Homilias de José Antonio Pagola
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19 de agosto de 2012
20º domingo Tiempo ordinario (B)
EVANGELIO
Mi carne es verdadera
comida y mi sangre es verdadera bebida.
+ Lectura del santo
evangelio según san Juan 6,51-58
En aquel tiempo, dijo Jesús a la
gente: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan
vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo».
Disputaban los judíos entre sí:
«Cómo puede este darnos a comer su carne?». Entonces Jesús les dijo: «Os
aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no
tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida
eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi
sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí
y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo
modo, el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo: no
como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan
vivirá para siempre».
Palabra de Dios.
HOMILIA
2011-2012 -
19 de agosto de 2012
ALIMENTARNOS
DE JESÚS
Según el relato de Juan, una vez
más los judíos, incapaces de ir más allá de lo físico y material, interrumpen a
Jesús, escandalizados por el lenguaje agresivo que emplea: "¿Cómo puede
éste darnos a comer su carne?". Jesús no retira su afirmación sino que da
a sus palabras un contenido más profundo.
El núcleo de su exposición nos
permite adentrarnos en la experiencia que vivían las primeras comunidades
cristianas al celebrar la eucaristía. Según Jesús, los discípulos no solo han
de creer en él, sino que han de alimentarse y nutrir su vida de su misma
persona. La eucaristía es una experiencia central en sus seguidores de Jesús.
Las palabras que siguen no hacen
sino destacar su carácter fundamental e indispensable: "Mi carne es
verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida". Si los discípulos no se
alimentan de él, podrán hacer y decir muchas cosas, pero no han de olvidar sus
palabras: "No tenéis vida en vosotros".
Para tener vida dentro de
nosotros necesitamos alimentarnos de Jesús, nutrirnos de su aliento vital,
interiorizar sus actitudes y sus criterios de vida. Este es el secreto y la
fuerza de la eucaristía. Solo lo conocen aquellos que comulgan con él y se
alimentan de su pasión por el Padre y de su amor a sus hijos.
El lenguaje de Jesús es de gran
fuerza expresiva. A quien sabe alimentarse de él, le hace esta promesa:
"Ese habita en mí y yo en él". Quien se nutre de la eucaristía
experimenta que su relación con Jesús no es algo externo. Jesús no es un modelo
de vida que imitamos desde fuera. Alimenta nuestra vida desde dentro.
Esta experiencia de
"habitar" en Jesús y dejar que Jesús "habite" en nosotros
puede transformar de raíz nuestra fe. Ese intercambio mutuo, esta comunión
estrecha, difícil de expresar con palabras, constituye la verdadera relación
del discípulo con Jesús. Esto es seguirle sostenidos por su fuerza vital.
La vida que Jesús transmite a sus
discípulos en la eucaristía es la que él mismo recibe del Padre que es Fuente
inagotable de vida plena. Una vida que no se extingue con nuestra muerte
biológica. Por eso se atreve Jesús a hacer esta promesa a los suyos: "El
que come este pan vivirá para siempre".
Sin duda, el signo más grave de
la crisis de la fe cristiana entre nosotros es el abandono tan generalizado de
la eucaristía dominical. Para quien ama a Jesús es doloroso observar cómo la
eucaristía va perdiendo su poder de atracción. Pero es más doloroso aún ver que
desde la Iglesia asistimos a este hecho sin atrevernos a reaccionar. ¿Por qué?
José Antonio Pagola
HOMILIA
2008-2009 – RECUPERAR EL EVANGELIO
16 de agosto de 2009
LO
DECISIVO ES TENER HAMBRE
El que me
come vivirá por mí.
El evangelista Juan utiliza un
lenguaje muy fuerte para insistir en la necesidad de alimentar la comunión con
Jesucristo. Sólo así experimentaremos en nosotros su propia vida. Según él, es
necesario comer a Jesús: «El que me come
a mí, vivirá por mí».
