El pasado 2 de octubre, José Antonio Pagola nos visitó en la Parroquia de San Pedro Apóstol de la Iglesia de Sopela, dándonos la conferencia:
"Volver a Jesucristo. Iniciar la reacción".
Pulsando aquí podréis disfrutar de ella.
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¡Volver a Jesucristo! Iniciar la reacción.
Video de la Conferencia de Jose Antonio Pagola.
José Antonio Pagola: He recibido con satisfacción la resolución definitiva de la Congregación Romana para la Doctrina de la Fe sobre mi libro, Jesús.Aproximación histórica.
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4º domingo de Cuaresma (C)
EVANGELIO
Este hermano tuyo
estaba muerto y ha revivido.
+ Lectura del santo
evangelio según san Lucas 15,1-3. 11-32
En aquel tiempo, solían
acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los
fariseos y los escribas murmuraban entre ellos:
- Ése acoge a los pecadores y
come con ellos.
Jesús les dijo esta parábola:
- Un hombre tenía dos hijos; el
menor de ellos dijo a su padre: «Padre, dame la parte que me toca de la
fortuna».
El padre les repartió los
bienes.
No muchos días después, el hijo
menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su
fortuna viviendo perdidamente.
Cuando lo había gastado todo,
vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.
Fue entonces y tanto le insistió
a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le
entraban ganas de saciarse de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le
daba de comer.
Recapacitando entonces, se dijo:
«Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me
muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: padre, he
pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame
como a uno de tus jornaleros».
Se puso en camino adonde estaba
su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y,
echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo.
Su hijo le dijo: «Padre, he
pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo».
Pero el padre dijo a sus
criados: «Sacad enseguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la
mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un
banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y
lo hemos encontrado».
Y empezaron el banquete.
Su hijo mayor estaba en el
campo.
Cuando al volver se acercaba a
la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó
qué pasaba.
Éste le contestó: «Ha vuelto tu
hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con
salud».
Él se indignó y se negaba a
entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Y él replicó a su padre: «Mira:
en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca
me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha
venido ese hijo tuyo, que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas
el ternero cebado».
El padre le dijo: «Hijo, tú
siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este
hermano tuyo estaba muerto, y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos
encontrado».
Palabra de Dios.
HOMILIA
2015-2016 -
6 de marzo de 2016
EL OTRO
HIJO
Se
indignó y se negaba a entrar.
Sin duda, la parábola más
cautivadora de Jesús es la del "padre
bueno", mal llamada "parábola
del hijo pródigo". Precisamente este "hijo menor" ha atraído siempre la atención de
comentaristas y predicadores. Su vuelta al hogar y la acogida increíble del
padre han conmovido a todas las generaciones cristianas.
Sin embargo, la parábola habla
también del "hijo mayor",
un hombre que permanece junto a su padre, sin imitar la vida desordenada de su
hermano, lejos del hogar. Cuando le informan de la fiesta organizada por su
padre para acoger al hijo perdido, queda desconcertado. El retorno del hermano
no le produce alegría, como a su padre, sino rabia: «se indignó y se negaba a entrar» en la fiesta. Nunca se había
marchado de casa, pero ahora se siente como un extraño entre los suyos.
El padre sale a invitarlo con el
mismo cariño con que ha acogido a su hermano. No le grita ni le da órdenes. Con
amor humilde «trata de persuadirlo»
para que entre en la fiesta de la acogida. Es entonces cuando el hijo explota
dejando al descubierto todo su resentimiento. Ha pasado toda su vida cumpliendo
órdenes del padre, pero no ha aprendido a amar como ama él. Ahora sólo sabe
exigir sus derechos y denigrar a su hermano.
Ésta es la tragedia del hijo
mayor. Nunca se ha marchado de casa, pero su corazón ha estado siempre lejos.
Sabe cumplir mandamientos pero no sabe amar. No entiende el amor de su padre a
aquel hijo perdido. Él no acoge ni perdona, no quiere saber nada con su
hermano. Jesús termina su parábola sin satisfacer nuestra curiosidad: ¿entró en
la fiesta o se quedó fuera?
