Homilias de José Antonio Pagola
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15 de abril de 2012
2º domingo de Pascua (B)
EVANGELIO
A los ocho días,
llegó Jesús.
+ Lectura del santo
evangelio según san Juan 20, 19-31
Al anochecer de aquel día, el
primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas
cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les
dijo:
-«Paz a vosotros.»
Y, diciendo esto, les enseñó las
manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
Jesús repitió:
«Paz a vosotros. Como el Padre
me ha enviado, así también os envío yo.»
Y, dicho esto, exhaló su aliento
sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo; a
quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los
retengáis, les quedan retenidos.»
Tomás, uno de los Doce, llamado
el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le
decían:
«Hemos visto al Señor.»
Pero él les contestó:
- «Si no veo en sus manos la
señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto
la mano en su costado, no lo creo.»
A los ocho días, estaban otra
vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las
puertas, se puso en medio y dijo:
«Paz a vosotros.»
Luego dijo a Tomás:
- «Trae tu dedo, aquí tienes mis
manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino
creyente.»
Contestó Tomás:
«¡Señor mío y Dios mío!»
Jesús le dijo:
«¿Porque me has visto has
creído? Dichosos los que crean sin haber visto.»
Muchos otros signos, que no
están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se
han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para
que, creyendo, tengáis vida en su nombre.
Palabra de Dios.
HOMILIA
2011-2012 -
15 de abril de 2012
RECORRIDO HACIA LA FE
Estando ausente Tomás, los discípulos de Jesús han tenido una experiencia inaudita. En cuanto lo ven llegar, se lo comunican llenos de alegría: "Hemos visto al Señor". Tomás los escucha con escepticismo. ¿Por qué les va creer algo tan absurdo? ¿Cómo pueden decir que han visto a Jesús lleno de vida, si ha muerto crucificado? En todo caso, será otro.
Los discípulos le dicen que les ha mostrado las heridas de sus manos y su costado. Tomás no puede aceptar el testimonio de nadie. Necesita comprobarlo personalmente: "Si no veo en sus manos la señal de sus clavos... y no meto la mano en su costado, no lo creo". Solo creerá en su propia experiencia.
Este discípulo que se resiste a creer de manera ingenua, nos va a enseñar el recorrido que hemos de hacer para llegar a la fe en Cristo resucitado los que ni siquiera hemos visto el rostro de Jesús, ni hemos escuchado sus palabras, ni hemos sentido sus abrazos.
A los ocho días, se presenta de nuevo Jesús a sus discípulos. Inmediatamente, se dirige a Tomás. No critica su planteamiento. Sus dudas no tienen nada de ilegítimo o escandaloso. Su resistencia a creer revela su honestidad. Jesús le entiende y viene a su encuentro mostrándole sus heridas.
Jesús se ofrece a satisfacer sus exigencias: "Trae tu dedo, aquí tienes mis manos. Trae tu mano, aquí tienes mi costado". Esas heridas, antes que "pruebas" para verificar algo, ¿no son "signos" de su amor entregado hasta la muerte? Por eso, Jesús le invita a profundizar más allá de sus dudas: "No seas incrédulo, sino creyente".
Tomás renuncia a verificar nada. Ya no siente necesidad de pruebas. Solo experimenta la presencia del Maestro que lo ama, lo atrae y le invita a confiar. Tomás, el discípulo que ha hecho un recorrido más largo y laborioso que nadie hasta encontrarse con Jesús, llega más lejos que nadie en la hondura de su fe: "Señor mío y Dios mío". Nadie ha confesado así a Jesús.
No hemos de asustarnos al sentir que brotan en nosotros dudas e interrogantes. Las dudas, vividas de manera sana, nos salvan de una fe superficial que se contenta con repetir fórmulas, sin crecer en confianza y amor. Las dudas nos estimulan a ir hasta el final en nuestra confianza en el Misterio de Dios encarnado en Jesús.
La fe cristiana crece en nosotros cuando nos sentimos amados y atraídos por ese Dios cuyo Rostro podemos vislumbrar en el relato que los evangelios nos hacen de Jesús. Entonces, su llamada a confiar tiene en nosotros más fuerza que nuestras propias dudas. "Dichosos los que crean sin haber visto".
