lunes, 5 de marzo de 2012

11/03/2012 - 3º Domingo de Cuaresma (B)

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Homilias de José Antonio Pagola

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11 de marzo de 2012

3º Domingo de Cuaresma (B)



EVANGELIO

Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.

+ Lectura del santo evangelio según san Juan 2, 13-25

Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo:
-«Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.»
Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora.»
Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: - «¿Qué signos nos muestras para obrar así?»
Jesús contestó:
- «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.» Los judíos replicaron:
-«Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?»  pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y, cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús.
Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba con ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre.

Palabra de Dios.

HOMILIA

2011-2012 -
11 de marzo de 2012


LA INDIGNACIÓN DE JESÚS 


Acompañado de sus discípulos, Jesús sube por primera vez a Jerusalén para celebrar las fiestas de Pascua. Al asomarse al recinto que rodea el Templo, se encuentra con un espectáculo inesperado. Vendedores de bueyes, ovejas y palomas ofreciendo a los peregrinos los animales que necesitan para sacrificarlos en honor a Dios. Cambistas instalados en sus mesas traficando con el cambio de monedas paganas por la única moneda oficial aceptada por los sacerdotes.

Jesús se llena de indignación. El narrador describe su reacción de manera muy gráfica: con un látigo saca del recinto sagrado a los animales, vuelca las mesas de los cambistas echando por tierra sus monedas, grita: «No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre».
Jesús se siente como un extraño en aquel lugar. Lo que ven sus ojos nada tiene que ver con el verdadero culto a su Padre. La religión del Templo se ha convertido en un negocio donde los sacerdotes buscan buenos ingresos, y donde los peregrinos tratan de "comprar" a Dios con sus ofrendas. Jesús recuerda seguramente unas palabras del profeta Oseas que repetirá más de una vez a lo largo de su vida: «Así dice Dios: Yo quiero amor y no sacrificios».
Aquel Templo no es la casa de un Dios Padre en la que todos se acogen mutuamente como hermanos y hermanas. Jesús no puede ver allí esa "familia de Dios" que quiere ir formando con sus seguidores. Aquello no es sino un mercado donde cada uno busca su negocio.
No pensemos que Jesús está condenando una religión primitiva, poco evolucionada. Su crítica es más profunda. Dios no puede ser el protector y encubridor de una religión tejida de intereses y egoísmos. Dios es un Padre al que solo se puede dar culto trabajando por una comunidad humana más solidaria y fraterna.
Casi sin darnos cuenta, todos nos podemos convertir hoy en "vendedores y cambistas" que no saben vivir sino buscando solo su propio interés. Estamos convirtiendo el mundo en un gran mercado donde todo se compra y se vende, y corremos el riesgo de vivir incluso la relación con el Misterio de Dios de manera mercantil.
Hemos de hacer de nuestras comunidades cristianas un espacio donde todos nos podamos sentir en la «casa del Padre». Una casa acogedora y cálida donde a nadie se le cierran las puertas, donde a nadie se excluye ni discrimina. Una casa donde aprendemos a escuchar el sufrimiento de los hijos más desvalidos de Dios y no solo nuestro propio interés. Una casa donde podemos invocar a Dios como Padre porque nos sentimos sus hijos y buscamos vivir como hermanos. 

