Homilias de José Antonio Pagola
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13 de mayo de 2012
6º domingo de Pascua (B)
EVANGELIO
Nadie tiene amor más
grande que el que da la vida por sus amigos.
+ Lectura del santo
evangelio según san Juan 15, 9-17
En aquel tiempo, dijo Jesús a
sus discípulos:
- «Como el Padre me ha amado,
así os he amado yo; permaneced en mi amor.
Si guardáis mis mandamientos,
permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi
Padre y' permanezco en su amor.
Os he hablado de esto para que
mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud.
Éste es mi mandamiento: que os
améis unos a otros como yo os he amado.
Nadie tiene amor más grande que
el que da la vida por sus amigos.
Vosotros sois mis amigos, si
hacéis lo que yo os mando.
Ya no os llamo siervos, porque
el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo
lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer.
No sois vosotros los que me
habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y
deis fruto, y vuestro fruto dure.
De modo que lo que pidáis el
Padre en mi nombre os lo dé.
Esto os mando: que os améis unos
a otros.»
Palabra de Dios.
HOMILIA
2011-2012 -
13 de mayo de 2012
AL ESTILO DE JESÚS
Jesús se está despidiendo de sus discípulos. Los ha querido apasionadamente. Los ha amado con el mismo amor con que lo ha amado el Padre. Ahora los tiene que dejar. Conoce su egoísmo. No saben quererse. Los ve discutiendo entre sí por obtener los primeros puestos. ¿Qué será de ellos?
Las palabras de Jesús adquieren un tono solemne. Han de quedar bien grabadas en todos: "Éste es mi mandato: que os améis unos a otros como yo os he amado". Jesús no quiere que su estilo de amar se pierda entre los suyos. Si un día lo olvidan, nadie los podrá reconocer como discípulos suyos.
De Jesús quedó un recuerdo imborrable. Las primeras generaciones resumían así su vida: "Pasó por todas partes haciendo el bien". Era bueno encontrarse con él. Buscaba siempre el bien de las personas. Ayudaba a vivir. Su vida fue una Buena Noticia. Se podía descubrir en él la cercanía buena de Dios.
Jesús tiene un estilo de amar inconfundible. Es muy sensible al sufrimiento de la gente. No puede pasar de largo ante quien está sufriendo. Al entrar un día en la pequeña aldea de Naín, se encuentra con un entierro: una viuda se dirige a dar tierra a su hijo único. A Jesús le sale desde dentro su amor hacia aquella desconocida: "Mujer, no llores". Quien ama como Jesús, vive aliviando el sufrimiento y secando lágrimas.
Los evangelios recuerdan en diversas ocasiones cómo Jesús captaba con su mirada el sufrimiento de la gente. Los miraba y se conmovía: los veía sufriendo, o abatidos o como ovejas sin pastor. Rápidamente, se ponía a curar a los más enfermos o a alimentarlos con sus palabras. Quien ama como Jesús, aprende a mirar los rostros de las personas con compasión.
Es admirable la disponibilidad de Jesús para hacer el bien. No piensa en sí mismo. Está atento a cualquier llamada, dispuesto siempre a hacer lo que pueda. A un mendigo ciego que le pide compasión mientras va de camino, lo acoge con estas palabras: "¿Qué quieres que haga por ti?". Con esta actitud anda por la vida quien ama como Jesús.
Jesús sabe estar junto a los más desvalidos. No hace falta que se lo pidan. Hace lo que puede por curar sus dolencias, liberar sus conciencias o contagiar confianza en Dios. Pero no puede resolver todos los problemas de aquellas gentes.
Entonces se dedica a hacer gestos de bondad: abraza a los niños de la calle: no quiere que nadie se sienta huérfano; bendice a los enfermos: no quiere que se sientan olvidados por Dios; acaricia la piel de los leprosos: no quiere que se vean excluidos. Así son los gestos de quien ama como Jesús.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2008-2009 – RECUPERAR EL EVANGELIO
17 de mayo de 2009
NO
DESVIARNOS DEL AMOR
Permaneced
en mi amor.