José Antonio Pagola
HOMILIA
2008-2009 -
19 de abril de 2009
VIVIR DE
SU PRESENCIA
El relato de Juan no puede ser
más sugerente e interpelador. Sólo cuando ven a Jesús resucitado en medio de
ellos, el grupo de discípulos se transforma. Recuperan la paz, desaparecen sus
miedos, se llenan de una alegría desconocida, notan el aliento de Jesús sobre
ellos y abren las puertas porque se sienten enviados a vivir la misma misión
que él había recibido del Padre.
La crisis actual de la Iglesia,
sus miedos y su falta de vigor espiritual tienen su origen a un nivel profundo.
Con frecuencia, la idea de la resurrección de Jesús y de su presencia en medio
de nosotros es más una doctrina pensada y predicada, que una experiencia
vivida.
Cristo resucitado está en el
centro de la Iglesia, pero su presencia viva no está arraigada en nosotros, no
está incorporada a la sustancia de nuestras comunidades, no nutre de ordinario
nuestros proyectos. Tras veinte siglos de cristianismo, Jesús no es conocido ni
comprendido en su originalidad. No es amado ni seguido como lo fue por sus
discípulos y discípulas.
Se nota enseguida cuando un grupo
o una comunidad cristiana se siente como habitada por esa presencia invisible,
pero real y activa de Cristo resucitado. No se contentan con seguir
rutinariamente las directrices que regulan la vida eclesial. Poseen una
sensibilidad especial para escuchar, buscar, recordar y aplicar el Evangelio de
Jesús. Son los espacios más sanos y vivos de la Iglesia.
Nada ni nadie nos puede aportar
hoy la fuerza, la alegría y la creatividad que necesitamos para enfrentarnos a
una crisis sin precedentes, como puede hacerlo la presencia viva de Cristo
resucitado. Privados de su vigor espiritual, no saldremos de nuestra pasividad
casi innata, continuaremos con las puertas cerradas al mundo moderno,
seguiremos haciendo «lo mandado», sin alegría ni convicción. ¿Dónde
encontraremos la fuerza que necesitamos para recrear y reformar la Iglesia?
Hemos de reaccionar. Necesitamos
de Jesús más que nunca. Necesitamos vivir de su presencia viva, recordar en
toda ocasión sus criterios y su Espíritu, repensar constantemente su vida,
dejarle ser el inspirador de nuestra acción. Él nos puede transmitir más luz y
más fuerza que nadie. Él está en medio de nosotros comunicándonos su paz, su
alegría y su Espíritu.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2008-2009 -
23 de abril de 2006
ALEGRÍA Y
PAZ
No les resultaba fácil a los
discípulos y discípulas expresar lo que estaban viviendo. Se les ve acudir a
toda clase de recursos narrativos. El núcleo, sin embargo, siempre es el mismo:
Jesús vive y está de nuevo con ellos. Esto es lo decisivo. Recuperan a Jesús
lleno de vida.
Los discípulos se encuentran con
el que los había llamado y al que habían dejado solo. Las mujeres abrazan al
que había defendido su dignidad y las había acogido como amigas. Pedro llora al
verlo: ya no sabe si lo quiere más que los demás, sólo sabe que lo ama. María
de Magdala abre su corazón a quien la había seducido para siempre. Los pobres,
las prostitutas y los indeseables lo sienten de nuevo cerca, como en aquellas
inolvidables comidas junto a él.
Ya no será como en Galilea.
Tendrán que aprender a vivir de la fe. Deberán llenarse de su Espíritu. Tendrán
que recordar sus palabras y actualizar sus gestos. Pero, Jesús, el Señor, está
con ellos lleno de vida para siempre.
Todos experimentan lo mismo: una
paz honda y una alegría incontenible. Las fuentes evangélicas, tan sobrias
siempre para hablar de sentimientos, lo subrayan una y otra vez: el resucitado
despierta en ellos alegría y paz. Es tan central esta experiencia que se puede
decir, sin exagerar, que de esta paz y esta alegría nació la fuerza
evangelizadora de los seguidores de Jesús.