El lenguaje adquiere un carácter
todavía más agresivo cuando dice que hay que comer la carne de Jesús y beber su
sangre. El texto es rotundo. «Mi carne es
verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe
mi sangre habita en mí y yo en él».
Este lenguaje ya no produce
impacto alguno entre los cristianos. Habituados a escucharlo desde niños,
tendemos a pensar en lo que venimos haciendo desde la primera comunión. Todos
conocemos la doctrina aprendida en el catecismo: en el momento de comulgar,
Cristo se hace presente en nosotros por la gracia del sacramento de la
eucaristía.
Por desgracia, todo puede quedar
más de una vez en doctrina pensada y aceptada piadosamente. Pero, con
frecuencia, nos falta la experiencia de incorporar a Cristo a nuestra vida
concreta. No sabemos cómo abrirnos a él para que nutra con su Espíritu nuestra
vida y la vaya haciendo más humana y más
evangélica.
Comer a Cristo es mucho más que
adelantarnos distraídamente a cumplir el
rito sacramental de recibir el pan consagrado. Comulgar con Cristo exige un acto
de fe y apertura de especial intensidad, que se puede vivir sobre todo en el
momento de la comunión sacramental, pero también en otras experiencias de
contacto vital con Jesús.
Lo decisivo es tener hambre de
Jesús. Buscar desde lo más profundo encontrarnos con él. Abrirnos a su verdad
para que nos marque con su Espíritu y potencie lo mejor que hay en nosotros.
Dejarle que ilumine y transforme las zonas de nuestra vida que están todavía
sin evangelizar.
Entonces, alimentarnos de Jesús
es volver a lo más genuino, lo más simple y más auténtico de su Evangelio;
interiorizar sus actitudes más básicas y esenciales; encender en nosotros el
instinto de vivir como él; despertar nuestra conciencia de discípulos y
seguidores para hacer de él el centro de nuestra vida. Sin cristianos que se
alimenten de Jesús, la Iglesia languidece sin remedio.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2005-2006 – POR LOS CAMINOS DE JESÚS
20 de agosto de 2006
CALIDAD
DE VIDA
El que me
come, vivirá por mí.
Cuando el evangelio de Juan desea
insistir en algo de importancia decisiva, va poniendo en labios de Jesús
palabras que repiten una y otra vez la misma idea con diversos matices: «Yo soy el pan vivo», un pan lleno de
vida; «el que me come, vivirá por mí»,
su vida se nutrirá de la mía; «el que
coma de este pan, vivirá para siempre», su vida no terminará en la muerte.
Sin duda, aquí se está hablando
de la eucaristía, pero no sólo de ella. La afirmación básica y central es ésta:
Jesús es «fuente de vida» para todo el que se alimenta de él. En Jesús no vamos
a encontrar ante todo una doctrina o una filosofía; no vamos a hallar una
teología de escribas o una religión fundamentada en la ley. Vamos a
encontrarnos con alguien, lleno de Dios, capaz de alimentar nuestro anhelo de
vida y vida eterna.
En las sociedades modernas se
habla mucho de «calidad de vida». Desgraciadamente, sólo se trata de la calidad
de algunos productos. Se diría que la vida mejora cuando mejora el modelo de
nuestro coche, la capacidad de nuestro ordenador o la urbanización donde
vivimos. Sin embargo, se puede tener toda la «calidad de vida» que ofrece la
sociedad moderna y no saber vivir.
No es extraño ver a personas cuyo
único objetivo es llenar el vacío de sus vidas llenándolo de placer,
excitación, dinero, ambición y poder. No pocos se dedican a llenar su vida de
cosas, pero las cosas siempre son algo muerto, no pueden alimentar nuestro
deseo de vivir. No es casual que siga creciendo el número de personas que no
conocen la alegría de vivir.