Envueltos en la crisis religiosa
de la sociedad moderna, nos hemos habituado a hablar de creyentes e
increyentes, de practicantes y de alejados, de matrimonios bendecidos por la
Iglesia y de parejas en situación irregular... Mientras nosotros seguimos
clasificando a sus hijos, Dios nos sigue esperando a todos, pues no es
propiedad de los buenos ni de los practicantes. Es Padre de todos.
El "hijo mayor" es una
interpelación para quienes creemos vivir junto a él. ¿Qué estamos haciendo
quienes no hemos abandonado la Iglesia? ¿Asegurar nuestra supervivencia
religiosa observando lo mejor posible lo prescrito, o ser testigos del amor
grande de Dios a todos sus hijos e hijas? ¿Estamos construyendo comunidades
abiertas que saben comprender, acoger y acompañar a quienes buscan a Dios entre
dudas e interrogantes? ¿Levantamos barreras o tendemos puentes? ¿Les ofrecemos
amistad o los miramos con recelo?
José Antonio Pagola
HOMILIA
2012-2013 -
10 de marzo de 2013
CON LOS
BRAZOS SIEMPRE ABIERTOS
Para no pocos, Dios es cualquier
cosa menos alguien capaz de poner alegría en su vida. Pensar en él les trae
malos recuerdos: en su interior se despierta la idea de un ser amenazador y
exigente, que hace la vida más fastidiosa, incómoda y peligrosa.
Poco a poco han prescindido de
él. La fe ha quedado "reprimida" en su interior. Hoy no saben si
creen o no creen. Se han quedado sin caminos hacia Dios. Algunos recuerdan
todavía "la parábola del hijo pródigo", pero nunca la han escuchado
en su corazón.
El verdadero protagonista de esa
parábola es el padre. Por dos veces repite el mismo grito de alegría:
"Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo
hemos encontrado". Este grito revela lo que hay en su corazón de padre.
A este padre no le preocupa su
honor, sus intereses, ni el trato que le dan sus hijos. No emplea nunca un
lenguaje moral. Solo piensa en la vida de su hijo: que no quede destruido, que
no siga muerto, que no viva perdido sin conocer la alegría de la vida.
El relato describe con todo
detalle el encuentro sorprendente del padre con el hijo que abandonó el hogar.
Estando todavía lejos, el padre "lo vio" venir hambriento y
humillado, y "se conmovió" hasta las entrañas. Esta mirada buena, llena
de bondad y compasión es la que nos salva. Solo Dios nos mira así.
Enseguida "echa a
correr". No es el hijo quien vuelve a casa. Es el padre el que sale
corriendo y busca el abrazo con más ardor que su mismo hijo. "Se le echó
al cuello y se puso a besarlo". Así está siempre Dios. Corriendo con los
brazos abiertos hacia quienes vuelven a él.
El hijo comienza su confesión: la
ha preparado largamente en su interior. El padre le interrumpe para ahorrarle
más humillaciones. No le impone castigo alguno, no le exige ningún rito de
expiación; no le pone condición alguna para acogerlo en casa. Sólo Dios acoge y
protege así a los pecadores.
El padre solo piensa en la
dignidad de su hijo. Hay que actuar de prisa. Manda traer el mejor vestido, el
anillo de hijo y las sandalias para entrar en casa. Así será recibido en un
banquete que se celebra en su honor. El hijo ha de conocer junto a su padre la
vida digna y dichosa que no ha podido disfrutar lejos de él.
