El pasado 2 de octubre de 2014, José Antonio Pagola nos visitó en la Parroquia de San Pedro Apóstol de la Iglesia de Sopela, dándonos la conferencia: Volver a Jesucristo. Iniciar la reacción.
Pulsando aquí podréis disfrutar de ella.
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¡Volver a Jesucristo! Iniciar la reacción.
Video de la Conferencia de Jose Antonio Pagola.
José Antonio Pagola: He recibido con satisfacción la resolución definitiva de la Congregación Romana para la Doctrina de la Fe sobre mi libro, Jesús.Aproximación histórica.
Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor (B)
EVANGELIO
Él
había de resucitar de entre los muertos.
+ Lectura del santo evangelio según san Juan
20, 1-9
El primer día de la semana, María Magdalena
fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada
del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro
y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo:
-«Se han llevado del sepulcro al Señor y no
sabemos dónde lo han puesto. »
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del
sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro;
se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el
suelo; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y
entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían
cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio
aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el
que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura : que él había
de resucitar de entre los muertos.
Palabra de Dios.
HOMILIA
2017-2018 -
1 de abril de 2018
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(Ver homilía del 8 de abril de
2012)
José Antonio Pagola
HOMILIA
2016-2017 -
16 de abril de 2017
HOMILIA
2015-2016 -
27 de marzo de 2016
¿DÓNDE
BUSCAR AL QUE VIVE?
La fe en Jesús, resucitado por el
Padre, no brotó de manera natural y espontánea en el corazón de los discípulos.
Antes de encontrarse con él, lleno de vida, los evangelistas hablan de su desorientación,
su búsqueda en torno al sepulcro, sus interrogantes e incertidumbres.
María de Magdala es el mejor
prototipo de lo que acontece probablemente en todos. Según el relato de Juan,
busca al crucificado en medio de tinieblas, «cuando aún estaba oscuro». Como es natural, lo
busca «en el sepulcro». Todavía no
sabe que la muerte ha sido vencida. Por eso, el vacío del sepulcro la deja
desconcertada. Sin Jesús, se siente perdida.
Los otros evangelistas recogen
otra tradición que describe la búsqueda de todo el grupo de mujeres. No pueden
olvidar al Maestro que las ha acogido como discípulas: su amor las lleva hasta
el sepulcro. No encuentran allí a Jesús, pero escuchan el mensaje que les
indica hacia dónde han de orientar su búsqueda: « ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha
resucitado».
La fe en Cristo resucitado no
nace tampoco hoy en nosotros de forma espontánea, sólo porque lo hemos
escuchado desde niños a catequistas y predicadores. Para abrirnos a la fe en la
resurrección de Jesús, hemos de hacer nuestro propio recorrido. Es decisivo no
olvidar a Jesús, amarlo con pasión y buscarlo con todas nuestras fuerzas, pero
no en el mundo de los muertos. Al que vive hay que buscarlo donde hay vida.
Si queremos encontrarnos con Cristo
resucitado, lleno de vida y de fuerza creadora, lo hemos de buscar, no en una
religión muerta, reducida al cumplimiento y la observancia externa de leyes y
normas, sino allí donde se vive según el Espíritu de Jesús, acogido con fe, con
amor y con responsabilidad por sus seguidores.
Lo hemos de buscar, no entre
cristianos divididos y enfrentados en luchas estériles, vacías de amor a Jesús
y de pasión por el Evangelio, sino allí donde vamos construyendo comunidades
que ponen a Cristo en su centro porque, saben que «donde están reunidos dos o tres en su nombre, allí está Él».
Al que vive no lo encontraremos
en una fe estancada y rutinaria, gastada por toda clase de tópicos y fórmulas
vacías de experiencia, sino buscando una calidad nueva en nuestra relación con
él y en nuestra identificación con su proyecto. Un Jesús apagado e inerte, que
no enamora ni seduce, que no toca los corazones ni contagia su libertad, es un
"Jesús muerto". No es el Cristo vivo, resucitado por el Padre. No es
el que vive y hace vivir.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2014-2015 -
5 de abril de 2015
ID A
GALILEA. ALLÍ LO VERÉIS
El relato evangélico que se lee
en la noche pascual es de una importancia excepcional. No sólo se anuncia la
gran noticia de que el crucificado ha sido resucitado por Dios. Se nos indica,
además, el camino que hemos de recorrer para verlo y encontrarnos con él.
Marcos habla de tres mujeres
admirables que no pueden olvidar a Jesús. Son María de Magdala, María la de
Santiago y Salomé. En sus corazones se ha despertado un proyecto absurdo que
sólo puede nacer de su amor apasionado: «comprar aromas para ir al sepulcro a
embalsamar su cadáver».
Lo sorprendente es que, al llegar
al sepulcro, observan que está abierto. Cuando se acercan más, ven a un «joven
vestido de blanco» que las tranquiliza de su sobresalto y les anuncia algo que
jamás hubieran sospechado.
