¡Volver a Jesús! Retomar la frescura inicial del evangelio.
Video de la Conferencia de Jose Antonio Pagola.
José Antonio Pagola: He recibido con satisfacción la resolución definitiva de la Congregación Romana para la Doctrina de la Fe sobre mi libro, Jesús.Aproximación histórica.
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20º domingo Tiempo ordinario (A)
LA PETICION
EVANGELIO
Mujer, qué grande es tu fe
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Lectura del santo evangelio según san Mateo 15, 21-28
En
aquel tiempo, Jesús se marchó y se retiró al país de Tiro y Sidón.
Entonces
una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle:
-«Ten
compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo.»
Él no
le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle:
-«Atiéndela, que viene detrás gritando.»
-«Atiéndela, que viene detrás gritando.»
Él les
contestó:
-«Sólo
me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel.»
Ella
los alcanzó y se postró ante él, y le pidió:
-«Señor,
socórreme.»
Él le
contestó:
-«No
está bien echar a los perros el pan de los hijos.»
Pero
ella repuso:
-«Tienes
razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa
de los amos.»
Jesús
le respondió:
-«Mujer,
qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas.»
En
aquel momento quedó curada su hija.
Palabra
de Dios
HOMILIA
2013-2014 -
17 de agosto de 2014
JESÚS ES
DE TODOS
Una mujer pagana toma la
iniciativa de acudir a Jesús aunque no pertenece al pueblo judío. Es una madre
angustiada que vive sufriendo con una hija “atormentada por un demonio”. Sale
al encuentro de Jesús dando gritos: “Ten compasión de mí, Señor, Hijo de
David”.
La primera reacción de Jesús es
inesperada. Ni siquiera se detiene para escucharla. Todavía no ha llegado la
hora de llevar la Buena Noticia de Dios a los paganos. Como la mujer insiste,
Jesús justifica su actuación: “Solo me han enviado a las ovejas descarriadas de
la casa de Israel”.
La mujer no se echa atrás.
Superará todas las dificultades y resistencias. En un gesto audaz se postra
ante Jesús, detiene su marcha y de rodillas, con un corazón humilde pero firme,
le dirige un solo grito: “Señor, socórreme”.
La respuesta de Jesús es
insólita. Aunque en esa época los judíos llamaban con toda naturalidad “perros”
a los paganos, sus palabras resultan ofensivas a nuestros oídos.: “No está bien
echar a los perros el pan de los hijos”. Retomando su imagen de manera
inteligente, la mujer se atreve desde el suelo a corregir a Jesús: “Tienes
razón, Señor, pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa
de los señores”.
Su fe es admirable. Seguro que en
la mesa del Padre se pueden alimentar todos: los hijos de Israel y también los
perros paganos. Jesús parece pensar solo en las “ovejas perdidas” de Israel,
pero también ella es una “oveja perdida”. El Enviado de Dios no puede ser solo
de los judíos. Ha de ser de todos y para todos.
Jesús se rinde ante la fe de la
mujer. Su respuesta nos revela su humildad y su grandeza: “Mujer, ¡qué grande
es tu fe! que se cumpla como deseas”. Esta mujer le está descubriendo que la
misericordia de Dios no excluye a nadie. El Padre Bueno está por encima de las
barreras étnicas y religiosas que trazamos los humanos.
Jesús reconoce a la mujer como
creyente aunque vive en una religión pagana. Incluso encuentra en ella una “fe
grande”, no la fe pequeña de sus discípulos a los que recrimina más de una vez
como “hombres de poca fe”. Cualquier ser humano puede acudir a Jesús con
confianza. Él sabe reconocer su fe aunque viva fuera de la Iglesia. Siempre
encontrarán en él un Amigo y un Maestro de vida.
Los cristianos nos hemos de
alegrar de que Jesús siga atrayendo hoy a tantas personas que viven fuera de la
Iglesia. Jesús es más grande que todas nuestras instituciones. Él sigue
haciendo mucho bien, incluso a aquellos que se han alejado de nuestras
comunidades cristianas.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2010-2011 -
14 de agosto de 2011
JESÚS ES PARA TODOS
La escena es sorprendente. Una mujer pagana sale
gritando al encuentro de Jesús. Es una madre de fuerte personalidad que reclama
compasión para su hija enferma, pues está segura de que Dios quiere una vida
digna para todos sus hijos e hijas, aunque sean paganos, aunque sean mujeres.