El evangelista Juan pone en boca
de Jesús un largo discurso de despedida en el que se recogen con una intensidad
especial algunos rasgos fundamentales que han de recordar sus discípulos a lo largo
de los tiempos, para ser fieles a su persona y a su proyecto. También en
nuestros días.
«Permaneced en mi amor». Es lo
primero. No se trata sólo de vivir en una religión, sino de vivir en el amor
con que nos ama Jesús, el amor que recibe del Padre. Ser cristiano no es en
primer lugar un asunto doctrinal, sino una cuestión de amor. A lo largo de los
siglos, los discípulos conocerán incertidumbres, conflictos y dificultades de
todo orden. Lo importante será siempre no desviarse del amor.
Permanecer en el amor de Jesús no
es algo teórico ni vacío de contenido. Consiste en «guardar sus mandamientos»,
que él mismo resume enseguida en el mandato del amor fraterno: «Éste es mi
mandamiento; que os améis unos a otros como yo os he amado». El cristiano
encuentra en su religión muchos mandamientos. Su origen, su naturaleza y su
importancia son diversos y desiguales. Con el paso del tiempo, las normas se
multiplican. Sólo del mandato del amor dice Jesús: «Este mandato es el mío». En
cualquier época y situación, lo decisivo para el cristianismo es no salirse del
amor fraterno.
Jesús no presenta este mandato
del amor como una ley que ha de regir nuestra vida haciéndola más dura y
pesada, sino como una fuente de alegría: «Os hablo de esto para que mi alegría
esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud». Cuando entre nosotros
falta verdadero amor, se crea un vacío que nada ni nadie puede llenar de
alegría.
Sin amor no es posible dar pasos
hacia un cristianismo más abierto, cordial, alegre, sencillo y amable donde
podamos vivir como «amigos» de Jesús, según la expresión evangélica. No
sabremos cómo generar alegría. Aún sin quererlo, seguiremos cultivando un
cristianismo triste, lleno de quejas, resentimientos, lamentos y desazón.
A nuestro cristianismo le falta,
con frecuencia, la alegría de lo que se hace y se vive con amor. A nuestro
seguimiento a Jesucristo le falta el entusiasmo de la innovación, y le sobra la
tristeza de lo que se repite sin la convicción de estar reproduciendo lo que
Jesús quería de nosotros.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2005-2006 – POR LOS CAMINOS DE JESÚS
21 de mayo de 2006
UNA
ALEGRÍA DIFERENTE
Para que
mi alegría esté en vosotros.
Las primeras generaciones
cristianas cuidaban mucho la alegría. Les parecía imposible vivir de otra
manera. Las cartas de Pablo de Tarso que circulaban por las comunidades
repetían una y otra vez la invitación a «estar
alegres en el Señor». El evangelio de Juan pone en boca de Jesús estas
palabras inolvidables: «Os he hablado...
para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea plena».
¿Qué ha podido ocurrir para que
la vida de los cristianos aparezca hoy ante muchos como algo triste, aburrido y
penoso? ¿En qué hemos convertido la adhesión a Cristo resucitado? ¿Qué ha sido
de esa alegría que Jesús contagiaba a sus seguidores? ¿Dónde está?
La alegría no es algo secundario
en la vida de un cristiano. Es un rasgo característico. Una manera de estar en
la vida: la única manera de seguir y de vivir a Jesús. Aunque nos parezca
«normal», es realmente extraño «practicar» la religión cristiana, sin
experimentar que Cristo es fuente de alegría vital.
Esta alegría del creyente no es
fruto de un temperamento optimista. No es el resultado de un bienestar
tranquilo. No hay que confundirla con una vida sin problemas o conflictos. Lo
sabemos todos: un cristiano experimenta la dureza de la vida con la misma
crudeza y la misma fragilidad que cualquier otro ser humano.