José Antonio Pagola

HOMILIA

2008-2009 -
15 de marzo de 2009

UN TEMPLO NUEVO

Los cuatro evangelistas se hacen eco del gesto provocativo de Jesús expulsando del templo a «vendedores» de animales y «cambistas» de dinero. No puede soportar ver la casa de su Padre llena de gentes que viven del culto. A Dios no se le compra con «sacrificios».
Pero Juan, el último evangelista, añade un diálogo con los judíos en el que Jesús afirma de manera solemne que, tras la destrucción del templo, él «lo levantará en tres días». Nadie puede entender lo que dice. Por eso, el evangelista añade: «Jesús hablaba del templo de su cuerpo».
No olvidemos que Juan está escribiendo su evangelio cuando el templo de Jerusalén lleva veinte o treinta años destruido. Muchos judíos se sienten huérfanos. El templo era el corazón de su religión. ¿Cómo podrán sobrevivir sin la presencia de Dios en medio del pueblo?
El evangelista recuerda a los seguidores de Jesús que ellos no han de sentir nostalgia del viejo templo. Jesús, «destruido» por las autoridades religiosas, pero «resucitado» por el Padre, es el «nuevo templo». No es una metáfora atrevida. Es una realidad que ha de marcar para siempre la relación de los cristianos con Dios.
Para quienes ven en Jesús el nuevo templo donde habita Dios, todo es diferente. Para encontrarse con Dios, no basta entrar en una iglesia. Es necesario acercarse a Jesús, entrar en su proyecto, seguir sus pasos, vivir con su espíritu.
En este nuevo templo que es Jesús, para adorar a Dios no basta el incienso, las aclamaciones ni las liturgias solemnes. Los verdaderos adoradores son aquellos que viven ante Dios «en espíritu y en verdad». La verdadera adoración consiste en vivir con el «Espíritu» de Jesús en la «Verdad» del Evangelio. Sin esto, el culto es «adoración vacía».
Las puertas de este nuevo templo que es Jesús están abiertas a todos. Nadie está excluido. Pueden entrar en él los pecadores, los impuros e, incluso, los paganos. El Dios que habita en Jesús es de todos y para todos. En este templo no se hace discriminación alguna. No hay espacios diferentes para hombres y para mujeres. En Cristo ya «no hay varón y mujer». No hay razas elegidas ni pueblos excluidos. Los únicos preferidos son los necesitados de amor y de vida. Necesitamos iglesias y templos para celebrar a Jesús como Señor, pero él es nuestro verdadero templo.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2005-2006 – POR LOS CAMINOS DE JESÚS
19 de marzo de 2006

LO PRIMERO NO ES LA RELIGIÓN

No convirtáis en mercado la casa de mi Padre.

Todos los evangelios se hacen eco de un gesto audaz y provocativo de Jesús dentro del recinto del templo de Jerusalén. Probablemente no fue muy espectacular. Atropelló a un grupo de vendedores de palomas, volcó las mesas de algunos cambistas y trató de interrumpir la actividad durante algunos momentos. No pudo hacer mucho más.
Sin embargo, aquel gesto cargado de fuerza profética fue lo que desencadenó su detención y rápida ejecución. Atacar el templo era atacar el corazón del pueblo judío: el centro de su vida religiosa, social y política. El Templo era intocable. Allí habitaba el Dios de Israel. ¿Qué sería del pueblo sin su presencia entre ellos?, ¿cómo podrían sobrevivir sin el Templo?
Para Jesús, sin embargo, era el gran obstáculo para acoger el reino de Dios tal como él lo entendía y proclamaba. Su gesto ponía en cuestión el sistema económico, político y religioso sustentado desde aquel «lugar santo». ¿Qué era aquel templo?, ¿signo del reino de Dios y su justicia o símbolo de colaboración con Roma?, ¿casa de oración o almacén de los diezmos y primicias de los campesinos?, ¿santuario del perdón de Dios o justificación de toda clase de injusticias?
Aquello era una «cueva de ladrones». Mientras en el entorno de la «casa de Dios» se acumulaba la riqueza, en las aldeas crecía la miseria de sus hijos. No. Dios no legitimaría jamás una religión como aquella. El Dios de los pobres no podía reinar desde aquel Templo. Con la llegada de su reinado, perdía su razón de ser.
La actuación de Jesús nos pone en guardia a todos sus seguidores y nos obliga a preguntarnos por la religión que estamos cultivando en nuestros templos. Si no está inspirada por Jesús, se puede convertir en una manera «santa» de cerrarnos al proyecto de Dios que Jesús quería impulsar en el mundo. Lo primero no es la religión, sino el reino de Dios.
¿Qué religión es la nuestra?, ¿hace crecer nuestra compasión por los que sufren o nos permite vivir tranquilos en nuestro bienestar?, ¿alimenta sólo nuestros propios intereses o nos pone a trabajar por un mundo más humano y habitable? Si se parece a la del Templo judío, Jesús no la bendeciría.

José Antonio Pagola

HOMILIA

2002-2003 – REACCIONAR
23 de marzo de 2003

EL AMOR NO SE COMPRA

No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.

