El pasado 2 de octubre, José Antonio Pagola nos visitó en la Parroquia de San Pedro Apóstol de la Iglesia de Sopela, dándonos la conferencia:
"Volver a Jesucristo. Iniciar la reacción".
Pulsando aquí podréis disfrutar de ella.
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¡Volver a Jesucristo! Iniciar la reacción.
Video de la Conferencia de Jose Antonio Pagola.
José Antonio Pagola: He recibido con satisfacción la resolución definitiva de la Congregación Romana para la Doctrina de la Fe sobre mi libro, Jesús.Aproximación histórica.
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SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO (B)
EVANGELIO
Esto es mi cuerpo.
Ésta es mi sangre.
+ Lectura del santo
evangelio según san Marcos 14-12-16. 22-26
El primer día de los Ázimos,
cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos:
- «¿Dónde quieres que vayamos a
prepararte la cena de Pascua?»
Él envió a dos discípulos,
diciéndoles:
- «ld a la ciudad, encontraréis
un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo y, en la casa en que entre,
decidle al dueño: "El Maestro pregunta: ¿Dónde está la habitación en que
voy a comer la Pascua con mis discípulos?"
Os enseñará una sala grande en
el piso de arriba, arreglada con divanes. Preparadnos allí la cena.»
Los discípulos se marcharon,
llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena
de Pascua.
Mientras comían, Jesús tomó un
pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo:
- «Tomad, esto es mi cuerpo.»
Cogiendo una copa, pronunció la
acción de gracias, se la dio, y todos bebieron.
Y les dijo:
- «Esta es mi sangre, sangre de
la alianza, derramada por todos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de
la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios.»
Después de cantar el salmo,
salieron para el monte de los Olivos.
Palabra de Dios.
HOMILIA
2014-2015 -
7 de junio de 2015
LA CENA
DEL SEÑOR
Tomad,
esto es mi cuerpo.
Los estudios sociológicos lo
destacan con datos contundentes: los cristianos de nuestras iglesias
occidentales están abandonando la misa dominical. La celebración, tal como ha
quedado configurada a lo largo de los siglos, ya no es capaz de nutrir su fe ni
de vincularlos a la comunidad de Jesús.
Lo sorprendente es que estamos
dejando que la misa «se pierda» sin
que este hecho apenas provoque reacción alguna entre nosotros. ¿No es la
eucaristía el centro de la vida cristiana? ¿Cómo podemos permanecer pasivos,
sin capacidad de tomar iniciativa alguna? ¿Por qué la jerarquía permanece tan
callada e inmóvil? ¿Por qué los creyentes no manifestamos nuestra preocupación
con más fuerza y dolor?
La desafección por la misa está
creciendo incluso entre quienes participan en ella de manera responsable e
incondicional. Es la fidelidad ejemplar de estas minorías la que está
sosteniendo a las comunidades, pero ¿podrá la misa seguir viva sólo a base de
medidas protectoras que aseguren el cumplimiento del rito actual?
Las preguntas son inevitables:
¿No necesita la Iglesia en su centro una experiencia más viva y encarnada de la
cena del Señor, que la que ofrece la liturgia actual? ¿Estamos tan seguros de
estar haciendo hoy bien lo que Jesús quiso que hiciéramos en memoria suya?
¿Es la liturgia que nosotros
venimos repitiendo desde siglos la que mejor puede ayudar en estos tiempos a
los creyentes a vivir lo que vivió Jesús en aquella cena memorable donde se
concentra, se recapitula y se manifiesta cómo y para qué vivió y murió Jesús?
¿Es la que más nos puede atraer a vivir como discípulos suyos al servicio de su
proyecto del reino del Padre?
Hoy todo parece oponerse a la
reforma de la misa. Sin embargo, cada vez será más necesaria si la Iglesia
quiere vivir del contacto vital con Jesucristo. El camino será largo. La
transformación será posible cuando la Iglesia sienta con más fuerza la
necesidad de recordar a Jesús y vivir de su Espíritu. Por eso también ahora lo
más responsable no es ausentarse de la misa sino contribuir a la conversión a
Jesucristo.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2011-2012 -
10 de junio de 2012
EUCARISTÍA
Y CRISIS
Todos los cristianos lo sabemos.