¿Dónde está hoy esa alegría en
una Iglesia, a veces tan cansada, tan seria, tan poco dada a la sonrisa, con
tan poco humor y humildad para reconocer, sin problemas, sus errores y
limitaciones? ¿Dónde está esa paz en una Iglesia tan llena de miedos, tan
obsesionada por sus propios problemas, buscando casi siempre su propia defensa
antes que la felicidad de la gente?
¿Hasta cuándo podremos seguir
defendiendo nuestras doctrinas de manera tan monótona y aburrida, si, al mismo
tiempo, no experimentamos la alegría de «vivir en Cristo»? ¿A quién atraerá
nuestra fe si, a veces, no podemos ya ni aparentar que vivimos de ella?
Y, si no vivimos del Resucitado,
¿quién va a llenar nuestro corazón, dónde se va a alimentar nuestra alegría? Y,
si falta la alegría que brota de él, ¿quién va a comunicar algo «nuevo y bueno»
a quienes dudan, quién va a enseñar a creer de manera más viva, quién va a
contagiar esperanza a los que sufren?
José Antonio Pagola
HOMILIA
2005-2006 – POR LOS CAMINOS DE JESÚS
23 de abril de 2006
NO
OCULTAR AL RESUCITADO
Se
llenaron de alegría al ver al Señor.
María de Magdala ha comunicado a
los discípulos su experiencia y les ha anunciado que Jesús vive, pero ellos
siguen encerrados en una casa con las puertas atrancadas por miedo a los
judíos. El anuncio de la resurrección no disipa sus miedos. No tiene fuerza para
despertar su alegría.
El evangelista evoca en pocas
palabras su desamparo en medio de un ambiente hostil. Va a «anochecer». Su miedo los lleva a cerrar bien todas las puertas.
Sólo buscan seguridad. Es su única preocupación. Nadie piensa en la misión recibida
de Jesús.
No basta saber que el Señor ha
resucitado. No es suficiente escuchar el mensaje pascual. A aquellos discípulos
les falta lo más importante: la experiencia de sentirle a Jesús vivo en medio
de ellos. Sólo cuando Jesús ocupa el centro de la comunidad, se convierte en
fuente de vida, de alegría y de paz para los creyentes.
Los discípulos «se llenan de alegría al ver al Señor».
Siempre es así. En una comunidad cristiana se despierta la alegría, cuando
allí, en medio de todos, es posible «ver»
a Jesús vivo. Nuestras comunidades no vencerán los miedos, ni sentirán la
alegría de la fe, ni conocerán la paz que sólo Cristo puede dar, mientras Jesús
no ocupe el centro de nuestros encuentros, reuniones y asambleas, sin que nadie
lo oculte.
A veces somos nosotros mismos
quienes lo hacemos desaparecer. Nos reunimos en su nombre, pero Jesús está
ausente de nuestro corazón. Nos damos la paz del Señor, pero todo queda
reducido a un saludo entre nosotros. Se lee el evange¡jo y decimos que es «Palabra del Señor», pero a veces sólo
escuchamos lo que dice el predicador.
En la Iglesia siempre estamos
hablando de Jesús. En teoría nada hay más importante para nosotros. Jesús es
predicado, enseñado y celebrado constantemente, pero en el corazón de no pocos
cristianos hay un vacío: Jesús está como ausente, ocultado por tradiciones,
costumbres y rutinas que lo dejan en segundo plano.
Tal vez, nuestra primera tarea
sea hoy «centrar» nuestras
comunidades en Jesucristo, conocido, vivido, amado y seguido con pasión. Es lo
mejor que tenemos en la parroquia y en la diócesis.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2002-2003 – REACCIONAR
27 de abril de 2003
EN MEDIO
DE NOSOTROS
Se puso
en medio.
El evangelio de Juan dibuja con
rasgos precisos cómo se quedan los discípulos al desaparecer Jesús de entre
ellos. Podrían servir para describir algunas de nuestras comunidades: «está anocheciendo» y comienza a
apagarse la luz; los discípulos están paralizados «por el miedo»; el grupo permanece «con las puertas cerradas» y sin horizonte alguno. Sencillamente,
falta Jesús.
