Homilias de José Antonio Pagola
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22 de abril de 2012
3º domingo de Pascua (B)
EVANGELIO
Así estaba escrito:
el Mesías padecerá
y resucitará de entre los muertos al tercer día
y resucitará de entre los muertos al tercer día
Lectura del santo
evangelio según san Lucas 24, 35-48
En aquel tiempo, contaban los
discípulos lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a
Jesús al partir el pan.
Estaban hablando de estas cosas,
cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice:
- «Paz a vosotros.»
Llenos de miedo por la sorpresa,
creían ver un fantasma. Él les dijo:
- «¿Por qué os alarmáis?, ¿por
qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en
persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos,
como veis que yo tengo.»
Dicho esto, les mostró las manos
y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les
dijo:
-«¿Tenéis ahí algo que comer?»
Ellos le ofrecieron un trozo de
pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les dijo:
- «Esto es lo que os decía
mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los
profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse.»
Entonces les abrió el
entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió:
-«Así estaba escrito: el Mesías
padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se
predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos,
comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto.»
Palabra de Dios.
HOMILIA
2011-2012 -
22 de abril de 2012
TESTIGOS
Lucas describe el encuentro del Resucitado con sus discípulos como una experiencia fundante. El deseo de Jesús es claro. Su tarea no ha terminado en la cruz. Resucitado por Dios después de su ejecución, toma contacto con los suyos para poner en marcha un movimiento de "testigos" capaces de contagiar a todos los pueblos su Buena Noticia: "Vosotros sois mis testigos".
No es fácil convertir en testigos a aquellos hombres hundidos en el desconcierto y el miedo. A lo largo de toda la escena, los discípulos permanecen callados, en silencio total. El narrador solo describe su mundo interior: están llenos de terror; solo sienten turbación e incredulidad; todo aquello les parece demasiado hermoso para ser verdad.
Es Jesús quien va a regenerar su fe. Lo más importante es que no se sientan solos. Lo han de sentir lleno de vida en medio de ellos. Estas son las primeras palabras que han de escuchar del Resucitado: "Paz a vosotros... ¿Por qué surgen dudas en vuestro interior?".
Cuando olvidamos la presencia viva de Jesús en medio de nosotros; cuando lo hacemos opaco e invisible con nuestros protagonismos y conflictos; cuando la tristeza nos impide sentir todo menos su paz; cuando nos contagiamos unos a otros pesimismo e incredulidad... estamos pecando contra el Resucitado. No es posible una Iglesia de testigos.
Para despertar su fe, Jesús no les pide que miren su rostro, sino sus manos y sus pies. Que vean sus heridas de crucificado. Que tengan siempre ante sus ojos su amor entregado hasta la muerte. No es un fantasma: "Soy yo en persona". El mismo que han conocido y amado por los caminos de Galilea.
Siempre que pretendemos fundamentar la fe en el Resucitado con nuestras elucubraciones, lo convertimos en un fantasma. Para encontrarnos con él, hemos de recorrer el relato de los evangelios: descubrir esas manos que bendecían a los enfermos y acariciaban a los niños, esos pies cansados de caminar al encuentro de los más olvidados; descubrir sus heridas y su pasión. Es ese Jesús el que ahora vive resucitado por el Padre.
A pesar de verlos llenos de miedo y de dudas, Jesús confía en sus discípulos. Él mismo les enviará el Espíritu que los sostendrá. Por eso les encomienda que prolonguen su presencia en el mundo: "Vosotros sois testigos de esto". No han de enseñar doctrinas sublimes, sino contagiar su experiencia. No han de predicar grandes teorías sobre Cristo sino irradiar su Espíritu. Han de hacerlo creíble con la vida, no solo con palabras. Este es siempre el verdadero problema de la Iglesia: la falta de testigos.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2008-2009 – recuperar el
evangelio
26 de abril de 2009
Entonces
les abrió el entendimiento.
