y egoísta
termina haciendo justicia a esta viuda, Dios que es un Padre compasivo, atento
a los más indefensos, ¿no hará justicia a
sus elegidos que le gritan día y noche?
La parábola encierra antes que
nada un mensaje de confianza. Los pobres no están abandonados a su suerte. Dios
no es sordo a sus gritos. Está permitida la esperanza. Su intervención final es
segura. Pero ¿no tarda demasiado?
De ahí la pregunta inquietante
del evangelio. Hay que confiar; hay que invocar a Dios de manera incesante y
sin desanimarse; hay que gritarle que
haga justicia a los que nadie defiende. Pero, cuándo venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?
¿Es nuestra oración un grito a
Dios pidiendo justicia para los pobres del mundo o la hemos sustituido por
otra, llena de nuestro propio yo? ¿Resuena en nuestra liturgia el clamor de los
que sufren o nuestro deseo de un bienestar siempre mejor y más seguro?
José Antonio Pagola
HOMILIA
2003-2004 – A QUIÉN IREMOS
17 de octubre de 2004
DIOS NO
ES IMPARCIAL
Hazme
justicia frente a mis adversarios.
La parábola de Jesús refleja una
situación bastante habitual en la Galilea de su tiempo. Un juez corrupto
desprecia arrogante a una pobre viuda que pide justicia. El caso de la mujer
parece desesperado pues no tiene a ningún varón que la defienda. Ella, sin
embargo, lejos de resignarse, sigue gritando sus derechos. Sólo al final, molesto
por tanta insistencia, el juez termina por escucharla.
Lucas presenta el relato como una
exhortación a orar sin «desanimarse», pero la parábola encierra un mensaje
previo, muy querido a Jesús. Este juez es la «anti-metáfora» de Dios cuya
justicia consiste precisamente en escuchar a los pobres más vulnerables.
El símbolo de la justicia en el
mundo grecorromano es una mujer que, con los ojos vendados, imparte un
veredicto supuestamente «imparcial». Según Jesús, Dios no es este tipo de juez
«imparcial». No tiene los ojos vendados. Conoce muy bien las injusticias que se
cometen con los débiles y su misericordia le hace inclinarse a favor de ellos.
Está «parcialidad» de la justicia
de Dios hacia los débiles es un escándalo para nuestros oídos occidentales y
democráticos, pero conviene recordarla pues en la sociedad moderna funciona
otra «parcialidad» de signo contrario: la justicia favorece más al poderoso que
al débil. ¿Cómo no va a estar Dios de parte de los que no pueden defenderse?
Nos creemos justos e imparciales
defendiendo teóricamente que «todos los
seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos», pero todos
sabemos que es falso. Para disfrutar de derechos reales y efectivos es más
importante nacer en un país poderoso y rico que ser persona humana en un país
pobre.
Las democracias modernas se
preocupan de los pobres, pero el centro de su atención no es el indefenso, sino
el ciudadano en general. En la Iglesia se hacen esfuerzos por aliviar la suerte
de los indigentes, pero el centro de nuestras preocupaciones no es el
sufrimiento de los últimos, sino la vida moral y religiosa de los cristianos.
Es bueno que Jesús nos recuerde que son los seres más desvalidos quienes ocupan
el corazón de Dios.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2000-2001 – BUSCAR LAS RAÍCES
21 de octubre de 2001
LA
ORACIÓN DE LA MAYORÍA
Orar
siempre sin desanimarse.
Tengo en mi biblioteca una larga
lista de libros sobre la oración. Están escritos por maestros espirituales de
gran experiencia, creyentes que pasan muchas horas recogidos ante Dios. Son
grandes orantes, capaces de estar en silencio contemplativo ante el Misterio.
Su experiencia estimula y orienta la oración de no pocos creyentes.
Sin embargo, hay otras muchas
formas de orar que no aparecen en estos libros y que, sin duda, Dios escucha,
entiende y acoge con amor. Es la oración de la mayoría, la que nace en los
momentos de apuro o en las horas de alegría intensa. La oración de la gente
sencilla que, de ordinario, vive bastante olvidada de Dios. La oración de
quienes ya no saben muy bien si creen o no. Oración humilde y pobre, nacida
casi sin palabras desde lo hondo de la vida. La «oración con minúscula».
¿Cómo no va a entender Dios las
lágrimas de esa madre humillada y sola, abandonada por su esposo y agobiada por
el cuidado de sus hijos, que pide fuerza y paciencia sin saber siquiera a quién
dirige su petición? ¿Cómo no va escuchar el corazón afligido de ese enfermo,
alejado hace ya muchos años de la práctica religiosa, que mientras es conducido
a la sala de operaciones empieza a pensar en Dios sólo porque el miedo y la
angustia le hacen agarrarse a lo que sea, incluso a ese Dios abandonado hace
tiempo?