Cuando lo experimentan de nuevo
lleno de vida en medio de ellos, todo cambia y se transforma. No están solos.
Está Jesús en medio de ellos animando, impulsando y recreando al grupo. Él los
libera del miedo, les infunde paz, les contagia su alegría, abre puertas y
ventanas: «Paz a vosotros. Recibid el
Espíritu. Yo os envío como el Padre me envió a mí».
El centro de una comunidad
cristiana no es el párroco, la superiora ni el abad. Es Cristo vivo, escondido
en el corazón de cada creyente, y resplandeciente en la amistad, el afecto mutuo
y el servicio recíproco de todos. Esta experiencia de Jesús viviente,
recordada, buscada y alimentada en la cena del Señor, en la escucha de su
evangelio y en la oración compartida es lo único que puede transformar hoy
nuestras parroquias, grupos y comunidades.
Si no sentimos su presencia viva
entre nosotros, ¿quién va a llenar nuestro corazón, dónde se va a alimentar
nuestra alegría, qué nos va a sostener? Y, si falta la alegría que brota de
Jesús, quién va a comunicar algo «nuevo y bueno» a la gente de hoy, quién va a
enseñar a creer de manera más viva, quién va a abrir caminos nuevos hacia los
que sufren?
En muchos países, la Iglesia
comprueba que sus ritos y doctrinas interesan cada vez menos. Lo estamos
pasando mal. Pero, lo que está sucediendo no es, quizás, tan malo. Nos va a
hacer bien. Cada vez va a ser más imposible un cristianismo vacío del espíritu
de Jesús y de la frescura del evangelio. Pronto nos veremos obligados a hacernos
preguntas cada vez más esenciales. Pronto nos iremos comprometiendo en una
transformación más evangélica de nuestras comunidades. La fuerza del Viviente
no se apagará.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1999-2000 – COMO ACERTAR
30 de abril de 2000
FUNDACIÓN
PERMANENTE
Paz a
vosotros.
El relato de Juan describe con
rasgos precisos el estado de la comunidad cristiana cuando falta la presencia
viva del Resucitado. La luz se apaga y llega la noche; los discípulos quedan
paralizados por «el miedo a los judíos»;
la comunidad permanece encogida y acobardada, con «las puertas cerradas», sin fuerza para la misión. Falta vida,
vigor, vitalidad. Todo es miedo, cobardía, oscuridad.
La presencia de Cristo vivo en
medio de ellos lo cambia todo. El evangelista subraya, sobre todo, dos
aspectos. Por una parte, el Resucitado arranca de sus corazones el miedo y la
turbación, y los inunda de paz y alegría: «La
paz con vosotros». Al mismo tiempo, les infunde su aliento, abre las
puertas y los envía al mundo: «Como el
Padre me envió, así también os envío yo».
El misterio de Cristo resucitado
es, antes que nada, fuente de paz: la vida es más fuerte que la muerte, el amor
de Cristo más poderoso que nuestro pecado, Dios más grande que el mal. Nicolás Cabasilas, un laico místico del
siglo XIV hablaba así de esta experiencia profunda de paz: « Vas por la calle y estás muy ocupado, pero de repente recuerdas que
Dios existe, que Dios te ama, que Cristo está presente en lo profundo de tu
ser, y así, poco apoco, tu corazón despierta».
Por otra parte, Cristo resucitado
conduce a sus discípulos a la apertura creadora al mundo. Liberada del miedo y
la inseguridad, la Iglesia ha de abrirse confiadamente al futuro, renunciando a
la voluntad de poder, de saber y de tener, para buscar, como Cristo, ser «fermento» y «sal».
La Iglesia no es una institución
fundada por Cristo en un momento determinado para seguir funcionando luego por
sí misma. Podemos decir que la Iglesia se encuentra en fundación permanente. Es
Cristo resucitado quien desde dentro la anima, la mueve, la impulsa y la crea
incesantemente.