CREER POR
EXPERIENCIA PROPIA
No es fácil creer en Jesús
resucitado. En última instancia es algo que sólo puede ser captado y
comprendido desde la fe que el mismo Jesús despierta en nosotros. Si no
experimentamos nunca «por dentro» la paz y la alegría que Jesús infunde, es
difícil que encontremos «por fuera» pruebas de su resurrección.
Algo de esto nos viene a decir
Lucas al describirnos el encuentro de Jesús resucitado con el grupo de
discípulos. Entre ellos hay de todo. Dos discípulos están contando cómo lo han
reconocido al cenar con él en Emaús. Pedro dice que se le ha aparecido. La
mayoría no ha tenido todavía ninguna experiencia. No saben qué pensar.
Entonces «Jesús se presenta en
medio de ellos y les dice: “Paz a vosotros”». Lo primero para despertar nuestra
fe en Jesús resucitado es poder intuir, también hoy, su presencia en medio de
nosotros, y hacer circular en nuestros grupos, comunidades y parroquias la paz,
la alegría y la seguridad que da el saberlo vivo, acompañándonos de cerca en
estos tiempos nada fáciles para la fe.
El relato de Lucas es muy
realista. La presencia de Jesús no transforma de manera mágica a los
discípulos. Algunos se asustan y «creen que están viendo un fantasma». En el
interior de otros «surgen dudas» de todo tipo. Hay quienes «no lo acaban de
creer por la alegría». Otros siguen «atónitos».
Así sucede también hoy. La fe en
Cristo resucitado no nace de manera automática y segura en nosotros. Se va
despertando en nuestro corazón de forma frágil y humilde. Al comienzo, es casi
sólo un deseo. De ordinario, crece rodeada de dudas e interrogantes: ¿será
posible que sea verdad algo tan grande?
Según el relato, Jesús se queda,
come entre ellos, y se dedica a «abrirles el entendimiento» para que puedan
comprender lo que ha sucedido. Quiere que se conviertan en «testigos», que
puedan hablar desde su experiencia, y predicar no de cualquier manera, sino «en
su nombre».
Creer en el Resucitado no es
cuestión de un día. Es un proceso que, a veces, puede durar años. Lo importante
es nuestra actitud interior. Confiar siempre en Jesús. Hacerle mucho más sitio
en cada uno de nosotros y en nuestras comunidades cristianas.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2005-2006 – POR LOS CAMINOS DE JESÚS
30 de abril de 2006
HACEN
FALTA TESTIGOS
Contaban
lo que les había acontecido en el camino.
Los relatos evangélicos lo
repiten una y otra vez. Encontrarse con el Resucitado es una experiencia que no
se puede callar. Quien ha experimentado a Jesús lleno de vida, siente necesidad
de contarlo a otros. Contagia lo que vive. No se queda mudo. Se convierte en
testigo.
Los discípulos de Emaus «contaban lo que les había acontecido en el
camino y cómo le habían reconocido al partir el pan». María de Magdala dejó
de abrazar a Jesús, se fue donde los demás discípulos y les dijo: «he visto al Señor». Los once escuchan
invariablemente la misma llamada: «Vosotros
sois testigos de estas cosas»; «como el Padre me envió así os envío yo»;
«proclamad la Buena Noticia a toda la creación».
La fuerza decisiva que posee el
cristianismo para comunicar la Buena Noticia que se encierra en Jesús son los
testigos. Esos creyentes que pueden hablar en primera persona. Los que pueden
decir: «esto es lo que me hace vivir a mí en estos momentos». Pablo de Tarso lo
decía a su manera: «ya no vivo yo. Es
Cristo quien vive en mí».
El testigo comunica su propia
experiencia. No cree «teóricamente» cosas sobre Jesús; cree en Jesús porque lo
siente lleno de vida. No sólo afirma que la salvación del hombre está en
Cristo; él mismo se siente sostenido, fortalecido y salvado por él. En Jesús
vive «algo» que es decisivo en su vida, algo inconfundible que no encuentra en
otra parte.