El secreto de esta alegría está
en otra parte: más allá de esa alegría que uno experimenta cuando «las cosas le
van bien». Pablo de Tarso dice que es una «alegría
en el Señor», que se vive estando enraizado en Jesús. Juan dice más: «es la misma alegría de Jesús dentro de
nosotros».
La alegría cristiana nace de la
unión íntima con Jesucristo. Por eso no se manifiesta de ordinario en la
euforia o el optimismo a todo trance, sino que se esconde humildemente en el
fondo del alma creyente. Es una alegría que está en la raíz misma de nuestra
vida, sostenida por la fe en Jesús.
Esta alegría no se vive de
espaldas al sufrimiento que hay en el mundo, pues es la alegría del mismo Jesús
dentro de nosotros. Al contrario, se convierte en principio de acción contra la
tristeza. Pocas cosas haremos más grandes y evangélicas que aliviar el
sufrimiento de las personas contagiando alegría realista y esperanza.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2002-2003 – REACCIONAR
25 de mayo de 2003
DEL MIEDO
AL AMOR
Permaneced
en mi amor.
No se trata de una frase más.
Este mandato, cargado de misterio y de promesa, es la clave del cristianismo: «Como el Padre me ha amado, así os he amado
yo: permaneced en mi amor». Estamos tocando aquí el corazón mismo de la fe
cristiana, el criterio último para discernir su verdad.
Únicamente «permaneciendo en el
amor», podemos caminar en la verdadera dirección. Olvidar este amor es
perderse, entrar por caminos no cristianos, deformarlo todo, desvirtuar el
cristianismo desde su raíz.
Y sin embargo, no siempre hemos
permanecido en este amor. En la vida de bastantes cristianos ha habido y hay
todavía demasiado temor, demasiada falta de alegría y espontaneidad filial con
Dios. La teología y la predicación que ha alimentado a esos cristianos ha
olvidado demasiado el amor de Dios, ahogando así aquella alegría inicial, viva
y contagiosa que tuvo el cristianismo.
Aquello que un día fue Buena
Noticia (eu-angellion) porque
anunciaba a las gentes «el amor increíble» de Dios, se ha convertido para
bastantes en la mala noticia (dis-angellion)
de un Dios amenazador que es rechazado casi instintivamente porque no deja ser,
no deja vivir.
Sin embargo, la fe cristiana sólo
puede ser vivida sin traicionar su esencia como experiencia positiva, confiada
y gozosa. Por eso, en un momento en que muchos abandonan un determinado
«cristianismo» (el único que conocen), la Iglesia ha de preguntarse si en la
gestación de este abandono y junto a otros factores nada legítimos, no se
esconde una reacción colectiva contra un estado de cosas que se intuye poco
fiel al evangelio.
La aceptación de Dios o su
rechazo se juegan, en gran parte, en el modo cómo le sintamos a Dios de cara a
nosotros. Si le percibimos sólo como vigilante implacable de nuestra conducta,
haremos cualquier cosa para rehuirlo. Si lo experimentamos como padre que
impulsa nuestra vida, lo buscaremos con gozo. Por eso, uno de los servicios más
grandes que la Iglesia puede hacer al hombre de hoy es ayudarle a pasar del
miedo al amor de Dios.
Sin duda, hay un temor a Dios que
es sano y fecundo. La escritura lo considera «el comienzo de la sabiduría». Es el
temor a malograr nuestra vida encerrándonos en la propia mediocridad. Un temor
que despierta al hombre de la superficialidad, y le hace volver hacia Dios.
Pero hay un miedo a Dios que es malo. No acerca a Dios. Al contrario, aleja
cada vez más de él. Es un miedo que deforma el verdadero ser de Dios haciéndolo
inhumano. Un miedo destructivo, sin fundamento real, que ahoga la vida y el
crecimiento sano de la persona.
Para muchos, éste puede ser el
cambio decisivo. Pasar del miedo a Dios que no engendra sino angustia y rechazo
más o menos disimulado, a una confianza en él, que hace brotar en nosotros esa
alegría prometida por Jesús: «Os he dicho
esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a la
plenitud».