¿Cómo va a ser Dios indiferente
ante el gesto de ese hombre que olvidó hace mucho las oraciones aprendidas de
niño y que ahora sólo sabe encender una vela ante la Virgen, mirarla con
angustia y marcharse triste y apenado porque a su esposa le han pronosticado
sólo unos meses de vida? ¿Cómo no va a acoger la alegría de esos jóvenes
padres, bastantes despreocupados de la religión, pero que agradecen
sorprendidos el regalo de su primer hijo?
Cuando Jesús invita a «orar siempre sin desanimarse» no está
pensando probablemente en una oración profunda nacida del silencio interior y
la contemplación. Nos está invitando a aliviar la dureza de la vida recordando
que tenemos un Padre. Algunos lo hacen con palabras confiadas de creyente,
otros con fórmulas repetidas durante siglos por muchas generaciones, otros
desde un corazón que casi ha olvidado la fe. A todos escucha Dios con amor.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1997-1998 – UN CAMINO DIFERENTE
18 de octubre de 1998
SIN
DESANIMARSE
Orar
siempre sin desanimarse.
Una de las experiencias más
desalentadoras para el creyente es comprobar, una y otra vez, que Dios no
escucha nuestras súplicas. De nada sirven las explicaciones piadosas. A Dios no
parecen conmoverle nuestros sufrimientos. No es extraño que esta sensación de
indiferencia y abandono por parte de Dios lleve a más de uno al desengaño, la
irritación o la incredulidad.
Hemos orado a Dios, y no nos ha
respondido. Le hemos gritado, y ha permanecido mudo. Hemos llorado ante Él, y
no ha servido de nada. Nadie ha venido a secar nuestras lágrimas y aliviar
nuestra pena. ¿Cómo vamos a creer que es el Dios de la justicia y el Padre de
las misericordias? ¿Cómo vamos a creer simplemente que existe y cuida de
nosotros?
Pero no es sólo mi dolor personal
y mi pena. Desde el comienzo del mundo hay sufrimientos que aguardan una
respuesta. ¿Por qué pecan los padres, y expían los hijos; por qué mueren
millones de niños sin conocer la alegría; por qué quedan inatendidos los gritos
de los inocentes muertos injustamente; por qué no acude nadie en defensa de
tantas mujeres humilladas; por qué hay en el mundo tanta estupidez, brutalidad
e indignidad?
Naturalmente, es Dios el acusado.
Y Dios calla. Calla por siglos y milenios. Pueden seguir las acusaciones y los
ataques. Dios no sale de su silencio. De Él sólo nos llegan las palabras de
Jesús: «No temas. Sólo ten fe.» Estas
palabras son, muchas veces, el único apoyo del creyente, y pueden generar en él
una confianza última en Dios aunque apenas veamos huellas de su sabiduría, su
justicia o su bondad en el mundo.
¿Ya he entendido yo alguna vez
quién es Dios y quiénes somos nosotros? ¿Cómo pretendo juzgar a Dios, si no
puedo abarcarlo ni comprenderlo? ¿Cómo quiero tener yo la última palabra, si no
sé dónde termina la vida ni conozco la salvación última de Dios? ¿Qué
significan, en definitiva, estos sufrimientos de los que pido a Dios que me
libere? ¿Dónde está el verdadero mal y dónde la verdadera vida?
Jesús murió experimentando el
abandono de Dios, pero confiando su vida al Padre. Nunca hemos de olvidar sus
dos gritos: «Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?» y «Padre, en tus manos
dejo mi espíritu.» En esta actitud de Cristo se recoge bien el núcleo de la
súplica cristiana: la angustia de quien busca protección en esta vida y la fe
indestructible de quien confía en la salvación última de Dios. Desde esta misma
actitud, el creyente ora según la invitación de Jesús: «Sin desanimarse».
José Antonio Pagola
HOMILIA
1994-1995 – VIVIR DESPIERTOS
22 de octubre de 1995
¿RELIGION
SIN DIOS?
Orar
siempre.
Hace unos años circuló entre
nosotros un dicho que reflejaba la posición de no pocos: Jesús sí; Iglesia no. Con ello se quería decir que se aceptaba
fundamentalmente a Jesús y su mensaje (ojalá hubiera sido así), pero que se
rechazaba la actuación y el funcionamiento de la Iglesia. J.B. Metz sugiere en una de sus últimas publicaciones que, tal vez,
lo que mejor representa el sentir de la sociedad europea a finales de este
milenio es otra expresión: Religión sí;
Dios no.