Su petición es directa: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija está atormentada por
un demonio». Sin embargo, su grito cae en el vacío: Jesús guarda
un silencio difícil de explicar. ¿No se conmueve su corazón ante la desgracia
de aquella madre sola y desamparada?
La tensión se hace más insoportable cuando Jesús
rompe su silencio para negarse rotundamente a escuchar a la mujer. Su negativa
es firme y brota de su deseo de ser fiel a la misión recibida de su Padre: «Sólo me han enviado a las ovejas
descarriadas de Israel».
La mujer no se desalienta. Apresura el paso, alcanza
al grupo, se postra ante Jesús y, desde el suelo, repite su petición: «Señor, socórreme». En su
grito está resonando el dolor de tantos hombres y mujeres que no pertenecen al
grupo de aquel Sanador, y sufren una vida indigna. ¿Han de quedar excluidos de
su compasión?
Jesús se reafirma en su negativa: «No está bien echar a los perros el pan de
los hijos». La mujer no se rinde ante la frialdad escalofriante
de Jesús. No le discute, acepta su dura imagen, pero extrae una consecuencia
que Jesús no ha tenido en cuenta: «Tienes
razón, Señor; pero también los perros comen las migajas que caen de la mesa de
los amos». En la mesa de Dios hay pan para todos.
Jesús reacciona sorprendido. Escuchando hasta el
fondo el deseo de esta pagana, ha comprendido que lo que pide es exactamente lo
que quiere Dios: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo
que deseas». El amor de Dios a los que sufren no conoce fronteras,
ni sabe de creyentes o paganos. Atender a esta mujer no le aleja de la voluntad
del Padre sino que le descubre su verdadero alcance.
Los cristianos hemos de aprender hoy a convivir con
agnósticos, indiferentes o paganos. No son adversarios a apartar de nuestro
camino. Si escuchamos su sufrimiento, descubriremos que son seres frágiles y
vulnerables que buscan, como nosotros, un poco de luz y de aliento para vivir.
Jesús no es propiedad de los cristianos. Su luz y su
fuerza sanadora son para todos. Es un error encerrarnos en nuestros grupos y
comunidades, apartando, excluyendo o condenando a quienes no son de los
nuestros. Sólo cumplimos la voluntad del Padre cuando vivimos abiertos a todo
ser humano que sufre y gime pidiendo compasión.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2007-2008 - RECREADOS POR JESÚS
17 de agosto de 2008
EL GRITO
DE LA MUJER
Se puso a
gritarle.
Cuando, en los años ochenta, Mateo
escribe su evangelio, la
Iglesia tiene planteada una grave cuestión: ¿Qué han de hacer
los seguidores de Jesús? ¿Encerrarse en el marco del pueblo judío o abrirse
también a los paganos?
Jesús sólo había actuado dentro
de las fronteras de Israel. Ejecutado rápidamente por los dirigentes del
templo, no había podido hacer nada más. Sin embargo, rastreando en su vida, los
discípulos recordaron dos cosas muy iluminadoras. Primero, Jesús era capaz de
descubrir entre los paganos una fe más grande que entre sus propios seguidores.
Segundo, Jesús no había reservado su compasión sólo para los judíos. El Dios de
la compasión es de todos.
La escena es conmovedora. Una
mujer sale al encuentro de Jesús. No pertenece al pueblo elegido. Es pagana.
Proviene del maldito pueblo de los cananeos que tanto había luchado contra
Israel. Es una mujer sola y sin nombre. No tiene esposo ni hermanos que la
defiendan. Tal vez, es madre soltera, viuda, o ha sido abandonada por los
suyos.
Mateo sólo destaca su fe. Es la
primera mujer que habla en su evangelio. Toda su vida se resume en un grito que
expresa lo profundo de su desgracia. Viene detrás de los discípulos «gritando».