Su unión con Jesús resucitado no
es una ilusión: es algo real que está trasformando poco a poco su manera de
ser. No es una teoría vaga y etérea: es una experiencia concreta que motiva e
impulsa su vida. Algo preciso, concreto y vital.
El testigo comunica lo que vive.
Habla de lo que le ha pasado a él en el camino. Dice lo que ha visto cuando se
le han abierto los ojos. Ofrece su experiencia, no su sabiduría. Irradia y
contagia vida, no doctrina. No enseña teología, «hace discípulos» de Jesús.
El mundo de hoy no necesita más
palabras, teorías y discursos. Necesita vida, esperanza, sentido, amor. Hacen
falta testigos más que defensores de la fe. Creyentes que nos puedan enseñar a
vivir de otra manera porque ellos mismos están aprendiendo a vivir de Jesús.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2002-2003 – REACCIONAR
4 de mayo de 2003
EL
PROBLEMA DEL BIEN
No
acababan de creer por la alegría.
Se habla mucho del problema del
mal. Se dice que es «la roca del ateísmo» y, de hecho, son bastantes las
personas a las que se les hace difícil creer que pueda existir un Dios bueno
del que haya brotado un mundo en el que el mal tiene tanto poder.
Las preguntas se agolpan una tras
otra: ¿Cómo puede quedar Dios pasivo ante tantas desgracias físicas y tragedias
morales o ante la muerte cruenta de tantos inocentes? ¿Cómo puede permanecer
mudo ante tantos crímenes y atropellos cometidos muchas veces por quienes se
dicen sus amigos?
Y, ciertamente, es difícil
obtener una respuesta si uno no la encuentra en el rostro del «Dios crucificado».
Un Dios que, respetando absolutamente las leyes del mundo y la libertad de los
hombres, sufre Él mismo con nosotros y desde esa «solidaridad crucificada» abre
nuestra existencia dolorosa hacia una vida definitiva.
Pero no existe sólo el problema
del mal. Hay también un «problema del bien». El famoso biólogo francés Jean Rostand, ateo profeso pero inquieto
hasta su muerte, hacía en alguna ocasión esta honesta confesión: «El problema no es que haya mal. Al
contrario, lo que me extraña es el bien. Que de vez en cuando aparezca, como
dice Schopenhauer el milagro de la ternura. Es más bien esto lo que hará decir
que no todo es molecular La presencia del mal no me sorprende, pero esos
pequeños relámpagos de bondad, esos rasgos de ternura son para mí un gran problema».
El hombre que sólo es sensible al
mal y no sabe gustar la alegría del bien que se encierra en la vida,
dificilmente será creyente. Sólo quien es capaz de captar la generosidad, la
ternura, la amistad, la belleza, la creatividad y el bien, puede intuir «el
misterio de la alegría» y abrirse confiadamente al Creador de la vida.
Es significativa la observación
de Lucas que nos indica que los discípulos «no
acababan de creer por la alegría». La vida y el horizonte que se les abren
en Cristo resucitado les parecen demasiado grandes para creer. Sólo creerán si
aceptan que el misterio último de la vida es algo bueno, grande y gozoso.
Probablemente, la increencia de
bastantes comienza a engendrarse muchas veces en esa tristeza que se produce en
la persona cuando se ha vaciado de interioridad, ha cortado el lazo vital que
la unía con Dios, ha reducido su vida sólo a lo pragmático y se ha inventado
una moral propia tan tolerante como egoísta.
Pablo VI, en su hermosa Exhortación Gaudete
in Domino, invita a aprender a gustar las múltiples alegrías que el Creador
pone en nuestro camino: vida, amor, naturaleza, silencio, deber cumplido,
servicio a los demás... Puede ser el mejor camino para «resucitar» nuestra fe.