«¿Buscáis a Jesús de Nazaret, el
crucificado?». Es un error buscarlo en el mundo de los muertos. «No está aquí».
Jesús no es un difunto más. No es el momento de llorarlo y rendirle homenajes.
«Ha resucitado». Está vivo para siempre. Nunca podrá ser encontrado en el mundo
de lo muerto, lo extinguido, lo acabado.
Pero, si no está en el sepulcro,
¿dónde se le puede ver?, ¿dónde nos podemos encontrar con él? El joven les
recuerda a las mujeres algo que ya les había dicho Jesús: «Él va delante de
vosotros a Galilea. Allí lo veréis». Para «ver» al resucitado hay que volver a
Galilea. ¿Por qué? ¿Para qué?
Al resucitado no se le puede
«ver» sin hacer su propio recorrido. Para experimentarlo lleno de vida en medio
de nosotros, hay que volver al punto de partida y hacer la experiencia de lo
que ha sido esa vida que ha llevado a Jesús a la crucifixión y resurrección. Si
no es así, la «Resurrección» será para nosotros una doctrina sublime, un dogma
sagrado, pero no experimentaremos a Jesús vivo en nosotros.
Galilea ha sido el escenario
principal de su actuación. Allí le han visto sus discípulos curar, perdonar,
liberar, acoger, despertar en todos una esperanza nueva. Ahora sus seguidores
hemos de hacer lo mismo. No estamos solos. El resucitado va delante de
nosotros. Lo iremos viendo si caminamos tras sus pasos. Lo más decisivo para
experimentar al «resucitado» no es el estudio de la teología ni la celebración
litúrgica sino el seguimiento fiel a Jesús.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2013-2014 -
20 de abril de 2014
HOMILIA
2012-2013 -
31 de marzo de 2013
ENCONTRARNOS CON EL RESUCITADO
Según
el relato de Juan, María de Magdala es la primera que va al sepulcro, cuando
todavía está oscuro, y descubre desconsolada que está vacío. Le falta Jesús. El
Maestro que la había comprendido y curado. El Profeta al que había seguido
fielmente hasta el final. ¿A quién seguirá ahora? Así se lamenta ante los
discípulos: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo
han puesto".
Estas
palabras de María podrían expresar la experiencia que viven hoy no pocos
cristianos: ¿Qué hemos hecho de Jesús resucitado? ¿Quién se lo ha llevado?
¿Dónde lo hemos puesto? El Señor en quien creemos, ¿es un Cristo lleno de vida
o un Cristo cuyo recuerdo se va apagando poco a poco en los corazones?
Es
un error que busquemos "pruebas" para creer con más firmeza. No basta
acudir al magisterio de la Iglesia. Es inútil indagar en las exposiciones de
los teólogos. Para encontrarnos con el Resucitado es necesario, ante todo,
hacer un recorrido interior. Si no lo encontramos dentro de nosotros, no lo
encontraremos en ninguna parte.
Juan
describe, un poco más tarde, a María corriendo de una parte a otra para buscar
alguna información. Y, cuando ve a Jesús, cegada por el dolor y las lágrimas,
no logra reconocerlo. Piensa que es el encargado del huerto. Jesús solo le hace
una pregunta: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿a quién buscas?".
Tal
vez hemos de preguntarnos también nosotros algo semejante. ¿Por qué nuestra fe
es a veces tan triste? ¿Cuál es la causa última de esa falta de alegría entre
nosotros? ¿Qué buscamos los cristianos de hoy? ¿Qué añoramos? ¿Andamos buscando
a un Jesús al que necesitamos sentir lleno de vida en nuestras comunidades?
Según
el relato, Jesús está hablando con María, pero ella no sabe que es Jesús. Es
entonces cuando Jesús la llama por su nombre, con la misma ternura que ponía en
su voz cuando caminaban por Galilea: "¡María!". Ella se vuelve
rápida: "Rabbuní, Maestro".
María
se encuentra con el Resucitado cuando se siente llamada personalmente por él.
Es así. Jesús se nos muestra lleno de vida, cuando nos sentimos llamados por
nuestro propio nombre, y escuchamos la invitación que nos hace a cada uno. Es
entonces cuando nuestra fe crece.
No
reavivaremos nuestra fe en Cristo resucitado alimentándola solo desde fuera. No
nos encontraremos con él, si no buscamos el contacto vivo con su persona.
Probablemente, es el amor a Jesús conocido por los evangelios y buscado
personalmente en el fondo de nuestro corazón, el que mejor puede conducirnos al
encuentro con el Resucitado.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2011-2012 -
8 de abril de 2012
MISTERIO
DE ESPERANZA
Creer en el Resucitado es
resistirnos a aceptar que nuestra vida es solo un pequeño paréntesis entre dos
inmensos vacíos. Apoyándonos en Jesús resucitado por Dios, intuimos, deseamos y
creemos que Dios está conduciendo hacia su verdadera plenitud el anhelo de
vida, de justicia y de paz que se encierra en el corazón de la Humanidad y en
la creación entera.