El mayor pecado de la Iglesia
consiste en olvidarlo. Es entonces cuando pierde la paz y se apodera de ella el
miedo; es entonces cuando renuncia a la creatividad y se deja llevar por la
inercia y el instinto de conservación; es entonces cuando se debilita por
dentro y busca sustentarse en algún poder.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1996-1997 – DESPERTAR LA FE
6 de abril de 1997
APRENDER
A CREER
No seas
incrédulo, sino creyente.
En una carta escrita pocos meses
antes de ser ejecutado por los nazis, el célebre teólogo D. Bonhoeffer comentaba a un amigo el encuentro que había tenido en
cierta ocasión con un joven pastor protestante. Ambos se planteaban qué es lo
que querían hacer con su vida. El pastor afirmó con convicción: «Yo quisiera
ser santo.» Bonhoeffer, por su parte,
le escuchó con atención y dijo su deseo: «Yo quisiera aprender a creer.»
He pensado más de una vez en
estas palabras del teólogo alemán. Creo que pueden ser, en estos tiempos, una
buena definición de un cristiano responsable: un hombre o mujer que desea
aprender a creer, día a día, hasta el final de su vida.
bCómo vivir si no la fe cuando
uno se ha iniciado a ella de niño y no ha tenido luego ocasión de cultivarla o
profundizarla?
Es tal la confusión actual que
son muchos los que ni siquiera saben por dónde se camina hacia Dios. Piensan
que la única manera de consolidar su fe sería contar con pruebas verificables
que llevaran a comprobar científicamente a Dios. De lo contrario, la fe les
parece un «salto al vacío», propio de hombres y mujeres que, no se sabe bien
por qué extraña ingenuidad, aceptan lo invisible como algo real. No entienden
al grupo de apóstoles que creen a partir de su experiencia de encuentro con
Cristo. Se identifican más con el discípulo Tomás que pide comprobar con sus
propias manos y dedos la «verdad» del Resucitado.
Tal vez, una de las aportaciones
más importantes para el hombre del próximo milenio sea el esfuerzo que se está
haciendo hoy por precisar y diferenciar mejor el ámbito propio de los diversos
conocimientos: el científico, el filosófico, el religioso, el poético o el
místico. Todos han de ser respetados como modos diferentes de aproximarnos a la
realidad, cada uno con su propio contenido, sus métodos y sus límites. Todos
pueden servir para el crecimiento integral del ser humano.
Como dice A. Manaranche en su «Teología
fundamental», los cristianos «no creemos por razones, pero tenemos razones
para creer». No creemos porque hemos logrado comprobar científicamente un dato
al que llamamos «Dios», sino porque conocemos la experiencia de sabernos
absolutamente fundamentados, amados y perdonados por ese Misterio de amor
insondable que no cabe bajo ningún nombre. No olvidemos que, según el relato
evangélico, Tomás no llega a meter sus dedos ni sus manos en las llagas del
Resucitado. Su fe se despierta cuando se siente reclamado por el Misterio del
Resucitado.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1993-1994 – CREER ES OTRA COSA
10 de abril de 1994
DECISION
DE CADA UNO
No seas incrédulo, sino creyente.
Hace aproximadamente dos mil
años, apareció en Galilea un profeta llamado Jesús de Nazaret. Apenas vivió
algo más de treinta años. Las autoridades lo ejecutaron cuando no llevaba ni
tres predicando su mensaje de amor y fraternidad entre los hombres. Fue una
llama que, apenas se encendió, fue apagada.
Veinticinco años más tarde, el
emperador Nerón daba muerte a su fiel consejero, el filósofo estoico, Séneca.
El motivo: Séneca le aconsejaba, una y otra vez, tratar a las personas con «humanitas» y «clementia».
La figura del filósofo romano es
recordada con veneración por los estudiosos de la antigüedad, que se interesan
por su doctrina estoica. Pero nadie se reúne en su nombre, ni fundamenta su existencia
sobre su persona. No sucede así con el Profeta de Galilea. Veinte siglos
después de su muerte, millones de hombres y mujeres se siguen reuniendo en su
nombre, lo invocan como Señor y esperan de él «la salvación de Dios». ¿Por qué?