Cuando Jesús entra en el templo de Jerusalén, no encuentra gentes que buscan a Dios sino comercio religioso. Su actuación violenta frente a «vendedores y cambistas» no es sino la reacción del Profeta que se topa con la religión convertida en mercado.
Aquel templo llamado a ser el lugar en que se había de manifestar la gloria de Dios y su amor fiel al hombre, se ha convertido en lugar de engaño y abusos donde reina el afán de dinero y el comercio interesado.
Quien conozca a Jesús no se extrañará de su indignación. Si algo aparece constantemente en el núcleo mismo de todo su mensaje es la gratuidad de Dios que ama a los hombres sin límites y sólo quiere ver entre ellos amor fraterno y solidario.
Por eso, una vida convertida en mercado donde todo se compra y se vende, incluso la relación con el misterio de Dios, es la perversión más destructora de lo que Jesús quiere promover entre los hombres.
Es cierto que nuestra vida sólo es posible desde el intercambio y el mutuo servicio. Todos vivimos dando y recibiendo. El riesgo está en reducir todas nuestras relaciones a comercio interesado, pensando que en la vida todo consiste en vender y comprar, sacando el máximo provecho a los demás.
Casi sin damos cuenta, nos podemos convertir en «vendedores y cambistas» que no saben hacer otra cosa sino negociar. Hombres y mujeres incapacitados para amar, que han eliminado de su vida todo lo que sea dar.
Es fácil entonces la tentación de negociar incluso con Dios. Se le obsequia con algún culto para quedar bien con él, se pagan misas o se hacen promesas para obtener de él algún beneficio, se cumplen ritos para tenerlo a nuestro favor. Lo grave es olvidar que Dios es amor y el amor no se compra. Por algo repetía Jesús que Dios «quiere amor y no sacrificios» (Mt 12, 7).
Tal vez, lo primero que el hombre de hoy necesita escuchar de la Iglesia es el anuncio de la gratuidad de Dios. En un mundo convertido en mercado donde nada hay gratuito y donde todo es exigido, comprado o ganado, sólo lo gratuito puede seguir fascinando y sorprendiendo pues es el signo más auténtico del amor.
Los creyentes hemos de estar más atentos a no desfigurar a un Dios que es amor gratuito, haciéndolo a nuestra medida, tan triste, egoísta y pequeño como nuestras vidas mercantilizadas.
Quien conoce «la sensación de la gracia» y ha experimentado alguna vez el amor sorprendente de Dios, se siente invitado a irradiar su gratuidad y, probablemente, es quien mejor puede introducir algo bueno y nuevo en esta sociedad donde tantas personas mueren de soledad, aburrimiento y falta de amor.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1999-2000 – COMO ACERTAR
26 de marzo de 2000

LA CASA DE TODOS

La casa de mi Padre.

Según el relato evangélico, cuando Jesús llega a Jerusalén, encuentra el templo lleno de «vendedores y cambistas». Aquella liturgia no es encuentro sincero con Dios, sino culto hipócrita que encierra intereses e injusticias de todo género. Jesús se indigna ante tanta mentira. No tolera un templo que no es ya signo de la presencia salvadora de Dios en medio del pueblo. Aquel templo no es la casa del Padre de todos. No es el lugar donde se acoge a todos fraternalmente corno hermanos y hermanas.
A lo largo de estos años, hemos sido testigos de un hecho doloroso que, por desgracia, se sigue repitiendo entre nosotros. Tras cada asesinato o muerte violenta, las familias cristianas traen sus muertos a la iglesia para ofrecerles la última despedida y orar por ello a Dios. Muchas veces, son celebraciones ejemplares donde la fe y el perdón sincero prevalecen heroicamente sobre los sentimientos de rabia y venganza que quieren apoderarse de familiares y amigos de la víctima.
Pero, ¿qué decir de otras celebraciones en que se pervierte el significado profundo del culto cristiano? ¿Qué sentido tiene instrumentalizar la Eucaristía, signo por excelencia de comunión y fraternidad, para acrecentar sentimientos de odio y venganza? ¿Se puede oír con sinceridad la Palabra de Dios escuchando de El sólo condena para los otros? ¿Se puede «monopolizar a Dios tratando de identificarlo con nuestra causa y nuestros intereses partidistas?
La trágica situación que vivimos en este pueblo hace todavía más urgente la necesidad de encontrar al menos en el templo un espacio donde todos nos dejemos juzgar por el Único que lo hace con justicia y donde, sobre todo, escuchemos la voz de un Padre que nos urge a todos a liberarnos de la violencia insensata, del odio y la venganza.
A lo largo de estos años, se viene manteniendo en la Iglesia una línea de actuación que no siempre es comprendida y respetada. Nunca se da autorización para introducir en los funerales banderas, símbolos o insignias de significado político. Tampoco se deja las iglesias para organizar reivindicaciones de carácter partidista.
Todo ello ha sido, en ocasiones, motivo de protestas y tensiones no pequeñas. Pero en una sociedad en que se quiere introducir la violencia en todos los ámbitos de la vida sin respetar fiestas, celebraciones ni actos religiosos, la Iglesia quiere defender el templo cristiano como un espacio de encuentro, sin convertirlo en lugar de divisiones y enfrentamientos. No lo hace para desentenderse de los problemas y sufrimientos de este pueblo, sino para recordar, de forma humilde pero firme, que ante Dios todos seguimos siendo hermanos.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1996-1997 – DESPERTAR LA FE
02 de marzo de 1997