La experiencia cristiana consiste
fundamentalmente en alimentar nuestra vida en Jesús, descubriendo la fuerza que
encierra para transformarnos poco a poco a lo largo de los días. Jesús infunde
siempre un deseo inmenso de vivir y hacer vivir. Un deseo de vivir con más
verdad y más amor.
Hay una «calidad de vida» que
muchos desconocen y que sólo la disfrutan quienes saben vivir con la sencillez
y sobriedad de Jesús, con su mirada atenta al sufrimiento humano, con su deseo
de vida digna para todos, con su confianza grande en Dios.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2002-2003 – REACCIONAR
17 de agosto de 2003
PAN Y
VINO
El que
coma de este pan…
Empobreceríamos gravemente el
contenido de la eucaristía, si olvidáramos que en ella hemos de encontrar los
creyentes el alimento que ha de nutrir nuestra existencia. Es cierto que la
eucaristía es una comida compartida por hermanos que se sienten unidos en una
misma fe. Pero, aun siendo muy importante esta comunión fraterna, es todavía
insuficiente, ya que lo decisivo es la unión con Cristo que se nos da como
alimento.
Algo semejante hemos de decir de
la presencia de Cristo en la eucaristía. Se ha subrayado y con razón esta
presencia sacramental de Cristo en el pan y el vino, pero Cristo no está ahí
por estar; está presente ofreciéndose como alimento que sostiene nuestra vida.
Si queremos redescubrir el hondo
significado de la eucaristía, hemos de recuperar el simbolismo básico del pan y
del vino. Para subsistir, el hombre necesita comer y beber. Y este simple
hecho, a veces tan olvidado en las sociedades satisfechas del Primer Mundo, nos
revela que el hombre no se fundamenta a sí mismo sino que vive recibiendo
misteriosamente la vida.
La sociedad contemporánea está
perdiendo capacidad para descubrir el significado de los gestos básicos del ser
humano. Sin embargo, son estos gestos sencillos y originarios los que nos
devuelven a nuestra verdadera condición de criaturas, que reciben la vida como
regalo de Dios.
Concretamente, el pan es el
símbolo elocuente que con- densa en sí mismo todo lo que significa para el
hombre la comida y el alimento. Por eso, el pan ha sido venerado en muchas
culturas de manera casi sagrada. Todavía recordará más de uno cómo nuestras
madres nos lo hacían besar cuando, por descuido, caía al suelo algún trozo.
Pero, desde que nos llega de la
tierra hasta la mesa, el pan necesita ser trabajado por el hombre que siembra,
abona el terreno, siega y recoge las espigas, muele el trigo, cuece la harina.
El vino supone un proceso todavía más complejo en su elaboración.
Por eso, cuando se presenta el
pan y el vino sobre el altar, se dice que son «fruto de la tierra y del trabajo del hombre». Por una parte, son
«fruto de la tierra» y nos recuerdan que el mundo y nosotros mismos somos un
don misterioso que ha surgido de las manos del Creador. Por otra parte, son
«fruto del trabajo» y significan lo que los hombres hacemos y construimos con
nuestro esfuerzo solidario.
Ese pan y ese vino se convertirán
para los creyentes en «pan de vida» y «cáliz de salvación». Ahí encontramos los
cristianos esa «verdadera comida» y «verdadera
bebida» que nos dice Jesús. Una comida y una bebida que alimentan nuestra
vida sobre la tierra, nos invitan a trabajarla y mejorarla, y nos sostienen
mientras caminamos hacia la vida eterna.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1999-2000 – COMO ACERTAR
20 de agosto de 2000
LA MISA
«DICE MUCHO»
El que
coma de este pan vivirá.
Se suele escuchar con bastante
frecuencia: «La misa no me dice nada». Las razones pueden ser diversas:
actuación rutinaria del celebrante, desconocimiento del significado de los
gestos litúrgicos, lenguaje alejado de la realidad actual... Hay, sin embargo,
otra razón fundamental: por muy cálida y viva que sea la celebración, si la
persona no participa interiormente y se abre a Dios en cada momento, la
Eucaristía «no le dice nada».