José Antonio Pagola
HOMILIA
1999-2000 – COMO ACERTAR
28 de mayo de 2000
ALEGRÍA
...para
que mi alegría esté en vosotros.
Desde su nacimiento, el
cristianismo se ha presentado como la proclamación de una gran alegría, la
única verdadera alegría posible sobre la tierra: Dios está con los hombres
buscando su dicha final. Sin esta alegría el cristianismo resulta
incomprensible. De hecho la fe cristiana se extendió por el mundo como una
explosión de alegría y comienza a perder terreno allí donde esta alegría se va
perdiendo.
No deja de ser significativa la
acusación de F. Nietzsche a los
cristianos: «Tendrían que cantarme cantos
más alegres. Sería necesario que tuvieran rostros de salvados para que creyera
en su Salvador». Estas palabras tantas veces citadas son un buen indicador
de lo que sienten no pocos ante un cristianismo que les resulta demasiado
triste, sombrío y envejecido.
Digámoslo enseguida. La alegría
del cristiano no es fruto del bienestar material o del disfrute de una buena
salud. No nace de un temperamento optimista. No es tampoco un estado de ánimo
que hay que esforzarse por lograr. La alegría cristiana es siempre consecuencia
de una fe viva en el Dios Salvador manifestado en Jesucristo.
Como recuerda P. Evdokimov en su apasionante libro «El amor loco de Dios», Jesús pide a sus
discípulos que vivan con una gran alegría «por
el único y asombroso hecho de que Dios existe». Esta alegría no es sólo un
sentimiento. Es una manera de estar en la vida. Un modo de entenderlo y vivirlo
todo, incluso los momentos malos. Es experimentar día a día la verdad de las
palabras de Jesús: «Permaneced en mi
amor... Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría
sea completa» (Jn 15, 9. 11).
Son bastantes los cristianos que
no dan importancia a la alegría. Les parece algo secundario y hasta superfluo,
de lo que no hay por qué ocuparse. Grave error. Sin alegría es difícil amar,
trabajar, crear, vivir algo grande. Sin alegría es imposible una adhesión viva
a Cristo. La alegría es, de alguna manera, «el
rostro de Dios en el hombre» según el bello título de un libro reciente de A. Goettmann, «Lajoie, visage de Dieu dans l‘homme»
(Desclée de Brouwer, París 2000).
Cristo es siempre fuente de
alegría y paz interior. Quienes lo siguen de cerca lo saben, y a su vez, se convierten
en fuente de alegría para otros, pues la alegría cristiana se contagia.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1996-1997 – DESPERTAR LA FE
4 de mayo de 1997
SATISFACCIÓN
INMEDIATA
Permaneced
en mi amor.
Vivimos en una cultura de la
«satisfacción inmediata». Es, sin duda, uno de los rasgos más característicos
de la sociedad actual. Desde la aparición de la gran obra de Gerhard Schulze, «La sociedad de la
vivencia» (1992), los estudios se han multiplicado. El hombre occidental
—se dice— busca la gratificación inmediata. Apenas le preocupa el pasado, no
espera lo que le pueda traer el futuro. Por sí acaso, se lanza a disfrutar del
momento presente.
Esta es hoy «la estrategia más
razonable»: sacarle todo el jugo que se pueda al momento, no privarse de nada,
estrujar cada instante. La palabra clave es «ahora». Hay que experimentarlo
todo ahora mismo porque, tal vez, mañana sea demasiado tarde.
Las razones de este fenómeno
parecen claras. El hombre moderno está sometido a la presión de un ritmo vertiginoso.
Todo cambia constantemente. Lo que hoy tiene plena validez mañana queda
anticuado. No puede uno detenerse en nada. Los autores repiten una y otra vez
las mismas palabras: «transitoriedad»,
«inestabilidad», «précarité», «insecurity», «incertezza». Nada parece
seguro ni duradero. Lo mejor es agarrarse al presente y vivirlo
satisfactoriamente.