La eucaristía dominical se puede convertir fácilmente en un "refugio
religioso" que nos protege de la vida conflictiva en la que nos movemos a
lo largo de la semana. Es tentador ir a misa para compartir una experiencia
religiosa que nos permite descansar de los problemas, tensiones y malas
noticias que nos presionan por todas partes.
A veces somos sensibles a lo que
afecta a la dignidad de la celebración, pero nos preocupa menos olvidarnos de
las exigencias que entraña celebrar la cena del Señor. Nos molesta que un
sacerdote no se atenga estrictamente a la normativa ritual, pero podemos seguir
celebrando rutinariamente la misa, sin escuchar las llamadas del Evangelio.
El riesgo siempre es el mismo:
Comulgar con Cristo en lo íntimo del corazón, sin preocuparnos de comulgar con
los hermanos que sufren. Compartir el pan de la eucaristía e ignorar el hambre
de millones de hermanos privados de pan, de justicia y de futuro.
En los próximos años se van a ir
agravando los efectos de la crisis mucho más de lo que nos temíamos. La cascada
de medidas que se nos dictan de manera inapelable e implacable irán haciendo
crecer entre nosotros una desigualdad injusta. Iremos viendo cómo personas de
nuestro entorno más o menos cercano se van empobreciendo hasta quedar a merced
de un futuro incierto e imprevisible.
Conoceremos de cerca inmigrantes
privados de asistencia sanitaria, enfermos sin saber cómo resolver sus
problemas de salud o medicación, familias obligadas a vivir de la caridad,
personas amenazadas por el desahucio, gente desasistida, jóvenes sin un futuro
nada claro... No lo podremos evitar. O endurecemos nuestros hábitos egoístas de
siempre o nos hacemos más solidarios.
La celebración de la eucaristía
en medio de esta sociedad en crisis puede ser un lugar de concienciación.
Necesitamos liberarnos de una cultura individualista que nos ha acostumbrado a
vivir pensando solo en nuestros propios intereses, para aprender sencillamente
a ser más humanos. Toda la eucaristía está orientada a crear fraternidad.
No es normal escuchar todos los
domingos a lo largo del año el Evangelio de Jesús, sin reaccionar ante sus
llamadas. No podemos pedir al Padre "el pan nuestro de cada día" sin
pensar en aquellos que tienen dificultades para obtenerlo. No podemos comulgar
con Jesús sin hacernos más generosos y solidarios. No podemos darnos la paz
unos a otros sin estar dispuestos a tender una mano a quienes están más solos e
indefensos ante la crisis.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2008-2009 – RECUPERAR EL EVANGELIO
14 de junio de 2009
LA CENA
DEL SEÑOR
(Ver homilía del 7 de junio de
2015)
José Antonio Pagola
HOMILIA
18 de junio de 2006
UNA
DESPEDIDA INOLVIDABLE
Celebrar la eucaristía es revivir
la última cena que Jesús celebró con sus discípulos y discípulas la víspera de
su ejecución. Ninguna explicación teológica, ninguna ordenación litúrgica,
ninguna devoción interesada nos ha de alejar de la intención original de Jesús.
¿Cómo diseño él aquella cena? ¿Qué es lo que quería dejar grabado para siempre
en sus discípulos? ¿Por qué y para qué debían seguir reviviendo una vez y otra
vez aquella despedida inolvidable?
Antes que nada, Jesús quería
contagiarles su esperanza indestructible en el reino de Dios. Su muerte era
inminente; aquella cena era la última. Pero un día se sentaría a la mesa con
una copa en sus manos para beber juntos un «vino nuevo». Nada ni nadie podrá
impedir ese banquete final del Padre con sus hijos e hijas. Celebrar la
eucaristía es reavivar la esperanza: disfrutar desde ahora con esa fiesta que
nos espera con Jesús junto al Padre.
Jesús quería, además, prepararlos
para aquel duro golpe de su ejecución. No han de hundirse en la tristeza. La
muerte no romperá la amistad que los une. La comunión no quedará rota.
Celebrando aquella cena podrán alimentarse de su recuerdo, su presencia y su
espíritu. Celebrar la eucaristía es alimentar nuestra adhesión a Jesús, vivir
en contacto con él, seguir unidos.