SIN SITIO PARA DIOS

El celo de tu casa me devora.

Cada vez son más los que toman nota de ese dato que ponía de relieve hace unos años P Richard: Dios está presente en los pueblos pobres y marginados de la Tierra, y se está ocultando lentamente en los pueblos ricos y poderosos. Los países del Tercer Mundo son pobres en poder, dinero y tecnología, pero son más ricos en humanidad y espiritualidad que las sociedades que los marginan.
Tal vez, el viejo relato de Jesús expulsando del Templo a los mercaderes nos pone sobre la pista (no la única) que puede explicar el porqué de este ocultamiento de Dios precisamente en la sociedad del progreso y del bienestar. El contenido esencial de la escena evangélica se puede resumir así: allí donde se busca el propio beneficio no hay sitio para un Dios que es Padre de todos los hombres.
Cuando Jesús llega a Jerusalén no encuentra gente que busca a Dios, sino comercio. El mismo Templo se ha convertido en un gran mercado. Todo se compra y se vende. La religión sigue funcionando, pero nadie escucha a Dios. Su voz queda silenciada por el culto al dinero. Lo único que interesa es el propio beneficio.
Según el evangelista, Jesús actúa movido por «el celo de la casa de Dios». El término griego significa ardor, pasión. Jesús es un «apasionado» por la causa del verdadero Dios y, cuando ve que está siendo desfigurado por intereses económicos, reacciona con pasión denunciando esa religión equivocada e hipócrita.
La actuación de Jesús recuerda las terribles condenas pronunciadas en el pasado por los profetas de Israel. Sólo citaré las palabras que Isaías pone en boca de Dios: «Estoy harto de holocaustos... No me traigáis más dones vacíos ni incienso execrable... Yo detesto vuestras solemnidades y fiestas; se me han vuelto una carga que no soporto. Cuando extendéis las manos, cierro los ojos; aunque multipliquéis las plegarias, no escucharé. Vuestras manos están llenas de sangre. Lavaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones. Cesad de obrar el mal, aprended a obrar el bien. Buscad la justicia, levantad al oprimido; defended al huérfano, proteged a la viuda. Entonces, venid» (Isaías 1, 11-18).
No es extraño que en la «Europa de los mercaderes» se hable hoy de «crisis de Dios» (Gotteskrise). Allí donde se busca la propia ventaja o ganancia sin tener en cuenta el sufrimiento de los necesitados, no hay sitio para el verdadero Dios. Allí el anhelo de la trascendencia se apaga y las exigencias del amor se olvidan. Esta Europa del bienestar donde la crisis de Dios está ya generando una profunda crisis del hombre, necesita escuchar un mensaje claro y apasionado: «Quien no practica la justicia, y quien no ama a su hermano, no es de Dios» (1 Juan 3, 1).

José Antonio Pagola

HOMILIA

1993-1994 – CREER ES OTRA COSA
06 de marzo de 1994

LA VIOLENCIA SE APRENDE

El celo de tu casa me devora.