Esta actitud empieza ya a
configurar los diversos ámbitos de la vida. Ya no hay compromisos duraderos.
Las personas dependen de los deseos y apetencias del momento. Lo que importa es
que la vida sea interesante y divertida. El matrimonio ya no es un compromiso
«hasta que la muerte nos separe», sino un contrato «mientras la satisfacción
dure». Esta búsqueda de satisfacción repercute también en el modo de entender y
vivir lo religioso. Interesa la emoción, lo excitante y novedoso. Se busca lo
exótico y se abandona lo que parece gastado y superado, sólo porque es familiar
y conocido de siempre.
No es difícil captar en todo esto
no poco de huída y evasión, «falta de seriedad» que diría S. Kierkegaard. De ahí la importancia de escuchar la llamada de
Cristo: «Permaneced en mi amor... Si
guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor» (Juan 15, 9-10). En el
seguimiento a Cristo lo importante no son los sentimientos, emociones o
novedades, sino el saber «permanecer»
fieles en el amor. La existencia no es sólo diversión y entretenimiento. Es
también responsabilidad.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1993-1994 – CREER ES OTRA COSA
8 de mayo de 1994
AUTISTAS
Como yo
os he amado.
Por lo general, hablamos del amor
como si supiéramos lo que es. Las personas aman, dejan de amar, buscan amor,
cambian de amor. Pero, ¿qué es en realidad el amor? ¿Cómo es y cómo se vive el
verdadero amor? Cada uno encierra en esta palabra su propia experiencia. Pero,
¿se le puede a cualquier cosa llamar «amor»?
Ya B. Pascal advertía de algo que
después se ha llamado «el autismo del
amor»: Yo digo que amo a tal persona, pero la amo en tanto que la
experimento en mí mismo como dotada de belleza, de simpatía o inteligencia, de
fidelidad y de afecto hacia mí.
Por eso, fácilmente puede suceder
que lo que yo amo de verdad no sea a la otra persona, sino las experiencias
positivas y gozosas que esa persona produce en mí. En realidad, no amo a la persona
que digo querer tanto. Amo lo que de ella recibo. Por este camino puedo
terminar amando sólo a aquellos que me aman, pues, en el fondo, solo me amo a
mí mismo. Los grandes «amantes» de las revistas del corazón son, casi siempre,
personas «autistas». Si aman, dejan de amar o cambian de amor es porque solo
saben amarse a sí mismos y amar su propio bienestar.
El riesgo de vivir el amor de
forma «autista» ha crecido notablemente en una sociedad donde tanto se exalta
«lo útil» y «lo agradable». Los penetrantes análisis de Max Scheler llevan a una conclusión: «Lo agradable es el valor fundamental.» Las cosas y las personas
interesan en la medida en que producen satisfacción y bienestar. Si la relación
con una persona ya no resulta agradable, ¿por qué no sustituirla por otra?
Esta falsificación del verdadero
amor se enmascara a veces bajo un lenguaje progresista. Se dice que hay que ser
persona «liberada»: yo soy dueño de mi cuerpo y de mi afectividad; amo a quien
quiero, como quiero y hasta que quiero. Pero, ¿es realmente libre el que solo
es capaz de buscar su propia satisfacción?
Otras veces, se exalta la
«sinceridad de los sentimientos» por encima de la hipocresía social. No tiene
sentido exigir compromisos firmes y estables; hay que estar abiertos a nuevas
experiencias. Pero, ¿es un progreso la inestabilidad de la pareja, la
trivialización del encuentro sexual o el juego de la aventura amorosa? ¿Hay más
verdad en esa búsqueda hábil del propio disfrute?
Nosotros podemos llamarle «amor»
a cualquier cosa. Pero lo cierto es que, donde hay amor, hay entrega generosa,
respeto, cuidado del otro, fidelidad, perdón, ternura compartida. Quien se
siente cristiano sabe, además, que su amor puede y debe inspirarse en el estilo
de amar de Jesús. Nos lo recuerdan sus palabras: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado.»