Sin duda, hay mucho de verdad en
este diagnóstico. Se está difundiendo hoy una actitud más benévola y
complaciente hacia el hecho religioso. La religión puede tener un sitio en el
tiempo libre del hombre contemporáneo. Lo mismo que la poesía o el arte, puede
contribuir a la armonía y la felicidad de la persona; creer en la reencarnación
tranquiliza de ciertos miedos difíciles de controlar; escuchar canto gregoriapo
en ún monasterio produce una sensación de paz.
Otra cosa muy diferente es
ponerse ante Dios y escuchar su llamada amistosa pero exigente. Según Metz, estamos entrando en «una época de religión sin Dios» donde,
al mismo tiempo que se acepta una religión de carácter estético o gratificante,
se ignora a Dios como principio o criterio de actuación. De hecho, está
muriendo en no pocos «la conciencia moral
religiosa». Dios no cuenta a la hora de orientar el comportamiento.
Es la tentación de siempre.
Empequeñecer la religión o rebajarla para no tener que convertirnos demasiado.
Olvidar a Dios y luego olvidar que lo hemos olvidado, entreteniéndonos con
algunas prácticas religiosas. O bien tratar de convertirlo en un «Dios
aceptable» con el que se pueda vivir cómodamente y sin problemas.
Sin embargo, en el centro de la
religión bíblica hay una llamada a escuchar a Dios. Así comienza la confesión
de fe, conocida como Shema Israel,
que ha de repetir cada día el judío piadoso: «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios; sólo el Señor» (Dt 6,
4). Por otra parte, la fe cristiana arranca desde la escucha a Jesucristo. san
Marcos recuerda la invitación que se nos hace a todos: «Este es mi Hijo amado: escuchadlo» (Mc 9,7). De poco sirve la
religión si el hombre ignora a Dios y sólo se escucha a sí mismo.
El programa Religión sí; Dios no, encierra en el fondo una grave contradicción.
¿Qué sentido tiene cumplir unas prácticas religiosas si se hace el recorrido de
la vida sin Dios? Por otra parte, ¿qué puede significar creer en un Dios al que
apenas se le recuerda, con quien jamás se dialoga, a quien no se escucha y de
quien no se espera nada? Nos hemos acostumbrado a decir que creemos en Dios,
pero ¿cuándo buscamos al que está detrás de esa palabra?, ¿dónde y cuándo
escuchamos su voz?, ¿dónde y cuándo nos ponemos ante él?
Jesús invita a sus discípulos a «orar siempre sin desanimarse». Una
oración que ha de nacer de una confianza grande en Dios. Pero hemos de escuchar
la grave advertencia de Jesús: «Cuando
venga el Hjo del Hombre, ¿encontrará estafe en la tierra?»
José Antonio Pagola
HOMILIA
1991-1992 – SIN PERDER LA DIRECCIÓN
18 de octubre de 1992
APRENDER
A ORAR
Cómo
tenían que orar.
Se ha dicho que «el problema pastoral
más urgente de nuestro tiempo es cómo enseñar a orar a nuestro pueblo» (T. Dicken). Es cierto que si el corazón
no se abre a Dios, ninguna pedagogía nos podrá enseñar a orar, pero también es
verdad que el creyente necesita normalmente una orientación que le ayude a
caminar al encuentro con Dios. Sin embargo, bastantes personas que desean hoy
aprender a orar no saben dónde hacerlo.
En bastantes parroquias se
trabaja mucho en los diversos campos de la acción pastoral, pero, por lo
general, es muy poco e insuficiente lo que se hace para enseñar a los creyentes
a orar. Incluso, los mismos que colaboran en ese trabajo pastoral lo hacen, a
veces, privados de verdadero alimento para su vida interior.
De esa manera, desbordados por la
actividad y cogidos en la rueda de los compromisos, reuniones y tareas
diversas, corren el riesgo de convertirse poco a poco en funcionarios más que
en testigos de una fe viva.
Es cierto que las personas más
inquietas se dirigen a monasterios, comunidades religiosas y lugares de oración
para buscar el encuentro con Dios, pero mucha gente sencilla que no puede dar
esos pasos se encuentra desasistida para aprender a orar de manera más
profunda.
Por desgracia, nos faltan hoy en
occidente maestros de oración que puedan acompañar espiritualmente a las
personas en sus tanteos, momentos de oscuridad o falsos entusiasmos.