El Papa llega a pedir que «las
comunidades cristianas se conviertan en lugares de optimismo donde todos los
miembros se entreguen resueltamente al discernimiento de los aspectos positivos
de la persona y de los acontecimientos».
José Antonio Pagola
HOMILIA
1999-2000 – COMO ACERTAR
7 de mayo de 2000
ELOGIO DE
LA RISA
… no
acababan de creer por la alegría.
Reír es propio de los seres
humanos. Ninguna otra criatura se ríe. La risa es la manifestación más
expresiva de la alegría interior. Algo que le nace de modo natural a quien vive
disfrutando de la vida. Junto con la sonrisa, puede manifestar el gozo y la
jovialidad de quien vive en paz consigo mismo, con los demás y con Dios.
La risa ha estado, sin embargo,
muchas veces bajo sospecha entre los cristianos. Reír era considerado, en
algunas tradiciones ascéticas, poco digno de la seriedad y gravedad que ha de
caracterizar a quien se relaciona con Dios (¡). Una manifestación excesivamente
mundana, más propia de personas de vida relajada que de cristianos de fe
madura. Sin embargo, siempre han quedado los exegetas sorprendidos de la
frecuencia con que la Biblia alude a la alegría en todos sus matices de gozo,
paz interior, exultación o júbilo.
Naturalmente hay muchos tipos de
risa. Todos conocemos la risa irónica y burlona que pone al otro en ridículo,
la risa sarcástica que hace daño, o la vengativa que hiere y destruye. La risa
sana es diferente. Nace de la alegría interior, relaja las tensiones y favorece
la libertad. Es risa benevolente que aproxima a las personas, crea confianza y
ayuda a vivir. Según S. Freud, el
humor es un «elemento liberador».
Hay también una risa propia del
creyente. Nace como respuesta gozosa al amor de Dios. Brota de la confianza
total y expresa compasión y cariño hacia toda criatura. P. Berger la llama
«risa redentora» (La risa redentora. La
dimensión cómica de la experiencia humana. Kairos, Barcelona 1999). Esta
risa hace la vida más saludable y llevadera. Es una victoria sobre el malhumor,
la impaciencia o el desaliento. No se ríen los fanáticos, los intolerantes o amargados.
Se ríen los que se enfrentan a la vida de manera sana y liberada.
Pascua ha sido desde antiguo un
tiempo de gozo intenso. Tertuliano lo llamaba «laetissimum spatium», un espacio de tiempo lleno de inmensa
alegría. Dos palabras resumen el clima que el Resucitado crea con su presencia:
gozo y paz. En el evangelio de Lucas se llega a decir que los discípulos «no acaban de creer por la alegría». Una
de dos: o el cristianismo es demasiado grande y hermoso para ser creído o hemos
de escuchar la invitación paulina: «Estad
siempre alegres en el Señor. Os lo repito: estad alegres. El Señor está cerca»
(Flp 4, 4-5).
José Antonio Pagola
HOMILIA
1996-1997 – DESPERTAR LA FE
13 de abril de 1997
COMPAÑERO
DE CAMINO
… lo que
les había acontecido en el camino.
Hay muchas maneras de
obstaculizar la verdadera fe. Está la actitud del fanático que se agarra a un conjunto de creencias sin dejarse
interrogar nunca por Dios y sin escuchar jamás a nadie que pueda cuestionar su
posición. La suya es una fe cerrada donde falta acogida y escucha del Misterio
y donde sobra arrogancia. Esta fe no libera de la rigidez mental ni ayuda a
crecer, pues no se alimenta del verdadero Dios.
Está también la posición del escéptico que no busca ni se interroga,
pues ya no espera nada ni de Dios, ni de la vida, ni de sí mismo. La suya es
una fe triste y apagada. Falta en ella el dinamismo de la confianza. Nada
merece la pena. Todo se reduce a seguir viviendo sin más.
Está además la postura del indiferente que ya no se interesa ni por
el sentido de la vida ni por el misterio de la muerte. Su vida es pragmatismo.