Jesús quiso que los suyos nunca
olvidaran lo que había sido su vida: una entrega total al proyecto de Dios. Se
lo dijo mientras les distribuía un trozo de pan a cada uno: «Esto es mi cuerpo;
recordadme así: entregándome por vosotros hasta el final para haceros llegar la
bendición de Dios». Celebrar la eucaristía es comulgar con Jesús para vivir
cada día de manera más entregada, trabajando por un mundo más humano.
Jesús quería que los suyos se
sintieran una comunidad. A los discípulos les tuvo que sorprender lo que Jesús
hizo al final de la cena. En vez de beber cada uno de su copa, como era
costumbre, Jesús les invitó a todos a beber de una sola: ¡la suya! Todos
compartirían la «copa de salvación» bendecida por él. En ella veía Jesús algo
nuevo: «Ésta es la nueva alianza en mi sangre». Celebrar la eucaristía es
alimentar el vínculo que nos une entre nosotros y con Jesús.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2005-2006 – POR LOS CAMINOS DE JESÚS
18 de junio de 2006
EXPERIENCIA
DECISIVA
Tomad,
esto es mi cuerpo.
Como es natural, la celebración
de la misa ha ido cambiando a lo largo de los siglos. Según la época, teólogos
y liturgistas han ido destacando algunos aspectos y descuidando otros. La misa
ha servido de marco para celebrar coronaciones de reyes y papas, rendir
homenajes o conmemorar victorias de guerra. Los músicos la han convertido en
concierto. Los pueblos la han integrado en sus devociones y costumbres
religiosas...
Después de veinte siglos, puede
ser necesario recordar algunos de los rasgos esenciales de la última Cena del
Señor, tal como era recordada y vivida por las primeras generaciones
cristianas.
En el fondo de esa cena hay algo
que jamás será olvidado: sus seguidores no quedarán huérfanos. La muerte de
Jesús no podrá romper su comunión con él. Nadie ha de sentir el vacío de su
ausencia. Sus discípulos no se quedan solos, a merced de los avatares de la
historia. En el centro de toda comunidad cristiana que celebra la eucaristía
está Cristo vivo y operante. Aquí está el secreto de su fuerza.
De él se alimenta la fe de sus
seguidores. No basta asistir a esa cena. Los discípulos son invitados a «comer». Para alimentar nuestra adhesión
a Jesucristo, necesitamos reunirnos a escuchar sus palabras e introducirlas en
nuestro corazón, y acercarnos a comulgar con él identificándonos con su estilo
de vivir. Ninguna otra experiencia nos puede ofrecer alimento más sólido.
No hemos de olvidar que
«comulgar» con Jesús es comulgar con alguien que ha vivido y ha muerto «entregado» totalmente por los demás.
Así insiste Jesús. Su cuerpo es un «cuerpo
entregado» y su sangre es una «sangre
derramada» por la salvación de todos. Es una contradicción acercarnos a
«comulgar» con Jesús, resistiéndonos egoístamente a preocuparnos de algo que no
sea nuestro propio interés.
Nada hay más central y decisivo
para los seguidores de Jesús que la celebración de esta cena del Señor. Por eso
hemos de cuidarla tanto. Bien celebrada, la eucaristía nos moldea, nos va
uniendo a Jesús, nos alimenta de su vida, nos familiariza con el evangelio, nos
invita a vivir en actitud de servicio fraterno, y nos sostiene en la esperanza
del reencuentro final con él.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2002-2003 – REACCIONAR
22 de junio de 2003
HACER
MEMORIA
Tomad.
Esto es mi cuerpo.
Jesús creó un clima especial en
aquella cena de despedida que compartió con los suyos la víspera de su
ejecución. Sabía que era la última. Ya no volvería a sentarse a la mesa con
ellos hasta la fiesta final junto al Padre. Quería dejar bien grabado en su
recuerdo lo que había sido siempre su vida: pasión por Dios y entrega total a
todos.
Esa noche lo vivía todo con tal
intensidad que, al repartir- les el pan y distribuirles el vino, les vino a
decir estas palabras memorables: «Así soy yo. Os doy mi vida entera. Mirad:
este pan es mi cuerpo roto por vosotros; este vino es mi sangre derramada por todos.