Hay cuatro etapas importantes en
el desarrollo de la Eucaristía, que es necesario vivir con la actitud
apropiada. El primer momento es de encuentro.
Llegamos a la Iglesia, nos saludamos y vamos formando entre todos la asamblea
litúrgica. Es el momento de acogernos mutuamente y de preparar nuestro corazón
para la celebración. Los ritos iniciales nos ayudan a distanciarnos de nuestro
ritmo de vida a veces tan agitado y tenso, a despertar nuestra fe, pedir perdón
y disponemos para vivir un encuentro gozoso con Dios.
El segundo momento es de escucha. Nos mantenemos sentados para
escuchar la Palabra de Dios. Después de haber oído durante la semana tantas
palabras, noticias, comentarios e información, nos disponemos a escuchar ahora
una Palabra diferente que puede iluminar y orientar nuestras vidas. Escuchamos
la Palabra que pone sentido, verdad y esperanza en nuestra existencia. Ante el
Evangelio nos ponemos de pie pues las palabras de Jesús tienen para nosotros un
valor único. Son «espíritu y vida».
El tercer momento es de acción de gracias. Estamos de pie unidos
al celebrante que, en nombre de todos, pronuncia la plegaria eucarística. La
actitud es clara desde el principio: «los
corazones levantados hacia el Señor» dando gracias y alabando su bondad.
Aquí ya no se predica ni se enseña, no se analiza ni se medita. Estamos en el
corazón de la Eucaristía. Aquí lo importante es la alabanza y el agradecimiento
hondo a Dios por el regalo de su Hijo Jesucristo.
El último momento es de comunión y encuentro íntimo con el
Señor. Todo nos conduce a participar en la mesa preparada para nosotros: el
«Padrenuestro» que nos recuerda que somos hermanos, hijos de un mismo Padre; el
gesto de la paz que nos reconcilia e invita al mutuo perdón; la procesión hacia
el altar para extender nuestra mano y alimentarnos del Señor. Es el momento de
comulgar con Cristo y con los hermanos. A quien la vive desde dentro, la misa
«le dice mucho».
José Antonio Pagola
HOMILIA
1996-1997 – DESPERTAR LA FE
17 de agosto de 1997
VIVEN
El que
coma de este pan, vivirá para siempre.
En pocos años ha crecido en la
sociedad moderna la indiferencia respecto a los muertos. El hombre de hoy no
mantiene con los muertos aquella relación humana y cálida de otros tiempos. Es
cierto que se cuidan las tumbas y se visitan los cementerios, especialmente el
día de difuntos. Sin embargo, todo se asemeja a los restos de un viejo «culto
universal a los muertos», que aún persiste y se va transmitiendo sin saber muy
bien por qué, hasta que probablemente termine desapareciendo.
Karl Rahner estudiaba hace unos años las razones
profundas de este fenómeno. Por una parte, la fe en la vida eterna se va
debilitando; pero, como es obvio, si no hay vida eterna, los muertos no tienen
existencia real alguna; imposible relacionarnos con ellos. Por otra parte, la
muerte se ha convertido en tabú para el hombre moderno. Con tal de evitar el
malestar que produce su recuerdo, se prefiere la insensibilidad ante los
muertos.
Hay todavía algo más. Los muertos
han traspasado el umbral decisivo que también nosotros vamos a traspasar
pronto. Nos han sido arrebatados para entrar en el misterio desconocido de
Dios. Pero los hombres y mujeres de hoy no nos arriesgamos a enfrentarnos a lo
inquietante del misterio. Preferimos rehuir lo que nos pone ante la eternidad
de Dios.
Para un cristiano, sin embargo,
no es absurdo recordar a los muertos, pues los muertos viven. Desde su fe en el
«Dios de vivos y muertos», el Dios
que crea y resucita la vida, el creyente se siente solidario con todos los
seres humanos, también con los que viven ya en la eternidad de Dios.
