Homilias de José Antonio Pagola
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7 de octubre de 2012
27º domingo Tiempo ordinario (B)
27º domingo Tiempo ordinario (B)
EVANGELIO
Lo que Dios ha unido,
que no lo separe el hombre.
+ Lectura del santo
evangelio según san Marcos 10,2-16
En aquel tiempo, se acercaron
unos fariseos y le preguntaron a Jesús, para ponerlo a prueba: « ¿Le es lícito
a un hombre divorciarse de su mujer?». El les replicó: « ¿Qué os ha mandado
Moisés?».
Contestaron: «Moisés permitió
divorciarse, dándole a la mujer un acta de repudio». Jesús les dijo: «Por
vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto. Al principio de la
creación Dios “los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre
y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne”. De modo que
ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre».
En casa, los discípulos
volvieron a preguntarle sobre lo mismo. El les dijo: «Si uno se divorcia de su
mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se
divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio».
Le acercaban niños para que los
tocara, pero los discípulos les regañaban. Al verlo, Jesús se enfadó y les
dijo: «Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son
como ellos es el reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el reino de Dios
como un niño, no entrará en él». Y los abrazaba y los bendecía imponiéndoles
las manos.
Palabra de Dios.
HOMILIA
2011-2012 -
7 de octubre de 2012
CONTRA EL
PODER DEL VARÓN
Los fariseos plantean a Jesús una
pregunta para ponerlo a prueba. Esta vez no es una cuestión sin importancia,
sino un hecho que hace sufrir mucho a las mujeres de Galilea y es motivo de
vivas discusiones entre los seguidores de diversas escuelas rabínicas:
"¿Le es lícito al varón divorciarse de su mujer?".
No se trata del divorcio moderno
que conocemos hoy, sino de la situación en que vivía la mujer judía dentro del
matrimonio, controlado por el varón. Según la ley de Moisés, el marido podía
romper el contrato matrimonial y expulsar de casa a su esposa. La mujer, por el
contrario, sometida en todo al varón, no podía hacer lo mismo.
La respuesta de Jesús sorprende a
todos. No entra en las discusiones de los rabinos. Invita a descubrir el
proyecto original de Dios, que está por encima de leyes y normas. Esta ley
"machista", en concreto, se ha impuesto en el pueblo judío por la
"dureza de corazón" de los varones que controlan a las mujeres y las
someten a su voluntad.
Jesús ahonda en el misterio
original del ser humano. Dios "los ha creado varón y mujer". Los dos
han sido creados en igualdad. Dios no ha creado al varón con poder sobre la
mujer. No ha creado a la mujer sometida al varón. Entre varones y mujeres no ha
de haber dominación por parte de nadie.
Desde esta estructura original
del ser humano, Jesús ofrece una visión del
matrimonio que va más allá de todo lo establecido por la "dureza de
corazón" de los varones. Mujeres y varones se unirán para "ser una
sola carne" e iniciar una vida compartida en la mutua entrega sin
imposición ni sumisión.
Este proyecto matrimonial es para
Jesús la suprema expresión del amor humano. El varón no tiene derecho alguno a
controlar a la mujer como si fuera su dueño. La mujer no ha de aceptar vivir
sometida al varón. Es Dios mismo quien los atrae a vivir unidos por un amor
libre y gratuito. Jesús concluye de manera rotunda: "Lo que Dios ha unido,
que no lo separe el varón".
Con esta posición, Jesús esta
destruyendo de raíz el fundamento del patriarcado bajo todas sus formas de
control, sometimiento e imposición del varón sobre la mujer. No solo en el
matrimonio sino en cualquier institución civil o religiosa.
Hemos de escuchar el mensaje de
Jesús. No es posible abrir caminos al reino de Dios y su justicia sin luchar
activamente contra el patriarcado. ¿Cuándo reaccionaremos en la Iglesia con
energía evangélica contra tanto abuso, violencia y agresión del varón sobre la
mujer? ¿Cuándo defenderemos a la mujer de la "dureza de corazón" de los varones?