No se detiene ante el silencio de Jesús ni ante el malestar de sus discípulos.
La desgracia de su hija, poseída por «un demonio muy malo», se ha convertido en
su propio dolor: «Señor ten compasión de
mí».
En un momento determinado la
mujer alcanza al grupo, detiene a Jesús, se postra ante él y de rodillas le
dice: «Señor socórreme». No acepta
las explicaciones de Jesús dedicado a su quehacer en Israel. No acepta la
exclusión étnica, política, religiosa y de sexos en que se encuentran tantas
mujeres, sufriendo en su soledad y marginación.
Es entonces cuando Jesús se
manifiesta en toda su humildad y grandeza: «Mujer
qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas». La mujer tiene razón. De
nada sirven otras explicaciones. Lo primero es aliviar el sufrimiento. Su
petición coincide con la voluntad de Dios.
¿Qué hacemos los cristianos de
hoy ante los gritos de tantas mujeres solas, marginadas, maltratadas y
olvidadas por la Iglesia ?
¿Las dejamos de lado justificando nuestro abandono por exigencias de otros
quehaceres? Jesús no lo hizo.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2004-2005 – AL ESTILO DE JESÚS
14 de agosto de 2005
ALIVIAR
EL SUFRIMIENTO
Que se
cumpla lo que deseas.
Jesús vivía muy atento a la vida.
Es ahí donde descubría la voluntad de Dios. Miraba con hondura la creación y
captaba el misterio del Padre que lo invitaba a cuidar con ternura a los seres
más pequeños. Abría su corazón al sufrimiento de la gente y escuchaba la voz de
Dios que lo llamaba a aliviar su dolor.
Los evangelios nos han conservado
el recuerdo de un encuentro que tuvo Jesús con una mujer pagana en la región de
Tiro y Sidón. El relato es sorprendente y nos descubre cómo aprendía Jesús el
camino concreto para ser fiel a Dios.
Una mujer sola y desesperada sale
a su encuentro. Sólo sabe hacer una cosa: gritar y pedir compasión. Su hija no
sólo está enferma y desquiciada, sino que vive poseída por un «demonio muy
malo». Su hogar es un infierno. De su corazón desgarrado brota una súplica: «Señor, socórreme».
Jesús le responde con una
frialdad inesperada. Él tiene una vocación muy concreta y definida: se debe a
las «ovejas descarriadas de Israel».
No es su misión adentrarse en el mundo pagano: «no está bien echar a los perros el pan de los hijos».
La frase es dura, pero la mujer
no se ofende. Está segura de que lo que pide es bueno y, retomando la imagen de
Jesús, le dice estas admirables palabras: «Tienes
razón, Señor; pero también los perros comen migajas que caen de la mesa de sus
amos».
De pronto, Jesús comprende todo
desde una luz nueva. Esta mujer tiene razón: lo que desea coincide con la
voluntad de Dios que no quiere ver sufrir a nadie. Conmovido y admirado le
dice: «Mujer, qué grande es tu fe: que se
cumpla lo que deseas».
Jesús que parecía tan seguro de
su propia misión, se deja enseñar y corregir por esta mujer pagana. El
sufrimiento no conoce fronteras. Es verdad que su misión está en Israel, pero
la compasión de Dios ha de llegar a cualquier persona que está sufriendo.
Cuando nos encontramos con una
persona que sufre, la voluntad de Dios resplandece allí con toda claridad. Dios
quiere que aliviemos su sufrimiento. Es lo primero. Todo lo demás viene
después. Ése fue el camino que siguió Jesús para ser fiel al Padre.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2001-2002 – CON FUEGO
18 de agosto de 2002
NO
CONQUISTAR SINO SERVIR
Mujer...
que se cumpla lo que deseas.
Es un dato afirmado por todos los
investigadores: Jesús no entró en las ciudades paganas de su entorno a
proclamar su mensaje. No se considera un «conquistador religioso». Se siente
más bien enviado al pueblo de Israel, llamado a ser un día «luz de los pueblos paganos» según el profeta Isaías. Y dentro de
Israel, se siente enviado a las «ovejas
perdidas», los más pobres y olvidados, los más despreciados, los
maltratados por la vida y la sociedad.