Cuando los cristianos hablan de
Jesús, no están recordando a un muerto del pasado. Cuando se reúnen en su
nombre, no es para celebrar (con retraso) el funeral de un difunto. Cuando
escuchan su mensaje, no lo hacen para recoger el testamento dejado a la
posteridad por un sabio maestro. La experiencia cristiana es diferente y
original. Para estos creyentes, Cristo está vivo. San Pablo lo dice en una sola
frase: «Conocerle es conocer la fuerza de
su resurrección» (Filipenses 3, 10).
Este hecho singular se presta a
múltiples consideraciones. ¿Cómo puede un muerto generar una fe de estas
características? Ciertamente, hay personas extraordinarias que, incluso después
de muertas, han generado entusiasmo en sus seguidores (recuérdese el impacto
del Che Guevara hace todavía unos años). Pero, luego, el entusiasmo se difumina
y los recuerdos se apagan. Las generaciones siguientes apenas se conmueven.
Pronto se convierte el personaje en objeto de investigación para los
historiadores, siempre que la historia le reconozca ese privilegio.
Naturalmente, este tipo de
consideraciones no constituye una «prueba» de la verdad del cristianismo. La fe
cristiana, como cualquier otra ideología, religión o ateísmo, podría ser una
«colosal ilusión». Pero, hay algo que no se debe olvidar. Los seres humanos
podemos vivir de «ilusiones», pero, ciertamente, no podremos morir sino
confiándonos a un Dios Salvador o dejándonos hundir en el vacío de la nada.
Cada uno ha de escuchar la
invitación que se le hace: «No seas
incrédulo, sino creyente.» Cada uno ha de saber cómo se enfrenta al
misterio último de la existencia, bien confesando su fe como Tomás («Señor mío y Dios mío»), bien siguiendo
solo su propio camino, desconfiando de toda salvación.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1990-1991 – DESPERTAR LA ESPERANZA
7 de abril de 1991
¿AGNOSTICOS?
¡Señor
mío y Dios mío!
Pocos nos han ayudado tanto como Ch. Chabanis a conocer la actitud del
hombre contemporáneo ante Dios. Sus famosas entrevistas son documentos
imprescindibles para saber qué piensan hoy los científicos y pensadores más
reconocidos acerca de Dios.
Chabanis confiesa que, cuando inició sus entrevistas a los ateos más
prestigiosos de nuestros días, pensaba encontrar en ellos un ateísmo riguroso y
bien fundamentado. En realidad se encontró con que, detrás de graves
profesiones de lucidez y honestidad intelectual, se escondía con frecuencia una
“ausencia de búsqueda de verdad absoluta”.
No sorprende la constatación del
escritor francés, pues algo semejante sucede entre nosotros. Gran parte de los
que renuncian a creer en Dios, lo hacen sin haber iniciado ningún esfuerzo por
buscarlo. Pienso, sobre todo, en tantos que se confiesan agnósticos, a veces de
manera ostentosa, cuando en realidad están muy lejos de una verdadera postura
agnóstica.
El agnóstico es una persona que
se plantea el problema de Dios y, al no encontrar razones para creer en él,
suspende el juicio. El agnosticismo es una búsqueda que termina en frustración.
Sólo después de haber buscado, adopta el agnóstico su postura: “No sé si existe
Dios. Yo no encuentro razones ni para creer ni para no creer”.
La postura más extendida hoy
consiste sencillamente en desentenderse de la cuestión de Dios. Muchos de los
que se llaman agnósticos son, en realidad, personas que no buscan. X. Zubiri diría que son vidas “sin
voluntad de verdad real”. Les resulta indiferente que Dios exista o no exista.
Les da igual que la vida termine aquí o no. A ellos les basta con “dejarse
vivir”, abandonarse “a lo que fuere”, sin ahondar en el misterio del mundo y de
la vida.
Pero, ¿es ésa la postura más
humana ante la realidad? ¿Se puede presentar como progresista una vida en la
que está ausente la voluntad de buscar la verdad última de todo? ¿Se puede
afirmar que es ésa la única actitud legítima de honestidad intelectual? ¿Cómo
puede uno saber que no es posible creer si nunca ha buscado a Dios?