José Antonio Pagola
HOMILIA
1990-1991 – DESPERTAR LA ESPERANZA
5 de mayo de 1991
DEL MIEDO
AL AMOR
Permaneced
en mi amor.
No se trata de una frase más.
Este mandato, cargado de misterio y de promesa, es la clave del cristianismo: “Como el Padre me ha amado, así os he amado
yo: permaneced en mi amor”. Estamos tocando aquí el corazón mismo de la fe
cristiana, el criterio último para discernir su verdad.
Únicamente “permaneciendo en el amor”,
podemos caminar en la verdadera dirección. Olvidar este amor es perderse,
entrar por caminos no cristianos, deformarlo todo, desvirtuar el cristianismo
desde su raíz.
Y sin embargo, no siempre hemos
permanecido en este amor. En la vida de bastantes cristianos ha habido y hay
todavía demasiado temor, demasiada falta de alegría y espontaneidad filial con
Dios. La teología y la predicación que ha alimentado a esos cristianos ha
olvidado demasiado el amor de Dios, ahogando así aquella alegría inicial, viva
y contagiosa que tuvo el cristianismo.
Aquello que un día fue Buena
Noticia (eu-angellion) porque
anunciaba a las gentes “el amor increíble” de Dios, se ha convertido para
bastantes en la mala noticia (dis-angellion)
de un Dios amenazador que es rechazado casi instintivamente porque no deja ser,
no deja vivir.
Sin embargo, la fe cristiana sólo
puede ser vivida sin traicionar su esencia como experiencia positiva, confiada
y gozosa. Por eso, en un momento en que muchos abandonan un determinado
“cristianismo” (el único que conocen), la Iglesia ha de preguntarse si en la
gestación de este abandono y junto a otros factores nada legítimos, no se
esconde una reacción colectiva contra un estado de cosas que se intuye injusto
y poco sano.
La aceptación de Dios o su
rechazo se juegan, en gran parte, en el modo cómo le sintamos a Dios de cara a
nosotros. Si le percibimos sólo como vigilante implacable de nuestra conducta,
haremos cualquier cosa para rehuirlo. Si lo experimentamos como padre que
impulsa nuestra vida, lo buscaremos con gozo. Por eso, uno de los servicios más
grandes que la Iglesia puede hacer al hombre de hoy es ayudarle a pasar del
miedo al amor de Dios.
Sin duda, hay un temor a Dios que
es sano y fecundo. La Escritura lo considera “el comienzo de la sabiduría”. Es
el temor a malograr nuestra vida encerrándonos en la propia mediocridad. Un
temor que despierta al hombre de la superficialidad y le hace volver hacia
Dios.
Pero hay un miedo a Dios que es
malo. No acerca a Dios. Al contrario, aleja cada vez más de él. Es un miedo que
deforma el verdadero ser de Dios haciéndolo inhumano. Un miedo destructivo, sin
fundamento real, que ahoga la vida y el crecimiento sano de la persona.
Para muchos, éste puede ser el
cambio decisivo. Pasar del miedo a Dios que no engendra sino angustia y rechazo
más o menos disimulado, a una confianza en él, que hace brotar en nosotros esa
alegría prometida por Jesús: “Os he dicho
esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a la
plenitud”.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1987-1988 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
8 de mayo de 1988
MARGINADOS
Como yo
os he amado.
Nuestra sociedad, construida
desde los sanos y para los sanos, va generando constantemente grupos marginales
de personas enfermas y deterioradas cuya atención y asistencia no parece apenas
interesar a nadie, al no ser rentable ni económica ni políticamente.
Ahí está ese grupo creciente de
ancianos enfermos que no pueden valerse a sí mismos o padecen demencia senil.
Hombres y mujeres que sólo producen gasto e incomodidad.