Creer en el Resucitado es
rebelarnos con todas nuestras fuerzas a que esa inmensa mayoría de hombres,
mujeres y niños, que solo han conocido en esta vida miseria, humillación y
sufrimientos, queden olvidados para siempre.
Creer en el Resucitado es confiar
en una vida donde ya no habrá pobreza ni dolor, nadie estará triste, nadie
tendrá que llorar. Por fin podremos ver a los que vienen en pateras llegar a su
verdadera patria.
Creer en el Resucitado es
acercarnos con esperanza a tantas personas sin salud, enfermos crónicos,
discapacitados físicos y psíquicos, personas hundidas en la depresión, cansadas
de vivir y de luchar. Un día conocerán lo que es vivir con paz y salud total.
Escucharán las palabras del Padre: "Entra para siempre en el gozo de tu
Señor".
Creer en el Resucitado es no
resignarnos a que Dios sea para siempre un "Dios oculto" del que no
podamos conocer su mirada, su ternura y sus abrazos. Lo encontraremos encarnado
para siempre gloriosamente en Jesús.
Creer en el Resucitado es confiar
en que nuestros esfuerzos por un mundo más humano y dichoso no se perderán en
el vacío. Un día feliz, los últimos serán los primeros y las prostitutas nos
precederán en el Reino.
Creer en el Resucitado es saber
que todo lo que aquí ha quedado a medias, lo que no ha podido ser, lo que hemos
estropeado con nuestra torpeza o nuestro pecado, todo alcanzará en Dios su
plenitud. Nada se perderá de lo que hemos vivido con amor o a lo que hemos
renunciado por amor.
Creer en el Resucitado es esperar
que las horas alegres y las experiencias amargas, las "huellas" que
hemos dejado en las personas y en las cosas, lo que hemos construido o hemos
disfrutado generosamente, quedará transfigurado. Ya no conoceremos la amistad
que termina, la fiesta que se acaba ni la despedida que entristece. Dios será
todo en todos.
Creer en el Resucitado es creer
que un día escucharemos estas increíbles palabras que el libro del Apocalipsis
pone en boca de Dios: "Yo soy el origen y el final de todo. Al que tenga
sed, yo le daré gratis del manantial del agua de la vida. Ya no habrá muerte ni
habrá llanto, no habrá gritos ni fatigas porque todo eso habrá pasado”.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2010-2011 -
24 de abril de 2011
JESÚS
TENÍA RAZÓN
¿Qué sentimos los seguidores de
Jesús cuando nos atrevemos a creer de verdad que Dios ha resucitado a Jesús?
¿Qué vivimos mientras seguimos caminando tras sus pasos? ¿Cómo nos comunicamos
con él cuando lo experimentamos lleno de vida?
Jesús resucitado, tenías razón.
Es verdad cuanto nos has dicho de Dios. Ahora sabemos que es un Padre fiel,
digno de toda confianza. Un Dios que nos ama más allá de la muerte. Le
seguiremos llamando "Padre" con más fe que nunca, como tú nos
enseñaste. Sabemos que no nos defraudará.
Jesús resucitado, tenías razón.
Ahora sabemos que Dios es amigo de la vida. Ahora empezamos a entender mejor tu
pasión por una vida más sana, justa y dichosa para todos. Ahora comprendemos
por qué anteponías la salud de los enfermos a cualquier norma o tradición
religiosa. Siguiendo tus pasos, viviremos curando la vida y aliviando el
sufrimiento. Pondremos siempre la religión al servicio de las personas.
Jesús resucitado, tenías razón.
Ahora sabemos que Dios hace justicia a las víctimas inocentes: hace triunfar la
vida sobre la muerte, el bien sobre el mal, la verdad sobre la mentira, el amor
sobre el odio. Seguiremos luchando contra el mal, la mentira y el odio.
Buscaremos siempre el reino de ese Dios y su justicia. Sabemos que es lo
primero que el Padre quiere de nosotros.
Jesús resucitado, tenías razón.
Ahora sabemos que Dios se identifica con los crucificados, nunca con los
verdugos. Empezamos a entender por qué estabas siempre con los dolientes y por
qué defendías tanto a los pobres, los hambrientos y despreciados. Defenderemos
a los más débiles y vulnerables, a los maltratados por la sociedad y olvidados
por la religión. En adelante, escucharemos mejor tu llamada a ser compasivos
como el Padre del cielo.
Jesús resucitado, tenías razón.
Ahora empezamos a entender un poco tus palabras más duras y extrañas.