No se trata de volver a un culto
morboso a los difuntos. Tampoco de establecer con ellos una supuesta relación
por medio de técnicas espiritistas. Es vivir con ellos una comunión fraternal
bajo el amor eterno de Dios que nos abarca a todos.
Esos seres queridos que fueron
parte de nuestra vida, que nos amaron tanto y a quienes también nosotros
amamos, están vivos en Dios. Por eso los podemos seguir amando y recordando.
Tal vez, contrajimos deudas con ellos; hoy podemos vivir de su perdón
silencioso. Quizás nos hicieron mal, hoy podemos expresarles nuestro perdón. Es
Dios quien hace posible esos lazos y esa comunión real. Nuestro amor está sostenido
por su amor eterno y universal.
En el centro de la esperanza
cristiana está siempre la confianza total en Jesucristo, bajado del cielo «para dar vida». Quien comulgue con él «vivirá para siempre» (Juan 6, 59).
José Antonio Pagola
HOMILIA
1993-1994 – CREER ES OTRA COSA
14 de agosto de 1994
COMUMON
REAL
El que
come mi carne... habita en mí y yo en él.
Uno de los fenómenos
postconciliares más llamativos en las celebraciones litúrgicas de nuestros días
es el acercamiento masivo de los fieles a recibir la comunión. Hace solo unos
años, eran contados los que se adelantaban a comulgar. Hoy son pocos los que se
quedan sin hacerlo.
El cambio revela, sin duda, una
forma nueva de entender la comunión y los requisitos exigidos para recibir al
Señor, pero no producirá una revitalización de los creyentes si, al mismo
tiempo, no se renueva y revitaliza su fe en la presencia de Cristo en la
eucaristía. La mayoría de ellos tiene una idea muy confusa de esa presencia.
Recuerdan el término «transubstanciación» como una de esas palabras extrañas
que aparecían en el catecismo, pero no les ayuda a comulgar con más hondura.
Ciertamente, ese término recoge
de manera adecuada la fe en la presencia eucarística de Cristo tal como fue
formulada en el Concilio de Trento (año 1551). Después de la consagración, Cristo
está presente verdadera, real y sustancialmente en el pan y el vino; la
realidad profunda (sustancia) del pan y del vino se convierten en la realidad
profunda (sustancia) del cuerpo y la sangre de Cristo, aunque todo lo que
pertenece al campo de nuestra percepción (accidentes) permanece invariable como
en el pan y vino ordinarios.
La teología actual ha hecho
esfuerzos notables, no para negar esta presencia, sino para presentarla en un
lenguaje más apto para el hombre de hoy. Solo señalaré dos rasgos que están en
el trasfondo de los nuevos planteamientos teológicos y que pueden ayudar a dar
un contenido más hondo a la comunión.
Una nueva antropología del
«signo» ayuda a entender mejor el sacramento de la eucaristía. Hay signos que
son puramente «informativos» (una señal de tráfico) y signos que son
«comunicativos» (el regalo de una persona). Estos últimos no solo nos informan
de algo, sino que nos comunican el amor o la presencia amistosa de la persona.
En el signo sacramental de la eucaristía se nos comunica realmente la presencia
amorosa de Cristo.
Pero, la teología ha reflexionado
también sobre el concepto de «presencia». Hay una «presencia espacial» que se
da mediante la cercanía en el espacio; los objetos o las personas están allí
físicamente presentes en aquel espacio, pero no hay comunicación personal. En
la «presencia personal», por el contrario, hay comunicación personal que se
establece y se basa en un «signo realizador». Esta presencia puede ser
únicamente ofrecida por uno o puede ser también aceptada por el otro como
regalo. Entonces la comunión es completa.