Pero están brotando entre
nosotros grupos orantes, «talleres de oración» y corrientes de espiritualidad
que pueden ser hoy para muchos, verdaderas escuelas de oración.
Grupos que crean clima de
oración, despiertan el deseo de Dios, enseñan a hacer silencio para escuchar su
Palabra, ofrecen sugerencias para crecer en capacidad de interiorización,
estimulan y sostienen la oración personal de cada uno.
Las parroquias deberían hoy
acogerlos y promoverlos con verdadero interés, evitando abusos y desviaciones,
siempre posibles en este tipo de experiencias. Escuchemos las palabras de un
maestro espiritual de nuestro días: «Estoy convencido de que si, después de
veinte siglos, al inmenso esfuerzo de predicación, enseñanza y catequesis, se
añadiera un esfuerzo no menos intenso de iniciación a la oración interior, el
rostro del mundo sería diferente.» En las comunidades cristianas hemos de
seguir más de cerca el ejemplo de Jesús que, según el evangelista Lucas, se
dedicaba a «explicar a los discípulos
cómo tenían que orar siempre sin desanimarse».
José Antonio Pagola
HOMILIA
1988-1989 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
22 de octubre de 1989
CONFIAR
Orar
siempre sin desanimarse.
Las encuestas y sondeos de
opinión revelan que en el hombre contemporáneo está creciendo la desconfianza
ante los demás, ante el entorno y ante la vida en general.
Al parecer, el aislamiento, la
competitividad y el carácter complejo de la vida moderna están produciendo un
hombre lleno de suspicacia y recelo.
Las personas se sienten
inclinadas a encerrarse en un «realismo chato», en actitud casi siempre
defensiva y cautelosa, sin confiar apenas en nada ni en nadie.
Sin embargo, pese a su apariencia
de realismo docto y sensato, la desconfianza no ayuda a vivir de manera plena y
creativa.
Al contrario, la persona necesita
confiar para crecer y enfrentarse a la vida. No hemos de olvidar que la
confianza es “una estructura básica» del ser humano, y suprimirla en nosotros
sería destruir una de las fuentes más importantes del vivir diario.
D.
Bonhoeffer que no desconocía la traición ni la persecución, escribía esta
advertencia desde el campo de concentración: «Nada hay peor que sembrar y
favorecer la desconfianza; al contrario, debemos favorecer la confianza en
todas partes donde sea posible. Ella seguirá siendo para nosotros uno de los
mayores regalos, de entre los más raros y bellos en la vida de los hombres”.
Es la confianza lo que sostiene a
las personas en las situaciones más difíciles y lo que les da un potencial
increíble de energía para enfrentarse a la existencia.
La persona que se encierra en la
desconfianza se destruye a sí misma, se deja morir o, si se quiere, «se deja
vivir» que es una manera triste pero frecuente de abandonarse estérilmente al
curso de la vida.
La fe cristiana no puede brotar
ni crecer en un corazón desconfiado. Inútil aportarle indicios, testimonios o
argumentos. La persona se defenderá tras su recelo. Sólo creerá en sus pruebas.
Esa es justamente la postura de
Tomás, prototipo de todas las dudas, recelos e incertidumbres que surgen en el
hombre ante Cristo resucitado. Cuando el Señor se le presenta, le dirige estas
palabras: «No seas incrédulo, sino creyente».
Son bastantes hoy los cristianos
que se sienten roídos por la duda. El misterio último de la vida se nos escapa.
Nuestra razón comprende que no puede comprender y el creyente siente desazón y
malestar. Querría ver con sus propios ojos, tocar con sus propias manos.
Lo primero, entonces, es confiar.
No cerrar ninguna puerta. No desoír ninguna llamada. Abrirse confiadamente a
Dios. Buscar su rostro y “orar siempre sin desanimarse”, como pide Jesús. Quien
busca a Dios con confianza lo está ya encontrando.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1985-1986 – BUENAS NOTICIAS
19 de octubre de 1986
LA
ORACION DE LA MAYORIA
Dar
siempre sin desanimarse.
Son bastantes los hombres y
mujeres que se inician hoy de nuevo en el arte de la meditación y se esfuerzan
por recuperar el silencio interior.
Numerosos los estudios que nos
invitan a descubrir caminos nuevos de contemplación y métodos de concentración
y purificación interior.
Es gozoso ver todo este esfuerzo
y hay que alentarlo decididamente en nuestras comunidades creyentes. Pero, la
inmensa mayoría de los cristianos sencillos no podrán nunca saborear esta
oración cuidada, profunda y purificada.
Por eso, es bueno ver que Jesús,
para invitarnos a «orar siempre sin desanimarse», pone el ejemplo de una mujer-
sencilla y en apuros que insiste en su petición hasta lograr con su terquedad
lo que desea.