Sólo le interesa de verdad lo que puede proporcionarle seguridad, dinero o
bienestar. Dios le dice cada vez menos. En realidad, ¿para qué puede servir
creer en él?
Está también el que se siente propietario de la fe, como si ésta
consistiera en un «capital» recibido en el bautismo y que está ahí, no se sabe
muy bien dónde, sin que uno tenga que preocuparse de más. Esta fe no es fuente
de vida, sino «herencia» o «costumbre» recibida de otros. Uno podría
desprenderse de ella sin apenas echarla en falta.
Está además la fe infantil de quienes no creen en Dios,
sino en aquellos que hablan de él. Nunca han hecho la experiencia de dialogar
sinceramente con Dios, de buscar su rostro o de abandonarse a su misterio. Les
basta con creer en la jerarquía o confiar en «los que saben de esas cosas». Su
fe no es experiencia personal. Hablan de Dios «de oídas».
En todas estas actitudes falta lo
más esencial de la fe cristiana: el encuentro personal con Cristo. La
experiencia de caminar por la vida acompañados por Alguien vivo con quien
podemos contar y a quien nos podemos confiar. Sólo él nos puede hacer vivir,
amar y esperar a pesar de nuestros errores, fracasos y pecados.
Según el relato evangélico, los
discípulos de Emaús contaban «lo que les
había acontecido en el camino» (Lucas 24, 35). Caminaban tristes y
desesperanzados, pero algo nuevo se despertó en ellos al encontrarse con un
Cristo cercano y lleno de vida. La verdadera fe siempre nace del encuentro
personal con Cristo como «compañero de camino».
José Antonio Pagola
HOMILIA
1993-1994 – CREER ES OTRA COSA
17 de abril de 1994
CON LAS
VICTIMAS
Les
mostró las manos y los pies.
Según los relatos evangélicos, el
Resucitado se presenta a sus discípulos con las llagas del Crucificado. No es
éste un detalle banal, de interés secundario. Se trata de una observación de
importante contenido teológico. Las primeras tradiciones cristianas insisten,
sin excepción, en un dato que, por lo general, no solemos valorar hoy en su
justa medida: Dios no ha resucitado a cualquiera; ha resucitado a un
crucificado.
Dicho de manera más concreta, ha
resucitado a alguien que ha anunciado a un Padre que ama a los pobres y perdona
a los pecadores; alguien que se ha solidarizado con todas las víctimas; alguien
que, al encontrarse él mismo con la persecución y el rechazo, ha mantenido
hasta el final su confianza radical en Dios.
La resurrección de Cristo es,
pues, la resurrección de una víctima. Al resucitar a Jesús, Dios no solo ¡ibera
a un muerto de la destrucción de la muerte. «Hace justicia», además, a una
víctima de los hombres. Y esto arroja nueva luz sobre «el ser de Dios».
En la resurrección no solo se nos
manifiesta la omnipotencia absoluta de Dios sobre el poder de la muerte. Se nos
revela también el triunfo de su justicia sobre las injusticias que cometen los
hombres. Por fin y de manera plena, triunfa la justicia sobre la injusticia, la
víctima sobre el verdugo.
Esta es la gran noticia. Dios se
nos revela en Jesucristo como «el Dios de las víctimas». La resurrección de
Cristo es la «reacción» de Dios a lo que los hombres han hecho con su Hijo. Así
lo subraya la primera predicación de los discípulos: «Vosotros lo matasteis elevándolo a una cruz... pero Dios lo ha
resucitado de entre los muertos.» Donde los hombres ponen muerte y
destrucción, Dios pone vida y liberación.
En la cruz Dios todavía guarda
silencio y se calla. Ese silencio no es manifestación de su impotencia para
salvar al Crucificado. Es expresión de su cercanía absoluta al que sufre. Dios
está ahí compartiendo hasta el final el destino de las víctimas. Los que sufren
han de saber que no están sumidos en la soledad radical. Dios mismo está en su
sufrimiento.