Quien oiga esta parábola desde
fuera, no entenderá nada. Seguirá caminando por la vida sin Dios. Quien la
escuche en su corazón, tal vez llorará de alegría y agradecimiento. Sentirá por
vez primera que en el misterio último de la vida hay Alguien que nos acoge y
nos perdona porque solo quiere nuestra alegría.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2009-2010 – CON LOS OJOS FIJOS EN JESÚS
14 de marzo de 2010
EL OTRO
HIJO
(Ver homilía del ciclo C –
06-03-2016)
José Antonio Pagola
HOMILIA
2006-2007 – HACERNOS DISCÍPULOS DE JESÚS
18 de marzo de 2007
CÓMO
IMAGINA JESÚS A DIOS
Un padre
tenía dos hijos...
No quería Jesús que las gentes de
Galilea le sintieran a Dios como un rey, un señor o un juez. Él lo
experimentaba como un padre increíblemente bueno. En la parábola del padre bueno les hizo ver cómo imaginaba
él a Dios.
Dios es como un padre que no
piensa en su propia herencia. Respeta las decisiones de sus hijos. No se ofende
cuando uno de ellos le da por «muerto» y le pide su parte de la herencia.
Lo ve partir de casa con
tristeza, pero nunca lo olvida. Aquel hijo siempre podrá volver a casa sin
temor alguno. Cuando un día lo ve venir hambriento y humillado, el padre se conmueve, pierde el control y corre
al encuentro de su hijo.
Se olvida de su dignidad de
«señor» de la familia, y lo abraza y besa efusivamente como una madre.
Interrumpe su confesión para ahorrarle más humillaciones. Ya ha sufrido
bastante. No necesita explicaciones para acogerlo como hijo.
No le impone castigo alguno. No
le exige un ritual de purificación. No parece sentir siquiera la necesidad de
manifestarle su perdón. No hace falta. Nunca ha dejado de amarlo. Siempre ha
buscado su felicidad.
Él mismo se preocupa de que su
hijo se sienta de nuevo bien. Le regala el anillo de la casa y el mejor
vestido. Ofrece una fiesta a todo el pueblo. Habrá banquete, música y baile. El
hijo ha de conocer junto al padre la fiesta buena de la vida, no la diversión
falsa que buscaba entre prostitutas paganas.
Así le sentía Jesús a Dios y así
lo repetiría también hoy a quienes olvidados de él, se sienten lejos o comienzan
a verse como «perdidos» en medio de la vida.
Cualquier teología, predicación o
catequesis que olvida esta parábola central de Jesús e impide experimentar a
Dios como un Padre respetuoso y bueno, que acoge a sus hijos perdidos
ofreciéndoles su perdón gratuito e incondicional, no proviene de Jesús ni
transmite su Buena Noticia de Dios.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2003-2004 – A QUIÉN IREMOS
21 de marzo de 2004
LA
TRAGEDIA DE UN PADRE BUENO
Ha muerto
tu hermano.
Exégetas contemporáneos han abierto
una nueva vía de lectura de la parábola llamada tradicionalmente del «hijo
pródigo», para descubrir en ella la tragedia de un padre que, a pesar de su
amor «increíble» a sus hijos, no logra construir una familia unida. Esa sería,
según Jesús, la tragedia de Dios.
La actuación del hijo menor es
«imperdonable». Da por muerto a su padre y pide la parte de su herencia. De
esta manera, rompe la solidaridad del hogar, echa por tierra el honor de la
familia y pone en peligro su futuro al forzar la repartición de las tierras.
Los oyentes debieron quedar escandalizados al ver que el padre, respetando la
sinrazón de su hijo, ponía en riesgo su propio honor y autoridad. ¿Qué clase de
padre era éste?
Cuando el joven, destruido por el
hambre y la humillación, regresa a casa, el padre vuelve a sorprender a todos. «Conmovido» corre a su encuentro y lo
besa efusivamente delante de todos. Se olvida de su propia dignidad, le ofrece
el perdón antes de que se declare culpable, lo restablece en su honor de hijo,
lo protege de la desaprobación de los vecinos y organiza una fiesta para todos.
Por fin, podrán vivir en familia de manera digna y dichosa.
Desgraciadamente, falta el hijo
mayor, un hombre de vida correcta y ordenada, pero de corazón duro y resentido.