Ningún ser humano nace con impulsos hostiles o violentos. La violencia se aprende. Esta es la tesis que defiende, junto con otros muchos expertos, el prestigioso psiquiatra, L. Marcos Rojas, en su último libro, «Las semillas de la violencia
Según el profesor de Nueva York, es, sobre todo, el entorno social el que estimula la racionalidad, la tolerancia y la bondad del individuo, o el que, por el contrario, desarrolla en él las semillas del disparate, el odio o la crueldad. Nadie se vuelve violento sin aprendizaje.
A lo largo de estos años se han cometido entre nosotros toda clase de crímenes sangrientos. Esta bárbara violencia ha estado siempre envuelta en un lenguaje legitimador que pretende justificar lo injustificable. Pero nunca hasta ahora se había producido un hecho tan grave como es el cultivar y desarrollar positivamente la violencia de las nuevas generaciones.
Jóvenes casi adolescentes, movilizados por análisis simplistas del problema vasco y por consignas privadas de todo sentido ético, son alimentados en el odio e incitados a la lucha callejera, la destrucción y la siembra de terror.
Este aprendizaje de la violencia exige la puesta en marcha de mecanismos bien conocidos. Para que se pueda despertar la violencia en las conciencias juveniles, es necesario, antes que nada, «fabricar el enemigo». Deshumanizar al otro, incluso «demonizarlo»; propagar falsos estereotipos que lo rebajen como ser humano y lo presenten como merecedor de una agresión justa. Solo así puede crecer el odio en el corazón noble de un joven.
Por otra parte, debe funcionar el mecanismo psicológico de la «proyección», descrito hace mucho por S. Freud. El joven tiene que defenderse de sus impulsos inaceptables de violencia y justificarlos de alguna forma ante sí mismo. Entonces proyecta sus propias actitudes sobre las víctimas. «Los odiamos» se convierte en «nos odian». «Los acosamos» en «nos acosan». Solo esta distorsión le permite proseguir su lucha con una sensación de dignidad.
Estos jóvenes no saben —quizás tampoco quienes los manipulan— que la primera víctima de su violencia serán ellos mismos. Separados de la realidad y marcados por el odio y el fanatismo, su vida será cada vez menos humana y más desdichada. De seguir por ese camino, se convertirán en una juventud perdida para la paz. Habituados a la coacción, la agresión violenta y la destrucción, poco podrán aportar a una convivencia más justa y tolerante.
La actuación de Jesús en el templo de Jerusalén no es una acción de violencia destructora, sino el gesto de un profeta que reacciona indignado contra lo que pervierte el culto a Dios y destruye la convivencia fraterna. Este pueblo no necesita sembradores de odios y violencias, sino hombres y mujeres que sepan reaccionar con indignación frente a todo lo que va contra el ser humano.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1990-1991 – DESPERTAR LA ESPERANZA
03 de marzo de 1991

EL AMOR NO SE COMPRA

No convirtáis en un mercado
la casa de mi Padre

Cuando Jesús entra en el templo de Jerusalén, no encuentra gentes que buscan a Dios sino comercio religioso. Su actuación violenta frente a “vendedores y cambistas” no es sino la reacción del Profeta que se topa con la religión convertida en mercado.
Aquel templo llamado a ser el lugar en que se había de manifestar la gloría de Dios y su amor fiel al hombre, se ha convertido en lugar de engaño y abusos donde reina el afán de dinero y el comercio interesado.
Quien conozca a Jesús no se extrañará de su indignación. Si algo aparece constantemente en el núcleo mismo de todo su mensaje es la gratuidad de Dios que ama a los hombres sin límites y sólo quiere ver entre ellos amor fraterno y solidario.
Por eso, una vida convertida en mercado donde todo se compra y se vende, incluso la relación con el misterio de Dios, es la perversión más destructora de lo que Jesús quiere promover entre los hombres.
Es cierto que nuestra vida sólo es posible desde el intercambio y el mutuo servicio. Todos vivimos dando y recibiendo. El riesgo está en reducir todas nuestras relaciones a comercio interesado, pensando que en la vida todo consiste en vender y comprar, sacando el máximo provecho a los demás.
Casi sin darnos cuenta, nos podemos convertir en “vendedores y cambistas” que no saben hacer otra cosa sino negociar. Hombres y mujeres incapacitados para amar, que han eliminado de su vida todo lo que sea dar.
Es fácil entonces la tentación de negociar incluso con Dios. Se le obsequia con algún culto para quedar bien con él, se pagan misas o se hacen promesas para obtener de él algún beneficio, se cumplen ritos para tenerlo a nuestro favor. Lo grave es olvidar que Dios es amor y el amor no se compra. Por algo repetía Jesús que Dios “quiere amor y no sacrificios” (Mt 12,7).
Tal vez, lo primero que el hombre de hoy necesita escuchar de la Iglesia es el anuncio de la gratuidad de Dios. En un mundo convertido en mercado donde nada hay gratuito y donde todo es exigido, comprado o ganado, sólo lo gratuito puede seguir fascinando y sorprendiendo pues es el signo más auténtico del amor.
Los creyentes hemos de estar más atentos a no desfigurar a un Dios que es amor gratuito, haciéndolo a nuestra medida, tan triste, egoísta y pequeño como nuestras vidas mercantilizadas.
Quien conoce “la sensación de la gracia” y ha experimentado alguna vez el amor sorprendente de Dios, se siente invitado a irradiar su gratuidad y, probablemente, es quien mejor puede introducir algo bueno y nuevo en esta sociedad donde tantas personas mueren de soledad, aburrimiento y falta de amor.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1987-1988 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
06 de marzo de 1988