Comenzamos a intuir que el que pierda su vida por ti y por tu Evangelio, la va
a salvar. Ahora comprendemos por qué nos invitas a seguirte hasta el final cargando
cada día con la cruz. Seguiremos sufriendo un poco por ti y por tu Evangelio,
pero muy pronto compartiremos contigo el abrazo del Padre.
Jesús resucitado, tenías razón.
Ahora estás vivo para siempre y te haces presente en medio de nosotros cuando
nos reunimos dos o tres en tu nombre. Ahora sabemos que no estamos solos, que
tú nos acompañas mientras caminamos hacia el Padre. Escucharemos tu voz cuando
leamos tu evangelio. Nos alimentaremos de ti cuando celebremos tu Cena. Estarás
con nosotros hasta el final de los tiempos.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2009-2010 – CON LOS OJOS FIJOS EN JESÚS
4 de abril de 2010
¿DÓNDE
BUSCAR AL QUE VIVE?
(Ver homilía del ciclo C -
2015-2016)
José Antonio Pagola
HOMILIA
2008-2009 – RECUPERAR EL EVANGELIO.
12 de abril de 2009 - Mc
16, 1-7
Va
delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis.
ID A
GALILEA. ALLÍ LO VERÉIS
(Ver homilía del 5 de abril de
2015)
José Antonio Pagola
HOMILIA
2007-2008 - RECREADOS POR JESÚS
23 de marzo de 2008
LAS CICATRICES
DEL RESUCITADO
… que él
había de resucitar.
«Vosotros lo matasteis, pero Dios lo resucitó». Esto es lo que
predican con fe los discípulos de Jesús por las calles de Jerusalén a los pocos
días de su ejecución. Para ellos, la resurrección es la respuesta de Dios a la
acción injusta y criminal de quienes han querido callar para siempre su voz y
anular de raíz su proyecto de un mundo más justo.
No lo hemos de olvidar jamás. En
el corazón de nuestra fe hay un crucificado al que Dios le ha dado la razón. En
el centro mismo de la Iglesia
hay una víctima a la que Dios ha hecho justicia. Una vida «crucificada», pero
motivada y vivida con el espíritu de Jesús, no terminará en fracaso sino en
resurrección.
Esto cambia totalmente el sentido
de nuestros esfuerzos, penas, trabajos y sufrimientos por un mundo más humano y
una vida más dichosa para todos. Vivir pensando en los que sufren, estar cerca
de los más desvalidos, echar una mano a los indefensos.., seguir los pasos de
Jesús no es algo absurdo. Es caminar hacia el Misterio de un Dios que
resucitará para siempre nuestras vidas.
Los pequeños abusos que podamos
padecer, las injusticias, rechazos o incomprensiones que podamos sufrir, son
heridas que un día cicatrizarán para siempre. Hemos de aprender a mirar con más
fe las cicatrices del resucitado. Así serán un día nuestras heridas de hoy.
Cicatrices curadas por Dios para siempre.
Esta fe nos sostiene por dentro y
nos hace más fuertes para seguir corriendo riesgos. Poco a poco hemos de ir
aprendiendo a no quejamos tanto, a no vivir siempre lamentándonos del mal que
hay en el mundo y en la
Iglesia , a no sentirnos siempre víctimas de los demás. ¿Por
qué no podemos vivir como Jesús diciendo: «Nadie me quita la vida, sino que soy
yo quien la doy»?
Seguir al crucificado hasta
compartir con él la resurrección es, en definitiva, aprender a «dar la vida»,
el tiempo, nuestras fuerzas y tal vez nuestra salud por amor. No nos faltarán
heridas, cansancio y fatigas. Una esperanza nos sostiene: Un día «Dios enjugará las lágrimas de nuestros ojos,
y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas porque todo este
mundo viejo habrá pasado».
José Antonio Pagola
HOMILIA
2006-2007 – HACERNOS DISCÍPULOS DE JESÚS
8 de abril de 2007
NO ESTÁ
ENTRE LOS MUERTOS
No
sabemos dónde lo han puesto.
¿Por qué
buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado. Según
Lucas, éste es el mensaje que escuchan las mujeres en el sepulcro de Jesús. Sin
duda, el mensaje que hemos de escuchar también hoy sus seguidores. ¿Por qué
buscamos a Jesús en el mundo de la muerte? ¿Por qué cometemos siempre el mismo
error?
¿Por qué buscamos a Jesús en
tradiciones muertas, en fórmulas anacrónicas o en citas gastadas? ¿Cómo nos
encontraremos con él, si no alimentamos el contacto vivo con su persona, si no
captamos bien su intención de fondo y nos identificamos con su proyecto de una
vida más digna y justa para todos?
¿Cómo nos encontraremos con el que vive, ahogando entre nosotros la
vida, apagando la creatividad, alimentando el pasado, autocensurando nuestra
fuerza evangelizadora, suprimiendo la alegría entre los seguidores de Jesús?