Al llegar a casa, humilla públicamente a su padre, intenta destruir a su
hermano y se excluye de la fiesta. En todo caso, festejaría algo «con sus amigos», no con su padre y su
hermano.
El padre sale también a su
encuentro y le revela el deseo más hondo de su corazón de padre: ver a sus
hijos, sentados a la misma mesa, compartiendo amistosamente un banquete
festivo, por encima de enfrentamientos, odios y condenas.
Pueblos enfrentados por la
guerra, terrorismos ciegos, políticas insolidarias, religiones de corazón endurecido,
países hundidos en el hambre... Nunca compartiremos la tierra de manera digna y
dichosa si no nos miramos con el amor compasivo de Dios. Esta mirada nueva es
lo más importante que podemos introducir hoy en el mundo.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2000-2001 – BUSCAR LAS RAÍCES
25 de marzo de 2001
VOLVERÉ
Volveré
adonde está mi padre.
La mayoría de los europeos sigue
creyendo que Dios existe; lo confirman todas las estadísticas. Sin embargo, los
mismos sondeos aseguran que muchos de ellos ya no mantienen ninguna relación
con él. Es como si Dios no existiera para ellos. Su fe está muerta; no conocen
el calor, el estímulo y la confianza que genera una fe viva.
Ésta situación se asemeja a la
del hijo menor de la conocida parábola de Jesús, que se marcha del hogar para
organizarse la vida lejos de su padre. Evidentemente, también este hijo sabe
que su padre existe, pero él lo trata como si hubiera muerto. Por eso pide la
parte que le corresponde de la herencia y lo olvida del todo. La parábola describe
con detalle el proceso de este hijo al comprobar que no se cumplen sus
expectativas de mayor bienestar.
En un determinado momento este
hombre recapacita y hace una especie
de balance. Su vida es un fracaso. De día en día crece su humillación e indignidad.
Honestamente trata de responder a una pregunta que le nace desde muy dentro:
¿qué estoy haciendo con mi vida?
No se queda ahí. Su reflexión le
lleva a dar pasos concretos para
reorientar su vida de manera diferente. De hecho, toma una decisión nada fácil, pero que lo puede cambiar todo: «Volveré adonde está mi padre».
Efectivamente, busca de nuevo a su padre, se encuentra con él y reconoce su
pecado: «Padre, he pecado contra ti».
Es un error vivir corno si Dios
no existiera para nosotros. Prescindir de él no conduce a una vida más humana,
más sabia, más noble o gratificante. Cada uno hemos de decidir. Podemos vivir
hasta el final en la indiferencia, pero podemos también reflexionar, hacer un
balance y reaccionar.
No sirve de mucho seguir
discutiendo sobre Dios, la religión, la Iglesia o los curas. La palabra
decisiva que nos abre de nuevo el camino hacia Dios es ésta: «Padre,
perdóname». Cuando alguien la dice de verdad desde el fondo de su corazón, es
la señal más segura de que su relación con Dios ha cambiado radicalmente. Quien
pide perdón a Dios no sólo cree que Dios existe, comienza a comunicarse con él.
Esto lo cambia todo.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1997-1998 – UN CAMINO DIFERENTE
22 de marzo de 1998
EL PERDÓN
DE DIOS
Estaba
perdido, y lo hemos encontrado.
Se ha afirmado repetidamente que
el hombre moderno está perdiendo la conciencia de pecado. Lo que no se dice es
que, al mismo tiempo, está perdiendo también la experiencia de sentirse
perdonado por Dios, y quien desconoce el perdón de Dios se ve privado de una
fuerza incomparable para reconciliarse con su pasado e iniciar una etapa nueva
en su vida.
Son varios los obstáculos que
pueden impedir a la persona abrirse al perdón de Dios. Hay quienes no sienten
necesidad de perdón alguno pues viven de manera irresponsable o con corazón
endurecido. En todo caso, si han cometido algún error o han actuado mal, no
necesitan de Dios para resolver sus problemas.