EL CUERPO

Hablaba del templo de su cuerpo.

Durante mucho tiempo el hombre occidental ha ignorado su cuerpo como algo superfluo o poco importante. Hoy las cosas parecen haber cambiado notablemente.
Un interés nuevo y casi febril se ha despertado en la sociedad moderna. Ha llegado el momento de cuidar el cuerpo y rodearlo de toda clase de atenciones y solicitudes.
Lo primero es la salud. Hay que preocuparse de la higiene, cuidar ‘la línea», controlar el peso. Se hace casi indispensable el chequeo periódico, la alimentación dietética, el régimen adecuado.
Todo es poco para mantenerse en forma. Masajes, sauna, “footing”, yoga o acupuntura. Hay que conservarse joven y fuerte.
Pero no se trata sólo de cuidar el buen funcionamiento del organismo. El hombre contemporáneo comienza a sentir y vivir su cuerpo de manera distinta.
Las generaciones actuales aprenden hoy técnicas de relajación, expresión corporal o comunicación sensible, totalmente desconocidas entre nosotros sólo hace unos años.
Hemos de valorar y celebrar en su justa medida este redescubrimiento del cuerpo. Es algo que puede ayudar a muchos hombres y “mujeres a crecer de manera más sana y armoniosa.
Esta afirmación del cuerpo será todavía más positiva y humanizadora si no olvidamos dónde radica su grandeza y dignidad.
El evangelista Juan nos recuerda que Jesús «hablaba del templo de su cuerpo» Sabemos que San Pablo, por su parte, lo considera “santuario del Espíritu Santo”.
El cuerpo no es algo vacío y hueco, privado de interioridad. En nuestro cuerpo crece y se expansiona ese Espíritu de Dios que alimenta nuestro ser.
El cuerpo no es sólo una máquina cuyo buen funcionamiento hemos de asegurar. Nosotros mismos somos cuerpo, materia viva, animada por el Espíritu del Creador.
Cuando esto se olvida, el declive corporal puede convertirse en verdadera tragedia. Hay que disimular los estigmas de la vejez, borrar las arrugas, hacerse la cirugía estética, retrasar la muerte.
Todo inútil. Cansado en tantas luchas y combates, gastado en tantos trabajos y penalidades, el cuerpo nos conduce humildemente hacia ese Dios de cuyas manos un día nacimos.
En el corazón del creyente brota entonces una esperanza. Este templo será reconstruido y levantado de nuevo. Cristo es nuestra esperanza.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1984-1985 – BUENAS NOTICIAS
10 de marzo de 1985

EL CULTO AL DINERO

No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.