José Antonio Pagola
HOMILIA
2008-2009 – RECUPERAR EL EVANGELIO
4 de octubre de 2009
ACOGER A
LOS PEQUEÑOS
Dejad que
los niños se acerquen a mí.
El episodio parece
insignificante. Sin embargo, encierra un trasfondo de gran importancia para los
seguidores de Jesús. Según el relato de Marcos, algunos tratan de acercar a
Jesús a unos niños y niñas que corretean por allí. Lo único que buscan es que
aquel hombre de Dios los pueda tocar para comunicarles algo de su fuerza y de
su vida. Al parecer, era una creencia
popular.
Los discípulos se molestan y
tratan de impedirlo. Pretenden levantar un cerco en torno a Jesús. Se atribuyen
el poder de decidir quiénes pueden llegar hasta Jesús y quiénes no. Se
interponen entre él y los más pequeños,
frágiles y necesitados de aquella sociedad. En vez de facilitar su acceso a
Jesús, lo obstaculizan.
Se han olvidado ya del gesto de
Jesús que, unos días antes, ha puesto en el centro del grupo a un niño para que
aprendan bien que son los pequeños los que han de ser el centro de atención y
cuidado de sus discípulos. Se han olvidado de cómo lo ha abrazado delante de
todos, invitándoles a acogerlos en su nombre y con su mismo cariño.
Jesús se indigna. Aquel
comportamiento de sus discípulos es intolerable. Enfadado, les da dos órdenes: «Dejad que los niños se acerquen a mí. No se
lo impidáis». ¿Quién les ha enseñado a actuar de una manera tan contraria a
su Espíritu? Son, precisamente, los pequeños, débiles e indefensos, los
primeros que han de tener abierto el acceso a Jesús.
La razón es muy profunda pues
obedece a los designios del Padre: «De
los que son como ellos es el reino de Dios». En el reino de Dios y en el
grupo de Jesús, los que molestan no son los pequeños, sino los grandes y
poderosos, los que quieren dominar y ser los primeros.
El centro de su comunidad no ha
de estar ocupado por personas fuertes y poderosas que se imponen a los demás
desde arriba. En su comunidad se necesitan hombres y mujeres que buscan el
último lugar para acoger, servir, abrazar y bendecir a los más débiles y
necesitados.
El reino de Dios no se difunde
desde la imposición de los grandes sino desde la acogida y defensa a los
pequeños. Donde éstos se convierten en el centro de atención y cuidado, ahí
está llegando el reino de Dios, la sociedad humana que quiere el Padre.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2005-2006 – POR LOS CAMINOS DE JESÚS
8 de octubre de 2006
PARA
HOMBRES
Dios los
creó hombre y mujer.
Lo que más hacía sufrir a las
mujeres en la Galilea de los años treinta era su sometimiento total al varón
dentro de la familia patriarcal. El esposo las podía incluso repudiar en
cualquier momento abandonándolas a su suerte. Este derecho se basaba, según la
tradición judía, nada menos que en la Ley de Dios.
Los maestros discutían sobre los
motivos que podían justificar la decisión del esposo. Según los seguidores de
Shammai, sólo se podía repudiar a la mujer en caso de adulterio; según Hillel,
bastaba que la mujer hiciera cualquier cosa «desagradable» a los ojos de su
marido. Mientras los doctos varones discutían, las mujeres no podían alzar su
voz para defender sus derechos.
En algún momento, el
planteamiento llegó hasta Jesús: « ¿Puede
el hombre repudiar a su esposa?». Su respuesta desconcertó a todos. Las
mujeres no se lo podían creer. Según Jesús, si el repudio está en la Ley, es
por la «dureza de corazón» de los
varones y su mentalidad machista, pero el proyecto original de Dios no fue un
matrimonio «patriarcal» dominado por el varón.