Hay otros que se sienten indignos
de ser perdonados: «Es muy grave lo que
he hecho; nadie podrá perdonarme. » Piensan que su pecado es más poderoso
que el amor infinito de Dios. Oprimidos por el peso de la culpa, se cierran a
toda esperanza. Hay también quienes no se perdonan a sí mismos. Viven obsesionados
por oscuros recuerdos y remordimientos inútiles. Nunca podrán sentirse
purificados.
Recibir el perdón de Dios es un
acto de fe que se ha de cuidar bien. No consiste en una reflexión intelectual.
No se trata tampoco de «sentir» el perdón durante unos momentos para sumergirse
de nuevo rápidamente en la vida. Acoger el perdón de Dios requiere tiempo y
recogimiento para gustar su misericordia, interiorizar en nosotros su bondad y
experimentar agradecidos su acción renovadora.
El perdón de Dios no consiste
simplemente en que Dios «olvida» nuestro pecado o «no lo tiene en cuenta». Dios
no es como nosotros. Para Dios perdonar es «quitar el pecado», hacerlo
desaparecer, devolver la inocencia. El perdón de Dios es perdón total y
absoluto, gracia que regenera, nuevo comienzo de todo, seguridad y paz íntima.
Es conmovedor escuchar la experiencia
del gran escritor francés F Mauriac
cuando descubrió por fin al Dios del perdón: «Frente al baremo de pecados, frente a las tarifas fijadas con
minuciosidad farisaica, resonaban en mí las cinco palabras que, en el
Evangelio, bastan para borrar todas las miserias y todas las vergüenzas de una
pobre vida: hijo, tus pecados quedan perdonados.»
La inolvidable parábola del «Padre bondadoso» (Lc 15, 11- 32) nos describe de modo admirable y conmovedor el perdón
de Dios. No lo olvidemos. Frente a las condenas de los demás, frente al
remordimiento y los reproches de nosotros mismos, en Dios siempre encontramos
la misma actitud de comprensión y de perdón sin límites.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1994-1995 – VIVIR DESPIERTOS
26 de marzo de 1995
EL CAMINO
A CASA
Me pondré
en camino.
Hoy quiero recomendar vivamente
un pequeño libro. Su autor recientemente fallecido, el holandés Henri J.M. Nouwen, ha ejercido una
influencia espiritual notable en Norteamérica. El título del libro: El regreso del hijo pródigo. Meditaciones
ante un cuadro de Rembrandt.
En más de una ocasión he podido
comprobar que personas alejadas hace muchos años de la religión, siguen
recordando, hasta con emoción, la «parábola
del hijo pródigo ». La lectura de este precioso libro será para no pocos un
verdadero regalo. Para alguno, puede ser «un respiro» y una sentida invitación
a «regresar al Padre».
No es nada difícil identificarse
con ese hombre que busca su felicidad lejos del padre y lejos del hogar. Al
comienzo, todo ¡rece marchar bien. Los problemas vienen cuando uno siente que
se ha equivocado en lo esencial.
El hijo pródigo experimenta
vaciedad y humillación. Pero no es sólo eso. Está, sobre todo, la sensación de
soledad. Se ha ido enredando en su mundo de ilusiones y deseos, y ahora se
encuentra sin libertad interior y solo.
Es la experiencia de no pocos.
«¿Qué he hecho con mi vida?» «Le importo en realidad a alguien?» «¿Me han
querido alguna vez de verdad?» Entonces todo se vuelve oscuro y sin sentido.
Nada merece la pena.
Pero es precisamente este «verse
perdido» lo que ha ce reaccionar a aquel hombre. De pronto ve con claridad a
dónde le está conduciendo el camino que ha elegido. Seguir en esa dirección es
caminar hacia la autodestrucción.
Es entonces cuando la persona
puede escuchar, aunque sea muy débilmente, una voz hace tiempo olvidada. «Tengo
un Padre esperándome en lo más profundo de mi ser.» No está todo perdido. Hay
alguien que me comprende, me quiere y me perdona sin límites. Es Dios.