En la resurrección, por el
contrario, Dios habla y actúa para desplegar toda su fuerza creadora en favor
del Crucificado. La última palabra la tiene Dios. Y es una palabra de amor
resucitador hacia las víctimas. Los que sufren han de saber que su sufrimiento
terminará en resurrección.
La historia sigue. Son muchas las
víctimas que siguen sufriendo hoy, maltratadas por la vida o crucificadas por
los hombres. El cristiano sabe que Dios está en ese sufrimiento. Conoce también
su última palabra. Por eso, su compromiso es claro: defender a las víctimas,
luchar contra todo lo que mata y deshumaniza; esperar la victoria final de la
justicia de Dios.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1990-1991 – DESPERTAR LA ESPERANZA
14 de abril de 1991
EL
PROBLEMA DEL BIEN
No
acababan de creer por la alegría.
Se habla mucho del problema del
mal. Se dice que es “la roca del ateísmo” y, de hecho, son bastantes las
personas a las que se les hace difícil creer que pueda existir un Dios bueno
del que haya brotado un mundo en el que el mal tiene tanto poder.
Las preguntas se agolpan una tras
otra: ¿Cómo puede quedar Dios pasivo ante tantas desgracias físicas y tragedias
morales o ante la muerte cruenta de tantos inocentes? ¿Cómo puede permanecer
mudo ante tantos crímenes y atropellos cometidos muchas veces por quienes se
dicen sus amigos?
Y, ciertamente, es difícil
obtener una respuesta si uno no la encuentra en el rostro del “Dios
crucificado”. Un Dios que, respetando absolutamente las leyes del mundo y la
libertad de los hombres, sufre El mismo con nosotros y desde esa “solidaridad
crucificada” abre nuestra existencia dolorosa hacia una vida definitiva.
Pero no existe sólo el problema
del mal. Hay también un “problema del bien”. El famoso biólogo francés Jean Rostand, ateo profeso pero inquieto
hasta su muerte, hacía en alguna ocasión esta honesta confesión: “El problema
no es que haya mal. Al contrario, lo que me extraña es el bien. Que de vez en
cuando aparezca, como dice Schopenhauer, el milagro de la ternura. Es más bien
esto lo que hará decir que no todo es molecular. La presencia del mal no me
sorprende, pero esos pequeños relámpagos de bondad, esos rasgos de ternura son
para mí un gran problema”.
El hombre que sólo es sensible al
mal y no sabe gustar la alegría del bien que se encierra en la vida,
difícilmente será creyente. Sólo quien es capaz de captar la generosidad, la
ternura, la amistad, la belleza, la creatividad y el bien, puede intuir “el
misterio de la alegría” y abrirse confiadamente al Creador de la vida.
Es significativa la observación
de Lucas que nos indica que los discípulos “no
acababan de creer por la alegría”. La vida y el horizonte que se les abren
en Cristo resucitado les parecen demasiado grandes para creer. Sólo creerán si
aceptan que el misterio último de la vida es algo bueno, grande y gozoso.
Probablemente la increencia de
bastantes comienza a engendrarse muchas veces en esa tristeza que se produce en
la persona cuando ha desacralizado el universo, se ha vaciado de interioridad,
ha cortado el lazo vital que la unía con Dios, ha reducido su vida sólo a lo
pragmático y se ha inventado una moral propia tan tolerante como egoísta.
Pablo VI, en su hermosa Exhortación “Gaudete
in Domino”, invita a aprender a gustar las múltiples alegrías que el
Creador pone en nuestro camino: vida, amor, naturaleza, silencio, deber
cumplido, servicio a los demás... Puede ser el mejor camino para “resucitar”
nuestra fe. El Papa llega a pedir que “las comunidades cristianas se conviertan
en lugares de optimismo donde todos los miembros se entreguen resueltamente al
discernimiento de los aspectos positivos de la persona y de los
acontecimientos”.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1987-1988 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
17 de abril de 1988
CON LAS
VICTIMAS
Mirad mis
manos y mis pies.