Dios creó al varón y a la mujer
para que fueran «una sola carne». Los
dos están llamados a compartir su amor, su intimidad y su vida entera, con
igual dignidad y en comunión total. De ahí el grito de Jesús: «lo que ha unido Dios, que no lo separe el
varón», con su actitud machista.
Dios quiere una vida más digna,
segura y estable para esas esposas sometidas y maltratadas por el varón en los
hogares de Galilea. No puede bendecir una estructura que genere superioridad
del varón y sometimiento de la mujer. Después de Jesús, ningún cristiano podrá
legitimar con la Biblia o el Evangelio nada que promueva discriminación,
exclusión o sumisión de la mujer.
En el mensaje de Jesús hay una
predicación dirigida exclusivamente a los varones para que renuncien a su «dureza de corazón» y promuevan unas
relaciones más justas e igualitarias entre varón y mujer. ¿Dónde se escucha hoy
este mensaje?, ¿cuándo llama la Iglesia a los varones a esta conversión?, ¿qué
estamos haciendo los seguidores de Jesús para revisar y cambiar
comportamientos, hábitos, costumbres y leyes que van claramente en contra de la
voluntad original de Dios al crear al varón y a la mujer?
José Antonio Pagola
HOMILIA
2002-2003 – REACCIONAR
5 de octubre de 2003
ANTES DE
SEPARARSE
Lo que
Dios ha unido…
Hoy se habla cada vez menos de
fidelidad. Basta escuchar ciertas conversaciones para constatar un clima muy
diferente. “Hemos pasado las vacaciones cada uno por su cuenta”. “Mi marido
tiene un ligue, me costó aceptarlo, pero ¿qué podía hacer?”. “Es que sólo con
mi marido me aburro”.
Algunas parejas consideran que el
amor es algo espontáneo. Si brota y permanece vivo, todo va bien. Si se enfría
y desaparece, la convivencia resulta intolerable. Entonces lo mejor es
separarse “de manera civilizada”.
No todos reaccionan así. Hay
parejas que se dan cuenta de que ya no se aman, pero no por eso desean
separarse, sin que puedan explicarse exactamente por qué. Sólo se preguntan
hasta cuándo podrá durar esa situación.
Hay también quienes han
encontrado un amor fuera de su matrimonio y se sienten tan atraídos por esa
nueva relación que no quieren verse privados de ella. No quieren perderse nada.
Ni su matrimonio ni ese amor extramatrimonial. Pero no saben cómo navegar entre
ambos.
Las situaciones son muchas y, con
frecuencia, muy dolorosas. Mujeres que lloran en secreto su abandono y
humillación. Esposos que se aburren en una relación insoportable. Niños tristes
que sufren el desamor de sus padres.
Estas parejas no necesitan ahora
una receta para salir de su situación. Sería demasiado fácil. Lo primero que
les podemos ofrecer es respeto, escucha discreta, aliento para vivir y, tal vez,
una palabra lúcida de orientación. Sin embargo, puede ser oportuno recordar
algunos pasos fundamentales que siempre es necesario dar.
Lo primero es no renunciar al
diálogo. Hay que esclarecer la relación. Desvelar con sinceridad lo que siente
y vive cada uno. Tratar de entender lo que se oculta tras ese malestar
creciente. Descubrir lo que no funciona. Poner nombre a tantos agravios mutuos
que se han ido acumulando sin ser nunca elucidados.
Pero el diálogo no basta. Estas
situaciones no se resuelven sin generosidad y espíritu de nobleza. Si cada uno
se encierra en una postura de egoísmo mezquino, el conflicto se agrava, los
ánimos se crispan y lo que un día fue amor se convierte en odio secreto y mutua
destrucción.
Hay que recordar también que el
amor se vive en la vida ordinaria y repetida de lo cotidiano. Es pura ilusión
querer escapar de ello. Cada día vivido juntos, cada alegría y cada sufrimiento
compartidos, cada problema vivido en pareja, dan consistencia real al amor.