Las dudas que se pueden despertar
en la persona son muchas. «Ya es tarde.» «En el fondo, siempre he sido un
desastre.» «Sólo soy una carga para todos.» «No puedo cambiar.» «Tampoco Dios
me puede aceptar.» Al final, todo se juega en un acto de fe. O me dejo llevar
por un sentimiento oscuro de desconfianza y me hundo en mi propia culpabilidad,
o dejo que la confianza en Dios, al comienzo tal vez algo borrosa, invada
plenamente mi vida.
Cuando uno se siente «perdido» en
la vida, las preguntas a las que hay que responder son éstas: ¿Quiero realmente
recuperar mi dignidad? ¿Deseo de verdad sentirme perdonado y comenzar a vivir
de forma nueva? Una cosa es segura. El perdón de Dios sana y restaura a quien
lo acoge con fe.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1991-1992 – SIN PERDER LA DIRECCIÓN
29 de marzo de 1992
SANAR LA
VIDA
… lo ha
recobrado sano.
La parábola del hijo pródigo
describe de manera admirable el itinerario que un hombre o una mujer puede
seguir para rehacer su vida sanándola en su misma raíz.
Lo primero es experimentar el
vacío la insatisfacción que, tarde o temprano, provoca en nosotros una vida
poco sana. Tomar conciencia de que estamos malgastando o arruinando nuestra
vida. Ser capaces de decirnos a nosotros mismos con valentía lo que sentimos
por dentro: ¿Es esto todo lo que quiero vivir? ¿A esto va a quedar reducida mi
vida?
Quizá sea ésta la experiencia más
importante para desencadenar un proceso de conversión y sanación de nuestro
ser, aunque también puede ser la experiencia más difícil en una sociedad que
nos empuja casi siempre a vivir de manera frívola e intrascendente. Pero, ¿a
qué queda reducida una persona si no es capaz de plantearse en serio su vida?
En segundo lugar, es necesario
adoptar una postura de búsqueda sincera. Buscar la verdad en nuestra vida. No
engañarnos miserablemente a nosotros mismos. No vivir permanentemente en la
mentira, la ambigüedad o la división interior. Sólo quien vive reconciliado
consigo mismo y es fiel a su propia conciencia puede vivir de manera sana y
gozosa.
Pero no basta reflexionar, ni
siquiera añorar una vida mejor y más humana. Nuestra vida no cambia por el
hecho de que veamos y sintamos las cosas de manera distinta. Todo eso es
importante y necesario, pero hemos de dar un paso más. En algún momento, hay
que tomar una decisión. Sanar nuestra vida significa ponernos en camino de
vivir de manera más plena, de ser más personas, de recuperar nuestra dignidad,
introduciendo una calidad nueva en nuestro vivir diario.
El creyente, lo mismo que el hilo
pródigo, da este paso con la confianza puesta en Dios. Confianza total en Dios
que nos comprende, nos ama y nos perdona como ni nosotros mismos nos podemos
comprender, amar y perdonar. Esta fe en el perdón de Dios es la que genera un
dinamismo nuevo en la vida del creyente arrepentido.
La sicología actual sugiere
técnicas diversas para curar las heridas pasadas y promover una liberación de
sentimientos negativos de culpabilidad. Pueden ser útiles. Pero difícilmente
pueden ofrecer la paz interior, el gozo íntimo y la fuerza renovadora que
infunde la fe en el perdón real de Dios. Perdón total y absoluto, comienzo
nuevo de todo, gracia que regenera nuestro ser desde su raíz.
Según la parábola, el padre hace
fiesta porque «ha recobrado sano» a
su hijo. La conversión siempre es motivo de alegría porque es un proceso que
conduce a la sanación de la vida.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1988-1989 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
5 de marzo de 1989
VOLVER A
DIOS
Volveré
hacia mi Padre.
Las personas nos pasamos la vida
atendiendo a nuestras diversas responsabilidades, dando satisfacción a
diferentes deseos y respondiendo a las expectativas de los demás.