Sin embargo, en un momento en que
se ha retirado a la región de Tiro y Sidón, Jesús se encuentra con una mujer
pagana que viene hacia él con un sufrimiento grande: «Mi hija tiene un demonio muy malo». Algo inquietante y siniestro
se ha apoderado de ella; no puede comunicarse con su hija querida; la vida se
le ha convertido en un infierno. De aquella madre pagana sólo nace un grito
hacia Jesús: «Ten compasión de mí».
La reacción del profeta de Israel
es siempre la misma. Sólo atiende al sufrimiento. Le conmueve la pena de
aquella mujer luchando con fe por su hija. El sufrimiento humano no tiene
fronteras ni conoce los límites de las religiones. Por eso, tampoco la
compasión y la misericordia han de quedar encerrados en la propia religión.
Jesús sabe bien que Dios no quiere ver sufrir a nadie. El que reza a Dios «hágase tu voluntad» dice a la pagana: «hágase tu voluntad» pues coincide con
la de Dios.
No pocas veces, la relación del
cristianismo con otras religiones ha sido una relación de dominio, violencia y
destrucción. Consciente de su poder, la Iglesia se esforzó por imponer la doctrina
cristiana e implantar su sistema religioso, contribuyendo a destruir culturas y
desarraigar poblaciones enteras de sus propias raíces. Esta operación
«colonizadora» nacía, sin duda, de un deseo sincero de hacer cristianos a todos
los pueblos, pero no era la manera más evangélica de hacer presente el Espíritu
de Cristo en tierras paganas.
Hoy las cosas han cambiado. Los
cristianos hemos aprendido a acercamos al sufrimiento humano para tratar de
aliviarlo. El trabajo de los misioneros y misioneras ha conocido una profunda
transformación. Su misión no es «conquistar» pueblos para la fe, sino servir
abnegadamente para liberar a las gentes del hambre, la miseria o la enfermedad.
Son los mejores testigos de Cristo sobre la Tierra.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1998-1999 – FUERZA PARA VIVIR
15 de agosto de 1999 (Se celebró la asunción de María.)
¿PARA QUÉ
PEDIR?
Mujer,
qué grande es tu fe...
Nos hemos acostumbrado a dirigir
nuestras peticiones a Dios de manera tan superficial e interesada que probablemente
hemos de aprender de nuevo el sentido y la grandeza de la súplica cristiana. L. Boros señala algunas dificultades que
hacen casi imposible la súplica y contra las que tenemos que luchar
decididamente.
A algunos les parece indigno
rebajarse a pedir nada. El hombre es responsable de sí mismo y de su historia.
Pero, aun siendo esto verdad, también lo es el que los hombres vivimos de la
gracia. Y reconocerlo significa enraizamos en nuestra propia verdad.
Para otros, Dios es algo
demasiado irreal. Un ser diferente y lejano que no se preocupa del mundo. Por
un lado, estamos los hombres sumergidos en «el laberinto de las cosas terrenas»
y, por otro, Dios en su mundo eterno. Y, sin embargo, orar a Dios es descubrir
que está incondicionalmente de nuestro lado contra el mal que nos amenaza.
Suplicar es invocar a Dios como gracia, liberación, alegría de vivir.
Pero es entonces precisamente
cuando Dios aparece demasiado débil e impotente, pues ya no actúa ni
interviene. Y es cierto que Dios no lo puede todo. Ha creado el mundo y lo
respeta tal como es, sin entrar en conflicto con él. Su amor al hombre está de
hecho limitado hoy por la imperfección del mundo y por nuestra libertad.
Pero los acontecimientos del
mundo y nuestra propia vida no son algo cerrado. Y la súplica es ya fecunda en
sí misma porque nos abre a ese Dios que está trabajando nuestra salvación
definitiva por encima de todo mal. Si nosotros oramos a Dios no es para lograr
que nos ame más y se preocupe con más atención de nosotros. Dios no puede
amamos más de lo que nos ama. Somos nosotros los que, al orar, nos dejamos
transformar por su gracia, descubrimos la vida desde el horizonte de Dios y nos
abrimos a su voluntad salvadora. No es Dios el que tiene que cambiar, sino
nosotros.