Esto es lo que sucede en la
eucaristía. Cristo está presente y se ofrece realmente a un nivel de
profundidad que solo él puede alcanzar. El pan y el vino consagrados sirven
para que se realice esa donación de Cristo. El se da de manera real, auténtica
e irrevocable. Cuando esa donación es acogida por el creyente se llega a la
comunión real con él. Se cumplen entonces las palabras de Jesús: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es
verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en
él.»
José Antonio Pagola
HOMILIA
1990-1991 – DESPERTAR LA ESPERANZA
18 de agosto de 1991
PAN Y
VINO
El que
coma de este pan
Empobreceríamos gravemente el
contenido de la eucaristía, si olvidáramos que en ella hemos de encontrar los
creyentes el alimento que ha de nutrir nuestra existencia.
Es cierto que la eucaristía es
una comida compartida por hermanos que se sienten unidos en una misma fe. Pero,
aun siendo muy importante esta comunión fraterna, es todavía insuficiente, ya
que lo decisivo es la unión con Cristo que se nos da como alimento.
Algo semejante hemos de decir de
la presencia de Cristo en la eucaristía. Se ha subrayado y con razón esta
presencia sacramental de Cristo en el pan y el vino, pero Cristo no está ahí
por estar; está presente ofreciéndose como alimento que sostiene nuestra vida.
Si queremos redescubrir el hondo
significado de la eucaristía, hemos de recuperar el simbolismo básico del pan y
del vino. Para subsistir, el hombre necesita comer y beber. Y este simple hecho,
a veces tan olvidado en las sociedades satisfechas del Primer Mundo, nos revela
que el hombre no se fundamenta a sí mismo sino que vive recibiendo
misteriosamente la vida.
La sociedad contemporánea está
perdiendo capacidad para descubrir el significado de los gestos básicos del ser
humano. Sin embargo, son estos gestos sencillos y originarios los que nos
devuelven a nuestra verdadera condición de criaturas, que reciben la vida como
regalo de Dios.
Concretamente, el pan es el
símbolo elocuente que condensa en sí mismo todo lo que significa para el hombre
la comida y el alimento. Por eso, el pan ha sido venerado en muchas culturas de
manera casi sagrada. Todavía recordará más de uno cómo nuestras madres nos lo
hacían besar cuando, por descuido, caía al suelo algún trozo.
Pero, desde que nos llega de la
tierra hasta la mesa, el pan necesita ser trabajado por el hombre que siembra,
abona el terreno, siega y recoge las espigas, muele el trigo, cuece la harina.
El vino supone un proceso todavía más complejo en su elaboración.
Por eso, cuando se presenta el
pan y el vino sobre el altar, se dice que son “fruto de la tierra y del trabajo del hombre “. Por una parte, son
“fruto de la tierra” y nos recuerdan que el mundo y nosotros mismos somos un
don misterioso que ha surgido de las manos del Creador. Por otra parte, son
“fruto del trabajo” y significan lo que los hombres hacemos y construimos con
nuestro esfuerzo solidario.
Ese pan y ese vino se convertirán
para los creyentes en “pan de vida” y “cáliz de salvación”. Ahí encontramos los
cristianos esa “verdadera comida” y “verdadera bebida” que nos dice Jesús.
Una comida y una bebida que alimentan nuestra vida sobre la tierra, nos invitan
a trabajarla y mejorarla, y nos sostienen mientras caminamos hacia la vida
eterna.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1987-1988 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
14 de agosto de 1988
EL
DESAFIO DE LOS ROBOT
El que
coma de este pan, vivirá.
Poco a poco ios hombres de
finales de siglo vamos tomando conciencia de que la automatización promovida
por los microprocesadores, la informática y los robots, es un proceso
irreversible que transformará profundamente la forma de vida actual.
Cada vez son más los estudios que
se publican sobre el impacto que esta revolución puede tener sobre la
estructura social y los comportamientos individuales de las personas.