Todo ello es muy normal y
necesario. Pero, al mismo tiempo corremos el riesgo de sofocar la vida que nos
ofrece a cada instante Aquel que está en lo más profundo de nuestro ser.
Escuchamos toda clase de voces y
mensajes, recogemos información de casi todo, pero, tal vez, nos vamos quedando
cada vez más sordos a Aquel que lleva años llamándonos por nuestro nombre.
Sabemos analizar nuestro pasado,
revisar nuestras actuaciones y programar nuestro futuro, pero se nos puede ir
escapando el presente, ese momento de gracia en que nos podemos abrir al
Absoluto.
Hacemos tantas cosas, vivimos
agitados por tantas preocupaciones, que no tenemos tiempo ni fuerzas para hacer
un alto en nuestra vida, dejarnos coger por la sinceridad y decir con nuestro
corazón y con nuestros labios las palabras de aquel hijo de la parábola: “Volveré hacia mi Padre”.
Qué difícil se nos hace
detenernos, ahondar en lo más profundo de mí mismo, allí donde yo estoy solo y
donde ninguna otra persona puede penetrar, liberarme del “personaje” que soy
hacia fuera y escuchar con sinceridad y con paz la llamada de Dios.
Incluso, cuando nos paramos a
reflexionar, las primeras preguntas que afloran en nosotros son casi siempre
las mismas: ¿cuánto ganaré? ¿cómo disfrutaré? ¿qué provecho sacaré? ¿cómo podré
asegurar mejor mi bienestar?
Nos resulta difícil preguntarnos:
¿Qué estoy haciendo con mi vida? ¿qué busco en definitiva? ¿qué espero? ¿qué he
de hacer para ser más libre y humano?
Tomarse un tiempo para escuchar a
Dios puede parecer a muchos un juego para personas desocupadas, una evasión
noble para gentes incapaces de enfrentarse a sus verdaderos problemas, un
entretenimiento para quienes no saben disfrutar de la vida de otra manera.
Sin embargo, dejar resonar en
nosotros la llamada de Dios de manera nueva, después de treinta o cincuenta
años, sería para muchos “un nuevo nacimiento”.
Naturalmente, hemos de recordar
siempre la advertencia de San Agustín: “No lo olvides: Dios llena los
corazones, no los bolsillos”.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1985-1986 – BUENAS NOTICIAS
9 de marzo de 1986
LLAMADOS
A LA MISMA FIESTA
celebremos
un banquete
Así es la vida según la parábola
de Jesús. La tragedia de un Dios Padre que busca la fraternidad de todos los
hombres sin conseguirlo.
No es fácil la fiesta final que
el Padre desea. Unas veces, es el hijo menor quien se marcha lejos abandonando
el hogar. Otras, el hijo mayor que no acepta en casa al hermano que retorna.
Esta parábola no es una visión
ingenua de la vida. Es la descripción de una cruda realidad que todos
constatamos día a día. Hombres y mujeres, llamados todos a disfrutar de una
misma felicidad y plenitud final, no somos capaces de acogernos y convivir como
hermanos.
Recordemos solo un hecho que
estos días las estadísticas nos lo están recordando en cifras y números
concretos. Gentes provenientes de distintas de tierras de España viven junto a
otros que hemos nacido en el País Vasco.
La diversidad de lengua, cultura
y origen deberían ser, antes que nada, una fuente de enriquecimiento mutuo. Por
desgracia, no siempre es así.
La postura intolerante de unos y
otros, la falta de respeto a las legítimas diferencias de cada uno, la
incomprensión para reconocer el derecho
de un pueblo a defender su propia cultura y su lengua, sobre todo cuando están
gravemente amenazadas, son otros tantos motivos que impiden una convivencia más
enriquecedora.
No logramos plantearnos de manera
razonable y pacífica la convivencia en el bilingüismo. Corremos el riesgo de ir
consolidando entre nosotros dos comunidades fuertemente enfrentadas.