¿Cómo vamos a acoger su saludo de
Paz a vosotros, si vivimos
descalificándonos unos a otros? ¿Cómo vamos a sentir la alegría del resucitado,
si estamos introduciendo miedo en la Iglesia? Y, ¿cómo nos vamos a liberar de
tantos miedos, si nuestro miedo principal es encontramos con el Jesús vivo y
concreto que nos transmiten los evangelios?
¿Cómo contagiaremos fe en Jesús
vivo, si no sentimos nunca arder nuestro
corazón, como los discípulos de Emaús? ¿Cómo le seguiremos de cerca, si
hemos olvidado la experiencia de reconocerlo vivo en medio de nosotros, cuando
nos reunimos en su nombre?
¿Dónde lo vamos a encontrar hoy,
en este mundo injusto e insensible al sufrimiento ajeno, si no lo queremos ver
en los pequeños, los humillados y crucificados? ¿Dónde vamos a escuchar su
llamada, si nos tapamos los oídos para no oír los gritos de los que sufren
cerca o lejos de nosotros?
Cuando María Magdalena y sus compañeras
contaron a los apóstoles el mensaje que habían escuchado en el sepulcro, ellos no las creyeron. Este es también hoy
nuestro riesgo: no escuchar a quienes siguen a un Jesús vivo.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2005-2006 – POR LOS CAMINOS DE JESÚS
16 de abril de 2006
LAS
CICATRICES DEL RESUCITADO
(Ver homilía del 23 de marzo de
2008)
José Antonio Pagola
HOMILIA
2004-2005 – AL ESTILO DE JESÚS
27 de marzo de 2005
CONFIANZA
… que él
había de resucitar.
La «confianza» es una palabra
humilde, sencilla, natural, pero es al mismo tiempo una de las mas esenciales
para vivir. Sin confianza no hay amor, no hay fe, no hay vida. Sin confianza «caminamos solos, aislados en una especie de
“túnel” construido con nuestros problemas, nuestras preocupaciones y nuestras
inquietudes» (O. Clement).
A veces se olvida que Pascua es,
antes que nada, la fiesta de la confianza. Ahora sabemos en manos de quién
estamos. Nuestra vida, creada por Dios con amor infinito, no se pierde en la
muerte. Todos estamos englobados en el misterio de la resurrección de Cristo.
No hay nadie que no este incluido en ese destino último de vida plena.
En el fondo, todos nuestros
miedos y angustias brotan de la angustia ante la muerte. Tenemos miedo al
dolor, a la vejez, la desgracia, la incertidumbre, la soledad. Nos agarramos a
todo lo que nos pueda dar algo de seguridad, consistencia o felicidad.
Proyectamos sobre los otros nuestra angustia tratando de sobresalir y dominar,
luchando por tener «algo» o ser «alguien».
La fiesta de Pascua nos invita a
reemplazar la angustia de la muerte por la certeza de la resurrección. Si
Cristo ha resucitado, la muerte no tiene la última palabra. Podemos vivir con
confianza. Podemos esperar más allá de la muerte. Podemos avanzar sin caer en
la tristeza de la vejez, sin hundimos en la soledad y el pesimismo, sin
agarrarnos al consumismo, a la droga, al erotismo y a tantas formas de olvido y
evasión.
Vivir desde esta confianza no es
dejar de ser lúcido. Sentimos en nuestra propia carne la fragilidad, el
sufrimiento y la enfermedad. La muerte parece amenazamos por todas partes. El
hambre y el horror de la guerra destruyen a poblaciones enteras. Siguen la
tortura, el exterminio y la crueldad. La confianza en la victoria final de la
vida no nos vuelve insensibles. Al contrario, nos hace sufrir y compartir con
más profundidad las desgracias y sufrimientos de la gente.
Llevamos dentro de nuestro
corazón la alegría de la resurrección, pero, por eso precisamente, nos
enfrentamos a tanta insensatez que arranca a las personas la dignidad, la
alegría y la vida.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2003-2004 – A QUIÉN IREMOS
11 de abril de 2004
EL NUEVO
ROSTRO DE DIOS
Que había
de resucitar de entre los muertos.
Ya no volvieron a ser los mismos.
El encuentro con Jesús, lleno de vida después de su ejecución, transformó
totalmente a sus discípulos. Lo empezaron a ver todo de manera nueva. Dios era
el resucitador de Jesús. Pronto sacaron las consecuencias.
Dios es
amigo de la vida. No había ahora ninguna duda. Lo que había dicho Jesús era
verdad: «Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos». Los hombres podrán
destruir la vida de mil maneras, pero si Dios ha resucitado a Jesús, esto
significa que sólo quiere la vida para sus hijos. No estamos solos ni perdidos
ante la muerte. Podemos contar con un Padre que, por encima de todo, incluso
por encima de la muerte, nos quiere ver llenos de vida. En adelante, sólo hay
una manera cristiana de vivir. Se resume así: poner vida donde otros ponen
muerte.