Esta es la enseñanza de Jesús: si
permanecéis estrechamente unidos a Dios en la oración, no debéis desesperar en
ninguna dificultad, pues no seréis abandonados por vuestro Padre.
Hay una oración vulgar, la única
que sabe hacer la gente sencilla en momentos de apuro, y que hemos despreciado
demasiado estos últimos años.
Es esa oración, acaso demasiado
«interesada» y hasta contaminada de actitudes mágicas. Una oración hecha de
fórmulas repetidas con sencillez. Oración llena de distracciones, sin gran
hondura ni pretensiones de contemplación.
Esa oración de los momentos de
angustia, cuando uno está desbordado por el miedo, la depresión, la soledad o
el desengaño. La oración en el fracaso matrimonial o el conflicto doloroso con
los hijos. La oración ante la sala de operaciones o junto al moribundo.
¿No deberíamos mirar con más
simpatía esta oración modesta, deslucida, poco sublime, que es la oración de
los pobres, los angustiados, los ignorantes?
Esa oración que nace desde la
conciencia de la propia indignidad. La oración de los que no saben analizarse a
sí mismos ni pueden ahondar en nada. La oración de los que no saben hablar ni
consigo mismos ni con los demás si no es torpemente y con trabajo.
Lo ha dicho J.M. Zunzunegui, en un bello libro: «Es ésta, sin duda, la oración de la mayoría en todas las
religiones del mundo, la oración que desata la ternura de Dios y que es, en
definitiva, suficiente para la inmensa mayoría de la humanidad».
Esta oración, a veces tan poco
valorada, no encuentra problemas para ese Dios que entiende a los pobres y les
hará justicia como nadie.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1982-1983 – APRENDER A VIVIR
16 de octubre de 1983
¿PARA QUE
SIRVE REZAR?
Orar siempre
sin desanimarse.
Sin duda, son muchos los factores
que han provocado la desvalorización de la oración en nuestra sociedad. No es
algo casual que el hombre moderno haya ido perdiendo su capacidad de invocar a
Dios y dialogar sinceramente con Aquél que es la fuente de nuestro ser y
nuestro vivir.
En una sociedad donde se acepta
como criterio casi único de valoración la eficacia, el rendimiento y la
producción, no es extraño que surja la pregunta por la utilidad y la eficacia
de la oración. ¿Para qué sirve rezar? Esta es casi la única pregunta del hombre
moderno cuando piensa en la oración.
Se diría que entendemos la
oración como un medio más, un instrumento para lograr unos objetivos
determinados. Lo importante para nosotros es la acción, el esfuerzo, el
trabajo, la programación, las estrategias, los resultados. Y, naturalmente,
orar cuando tenemos tanto que hacer nos parece «perder el tiempo». La oración
pertenece al mundo de «lo inútil».
Esta experiencia del hombre
actual puede ser algo muy positivo, pues nos puede ayudar a descubrir el
verdadero valor de la oración cristiana. De alguna manera, es cierto que la
oración es «algo inútil» y no nos sirve para lograr tantas cosas por las que
nos esforzamos día tras día.
Como es «inútil» el gozo de la amistad,
la ternura de unos esposos, el enamoramiento de unos jóvenes, el cariño y la
sonrisa de los hijos, el desahogo con la persona de confianza, el descanso en
la intimidad del hogar, el disfrute de una fiesta, la paz de un atardecer...
¿Cómo medir «la eficacia» de todo esto que constituye, sin embargo, el aliento
que sostiene nuestro vivir?
Sería una equivocación reducir la
eficacia de la oración al logro de las peticiones que salen de nuestra boca en
una situación concreta. La oración cristiana es «eficaz» porque nos hace vivir
con fe y confianza en el Padre y en solidaridad incondicional con los hermanos.
La oración es «eficaz» porque nos
hace más creyentes y más humanos. Abre los oídos de nuestro corazón para
escuchar con más sinceridad a Dios. Va limpiando nuestros criterios, nuestra
mentalidad y nuestra conducta de aquello que nos impide ser hermanos. Alienta
nuestro vivir diario, reanima nuestra esperanza, fortalece nuestra debilidad,
alivia nuestro cansancio.
El hombre que aprende a dialogar
constantemente con Dios y a invocarlo «sin desanimarse» como nos dice Jesús, va
descubriendo dónde está la verdadera eficacia de la oración y para qué sirve
rezar. Sencillamente, para vivir.
José Antonio Pagola
Para
ver videos de las Conferencias de José Antonio Pagola
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