La frase de Jesús: “Lo que Dios
ha unido, no lo separe el hombre” tiene sus exigencias mucho antes de que
llegue la ruptura, pues las parejas se van separando poco a poco, en la vida de
cada día.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1999-2000 – COMO ACERTAR
8 de octubre de 2000
CRISTIANOS
DIVORCIADOS
Lo que
Dios ha unido…
En nuestras parroquias hay cada
vez más personas que, una vez fracasado su primer matrimonio, se han vuelto a
unir civilmente o han formado una pareja de hecho. La realidad es compleja y
delicada. Separación y divorcio son experiencias que generan casi siempre lucha
interior y sufrimiento y, muchas veces, soledad e incomprensión.
Muchos de ellos no se sienten
queridos ni comprendidos por la comunidad cristiana, no obstante las
afirmaciones en contra de los documentos oficiales del Magisterio. No es sólo
la disciplina canónica de la Iglesia la que les hace sufrir. Es también la
actitud que, a veces, perciben en su entorno cristiano. ¿Qué decir?
Antes que nada, hemos de recordar
que ser fieles a la enseñanza de Jesús sobre el amor conyugal único, fiel e
indisoluble, no ha de significar nunca dejar de seguir su actitud de comprensión
y misericordia hacia todos y, de manera particular, hacia los que más sufren.
La primera actitud del cristianismo ante estas parejas ha de ser de respeto,
cercanía y amistad. No hay razón alguna, ni religiosa ni moral, para adoptar
otra postura diferente, contraria al amor.
La comunidad cristiana no los
debe marginar ni excluir de su seno. Al contrario, como dice Juan Pablo II, se les ha de ayudar a «que no se consideren separados de la
Iglesia pues pueden y deben, en cuanto bautizados, participar en su vida» (Familiaris Consortio, n. 84). No puede
ser otra la postura de una Iglesia que proclama y se sabe ella misma aceptada
por su Señor a pesar de sus errores y sus pecados.
Hemos de comprender el desgarro
interior de quienes se sienten profundamente cristianos y no pueden salir ya de
manera razonable de la situación en que se encuentran. Les resulta difícil
sintonizar con una Iglesia que no aprueba oficialmente su unión actual.
Necesitan percibir en nosotros actitudes y gestos que los hagan sentirse
acogidos.
Sobre todo, no olvidemos nunca lo
más importante. En esas parejas está Dios buscando siempre su bien. Nosotros
podemos encerrarnos en nuestros juicios y condenas; podemos seguir sin
comprender los errores y las culpas que los han conducido hasta el divorcio.
Una cosa es segura. Dios sigue escribiendo su propia historia de amor con ellos
por caminos que a nosotros se nos escapan.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1996-1997 – DESPERTAR LA FE
5 de octubre de 1997
SEPARADOS,
PERO PADRES
Lo que
Dios ha unido…
Durante estos años he podido
compartir de cerca el duro camino de la separación de esposos que un día se
quisieron de verdad. Los he visto sufrir, dudar y también luchar por un amor ya
desaparecido. Los he visto soportar los reproches, la incomprensión y el
distanciamiento de quienes parecían sus amigos. Junto a ellos he visto también
sufrir a sus hijos.
No es del todo cierto que la
separación de los padres cause un trauma irreversible a los hijos. Lo que les
hace daño es el desamor, la agresividad o el miedo que, a veces, acompaña a una
separación cuando se realiza de forma poco humana.
Nunca se debería olvidar que los
que se separan son los padres, no los hijos. Estos tienen derecho a seguir
disfrutando de su padre y de su madre, juntos o separados, y no tienen por qué
sufrir su agresividad ni ser testigos de sus disputas y litigios.
Por ello mismo, no han de ser
coaccionados para que tomen partido por uno u otro. Tienen derecho a que sus
padres mantengan ante ellos una postura digna y de mutuo respeto sin denigrar
nunca la imagen del otro; a que no los instrumentalicen para obtener
información sobre su conducta; a que no los utilicen como «armas arrojadizas»
en sus combates.