No me olvidéis nunca. Haced esto en memoria mía. Recordadme así: totalmente
entregado a vosotros. Esto alimentará vuestras vidas».
Para Jesús, era el momento de la
verdad. En esa cena se reafirmó en su decisión de ir hasta el final en su
fidelidad al proyecto de Dios. Seguiría siempre del lado de los débiles, moriría
enfrentándose a quienes deseaban otra religión y otro Dios olvidado del
sufrimiento de la gente. Daría su vida sin pensar en sí mismo. Confiaba en el
Padre. Lo dejaría todo en sus manos.
Celebrar la eucaristía es hacer
memoria de este Jesús, grabando dentro de nosotros cómo fue él hasta el final.
Reafirmarnos en nuestra opción por vivir siguiendo sus pasos. Tomar en nuestras
manos nuestra vida y compromisos para intentar vivirlos hasta las últimas
consecuencias.
Celebrar la eucaristía es, sobre
todo, decir como él: «Esta vida mía no la quiero guardar exclusivamente para
mí. No la quiero acaparar sólo para mi propio interés. Quiero pasar por esta
tierra reproduciendo en mí algo de lo que él vivió. Sin encerrarme en mi
egoísmo; contribuyendo desde mi entorno y mi pequeñez a hacer un mundo más
humano».
Es fácil hacer de la eucaristía
otra cosa muy distinta de lo que es. Basta con ir a misa a cumplir una
obligación, olvidando lo que Jesús vivió en la última cena. Basta con comulgar,
pensando sólo en nuestro bienestar interior. Basta con salir de la iglesia sin
decidirnos nunca a vivir de manera más entregada.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1999-2000 – COMO ACERTAR
25 de junio de 2000
MESA
ABIERTA A TODOS
Mientras
comían.
Nosotros hablamos de «misa» o de
«Eucaristía». Pero los primeros cristianos la llamaban «la cena del Señor» o incluso «la
mesa del Señor». Tenían todavía muy presente que celebrar la Eucaristía no
es sino actualizar la cena que Jesús compartió con sus discípulos la víspera de
su ejecución. Pero, como advierten hoy los exégetas, aquella «última cena» fue
solamente la última de una larga cadena de comidas y cenas que Jesús
acostumbraba celebrar con toda clase de gentes.
Las comidas tenían entre los
judíos un carácter sagrado que a nosotros hoy se nos escapa. Para una mente
judía el alimento viene de Dios. Por eso, la mejor manera de tomarlo es
sentarse a la mesa en actitud de acción de gracias y compartiendo el pan y el vino
como hermanos. La comida no era sólo para alimentarse, sino el momento mejor
para sentirse todos unidos y en comunión con Dios, sobre todo el día sagrado
del sábado en que se comía, se cantaba, se escuchaba la Palabra de Dios y se
disfrutaba de una larga sobremesa.
Por eso, los judíos no se
sentaban a la mesa con cualquiera. No se come con extraños o desconocidos.
Menos aún, con pecadores, impuros o gente despreciable. ¿Cómo compartir el pan,
la amistad y la oración con quienes viven lejos de la amistad de Dios?
La actuación de Jesús resultó
sorprendente y escandalosa. Jesús no seleccionaba a sus comensales. Se sentaba
a la mesa con publicanos, dejaba que se le acercaran las prostitutas, comía con
gente impura y marginada, excluida de la Alianza con Dios. Los acogía no como
moralista sino como amigo. Su mesa estaba abierta a todos, sin excluir a nadie.
Su mensaje era claro: todos tienen un lugar en el corazón de Dios.
Después de veinte siglos de
cristianismo, la Eucaristía puede parecer hoy una celebración piadosa reservada
sólo a personas ejemplares y virtuosas. Parece que se han de acercar a comulgar
con Cristo quienes se sientan dignos de recibirlo con alma pura. Sin embargo,
la «mesa del Señor» está abierta a
todos como siempre.