Hay un dato, descuidado con
frecuencia por los creyentes, y que tiene, sin embargo, gran importancia en los
relatos pascuales: el resucitado se presenta a sus discípulos mostrándoles sus
manos y pies de crucificado.
Esto significa algo realmente
sorprendente. Los hombres hemos de buscar la fuerza salvadora de Dios no en
cualquier parte ni en cualquier hombre sino, precisamente, en éste que ha sido
víctima del rechazo y la violencia de todos.
Jesús, el hombre que ha sido “sólo víctima” de la violencia y nunca
su inspirador o generador, se convierte en la única fuente de esperanza para la
humanidad.
Ese círculo infernal de opresión
y represión, violencia y contraviolencia que envuelve y ahoga a la humanidad
con su fuerza destructora, se rompe precisamente en Jesús, arquetipo del “hombre nuevo” que se niega a crear
nueva violencia y opresión, aun a costa de terminar crucificado.
Sólo desde el Crucificado,
resucitado por Dios se trasciende nuestra triste historia de odios, venganzas y
violencia y se nos abre el camino hacia una humanidad nueva, capaz de otro tipo
de relaciones.
Todo esto tiene hondas
repercusiones para nuestro modo de entender y vivir la fe cristiana.
Antes que nada, hay que decir que
el Dios de Jesucristo no es cualquier dios, sino precisamente un Dios que, en
el interior de las relaciones violentas de los hombres, se identifica siempre
con la víctima y no con el opresor.
Lo queramos o no, el verdadero
rostro de Dios queda distorsionado y falseado, cuando se pretende hacer de él
un ser neutral o indiferente a los crucificados o cuando se convierte la
religión en coartada para cualquier tipo de discriminación, exclusión o
violencia.
El Dios que ha resucitado al
crucificado nos obligará siempre a preguntarnos si estamos de parte de los que
crucifican o de parte de los crucificados.
No hemos de engañarnos. Todos
tenemos algo de opresores y algo de víctimas. Por eso, la conversión pascual
sólo es posible cuando nos volvemos hacia aquellos que son nuestras víctimas
para reconocer las llagas que vamos produciendo en sus vidas.
Experimentaremos la novedad y
transformación de la Resurrección de Cristo si aprendemos a curar en vez de
herir, ayudar en vez de dañar, acoger y liberar en lugar de rechazar y
esclavizar.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1984-1985 – BUENAS NOTICIAS
21 de abril de 1985
QUERER
CREER
… por qué surgen dudas en vuestro interior?
Lucas pone en boca del resucitado
estas palabras dirigidas a los discípulos: «Por qué os alarmáis? ¿Por qué
surgen tantas dudas en vuestro corazón?»
Cuántos hombres y mujeres de
nuestros días responderían inmediatamente enumerando un conjunto de razones y
factores que provocan el nacimiento de innumerables dudas y vacilaciones en la
conciencia del hombre moderno que desea creer.
Antes que nada, hemos de recordar
que muchas de nuestras dudas, aunque tal vez las percibamos hoy con una
sensibilidad especial, son dudas de siempre, vividas por hombres y mujeres de
todos los tiempos.
No hemos de olvidar aquello que
con tanto acierto dice Jaspers: «Todo
lo que funda es oscuro». La última palabra sobre el mundo y el misterio de la
vida se nos escapa. El sentido último de nuestro ser se nos oculta.
Pero, ¿qué hacer ante las dudas,
los interrogantes o inquietudes que nacen en nuestro corazón? Sin duda, cada
uno hemos de recorrer nuestro propio itinerario y hemos de buscar a tientas,
con nuestras propias manos, el rostro de Dios. Pero es bueno recordar algunas
cosas válidas para todos.