Es mezquino, por otra parte,
chantajear a los hijos para ganarse su cariño con regalos o conductas permisivas.
Al contrario, quien busca realmente el bien del niño le facilita el encuentro y
la comunicación con el padre o la madre ya que no vive con él.
Los hijos tienen, además, derecho
a que sus padres se reúnan para tratar de temas referentes a su educación y
salud, o para tomar decisiones sobre aspectos importantes para su vida. La
pareja no ha de olvidar que, aun estando separados, siguen siendo padres de
unos hijos que los necesitan.
Conozco los esfuerzos que hacen
no pocos separados para que sus hijos sufran lo menos posible las consecuencias
dolorosas de la separación. No siempre es fácil ni para quien se queda con la
custodia de los hijos (qué agotador ocuparse a solas de su cuidado), ni para
quien ha de vivir en adelante separado de ellos (qué duro sentir su vacío).
Estos padres necesitan, en más de una ocasión, un apoyo, compañía o ayuda que no
siempre encuentran en su entorno, su familia, sus amigos o su Iglesia.
Curiosamente, en el texto
evangélico de hoy, el redactor ha unido dos episodios diferentes: la enseñanza
de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonio y su acogida a los niños en contra
de la reacción de sus discípulos.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1993-1994 – CREER ES OTRA COSA
2 de octubre de 1994
ANTE LOS
DIVORCIADOS
Lo que
Dios ha unido…
Los cristianos no podemos cerrar
los ojos ante un hecho profundamente doloroso. Los divorciados no se sienten,
en general, comprendidos por la Iglesia ni por las comunidades cristianas. La
mayoría solo percibe una dureza disciplinar que no llegan a entender.
Abandonados a sus problemas y sin la ayuda que necesitarían, no encuentran en
la Iglesia un lugar para ellos.
No se trata de poner en discusión
la visión cristiana del matrimonio, sino de ser fieles a ese Jesús que, al
mismo tiempo que defiende la indisolubilidad del matrimonio, se hace presente a
todo hombre o mujer ofreciendo su comprensión y su gracia precisamente a quien
más las necesita. Este es el reto. ¿Cómo mostrar a los divorciados la
misericordia infinita de Dios a todo ser humano? ¿Cómo estar junto a ellos de
manera cristiana?
Antes que nada hemos de recordar
que los divorciados que se han vuelto a casar civilmente siguen siendo miembros
de la Iglesia. No están excomulgados; no han sido expulsados de la Iglesia.
Aunque algunos de sus derechos queden restringidos, forman parte de la
comunidad y han de encontrar en los cristianos la solidaridad y comprensión que
necesitan para vivir su difícil situación de manera humana y cristiana.
Si la Iglesia les retira el
derecho a recibir la comunión es porque «su estado y condición de vida
contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia,
significada y actualizada en la Eucaristía» (Familiaris consortio, n. 84). Pero esto no autoriza a nadie a
condenarlos como personas excluidas de la salvación ni a adoptar una postura de
desprecio o marginación.
Al contrario, el mismo Juan Pablo
II exhorta a los responsables de la comunidad cristiana «a que ayuden a los
divorciados cuidando, con caridad solícita, que no se sientan separados de la
Iglesia, pues pueden e incluso deben, en cuanto bautizados, tomar parte en su
vida» (Familiaris consortio, n. 84).
Como todos los demás cristianos, también ellos tienen derecho a escuchar la
Palabra de Dios, tomar parte en la asamblea eucarística, colaborar en
diferentes obras e iniciativas de la comunidad, y recibir la ayuda que necesitan
para vivir su fe y para educar cristianamente a sus hijos.