La Eucaristía es para personas
abatidas y humilladas que anhelan paz y respiro; para pecadores que buscan
perdón y consuelo; para gentes que viven con el corazón roto hambreando amor y
amistad. Jesús no viene al altar para los justos, sino para los pecadores; no
se ofrece a los sanos, sino a los enfermos. Es bueno recordarlo en la fiesta
del Corpus.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1996-1997 – DESPERTAR LA FE
29 de mayo de 1997
ENCUENTRO
PERSONAL
Tomad,
esto es mi cuerpo.
Hace unos años, quienes se
acercaban a recibir la comunión, adoptaban después de comulgar una actitud
peculiar de silencio y recogimiento sagrado. Hoy, por lo general, no es así. Se
entonan cantos de alabanza y acción de gracias, se subraya más la participación
comunitaria, pero se corre el riesgo de restarle hondura a la comunión personal
con Cristo. Falta a veces el silencio y la unción que permitirían un encuentro
más vivo con él. El riesgo es evidente: convertir la comunión en un rito
externo y rutinario que «anuncia» el final ya cercano de la misa.
Sin embargo, comulgar no es
«hacer algo», sino «encontrarnos con alguien». La comunión sacramental es para
el creyente un encuentro personal con Cristo, cargado de misterio, de gracia y
de fe. Cristo sale a nuestro encuentro y nosotros vamos al encuentro de Cristo.
Como todo encuentro interpersonal, también éste pide atención consciente,
entrega confiada y, sobre todo, amor.
Es cierto que, en la comunión
eucarística, Cristo se ofrece siempre, de manera segura e indefectible (la
teología clásica hablaba del ex opere
operato). Pero, para que este ofrecimiento objetivo se haga realidad
personal en cada creyente, es necesaria la respuesta libre y consciente de
quien se acerca a comulgar (el opus
operantis de los teólogos).
Dicho de manera sencilla, el encuentro
eucarístico con Cristo exige, antes que nada, una atención consciente. Recordar con quién me voy a encontrar, qué es
lo que conozco de Cristo, qué espero de él, qué significa para mí. Cada
cristiano tiene su idea personal de Cristo, más o menos clara, más o menos
interiorizada. La comunión con Cristo no es un «encuentro a ciegas». Al
acercarnos a comulgar, sabemos a quién buscamos.
Pero el encuentro pide, sobre
todo, amor y entrega confiada. Las
personas se encuentran de manera más plena cuando entre ellas se establece un
diálogo confiado y una comunicación amistosa y cordial. Lo mismo sucede en la
comunión eucarística. Lo más importante es el diálogo entre Cristo y el
creyente que busca la presencia de la persona amada.
Todo esto no son palabras. Es la
experiencia de quien comulga con fe. La presencia de Cristo se hace entonces
más real, su Persona adquiere un significado más profundo, crece la confianza
del creyente. Cristo es el Absoluto que no puede faltar, el horizonte de todas
las experiencias, la fuente que llena la vida de fortaleza, de paz y de alegría
interior. La comunión de cada domingo no es un rito más. Puede ser el encuentro
vital que alimenta y fortalece nuestra fe. Es bueno recordarlo en esta fiesta
del Corpus Christi.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1993-1994 – CREER ES OTRA COSA
2 de junio de 1994
NO ES
MUCHO UNA HORA
Tomad,
esto es mi cuerpo.
Se han extendido estos años
objeciones diversas contra la práctica dominical. Algunas suenan a eslogan: «la
misa no me dice nada», «la fe no consiste en ir a misa», «nadie es mejor por ir
a misa». Sin duda, hay algo de verdad detrás de ese lenguaje. De los sondeos
realizados se deduce, sin embargo, que los motivos principales por los que se
abandona la misa dominical son la comodidad y la falta de interés religioso. La
persona valora más el descanso o las actividades del fin de semana. Prefiere
«dormir más» o «estar más libre».
Por otra parte, el ambiente que
en otros tiempos favorecía la práctica dominical, hoy actúa en contra. Todo invita
a no ir a misa. De hecho, quien sale de su casa para dirigirse a la iglesia a
participar en la misa dominical, hace un gesto que contrasta con la conducta y
costumbres de la mayoría.
Este descenso de la práctica
religiosa no es tan negativo como pudiera parecer. Por una parte, está
provocando un proceso de aclaración que era necesario; ahora conocemos mejor la
importancia que le damos a la fe, y la debilidad o la fuerza de nuestras
convicciones religiosas. Por otra parte, cada vez son menos los que practican
por pura obligación o por tradición familiar. Hoy van a misa quienes quieren
alimentar su fe y vivirla con cierta coherencia.