Dios es de
los pobres. Lo había dicho Jesús de muchas maneras, pero no era fácil
creerle. Ahora es distinto. Si Dios ha resucitado a Jesús, quiere decir que es
verdad: «felices los pobres porque le tienen a Dios». La última palabra no la
tiene Tiberio ni Pilato, la última decisión no es de Caifás ni de Anás. Dios es
el último defensor de los que no interesan a nadie. Sólo hay una manera de
parecerse a él: defender a los pequeños e indefensos.
Dios
resucita a los crucificados. Dios ha reaccionado frente a la injusticia
criminal de quienes han crucificado a Jesús. Si lo ha resucitado es porque
quiere introducir justicia por encima de tanto abuso y crueldad como se comete
en el mundo. Dios no está del lado de los que crucifican, está con los
crucificados. Sólo hay una manera de imitarlo: estar siempre junto a los que
sufren, luchar siempre contra los que hacen sufrir.
Dios
secará nuestras lágrimas. Dios ha resucitado a Jesús. El rechazado
por todos ha sido acogido por Dios. El despreciado ha sido glorificado. El
muerto está más vivo que nunca. Ahora sabemos cómo es Dios. Un día él «enjugará todas nuestras lágrimas, y no
habrá ya muerte, no habrá gritos ni fatigas. Todo eso habrá pasado».
José Antonio Pagola
HOMILIA
2002-2003 – REACCIONAR
20 de abril de 2003
DIOS LE
HA DADO LA RAZÓN
Cuando
aún estaba oscuro.
La fuente más antigua que
poseemos sobre la vida de los primeros cristianos es un escrito redactado hacia
el año ochenta. Se le llama tradicionalmente «Los Hechos de los Apóstoles». Según este escrito, los primeros que
hablaron de Jesús resucitado seguían siempre el mismo guión: «Vosotros (los poderosos) lo matasteis, pero Dios lo resucitó».
Éste fue el primer esquema de la
predicación pascual. Los poderosos han querido eliminar a Jesús y apagar su
voz. Nadie ha de oír que los últimos son los primeros para Dios. Por eso, han
interrumpido violentamente su predicación. Muerto Jesús, todo volverá al orden.
Pero, inesperadamente, Dios lo ha resucitado.
Esta es la gran noticia. Dios le
ha dado la razón al crucificado desautorizando a sus crucificadores. El
rechazado por todos ha sido acogido. El despreciado ha sido glorificado. El
muerto está más vivo que nunca. Se confirma lo que Jesús predicaba: Dios se
identifica con los crucificados.
Nadie sufre que Dios no sufra.
Ningún grito deja de ser escuchado. Ninguna queja se pierde en el vacío. Los
«niños de la calle», de Bucarest o Sao Paulo tienen Padre. Las mujeres
ultrajadas por su pareja tienen un último defensor. Los jóvenes que se suicidan
en Europa acaban su vida acompañados por Dios. Y Dios sólo quiere la vida, la
vida eterna, la vida para todos. Lo vislumbramos ya en la gloria del
resucitado.
Ese Dios que ha resucitado a
Jesús está en nuestras lágrimas y penas como consuelo misterioso. Está en
nuestras depresiones como presencia callada que acompaña en la soledad y
tristeza incomprendidas. Está en nuestro pecado como amor misericordioso que
nos soporta con paciencia infinita. Estará incluso en nuestra muerte
conduciéndonos a la vida, cuando parezca extinguirse.
Hoy es la fiesta de los que se
sienten solos y perdidos, de los enfermos incurables y de los moribundos. Es la
fiesta de los que viven muertos por dentro y sin fuerza para resucitar. La
fiesta de los que sufren en silencio agobiados por el peso de la vida o la
mediocridad de su corazón. Es la fiesta de los mortales porque Dios es nuestra
resurrección.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2001-2002 – CON FUEGO
31 de marzo de 2002
RESUCITAR
NUESTRA VIDA
Había de
resucitar de entre los muertos.
La fiesta de Pascua no es sólo
una celebración litúrgica. Es, antes que nada, una manifestación del amor
poderoso de Dios que hemos de celebrar, vivir y disfrutar en el fondo de
nuestro ser. ¿Es posible experimentar hoy su fuerza vivificadora?
Lo primero es tomar conciencia de
que la vida está habitada por un Misterio acogedor que Jesús llamaba Padre. En
el mundo hay tanto mal y tal «exceso» de sufrimiento que la vida nos puede
parecer algo caótico y absurdo. No es así. Aunque, a veces, no sea fácil
experimentarlo, nuestra existencia está sostenida y dirigida por Dios hacia una
plenitud final.