La humilde mujer cananea,
arrodillada con fe a los pies de Jesús, puede ser una llamada y una invitación
a recuperar el sentido de la súplica confiada al Señor.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1995-1996 – SANAR LA VIDA
18 de agosto de 1996
AL RITMO
DE CADA DÍA
Ten
compasión de mí.
Son muchos los creyentes que han
perdido casi totalmente la costumbre de orar. Recuerdan, quizás, oraciones que
hacían de niños, pero hoy no aciertan a dirigirse a Dios. Desearían, tal vez,
volver a comunicarse con él, pero no saben por dónde empezar.
Seamos realistas. ¿Cómo puede
orar un hombre o mujer sometido al ritmo ordinario de la vida moderna? ¿Qué
pasos puede dar? Yo sugiero comenzar por recuperar de forma sencilla la oración
de la mañana y de la noche.
Hay muchas maneras de levantarse,
pero lo ordinario es iniciar el día de forma casi autómata. La persona se va
sacudiendo de encima el sueño de la noche mientras se da prisa para no llegar
tarde a sus ocupaciones. Sin embargo, el despertar no es algo trivial, sino un
acontecimiento importante: se nos está regalando un nuevo día para vivir.
Algunos tienen posibilidades de
pararse unos minutos y comenzar el día de manera más consciente. Si lo hacemos,
enseguida nos vendrán a la mente las preocupaciones de la víspera y los
problemas que nos aguardan. Puede ser el momento de recogernos ante Dios para
darle gracias por el nuevo día y pedir su fuerza y su luz. El nos acompañará a
lo largo del día. El rezo de una oración conocida —padrenuestro o avemaría— nos
pueden servir de ayuda.
Otras personas no tienen tiempo
ni condiciones para empezar el día orando con calma. Hay que darse prisa, los
hijos pequeños no nos dejan en paz, nuestra cabeza está ocupada por mil cosas.
También entonces la persona creyente puede elevar su corazón a Dios y pensar
con gozo: «Dios me ama y me acompaña de cerca también hoy.» Basta. Lo
importante es reavivar cada día esta fe.
La oración de la noche es
diferente. Por lo general, la persona cuenta con más tiempo y posibilidades.
Nos disponemos ya a descansar de las tensiones y trabajos del día. Entregarse
al sueño puede convertirse para el creyente en un acto de abandono confiado en
manos de Dios. Pedimos perdón y nos confiamos a su misericordia. El signo de la
cruz o el rezo de una oración sencilla nos pueden ayudar.
Estos gestos tan sencillos —a más
de uno le pueden hacer sonreír— inscritos en el ritmo diario de nuestra vida,
hecha de días y de noches, nos permite vivir de modo más consciente nuestro ser
de «hijos de Dios» hablando con él «como un amigo con su amigo» (san Ignacio de Loyola). Esta oración no
es una obligación. Es una necesidad gozosa para quien camina por la vida
acompañado por un Dios Amigo.
El relato evangélico nos presenta
a Jesús alabando la fe grande de una mujer cananea que no hace sino gritarle
con palabras sencillas, pero sinceras, su necesidad: «Ten compasión de mí Señor, Hijo de David.»
José Antonio Pagola
HOMILIA
1992-1993 – CON HORIZONTE
15 de agosto de 1993 (Se celebró la asunción de María.)
¿FRONTERAS
O PUENTES?
Mujer, qué
grande es tu fe.
Hace unos años la Iglesia dividía
sencillamente a las gentes en dos clases: aquellos que, habiendo recibido el
bautismo, pertenecían inequívocamente a ella, y los que, al no estar
bautizados, estaban fuera. Hoy no es así. El hecho de estar bautizado no
significa ya que la persona sea miembro real de la Iglesia o que se sienta
cristiana.
En nuestros días, no es tan
sencillo trazar unas fronteras precisas para saber quiénes pertenecen a la Iglesia y quiénes no.