Hay algo alarmante en nuestra sociedad que nunca denunciaremos lo bastante. Vivimos en una civilización que tiene como eje de pensamiento y criterio de actuación, la secreta convicción de que lo importante y decisivo no es lo que uno es sino lo que tiene.
Se ha dicho que el dinero es «el símbolo e ídolo de nuestra civilización» (Miguel Delibes). Y de hecho, son mayoría los que le rinden y sacrifican todo su ser.
J. Galbraith, el gran teórico del capitalismo moderno, describe así el poder del dinero en su obra «La sociedad de la abundancia». El dinero «trae consigo tres ventajas fundamentales: primero, el goce del poder que presta al hombre; segundo, la posesión real de todas las cosas que pueden comprarse con dinero; tercero, el prestigio o respeto de que goza el rico gracias a su riqueza».
Cuantas personas, sin atreverse a confesarlo, saben que en su vida, lo decisivo, lo importante y definitivo es ganar dinero, adquirir un bienestar material, lograr un prestigio económico.
Aquí está sin duda, una de las quiebras más graves de nuestra civilización. El hombre occidental se ha hecho materialista y, a pesar de sus grandes proclamas sobre la libertad, la justicia o la solidaridad, apenas cree en otra cosa que no sea el dinero.
y, sin embargo, hay poca gente feliz. Con dinero se puede montar un piso agradable, pero no crear un hogar cálido. Con dinero se puede comprar una cama cómoda, pero no un sueño tranquilo. Con dinero se puede adquirir nuevas relaciones pero no despertar una verdadera amistad. Con dinero se puede comprar placer pero no felicidad.
Pero, los creyentes hemos de recordar algo más. El dinero abre todas las puertas, pero nunca abre la puerta de nuestro corazón a Dios.
No estamos acostumbrados los cristianos a la imagen violenta de un Mesías fustigando a las gentes con un azote en las manos. Y, sin embargo, ésa es la reacción de Jesús al encontrarse con hombres que, incluso en el templo, no saben buscar otra cosa sino su propio negocio.
El templo deja de ser lugar de encuentro con el Padre cuando nuestra vida es un mercado donde sólo se rinde culto al dinero. Y no puede haber una relación filial con Dios Padre cuando nuestras relaciones con los demás están mediatizadas sólo por intereses de dinero.
Imposible entender algo del amor, la ternura y la acogida de Dios a los hombres cuando uno vive comprando o vendiéndolo todo, movido únicamente por e1 deseo de «negociar» su propio bienestar.

José Antonio Pagola

HOMILIA

1981-1982 – APRENDER A VIVIR
14 de marzo de 1982

AMBIGÜEDAD DEL CULTO

No convirtáis en un mercado
la casa de mi Padre.

En la década de los años 60, los llamados «teólogos de la muerte de Dios» profetizaron la rápida desaparición de la fe en Dios y el espectacular derrumbe de lo religioso en la sociedad moderna.
Apenas han pasado unos años, y ya ha perdido toda actualidad aquella moda teológica. Dios no ha muerto. Lo religioso sigue persistiendo, y la fe no parece abocada a una rápida desaparición.
Sin duda, la crisis religiosa es profunda y se plantea en las raíces mismas de nuestra civilización. Pero no se puede afirmar ligeramente que lo religioso esté desapareciendo para siempre. Si se escucha el parecer de sociólogos y teólogos, se diría casi lo contrario. «Desde el punto de vista de los datos empíricos, no hay razones para pensar que la religiosidad en general, y la práctica religiosa en concreto, estén en vías de desaparición, sino más bien de todo lo contrario». (J. M. Castillo).
El interés por el misterio, la atracción por ciertas prácticas de piedad, el acercamiento a los sacramentos en los momentos más decisivos de la vida (Bautismo, Matrimonio, funeral) no han descendido como se esperaba.
Pero, uno no puede menos de hacerse la pregunta: ¿qué hay tras esa religiosidad? ¿qué se esconde en esa liturgia? ¿qué se busca a través de ese culto? ¿con qué Dios se encuentran estos hombres y mujeres en el templo?
La actuación de Jesús en el templo de Jerusalén nos pone en guardia frente a posibles ambigüedades, ambivalencias y manipulaciones de lo cultual.
También nosotros hemos de preguntarnos en qué hemos convertido «la casa del Padre». ¿Son nuestras iglesias lugar donde nos encontramos con el Padre de todos, que nos urge a preocuparnos de los hermanos, o el lugar en que tratamos de poner a Dios al servicio de nuestros intereses egoístas?
¿Qué son nuestras celebraciones? ¿Un encuentro con el Dios vivo de Jesucristo que nos impulsa a construir su reino y buscar su justicia, o la puesta en práctica de unos mecanismos de los que esperamos obtener efectos tranquilizadores?
¿Qué son nuestros encuentros dominicales? ¿Una escucha sincera de las exigencias y las promesas del evangelio y una celebración de nuestro compromiso de fraternidad, o el cumplimiento de una obligación rutinaria y aburrida que nos permite una «cierta seguridad» ante Dios?
Sólo hay una manera de que nuestras iglesias sean «casa del Padre»: celebrar un culto que nos comprometa a vivir como hermanos.

José Antonio Pagola

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