Querer mantenerse en esa “postura
neutral”, sin decidirse a favor o en contra de la fe, es ya tomar una decisión;
la peor de todas, pues equivale a no adoptar, una búsqueda consciente de la
realidad.
La postura de Santo Tomás no es
la de un agnóstico indiferente, sino la de quien busca sostener su fe en la
propia experiencia. Por eso, cuando se encuentra con Cristo, se abre
confiadamente a él: “Señor mío y Dios
mío”. ¡Cuánta verdad encierran las palabras de K. Rahner: “Es más fácil dejarse hundir en su propio vacío que en
el abismo del misterio santo de Dios, pero no supone más coraje ni tampoco más
verdad. En todo caso, esta verdad resplandece si se la ama, se la acepta y se
la vive como verdad que libera”.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1987-1988 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
10 de abril de 1988
¿POR QUE
NO?
Dichosos
los que crean.
El error más grave que puede
encerrarse dentro de una ideología, un sistema de pensamiento o una religión es
dejar de lado la única cuestión que interesa al final a todo hombre: su muerte.
Las modas culturales pueden
maquillar el problema pero nunca ahogarlo. La euforia del progreso técnico nos
puede distraer durante un cierto tiempo, pero tarde o temprano, la pregunta se
hace inevitable: ¿qué va a ser de todos y cada uno de nosotros más allá de la
muerte?
Los hombres y mujeres de nuestros
días mueren en el hospital, rodeados de toda clase de atenciones y servicios
técnicos, pero mueren también hoy como se moría antes: con una mirada errante
que parece buscar algo que ninguno de los que le rodean le pueden proporcionar.
Lo confiese o no, el hombre de
hoy como el hombre de todos los tiempos sigue anhelando vida eterna.
Por eso, la resurrección de Jesús
no es para los creyentes una verdad más, perdida en el Credo entre otras
verdades que confesamos con fe.
Es el acontecimiento decisivo que
lo cambia todo. La realidad que nos revela el misterio último de Dios y de la
humanidad. Una “explosión de vida” que no viene de las fuerzas internas del
mundo ni del esfuerzo del hombre, sino del mismo Dios.
Máximo el Confesor, gran teólogo
oriental del siglo VII, escribía: “Aquel que ha sido iniciado en la fuerza
oculta de la resurrección conoce ya el fundamento final sobre el que Dios, en
sus designios, ha querido establecerlo todo”.
Nadie nos fuerza a creer si no
queremos hacerlo. Podemos permanecer escépticos. Reducir todo el misterio de la
existencia a nuestros cortos planteamientos. Cerrarnos a toda salvación.
Pero podemos también abrirnos
confiadamente a la Vida. «Se nos pide lo más audaz y al mismo tiempo lo más
normal: tener el valor de ver en nuestra propia existencia que toda ella en su
conjunto estí orientada a Dios” (K
Rahner).
¿Por qué su amor no va a ser más
fuerte que la muerte? ¿Por qué ha de acabar todo en el vacío y la nada? ¿Por
qué no se van a cumplir los deseos de vida eterna que habitan nuestro corazón?
La resurrección de Cristo nos
revela que Dios mismo nos espera en el interior de nuestra muerte. Nuestra vida
está a salvo en su vida. Esto nos basta para vivir y morir con confianza.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1984-1985 – BUENAS NOTICIAS
14 de abril de 1985
LA PAZ
Paz a
vosotros.
El máximo deseo del resucitado
para todos los hombres es la paz. Ese es el saludo que sale siempre de sus
labios: «la paz con vosotros».
La vida de los hombres está hecha
de conflictos. La historia de los pueblos es una historia de enfrentamientos y
guerras. La convivencia diaria está salpicada de agresividad.
La gran opción que hemos de hacer
para superar los conflictos es la de escoger entre los caminos del diálogo, la
razón y el mutuo entendimiento o los caminos de la violencia.
El hombre ha escogido casi
siempre este segundo camino. A lo largo de los siglos ha podido experimentar
una y otra vez el sufrimiento y la destrucción que se encierra en la violencia.
Pero, a pesar de ello, no ha sabido renunciar a ella. Y ni siquiera hoy que
siente la amenaza de la destrucción y el aniquilamiento local, parece capaz de
detenerse en este camino.