Bastantes bautizados siguen creyendo en «algo» sin que sea fácil determinar la
distancia que hay entre la «fe oficial» de la Iglesia y lo que esas
personas creen en su corazón. Algunos dicen pertenecer todavía a ella porque
están registrados en el libro de bautismos, pero su fe real ha quedado reducida
a algo muy difuso.
¿Qué decir de esta nueva
situación de una Iglesia cuyo ámbito resulta tan indeterminado? ¿Cómo valorar a
ese conjunto amplio de bautizados en cuya conciencia persisten fragmentos de fe
en Jesucristo?
Antes que nada, me parece
oportuno recordar lo que el célebre teólogo K
Rahner decía hace años en el contexto de la sociedad alemana: «Hay que
luchar contra esa sensación tan extendida de que o tiene uno que ser miembro
decidido de la Iglesia ,
con todas las obligaciones resultantes, o adopta necesariamente una postura
hostil o indiferente por completo frente a ella.» En unos tiempos de cambios
socio-culturales tan profundos y complejos, es normal que haya personas que no
se puedan identificar honestamente con la Iglesia que ellos conocen, y, sin embargo,
mantienen un interés real por su mensaje y por la religión cristiana.
Sin duda, la confusión actual es
grande. Y puede ser tentador «poner orden» fijando límites mediante medidas
administrativas o imponiendo una ortodoxia doctrinal precisa. Pero con ello no
se habría hecho todavía lo más evangélico.
A la persona no se la acerca a
Dios poniéndola en la alternativa de aceptar forzosamente una determinada
ortodoxia o bien de irse de la
Iglesia y considerarse separada de ella. Lo importante no es
marcar fronteras para saber con exactitud quién se sale de la Iglesia y quién vuelve de
nuevo a ella. Lo decisivo es que en medio de una sociedad tan desprovista de
sentido y esperanza haya una comunidad de creyentes capaz de levantar puentes
hacia el misterio de Dios.
Así fue la actuación de Jesús. No
rechaza a la mujer pagana que le invoca con fe. No pertenece al pueblo elegido
de Dios. Pero en su corazón hay una fe que Jesús sabe apreciar: «Mujer qué grande es tu fe: que se cumpla lo
que deseas.» Ojalá se cumplan los deseos de salvación de tantos hombres y
mujeres que se sienten «alejados» de la Iglesia.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1989-1990 – NUNCA ES TARDE
19 de agosto de 1990
PEDIR CON FE
Mujer, qué grande
es tu fe.
La oración de petición ha sido objeto de una intensa
crítica a lo largo de estos años. El hombre ilustrado cié la época moderna se
avergüenza de adoptar una actitud de súplica ante Dios, pues sabe que Dios no
va a alterar el curso natural de los acontecimientos para atender sus deseos.
La naturaleza es «una máquina» que funciona según
unas leyes naturales, y el hombre es el único ser que puede actuar y
transformar, y sólo en parte, el mundo y la historia, con su intervención.
Entonces, la oración de petición queda arrinconada
para acentuar la importancia de otras formas de oración como la alabanza, la
acción de gracias o la adoración, que se pueden armonizar mejor con el
pensamiento moderno.
Otras veces, ese diálogo suplicante de la criatura
con su Creador queda sustituido por la meditación o la inmersión del alma en
Dios, misterio último de la existencia y fuente de toda vida.
Sin embargo, la oración de súplica, tan
controvertida por sus posibles malentendidos, es de capital importancia para
expresar y vivir desde la fe nuestra dependencia creatural ante Dios.
No es extraño que el mismo Jesús alabe la fe grande
de una mujer sencilla que sabe suplicar de manera insistente su ayuda. A Dios
se le puede invocar desde cualquier situación. Desde la felicidad y desde la
adversidad; desde el bienestar y desde el sufrimiento.
El hombre o la mujer que eleva a Dios su petición no
cree en un Dios que causa el mal y destruye la vida. No se dirige tampoco a un
Dios apático o indiferente al sufrimiento de sus criaturas, sino a un Dios que
puede salir de su ocultamiento y manifestar su cercanía a los que le suplican.