Esto lo hemos de empezar a vivir
desde cada uno de nosotros: yo soy amado por Dios; a mí me espera una plenitud
sin fin. Hay tal acumulación de frustraciones en nosotros, nos queremos a veces
tan poco, nos despreciamos tanto, que po demos ahogar en nosotros la
alegría de vivir. Dios resucitador puede despertar de nuevo nuestra confianza y
nuestro gozo.
A pesar de tantas noticias, datos
y experiencias en contra, podemos vivir sin angustiamos por el futuro. Vivimos,
a veces, con tal tensión y ansiedad que se nos puede hacer dificii trabajar con
fe por un mundo más humano. La resurrección de Jesús nos pone ante el verdadero
horizonte de todo.
No es la muerte quien tiene la última
palabra sobre el dolor y la muerte, sino Dios. Es su amor salvador el que
reconstruye y da sentido a nuestros sufrimientos, fracasos y muertes. Hay tanta
muerte injusta, tanta enfermedad dolorosa, tanta vida sin sentido, que podemos
hundimos en la desesperanza. La resurrección de Jesús nos recuerda que Dios
existe y salva. Él nos hará conocer la vida plena que aquí no hemos conocido.
Celebrar la resurrección de Jesús
es abrimos a la energía vivificadora de Dios. El verdadero enemigo de la vida
no es el sufrimiento sino la tristeza. Nos falta pasión por la vida y compasión
por los que sufren. Y nos sobra apatía, compulsión hacia la propia felicidad y
hedonismo barato que nos hace vivir sin disfrutar lo mejor de la existencia: el
amor. La Pascua puede ser fuente y estímulo de una vida nueva.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2000-2001 – BUSCAR LAS RAÍCES
15 de abril de 2001
NO
CUALQUIER ALEGRIA
Que él
había de resucitar de entre los muertos.
¿Se puede celebrar la Pascua
cuando en buena parte del mundo es Viernes Santo? ¿Es posible la alegría cuando
tanta gente sigue crucificada? ¿No hay algo de falsedad y cinismo en nuestros
cantos de gozo pascual? No son preguntas retóricas, sino interrogantes que le
nacen al creyente desde el fondo de su corazón cristiano.
Parece que sólo podríamos vivir
alegres en un mundo sin llantos ni dolor, aplazando nuestros cantos y fiestas
hasta que llegue un mundo feliz para todos, y reprimiendo nuestro gozo para no
ofender el dolor de las víctimas. La pregunta es inevitable: si no hay alegría
para todos, ¿qué alegría podemos alimentar en nosotros?
Ciertamente, no se puede celebrar
la Pascua de cualquier manera. La alegría pascual no tiene nada que ver con la
satisfacción de unos hombres y mujeres que celebran complacidos su propio
bienestar, ajenos al dolor de los demás. No es una alegría que se vive y se
mantiene a base de olvidar a quienes sólo conocen una vida desgraciada.
La alegría pascual es otra cosa.
Estamos alegres, no porque han desaparecido el hambre y las guerras, ni porque
han cesado las lágrimas, sino porque sabemos que Dios quiere la vida, la
justicia y la felicidad de los desdichados. Y lo va a lograr. Un día, «enjugará toda lágrima de sus ojos, y no
habrá ya muerte, ni habrá más llanto, ni gritos, ni dolor» (Ap 21, 4). Un
día, todo eso habrá pasado.
Nuestra alegría pascual se
alimenta de esta esperanza. Por eso, no olvidamos a quienes sufren. Al
contrario, nos dejamos conmover y afectar por su dolor, dejamos que nos
incomoden y molesten. Saber que Dios hará justicia a los crucificados no nos
vuelve insensibles. Nos anima a luchar contra la insensatez y la maldad hasta
el fin de los tiempos. No lo hemos de olvidar nunca: cuando huimos del
sufrimiento de los crucificados no estamos celebrando la Pascua del Señor, sino
nuestro propio egoísmo.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1999-2000 – COMO ACERTAR
23 de abril de 2000
CONFIANZA
(Ver homilía del 27 de marzo de
2005)
José Antonio Pagola
HOMILIA
1998-1999 – FUERZA PARA VIVIR
4 de abril de 1999
RECUPERAR
AL RESUCITADO
Había de
resucitar de entre los muertos.
Para no pocos cristianos, la Resurrección de Jesús
es sólo un hecho del pasado. Algo que le sucedió al muerto Jesús después de ser
ejecutado en las afueras de Jerusalén hace aproximadamente dos mil años. Un
acontecimiento, por tanto, que on el paso del tiempo se aleja cada vez más de
nosotros perdiendo fuerza para influir en el presente.
Para otros, la Resurrección de
Cristo es, ante todo, un dogma que hay que creer y confesar. Una verdad que
está en el Credo como otras verdades de fe, pero cuya eficacia real no se sabe
muy bien en qué pueda consistir. Son cristianos que tienen fe, pero no conocen
«la fuerza de la fe»; no saben por experiencia lo que es vivir fundamentando la
vida en el Resucitado.