En su carta pastoral, no han
ignorado los Obispos la tensión que, en torno al bilingüismo, surge en el seno
mismo de las comunidades cristianas. Esta es su llamada: «Nuestras Iglesias han
de ofrecer a esta sociedad el testimonio de una unidad interna construida desde
el reconocimiento de las diferencias legítimas y el apoyo a las tradiciones
culturales más débiles y más amenazadas».
Pertenecemos a una comunidad
cristiana bilingüe. Esto exige de todos nosotros un especial sentido de
comunitariedad, un gran respeto a las raíces culturales del otro, un apoyo
sincero a la cultura propia del pueblo en el que vivimos, una aceptación
comprensiva de las repercusiones molestas que se pueden seguir del bilingüismo
en un determinado momento.
La comunidad cristiana debería
ser un espacio en el que los creyentes fuéramos aprendiendo a convivir en el
respeto y mutua comprensión.
No lo olvidemos. Por encima de
nuestras diversidades culturales, somos hermanos llamados a una fiesta final en
la que todos hablaremos, por fin, un solo lenguaje: el del amor.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1982-1983 – APRENDER A VIVIR
13 de marzo de 1983
¿QUIEN
ENTRARA EN LA FIESTA?
Y se negaba a entrar.
Pocas veces un título desacertado
habrá desenfocado tanto un relato como el de esta incomparable parábola mal
titulada del «hijo pródigo».
En realidad, se trata de la
parábola de un padre bondadoso que desea lograr un verdadero hogar sin
conseguirlo. Unas veces, porque el hijo menor se marcha a vivir su aventura.
Otras, porque el hijo mayor no quiere entrar y recibir al hermano. Esta es la
historia de ios hombres. La tragedia de un hogar que parece imposible
construir.
El peso de una lectura
tradicional unilateral y el desacierto de un mal título han atraído nuestra
atención sobre la figura del hijo menor. Sin embargo, en la dinámica del
pensamiento de Jesús, es, sin duda, la conducta del mayor la que debe, sobre
todo, interpelarnos.
La parábola nos describe un
fuerte contraste. Al final del relato, el hijo menor, el pecador que se había
alejado del hogar, termina celebrando una gran fiesta junto al padre. Por el
contrario, el hijo mayor, el hombre recto y observante que nunca huyó de casa y
jamás desobedeció una orden de su padre, se queda al final fuera del hogar, sin
participar en la fiesta.
La enseñanza de Jesús es
desconcertante. Lo verdaderamente decisivo para entrar en la fiesta final es
saber reconocer nuestras equivocaciones, creer en el amor de un Padre y, en
consecuencia, saber amar y perdonar a los hermanos.
Y ¿sta es la tragedia del hermano
mayor. Todo lo hace bien. No huye de casa. Sabe cumplir todas las órdenes de su
padre. Pero no sabe amar. No sabe comprender el amor de un padre. No sabe
comprender y amar al hermano. Se incapacita a sí mismo para celebrar una fiesta
fraternal.
Un hombre puede adentrarse en una
vida de pecado, sentir la esclavitud del mal, vivir la experiencia del vacío de
la vida, y descubrir de nuevo la necesidad de una vida nueva, distinta, mejor,
siempre posible por el perdón gratuito de Dios.
Y, aunque parezca paradójico, se
puede vivir una vida rutina- ña de práctica y observancia religiosa, sin
verdadera fe en Dios Padre y sin amor fraternal a los hermanos.
Los creyentes no deberíamos
olvidar nunca la crítica constante de Jesús a una «práctica religiosa»,
falsamente entendida como acumulación de méritos que nos asegura ante el juicio
de Dios y que nos permite enjuiciar a los demás de manera despectiva y
autosuficiente, despreciando su conducta y negándoles la acogida y el perdón.
Una cosa es clara. Sólo entrará
en la fiesta final quien comprenda que Dios es Padre de todos y quien sepa
acoger, comprender y perdonar a sus hermanos.
José Antonio Pagola
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