Pues de eso se trata. No de utilizar a Dios para
conseguir nuestros objetivos egoístas, sino de buscar y pedir la cercanía de
Dios en aquella situación. Y la experiencia de la cercanía de Dios no depende
exclusivamente, ni siquiera primariamente, de su intervención favorable.
El creyente puede experimentar de muchas maneras la
cercanía de Dios independientemente de cómo se resuelva aquel problema. Recordemos
la sabia advertencia de San Agustín: «Dios escucha tu llamada si le
buscas a El. N o te escucha, si a través de El buscas otra cosa».
No es éste el tiempo del cumplimiento definitivo. El
mal no está vencido de manera total. El orante experimenta la contradicción
entre la desgracia que padece y la salvación definitiva prometida por Dios.
Por eso, toda súplica y petición concreta a Dios
queda siempre envuelta en esa gran súplica que nos enseñó el mismo Jesús:
«Venga a nosotros tu Reino», el Reino de la salvación y de la vida definitiva.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1986-1987 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
16 de agosto de 1987
Lepidi6
de rodillas...
Sorprende ver que Jesús alabe la
grandeza de fe de una madre sólo porque pide insistentemente la curación de su
hija.
Esta mujer no hace ningún gesto
extraordinario. No vive una experiencia religiosa privilegiada. Sencillamente
acude a Jesús porque desea ver curada a esa hija que tanto quiere. ¿Qué
grandeza puede haber en su petición?
Estos últimos años se ha
despertado en algunos cristianos todo género de reservas y sospechas ante la
oración de petición como una actitud religiosa que puede encerrar un larvado
egoísmo y una evasión que aleja del compromiso.
Esta postura, por otra parte,
está muy acorde con la conciencia del hombre moderno que trata de apoyarse sólo
en sus posibilidades y vivir de sus propios logros sin recurrir a nada que no
sea su inteligencia y su poder.
No es extraño, incluso, que la
petición a Dios parezca hoy a algunos algo ridículo y sin sentido. En su mundo
cerrado y opaco ya no queda lugar para un Dios auxiliador a quien poder
invocar.
Y, sin embargo, como dice R. Guardini, “la petición corresponde de
modo tan cabal a la esencia de Dios y a la verdad del hombre que brota en él
espontáneamente”.
No se trata de pedir una ayuda
que supla nuestras deficiencias. Lo que pedimos a Dios no es “una ayuda”, algo
“supletorio”, algo “añadido” que sustituya nuestra actividad.
En realidad, toda nuestra vida
descansa en Dios. El hombre no es algo cerrado y acabado en sí mismo sino
alguien que vive recibiéndose de Dios. Si vivimos, nos movemos y actuamos es
porque estamos recibiendo constantemente de su fuerza creadora el ser, la vida,
el sentido, la energía, la libertad.
Nosotros no le pedimos a Dios una
ayuda mágica para solucionar nuestras dificultades. Le pedimos saber actuar y
vivir desde su bondad y su gracia.
Por eso tiene un sentido tan
hondo el pensar, en nuestra oración, en las personas queridas, recordar sus
problemas y necesidades y presentarlas ante ese Dios que las ama de una manera
que nosotros no podemos sospechar.
“Es hermoso —dice R. Guardjnj— sentirse unido con Dios en
la solicitud por la persona amada y pensar que ésta queda envuelta y protegida
en esta unidad”.
Esa oración no brota del interés
egoísta. Como descubre Jesús en aquella madre, orar así es reconocer, desde la
verdad y humildad de nuestro ser, la grandeza del Dios Creador.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1983-1984 – BUENAS NOTICIAS
19 de agosto de 1984
SUPLICAR
CON FE
Mujer,
qué grande es tu fe...
Nos hemos acostumbrado a dirigir
nuestras peticiones a Dios de manera tan superficial e interesada que
probablemente hemos de aprender de nuevo el sentido y la grandeza de la súplica
cristiana.
L. Boros señala algunas dificultades que hacen imposible la súplica y
contra las que tenemos que luchar decididamente.
A algunos les parece indigno
rebajarse a pedir nada. El hombre es responsable de sí mismo y de su historia.
Pero, aun siendo esto verdad, también lo es el que los hombres vivimos de la
gracia. Y reconocerlo significa enraizamos en nuestra propia verdad.