Nadie sabe qué hacer con ellos.
Los hospitales, concebidos para tratar a otro tipo de enfermos, los dan de alta
para no colapsar sus servicios. Los familiares se sienten impotentes para
atenderlos debidamente en sus casas. Las residencias normales de ancianos no
los reciben. No hay sitio para ellos en nuestra sociedad.
Ahí están los enfermos mentales,
eternos marginados por una sociedad que los teme y los rechaza. Ofenden nuestra
estética. Alteran nuestra convivencia tranquila con su comportamiento extraño y
peligroso. Nada mejor que encerrarlos lejos de la sociedad y olvidarnos de
ellos.
Ahí están también esos enfermos
crónicos cuya atención es poco rentable y apenas ofrece interés científico.
Enfermos de patología desagradable o de escaso interés social como los
cirróticos, asmáticos, hemipléjicos, bronquíticos que arrastran su enfermedad
ante la inhibición y pasividad de la política sanitaria.
Ahí están también los toxicómanos
enfermos, los alcohólicos, los afectados por el SIDA y tantos otros que sólo
despiertan en torno a ellos miedo, desconfianza y rechazo.
Esta insensibilidad ante estos
enfermos más necesitados y desasistidos no es sino reflejo de una sociedad que,
una y otra vez, tiende a estructurarse en el olvido y la marginación de los más
débiles e indefensos.
Lo mismo sucede en nuestras
comunidades cristianas. Con frecuencia atendemos a los enfermos más conocidos y
cercanos, ignorando precisamente a aquellos que se encuentran más necesitados
de ayuda.
Las palabras de Jesús que
escuchamos en este Día del enfermo: “Este
es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado” han de
sacudir nuestra conciencia.
Hemos de crear entre todos una
nueva sensibilidad social ante estos enfermos marginados. Hemos de promover y
apoyar toda clase de iniciativas, actividades y asociaciones encaminadas a
resolver sus problemas.
Es exigencia del amor cristiano
llegar al enfermo a quien nadie llega y atender las necesidades que nadie
atiende.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1984-1985 – BUENAS NOTICIAS
12 de mayo de 1985
UNA
ALEGRIA OLVIDADA
para que
mi alegría esté en vosotros...
Quien observa con cierta atención
a las personas, tiene, con frecuencia, la impresión de que la alegría ha huido
de muchas vidas y es difícil recuperarla por mucho que se la busque en
escaparates, salas de fiesta, el ambiente animado de los restaurantes o la
compañía de los amigos.
El misterio de cada individuo es
demasiado grande y profundo para que pueda ser explicado desde fuera. Y, sin
duda, pueden ser muchas las raíces de esa tristeza e insatisfacción que
inútilmente pretendemos disimular.
Pero, casi siempre olvidamos que
hay en nuestra vida una tristeza difusa que no es, muchas veces, sino el rostro
de nuestro vacío interior y de nuestra incoherencia personal.
Hemos exaltado la libertad hasta
el punto de no aceptar apenas limitación moral ni norma ética alguna. Hemos
querido borrar de nuestras vidas el rastro de toda culpabilidad. Nos hemos
permitido avanzar por caminos cada vez menos señalizados. Rara vez nos
preguntamos si somos fieles a nuestras convicciones más profundas. Lo
importante es disfrutar.
Y en esa búsqueda incontrolada de
disfrute, confundimos modernidad con una amoralidad superficial e
irresponsable. Identificamos la «sexualidad adulta» con frivolidad. Reducimos
el goce erótico de la vida a un consumismo sexual vacío de ternura y fidelidad.
Y sin embargo, no se respira
entre nosotros una alegría sana y gratificante. Son muchos los que viven
secretamente insatisfechos de sí mismos. Muchos los que se atormentan con
pensamientos negativos y frustrantes. Hombres y mujeres que sienten su vida
como una inmensa equivocación.
Más aún. Hay creyentes que viven
su vida tratando de ocultarla continuamente a sus propios ojos y a los de Dios.