El resucitado nos invita a buscar
otros caminos. Hemos de creer más en la eficacia del diálogo pacífico que en la
violencia destructora. Hemos de confiar más en los procedimientos humanos y
racionales que en las acciones bélicas. Hemos de buscar la humanización de los
conflictos y no su agudización.
Nos hemos acostumbrado demasiado
a la violencia, sin reparar en los daños actuales que produce y en el deterioro
que introduce para el futuro de nuestra convivencia.
Aun los que justifican la
violencia, tienen que reconocer que la violencia es un mal. La violencia daña
al que la padece y al que la produce. La violencia mata, golpea, aprisiona,
secuestra, manipula las mentes y los sentimientos, deforma los criterios
morales, siembra la división y el odio.
La violencia nos deshumaniza.
Busca imponerse, dominar y vencer, aunque sea atentando contra los derechos de
las personas y los pueblos. Los hombres no tenemos la vocación de vivir
haciéndonos daños unos a otros.
El que vive animado por el
resucitado busca la paz. Y busca la paz no solamente como un objetivo final a
alcanzar, sino como que busca la paz ahora mismo, utilizando procedimientos
pacíficos, caminos de diálogo y negociación.
El seguidor de Jesús no busca
sólo resolver a cualquier precio los conflictos. Busca también humanizarlos.
Lucha por la justicia, pero lo hace sin introducir nuevas injusticias y nuevas
violencias.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1981-1982 – APRENDER A VIVIR
18 de abril de 1982
¿COMO
CREER HOY EN EL RESUCITADO?
Y no seas
incrédulo, sino creyente.
Los discípulos han llegado a la
fe en el Resucitado desde su propia experiencia. Pero, ¿con qué experiencias podemos
contar nosotros para agregarnos a la fe de los primeros creyentes?
Ciertamente, el testimonio de los
primeros testigos no basta. Cada uno debemos recorrer nuestro propio itinerario
hacia el encuentro con el Resucitado.
La equivocación de Tomas no esta
en pretender su propia experiencia pascual, sino en querer verificar la
«realidad» del Resucitado con sus manos y sus ojos. No es la verificación
científica la que lleva al encuentro con el Resucitado, sino la experiencia de
fe.
Pero, ¿cual puede ser hoy nuestra
experiencia del Resucitado? ¿Dónde y cómo vivir la fe en la resurrección, sin
reducirla a un mero convencimiento teórico e inoperante? ¿Cómo y cuando se hace
presente la fuerza del Resucitado en la vida y la actuación de los creyentes?
Antes que nada, hemos de decir
que la resurrección se vive y se hace presente donde se lucha por la vida y se
combate contra la muerte. Donde se liberan las fuerzas de la vida y donde se
lucha contra todo lo que deshumaniza y mata al hombre.
Creer hoy en la resurrección es
comprometerse por una vida más humana, más plena, más feliz. «La resurrección
se hace presente y se manifiesta allí donde se lucha y hasta se muere por
evitar la muerte que está a nuestro alcance, y por suprimir el sufrimiento que
se puede evitar» (J. M. Castillo).
Quien a pesar de fracasos,
frustraciones y sufrimientos, lucha incansablemente por todo aquello por lo que
luchó Jesús, está caminando con él hacia la vida.
Creemos en el gesto resucitador
de Dios cuando darnos vida a los crucificados, cuando damos vida a quienes
están amenazados en su dignidad y en su vida misma. Vivir como resucitados es
vivir como servidores, buscando la vida y la justicia por la que Jesús vivió y
murió.
A partir de la resurrección, los
primeros creyentes confesaron a Jesús como Señor. Pero esto no es una pura
afirmación teórica. Se trata más bien dé hacer que Jesús sea realmente Señor de
la historia y de la vida.
Pero entendámoslo bien. El
señorío de Jesús resucitado no significa solamente que Cristo sea reconocido
por los creyentes, sino que seamos servidores como él lo fue. «El reino de
Cristo se hace real en la medida en que hay servidores como él lo fue» (J.
Sobrino).
José Antonio Pagola
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