Para otros, Dios es algo
demasiado irreal. Un ser indiferente y lejano, que no se preocupa del mundo.
Por un lado, vivimos los hombres sumergidos «en el laberinto de las cosas
terrenas» y por otro, vive Dios en su mundo eterno.
Y sin embargo, orar a Dios es
descubrir que está incondicionalmente de nuestro lado contra el mal que nos
amenaza. Suplicar es invocar a Dios como gracia, liberación, alegría de vivir.
Pero es entonces precisamente
cuando Dios aparece demasiado débil e impotente. Ya no hay en el mundo un lugar
para un Dios que actúa, interviene y ayuda a los hombres.
Y es cierto que Dios no lo puede
todo. Ha creado el mundo y lo respeta tal como es, sin entrar en conflicto con
él. Su amor al hombre está de hecho limitado hoy por la imperfección del mundo
y por nuestra libertad.
Pero los acontecimientos del
mundo y nuestra propia vida no son algo cerrado en sí mismos. Y la súplica es ya
fecunda en sí misma porque nos abre a ese Dios que está ya trabajando nuestra
salvación definitiva por encima de todo mal.
Si nosotros oramos a Dios no es
para lograr que nos ame más y se preocupe con más atención de nosotros. Dios no
puede amarnos más de lo que nos ama.
Somos nosotros los que, al orar,
nos dejamos transformar por su gracia, descubrimos la vida desde ci horizonte
de Dios y nos abrimos a su voluntad salvadora. No es Dios el que tiene que
cambiar sino nosotros.
La humilde mujer cananea, arrodillada
con fe a los pies de Jesús, puede ser una llamada y una invitación a recuperar
en nuestra vida el sentido de la súplica confiada al Señor.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1980-1981 – APRENDER A VIVIR
16 de agosto de 1981
UNA FE
GRANDE
Mujer,
¡qué grande es tu fe!
Qué tentador resulta en una época
como la nuestra el medir la grandeza o pequeñez de una vida desde el éxito o
los logros conseguidos.
Condicionados por una cultura que
casi sólo piensa en el rendimiento y la producción, apenas somos capaces de
emplear otros criterios para valorar a la persona si no es su actividad y
eficacia.
No es extraño que, a la hora de
evaluar la calidad de la fe, busquemos inmediatamente la eficacia
transformadora y el compromiso práctico que esa fe es capaz de generar en
nuestra sociedad.
Y hacemos bien, pues el mismo
Jesús nos enseñó a distinguir el árbol bueno del malo a partir de sus frutos. Y
la fe es «una savia» que corre por todo nuestro ser y debe traducirse en
compromiso y actuación cristianos.
Pero sería una equivocación el
considerar «grandes creyentes» sólo a aquellos hombres y mujeres que se
esfuerzan generosamente en transformar nuestra sociedad desde un compromiso
social o político animado por la fe, menospreciando como a «creyentes de segunda
categoría» a aquéllos que, por factores muy diversos, no pueden comprometerse a
ese mismo nivel, aunque vivan toda su vida desde una postura creyente.
Jesús admira la grandeza de fe de una mujer sencilla
que, por amor a su hija, no duda en invocar al señor con insistencia, a pesar
de todos los obstáculos y dificultades.
Cuántos hombres y mujeres
sencillos de nuestros pueblos saben vivir su vida de manera totalmente honrada
y leal, animados por una fe profunda en Dios.
Cuántos son capaces de enfrentarse
al sufrimiento, la desgracia y la adversidad, sin deshumanizarse ni destruirse,
apoyados en su confianza total en Dios.
Cuántos saben gastarse en un
servicio sencillo y callado a los demás, sin recibir homenajes solemnes ni
pretender grandes aplausos, impulsados solamente por su amor generoso y
desinteresado a los hermanos y su fe en el Padre de todos.
Es una temeridad medir con
nuestros criterios estrechos y parciales el misterio de la fe de un creyente,
pues, en último término, la fe debería ser medida por nuestra capacidad de
abrirnos al misterio insondable de Dios.
José Antonio Pagola
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