«Robota» es una palabra checa que significa «trabajo en esclavitud» y fue
utilizada a comienzos de siglo por el escritor de la misma nacionalidad, Karel Capek en una obra de
ciencia-ficción en la que cuenta cómo el técnico de una empresa perece a manos
de los «robot» que él mismo ha construido y que se rebelan contra su señor.
Precisamente ahí está el gran
desafío para el hombre del futuro. Hasta hoy, el ser humano ha mantenido el
control de todo lo que hacía, pero ¿qué puede suceder desde el momento en que
muchas de sus actividades vayan quedando en manos de las máquinas?
A nadie se le ocultan las enormes
posibilidades que se abren para la humanidad si la tecnología va a poder
realizar trabajos insospechados de cálculo, informatización, montaje y control.
Sin duda, la automatización puede conducir al hombre a una vida más humana.
Pero sería una ingenuidad desoír
los interrogantes que las mentes más lúcidas se hacen ante la nueva era en que
hemos entrado.
¿Cómo será el hombre configurado
por la microelectrónica y la automatización? ¿Cómo será su sensibilidad, sus
relaciones sociales, su mundo de valores?
¿Se impondrá siempre el
funcionamiento tecnológico hecho de precisión, regularidad y repetición? ¿Se
infravalorará lo que no puede ser informatizado, como la interioridad, el
misterio personal, la religión, la poesía o el arte?
¿Cómo serán el calor humano y las
relaciones familiares en un “hogar microelectrónico»? ¿Cómo será la vida social
estructurada y controlada por ordenadores?
Todo dependerá de que el hombre
sepa someter las nuevas tecnologías a su servicio, alimentando su espíritu de
algo más que los datos que puedan ofrecerle las computadoras.
La experiencia religiosa no será
algo inútil. La fe puede ser para muchos el pan que necesitan para alimentar y
sostener su vida a un nivel realmente humano. Según las palabras de Jesús,
“quien coma de ese pan, vivirá para siempre”.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1984-1985 – BUENAS NOTICIAS
18 de agosto de 1985
EN TORNO
A UNA, MESA
El que
come mi carne...
Los sacramentos han ido
adquiriendo a lo largo de los siglos un carácter cada vez más ritualizado hasta
el punto de que, a veces, llegamos a olvidar el gesto humano que está en sus
raíces y de donde arranca su fuerza significadora.
Los cristianos llamamos a la
Eucaristía «la cena del Señor», hablamos de «la mesa del altar», los
manteles.., pero, ¿en qué queda ese gesto humano básico del «comer juntos» en
la experiencia ordinaria de nuestras misas?
La Eucaristía hunde sus raíces en
una de las experiencias más primarias y fundamentales del hombre que es «el
comer». El hombre necesita alimentarse para poder subsistir. No nos bastamos a
nosotros mismos. La vida nos llega desde el exterior, desde el cosmos.
Esta experiencia de indigencia
profunda y dependencia radical nos invita a alimentar nuestra existencia en el
Dios creador. Ese Dios amigo de la vida, que se nos revela en Cristo resucitado
como salvador definitivo de la muerte.
Pero el hombre no come sólo para
nutrir su organismo con nuevas energías. El hombre está hecho para
«comer-con-otros». Comer significa para el hombre sentarse a la mesa con otros,
compartir, fraternizar. La comida de los seres humanos es comensalidad,
encuentro, fraternización.
Pero, además, la comida humana,
cuando es banquete, encierra una dimensión honda de fiesta y ocupa un lugar
central en los momentos festivos más importantes. ¿ Cómo celebrar un
nacimiento, un matrimonio, un encuentro, una reconciliación, si no es en torno
a una mesa?
En su estudio «De la misa a la
eucaristía», X. Basurko uno de los
teólogos más lúcidos de nuestra tierra, se pregunta si no han perdido nuestras
eucaristías esa triple dimensión de alimento, fraternidad y fiesta que, sin
embargo, tienen arraigo tan hondo en nuestro pueblo.