Antes que nada, no hemos de
olvidar tampoco hoy que el valor de una vida depende del grado de sinceridad y
fidelidad que vive cada uno de cara a Dios. Y no es necesario que hayamos
resuelto todas y cada una de nuestras dudas para vivir en verdad ante El.
En segundo lugar, hemos de saber
que para que muchas de nuestras dudas se diluyan, es necesario que nos
alimentemos interiormente de «la savia espiritual cristiana». De lo contrario
es fácil que no comprendamos nunca nada.
Además, hemos de recordar que el
querer creer, a pesar de las dudas que nos puedan asediar sobre el contenido de
dogmas o verdades cristianas, es ya una manera humilde pero auténtica de vivir
en verdad ante Dios.
Quisiéramos vivir algo más grande
y gozoso y nos encontramos con nuestra propia increencia. Quisiéramos
agarrarnos a una fe firme, serena, radiante y vivimos una fe oscura, pequeña,
vacilante.
Si en esos momentos, sabemos
«esperar contra toda esperanza», creer contra toda increencia y poner nuestro
ser en manos de ese Dios a quien seguimos buscando a pesar de todo, en nuestro
corazón hay fe. Somos creyentes. Dios entiende nuestro pobre caminar por esta
vida. El resucitado nos acompaña.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1981-1982 – APRENDER A VIVIR
25 de abril de 1982
AL PARTIR
EL PAN
Reconocieron
a Jesús al partir el pan.
Se ha señalado con razón que los
relatos pascuales nos describen con frecuencia el encuentro del resucitado con
los suyos en el marco de una comida.
Sin duda, el relato ms
significativo es el de los discípulos de Emaús. Aquellos caminantes cansados
que acogen al compañero desconocido de viaje, y se sientan juntos a cenar,
descubren al resucitado «al partir el
pan», término técnico empleado en las primeras comunidades para designar la
cena eucarística.
Sin duda, la Eucaristía es lugar
privilegiado para que los creyentes abramos «los ojos de la fe», y nos
encontremos con el Señor resucitado que alimenta y fortalece nuestras vidas con
su mismo cuerpo y sangre.
Los cristianos hemos olvidado con
frecuencia que sólo a partir de la resurrección podemos captar en toda su
hondura el verdadero misterio de la presencia de Cristo en la Eucaristía.
Es el Resucitado quien se hace
presente en medio de nosotros, ofreciéndose sacramentalmente como pan de vida.
Y la comunión no es sino la anticipación sacramental de nuestro encuentro
definitivo con el Señor resucitado.
El valor y la fuerza de la
Eucaristía nos viene del Resucitado que continúa ofreciéndonos su vida,
entregada ya por nosotros en la cruz.
De ahí que la Eucaristía debiera
ser para los creyentes principio de vida e impulso de un estilo nuevo de
resucitados. Y si no es así, deberemos preguntarnos si no estamos
traicionándola con nuestra mediocridad de vida cristiana.
Las comunidades cristianas
debemos hacer un esfuerzo serio por revitalizar la Eucaristía dominical. No se
puede vivir plenamente la adhesión al Resucitado, sin reunirnos el día del
Señor a celebrar la Eucaristía, unidos a toda la comunidad creyente. Un
creyente no puede vivir «sin el domingo». Una comunidad no puede crecer sin
alimentarse de la cena del Señor.
Necesitamos comulgar con Cristo
resucitado pues estamos todavía lejos de identificamos con su estilo nuevo de
vida. Y desde Cristo, necesitamos realizar la comunión entre nosotros, pues estamos
demasiado divididos y enfrentados unos a otros.
No se trata sólo de cuidar nuestra
participación viva en la liturgia eucarística, negando luego con nuestra vida
lo que celebramos en el sacramento. Partir
el pan no es sólo una celebración cultual, sino un estilo de vivir
compartiendo, en solidaridad con tantos necesitados de justicia, defensa y
amor. No olvidemos que «comulgamos» con Cristo cuando nos solidarizamos con los
más pequeños de los suyos.
José Antonio Pagola
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