Es injusto que una comprensión
estrecha de la disciplina de la Iglesia y un rigorismo que tiene poco que ver
con el espíritu cristiano nos lleven a marginar y abandonar incluso a personas
que se esforzaron sinceramente por salvar su primer matrimonio, que no tienen
fuerzas para enfrentarse solos a su futuro, que viven fielmente su matrimonio
civil, que no pueden rehacer en manera alguna su matrimonio anterior o que
tienen adquiridas nuevas obligaciones morales en su actual situación.
En cualquier caso, a los
divorciados que os sintáis creyentes solo os quiero recordar una cosa: Dios es
infinitamente más grande, más comprensivo y más amigo que todo lo que podáis
ver en nosotros los cristianos, y los hombres de Iglesia. Dios es Dios. Cuando
nosotros no os entendemos, él os entiende. Confiad siempre en él.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1990-1991 – DESPERTAR LA ESPERANZA
6 de octubre de 1991
ANTES DE
SEPARARSE
Lo que
Dios ha unido…
Hoy se habla cada vez menos de
fidelidad. Basta escuchar ciertas conversaciones para constatar un clima muy
diferente. “Hemos pasado las vacaciones cada uno por su cuenta”. “Mi marido
tiene un ligue, me costó aceptarlo, pero ¿qué podía hacer?”. “Es que sólo con mi
marido me aburro”.
Algunas parejas consideran que el
amor es algo espontáneo. Si brota y permanece vivo, todo va bien. Si se enfría
y desaparece, la convivencia resulta intolerable. Entonces lo mejor es
separarse “de manera civilizada”.
No todos reaccionan así. Hay
parejas que se dan cuenta de que ya no se aman, pero no por eso desean
separarse, sin que puedan explicarse exactamente por qué. Sólo se preguntan
hasta cuándo podrá durar esa situación.
Hay también quienes han
encontrado un amor fuera de su matrimonio y se sienten tan atraídos por esa
nueva relación que no quieren verse privados de ella. No quieren perderse nada.
Ni su matrimonio ni ese amor extramatrimonial. Pero no saben cómo navegar entre
ambos.
Las situaciones son muchas y, con
frecuencia, muy dolorosas. Mujeres que lloran en secreto su abandono y
humillación. Esposos que se aburren en una relación insoportable. Niños tristes
que sufren el desamor de sus padres.
Estas parejas no necesitan ahora
una receta para salir de su situación. Sería demasiado fácil. Lo primero que
les podemos ofrecer es respeto, escucha discreta, aliento para vivir y, tal
vez, una palabra lúcida de orientación. Sin embargo, puede ser oportuno
recordar algunos pasos fundamentales que siempre es necesario dar.
Lo primero es no renunciar al
diálogo. Hay que esclarecer la relación. Desvelar con sinceridad lo que siente
y vive cada uno. Tratar de entender lo que se oculta tras ese malestar
creciente. Descubrir lo que no funciona. Poner nombre a tantos agravios mutuos
que se han ido acumulando sin ser nunca elucidados.
Pero el diálogo no basta. Estas
situaciones no se resuelven sin generosidad y espíritu de nobleza. Si cada uno
se encierra en una postura de egoísmo mezquino, el conflicto se agrava, los
ánimos se crispan y lo que un día fue amor se convierte en odio secreto y mutua
destrucción.
Hay que recordar también que el
amor se vive en la vida ordinaria y repetida de lo cotidiano. Es pura ilusión
querer escapar de ello. Cada día vivido juntos, cada alegría y cada sufrimiento
compartidos, cada problema vivido en pareja, dan consistencia real al amor.
La frase de Jesús: “Lo que Dios
ha unido, no lo separe el hombre” tiene sus exigencias mucho antes de que
llegue la ruptura, pues las parejas se van separando poco a poco, en la vida de
cada día.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1987-1988 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
2 de octubre de 1988
DIVORCIO
Lo que
Dios ha unido...
Han pasado ya algunos años desde
que se introdujo la ley divorcista en nuestro país. Se acallaron las
controversias públicas y los debates en torno a su legalización. El divorcio es
ya práctica aceptada socialmente.