Una celebración digna de la
Eucaristía nos obliga a preguntarnos dónde estamos alimentando en realidad
nuestra existencia, cómo estamos compartiendo nuestra vida con los demás
hombres y mujeres de la tierra, cómo vamos nutriendo nuestra esperanza y
nuestro anhelo de la fiesta final.
Cuando uno vive alimentando su
hambre de felicidad de todo menos de Dios, cuando uno disfruta egoístamente
distanciado de los que viven en la indigencia, cuando uno arrasta su vida sin
alimentar el deseo de una fiesta final para todos los hombres, no puede
celebrar dignamente la Eucaristía ni puede entender las palabras de Jesús: «El
que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna».
José Antonio Pagola
HOMILIA
1981-1982 – APRENDER A VIVIR
TENER
VIDA
El que
coma de este pan, vivirá para siempre.
Con frecuencia se habla entre
nosotros de la «calidad de vida», pero desgraciadamente se trata de la calidad
de los productos, el nivel de confort. Se diría que la vida mejora de calidad
cuando mejora nuestro coche, nuestra lavadora o la urbanización donde vivimos.
Y, sin embargo, no es así. Se
puede tener casi toda la «calidad de vida» que nos ofrece esta sociedad, y no
saber vivir. «Ahora que el hombre dispone de todos los medios de vida, ya no
tiene ganas de vivir» (Ph. Bosmans).
Ciertamente, a muchos les falta vida.
Naturalmente, intentamos llenar
nuestro «vacío de vida», rellenándolo de placer, agitación, codicia. Nos
queremos llenar de cosas, pero las cosas son siempre algo muerto, incapaces de
darnos vida.
No es tan extraño que crezca el
número de hombres y mujeres enfermos, nerviosos, aburridos, tristes. No conocen
la alegría de vivir.
Es muy importante el trabajo que
se realiza en tantos consultorios de médicos, siquiatras, sicólogos y
asistentes sociales. Pero su trabajo puede quedar con frecuencia corto. Como ha
dicho expresivamente el mismo Ph. Bosmans,
«enseñar a hombres enfermos a vivir en una sociedad enferma, que los enferma
todavía más es un círculo vicioso mientras no haya estaciones depuradoras que
vuelvan a limpiar el ambiente público».
Es necesario ir a las raíces.
Necesitamos descubrir un nuevo es- tilo de vivir. Plantearnos todo de una
manera nueva. Volver a descubrir el misterio de la vida. Aprender a ser hombres
más felices.
Y es aquí donde los creyentes
debemos escuchar hoy la interpelación de Jesús como fuente de vida y esperanza para
los hombres. Y descubrir el valor imperecedero del evangelio y su capacidad de
animar y transformar la vida.
El hombre no encontrará su
verdadera felicidad si no retorna a los valores evangélicos más hondos: la
sencillez, la sobriedad, la solidaridad cori todos, la acogida a los pequeños,
la amistad sincera, el encuentro gozoso con el Padre.
Jesús puede infundir de nuevo en
nosotros un deseo inmenso de vivir. Un deseo nuevo de verdad, belleza,
plenitud. El puede ayudarnos a descubrir de manera nueva la vida, el amor, las
relaciones humanas, la esperanza.
El puede abrir horizontes nuevos
a nuestra libertad. Puede despertar en nosotros nuevas aspiraciones de
generosidad. Puede acrecentar nuestra capacidad de aceptar riesgos por la
justica y la verdad.
En Jesucristo no vamos a
encontrar ante todo una doctrina, ni una moral, ni una filosofía. Vamos a
encontrarnos con un acontecimiento capaz de dar nueva vida a nuestra
existencia: Dios compartiendo la aventura de nuestro vivir diario.
Un Dios que puede abrir nuestra
pobre existencia hasta el horizonte de la vida eterna. ¿Seremos capaces de
«alimentarnos de este pan?». Escuchemos la promesa: «El que coma de este pan
vivirá para siempre».
José Antonio Pagola
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