Cristianos a los que una «mala conciencia» más o menos disimulada, les impide
encontrarse con Dios con espontaneidad y alegría.
Los creyentes hemos olvidado
demasiado el deseo insistente de Jesús de comunicarnos su propia alegría. No
terminamos de creer que el encuentro con Jesucristo pueda ser para nosotros una
fuente de alegría capaz de renovar nuestra existencia en su misma raíz.
Necesitamos escuchar de nuevo las
palabras de Jesús «Os he hablado para que
mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud».
Experimentar de nuevo cómo ‘la tristeza, la mentira, la insatisfacción y el
pecado se nos van lentamente transformando en gozo, luz interior,
reconciliación y acción de gracias, en el encuentro personal con Jesucristo.
No es una alegría estéril sino
una fuerza gozosa que nos ilumina, nos limpia, nos transforma y nos impulsa a
vivir de otra manera. Una alegría que nos libera de la tristeza cuando sentimos
la tentación de desesperar de ios hombres y de nosotros mismos.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1981-1982 – APRENDER A VIVIR
16 de mayo de 1982
UNA
ALEGRIA DIFERENTE
Para que
mi alegría esté con vosotros.
No es fácil la alegría. Los
momentos de auténtica felicidad parecen pequeños paréntesis en medio de una
existencia de donde brotan constantemente el dolor, la inquietud y la
insatisfacción.
El misterio de la verdadera
alegría es algo extraño para muchos hombres y mujeres. Todavía quizás saben reír
a carcajadas, pero han olvidado lo que es una sonrisa gozosa, nacida de lo más
hondo del ser.
Tienen casi todo, pero nada les
satisface de verdad. Están rodeados de objetos muy valiosos y prácticos, pero
no saben apenas nada de amor y amistad. Corren por la vida absorbidos por mil
trabajos y ocupaciones, pero han olvidado que estamos hechos para la alegría.
Por eso, algo se despierta en
nosotros cuando escuchamos las palabras de Jesús: «Os he hablado para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría
llegue a plenitud». Nuestra alegría es frágil, pequeña, y está siempre
amenazada. Pero algo grande se nos promete. Poder compartir la alegría misma de
Jesús. Su alegría puede ser la nuestra.
El pensamiento de Jesús es claro.
Si no hay amor, no hay vida. No hay comunicación con Jesús. No hay experiencia
del Padre. Si falta el amor en nuestra vida, no queda más que vacío y ausencia
de Dios. Podemos hablar de Dios, imaginarlo, pero no experimentarlo como fuente
de alegría verdadera.
Entonces ei vacío se llena de
dioses falsos que toman el puesto del Padre, pero que no pueden hacer brotar en
nuestra existencia la verdadera alegría de la que estamos sedientos.
Quizás los cristianos hemos
meditado poco en la alegría de Jesús, y no hemos aprendido a «disfrutar» de la
vida, siguiendo sus pasos. Sus llamadas a buscar la felicidad verdadera se han
perdido en el vacío, tal vez porque los hombres seguimos obstinados en pensar
que el camino más seguro de encontrarlo es el que pasa por el poder, el dinero
o el sexo.
La. alegría de Jesús es la de
quien vive con una confianza ilimitada y transparente en el Padre. La alegría
del que sabe acoger la vida con agradecimiento y veneración. La alegría del que
ha descubierto que la vida entera es gracia.
Pero la vida se extingue
tristemente en nosotros si la guardamos para nosotros solos, sin acertar a
regalarla. La alegría de Jesús no consiste en disfrutar egoístamente de la
vida. Es la alegría de quien da vida, de quien ayuda a crecer, de quien sabe
crear las condiciones necesarias para que crezca y se desarrolle una vida más
humana.
He aquí una de las enseñanzas
claves del evangelio. Sólo es feliz quien hace un mundo más feliz. Sólo conoce
la alegría quien sabe regalarla. Sólo vive quien hace vivir.
José Antonio Pagola
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