Pero es ahora tal vez cuando la
experiencia de estos años nos permite una reflexión más serena.
Sería poco honesto negar que el
divorcio ha sido una «solución», sobre todo, para situaciones insostenibles que
venían de atrás y en las que estaban implicados con frecuencia hombres y
mujeres que no comparten la fe cristiana.
Pero la ley divorcista no puede
hacernos olvidar que el divorcio sigue siendo un hecho lamentable tras el cual
se descubre siempre la existencia de un error, una equivocación o una
infidelidad.
Tal vez uno de nuestros mayores
riesgos es el de ir cambiando poco a poco la valoración de las cosas. Al
escuchar hoy a ciertas parejas jóvenes da la impresión de que para ellos lo
importante es tener la posibilidad de divorciarse, cuando lo verdaderamente
importante y decisivo es que los esposos aspiren a quererse con plenitud y
autenticidad.
Incluso el que no comparte la
visión evangélica del matrimonio ha de reconocer que en todo amor verdadero se
encierra una nostalgia de permanencia y una exigencia de fidelidad. El divorcio
no podrá ser nunca meta o ideal del matrimonio. Lo ideal será siempre que nada
ni nadie destruya el amor y la fidelidad de la pareja.
Es de suponer que nadie va al
matrimonio con la ilusión de poder constatar un día que aquel amor ha
desaparecido y la convivencia ya no es posible. Pero la legitimación social del
divorcio puede conducir a más de uno a entender el amor conyugal como un
compromiso pasajero que se utiliza mientras sirve o interesa.
Corremos así el riesgo de que el
divorcio se vaya convirtiendo en una solución a la que se acude cada vez con
más facilidad y ligereza en cuanto aparece la menor dificultad o cansancio, sin
hacer esfuerzo alguno por lograr una armonía mayor o la reconciliación.
Por otra parte, no hemos de
olvidar que en la raíz de bastantes divorcios hay sencillamente infidelidad.
Una curiosa moral progresista está inculcando hoy a los ciudadanos que no deben
engañar a Hacienda pero pueden engañar a su mujer. No se puede traicionar al
partido pero se puede traicionar al cónyuge.
No es ése ciertamente el camino
más acertado para construir una convivencia más humana y feliz. Si el divorcio
ha podido “resolver» algunas situaciones difíciles, no es menos cierto que ha
provocado el sufrimiento de muchos esposos y sobre todo, esposas que han sido
abandonadas por su cónyuge y han quedado destrozados para siempre.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1984-1985 – BUENAS NOTICIAS
6 de octubre de 1985
ANTE LOS
MATRIMONIOS ROTOS
«Lo que
Dios ha unido… »
Son cada vez más los creyentes
que, de una manera o de otra, se hacen hoy la pregunta: ¿Qué actitud adoptar
ante tantos hombres y mujeres, muchas veces amigos y familiares nuestros, que
han roto su primera unión matrimonial y viven en la actualidad en una nueva
situación considerada por la Iglesia como irregular?
No se trata de rechazar ni de
discutir la doctrina de la Iglesia, sino de ver cuál ha de ser nuestra postura
verdaderamente cristiana ante estas parejas unidas por un vínculo que la
Iglesia no acepta.
Son muchos los cristianos que,
por una parte, desean defender honradamente la visión cristiana del matrimonio
pero, por otra, intuyen que el evangelio les pide adoptar ante estas parejas
una actitud que no se puede reducir a una condena fácil.
Antes que nada, tal vez hemos de
entender con más serenidad la posición de la Iglesia ante el divorcio y ver con
claridad que la defensa de la doctrina eclesiástica sobre el matrimonio no ha
de impedir nunca una postura de comprensión, acogida y ayuda.
Cuando la Iglesia defiende la
indisolubilidad del matrimonio y prohíbe el divorcio, fundamentalmente quiere
decir que, aunque unos esposos hayan encontrado en una segunda unión un amor
estable, fiel y fecundo, este nuevo amor no puede ser aceptado en la comunidad
cristiana como signo y sacramento del amor indefectible de Cristo a los
hombres.