De esta forma se está
descubriendo mejor la razón de ser y los valores que quiere proteger el llamado
«precepto dominical». Como escribe X
Basurko, «el domingo no es importante porque sea de precepto, sino que es de
precepto porque es algo vital, tanto para el creyente como para la comunidad
cristiana». De hecho, la misa del domingo es para muchos cristianos el
único momento de encuentro con Dios y la única experiencia que alimenta su fe.
El creyente se reserva una hora
para celebrar la eucaristía como núcleo del domingo. Como dice el Catecismo holandés, «una hora semanal no es
mucho para quien cree que su vida y su dicha vienen de la mano de Dios».
Sin embargo, esa hora vivida desde dentro, como una experiencia de encuentro
con Dios, puede ser el mejor alimento de la fe en tiempos nada fáciles.
La fiesta del Corpus es una
invitación a reavivar la eucaristía dominical. Hace bien detenerse cada semana
para encontrarse con otros creyentes, escuchar juntos el evangelio de Jesús,
expresar nuestro agradecimiento a Dios por el regalo de la vida, y alimentamos
del mismo Cristo.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1990-1991 – DESPERTAR LA ESPERANZA
30 de mayo de 1991
COMULGAR
Tomad,
esto es mi cuerpo.
"Dichosos los llamados a la cena del Señor". Así
dice el sacerdote mientras muestra a todo el pueblo el pan eucarístico antes de
comenzar su distribución. ¿Qué eco tienen hoy estas palabras en quienes las
escuchan?
Son muchos, sin duda, los que se
sienten dichosos de poder acercarse a comulgar para encontrarse con Cristo y
alimentar en él su vida y su fe. No pocos se levantan automáticamente para
realizar una vez más un gesto rutinario y vacío de vida. Un número importante
de personas no se sienten llamadas a participar y tampoco experimentan por ello
insatisfacción ni pena alguna.
Y, sin embargo, comulgar puede
ser para el cristiano el gesto más importante y central de toda la semana, si
se hace con toda su expresividad y dinamismo.
La preparación comienza con el
canto o recitación del Padre nuestro. No nos preparamos cada uno por su cuenta
para comulgar individualmente. Comulgamos formando todos una familia que, por
encima de tensiones y diferencias, quiere vivir fraternalmente invocando al
mismo Padre y encontrándonos todo en el mismo Cristo.
No se trata de rezar un
"Padre nuestro" dentro de la misa. Esta oración adquiere una
profundidad especial en este momento. El gesto del sacerdote con las manos
abiertas y alzadas es una invitación a adoptar una actitud confiada de
invocación.
Las peticiones resuenan de una
manera diferente al ir a comulgar: "danos
el pan" y alimenta nuestra vida en esta comunión; "venga tu Reino" y venga Cristo a esta comunidad; "perdona nuestras ofensas" y
prepáranos a recibir a tu Hijo...
La preparación continúa con el
abrazo de paz, gesto sugestivo y lleno de fuerza que nos invita a romper los
aislamientos, las distancias y la insolidaridad egoísta. El rito, precedido por
una doble oración en que se pide la paz, no es simplemente un gesto de amistad.
Expresa el compromiso de vivir contagiando "la
paz del Señor", restañando heridas, eliminando odios, reavivando el
sentido de fraternidad, despertando la solidaridad.
La invocación "Señor, no soy digno", dicha
con fe humilde y con el deseo de vivir de manera más sana es el último gesto
antes de acercarse cantando a recibir al Señor. La mano extendida y abierta
expresa la actitud de quien, pobre e indigente, se abre a recibir el pan de la
vida.
El silencio agradecido y confiado
que nos hace conscientes de la cercanía de Cristo y de su presencia viva en
nosotros, la oración de toda la comunidad cristiana y la última bendición ponen
fin a la comunión.
Una pregunta en esta festividad
del "Corpus Christi". ¿No se reafirmaría nuestra fe si acertáramos a
comulgar con más hondura?
José Antonio Pagola
Para
ver videos de las Conferencias de José Antonio Pagola
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