Pero esto no significa que
necesariamente hayamos de considerar como negativo todo lo que los divorciados
viven en esa unión no sacramental, sin que podamos encontrar nada positivo o
evangélico en sus vidas.
Los cristianos no podemos
rechazar ni marginar a esas parejas, víctimas muchas veces de situaciones
enormemente dolorosas, que están sufriendo o han sufrido una de las
experiencias más amargas que pueden darse: la destrucción de un amor que
realmente existió.
¿Quiénes somos nosotros para
considerarlos indignos de nuestra acogida y nuestra comprensión? ¿Podemos adoptar
una postura de rechazo sobre todo hacia aquellos que, después de una
trayectoria difícil y compleja, se encuentran hoy en una situación de la que
difícilmente pueden salir sin grave daño para otra persona y para unos hijos?
Las palabras de Jesús: «Lo que
Dios ha unido, no lo separe el hombre» nos invitan a defender sin ambigüedad la
exigencia de fidelidad que se encierra en el matrimonio. Pero esas mismas
palabras, ¿no nos invitan también de alguna manera a no introducir una
separación y una marginación de esos hermanos y hermanas que sufren las
consecuencias de un primer fracaso matrimonial?
José Antonio Pagola
HOMILIA
1981-1982 – APRENDER A VIVIR
3 de octubre de 1982
DESPUES
DEL DIVORCIO
No son
dos, sino una sola carne.
Ya tenemos el divorcio. Ya
contamos con una solución jurídica para tantas situaciones de fracaso y ruptura
matrimonial. Y ahora, ¿qué?
La legalización del divorcio
civil fue ocasión de interminables polémicas y enfrentamientos. Desde quienes
lo defendían como un derecho radical de la persona hasta quienes querían
imponer la disciplina católica a toda la sociedad.
Hoy las voces se han vuelto a
callar. Da la impresión de que a bastantes les interesaba más la defensa de una
determinada ideología que la realidad cotidiana y trágica de tantos fracasos
matrimoniales.
Porque es una ingenuidad pensar
que con el divorcio tenemos ya «la solución para el desamor». El fracaso
matrimonial no es siempre ni solamente un problema jurídico que se puede
resolver con leyes. Es un problema personal, emocional, síquico, de raíces y
consecuencias muy hondas.
Por eso, es precisamente ahora
cuando nos tenemos que preguntar qué podemos hacer para ayudar a los hombres y
mujeres de hoy a vivir su amor conyugal.
No basta defender teóricamente la
indisolubilidad matrimonial y predicar a los católicos que no pueden acogerse a
la ley del divorcio.
Tenemos que preguntarnos qué
ayuda puede ofrecer la comunidad creyente a tantos esposos que fracasan en su
matrimonio por una elección inadecuada de cónyuge, por un deterioro de su
comunicación o sencillamente por su «pecado».
Tenemos que plantearnos cómo
estar más cerca de los matrimonios rotos. Independientemente de soluciones
jurídicas, una ruptura que no vaya precedida y acompañada de un análisis serio,
de un replanteamiento de las actitudes personales y de un redescubrimiento del
proyecto matrimonial, corre el riesgo de llevar a los esposos a nuevos fracasos
y frustraciones.
Pero, hay algo más. El amor es
algo que hay que aprender día a día. Un arte que requiere tiempo, paciencia,
fe, reflexión y conversión personal.
En una sociedad donde el interés
egoísta se ha convertido en principio orientador de las conductas, y donde la
satisfacción de todo deseo parece ser la meta de la vida, ¿dónde aprender a
convivir desde el amor?
¿No pueden las comunidades
cristianas ofrecer un marco en el que los esposos cristianos puedan encontrarse
para descubrir juntos la luz, la fuerza y el aliento que necesitan para
alimentar y acrecentar su amor conyugal?
José Antonio Pagola
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