Las consecuencias pueden ser
graves. Si pierden el contacto vivo con el Resucitado, los cristianos se quedan
sin Aquel que es su «Espíritu vivificador».
La Iglesia
puede entrar entonces en un proceso de envejecimiento, rutina y decadencia.
Puede crecer sociológicamente pero debilitarse al mismo tiempo por dentro; su
cuerpo puede ser grande y poderoso, pero su fuerza transformadora pequeña.
Si no hay contacto con Cristo
como alguien que está vivo y da vida, Jesús se queda en un personaje del pasado
al que se puede admirar pero que no hace arder los corazones; su Evangelio se
reduce a «letra muerta», sabida y desgastada, que ya no hace vivir. El vacío
que deja Cristo resucitado comienza entonces a ser llenado por la autoridad, la
doctrina, la teología, los ritos o la actividad pastoral. Pero nada de eso da
vida si en su raíz falta el Resucitado.
Pocas cosas pueden desvirtuar más
el ser y el quehacer de los cristianos que el pretender sustituir con la
institución, la teología o la organización lo que sólo puede brotar de la
fuerza vivificadora del Resucitado. Por eso, es urgente recuperar la
experiencia fundante que se vivió al comienzo. Los primeros discípulos
experimentan la fuerza secreta de la resurrección de Cristo, viven «algo» que
transforma sus vidas. Como dice san Pablo, conocen «el poder de la resurrección» (Flp 3, 10). El exégeta suizo R. Pesch afirma que la experiencia
primera consistió en que «los discípulos
se dejan coger fascinar y transformar» por el Resucitado. En definitiva,
eso es celebrar la Pascua.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1997-1998 – UN CAMINO DIFERENTE
12 de abril de 1998
SÍ A LA
VIDA
Vio y
creyó.
La resurrección de Cristo
despierta en el creyente la esperanza en una vida eterna más allá de la muerte,
pero es, al mismo tiempo, un estímulo decisivo para impulsar la vida ahora
mismo en esta tierra. Los teólogos señalan con razón que la luz con que Cristo
resucitado se aparece a los discípulos no fue considerada como «resplandor de la mañana de la eternidad»,
sino como «luz del primer día de la nueva
creación» (J. Moltmann). La Pascua no es sólo anuncio de vida eterna. Es
también «vivificación» de nuestra condición actual.
Creer en la resurrección de
Cristo es mucho más que adherirse a un dogma. De la fe pascual nace en el
verdadero creyente un amor nuevo a la vida. Una afirmación de la vida a pesar
de los males, las injusticias, los sufrimientos y la misma muerte. Una lucha
apasionada contra todo lo que puede ahogarla, estropearla o destruirla.
Este amor a la vida cura
recuerdos dolorosos y libera de miedos y humillaciones que bloquean la
expansión sana de la persona. Dios nos quiere llenos de vida. Esta convicción
pascual conduce a luchar contra la resignación y la pasividad. Orienta nuestra
libertad hacia todo lo que es vida y ayuda a desplegar las posibilidades que
Dios ha sembrado en cada ser humano.
Este sí total a la vida es una de
las primeras experiencias del Espíritu del Resucitado al que no sin razón se le
llama «fons vitae», fuente de vida.
Quien vive de él no se acostumbra a la muerte, no se hace insensible a las
víctimas, no se entumece ante los que sufren. Decir sí a la vida es decir no a
la violencia y la destrucción, no a la miseria y al hambre, no a lo que mata y
envilece.
Este amor a la vida genera una
«vitalidad» que nada tiene que ver con las filosofías vitalistas enraizadas en la «voluntad de poder» (E Nietzsche) o
con el «culto a la salud» de la
sociedad occidental. Es más bien «el
coraje de existir» (P Tillich) propio de quien vive con la esperanza de que
Dios ama la vida, quiere para el hombre la vida y tiene poder para resucitarla
cuando queda destruida por la muerte.
En uno de los primeros discursos
que se recuerdan de los discípulos, Pedro llama al Resucitado «el autor de la vida» (Hch 3, 15). Es
una expresión de hondo contenido, pues realmente Cristo resucitado es el que
engendra en nosotros verdadera vida. Es bueno recordarlo y celebrarlo en esta
mañana de Pascua.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1996-1997 – DESPERTAR LA FE
30 de marzo de 1997
DIOS
QUIERE LA VIDA
… que él
había de resucitar de entre los muertos.
«Yo no
disfruto con la muerte de nadie.» Así dice Dios por boca del
profeta Ezequiel (18, 32). Este es el
primer pensamiento que brota dentro de mí en esta mañana de Pascua. Dios no
quiere la muerte. Es amigo de la vida, quiere para todos la vida. La muerte le
hace sufrir hasta el punto de que ha querido experimentarla desde dentro para
abrir a la Humanidad un camino hacia la resurrección.
Son muchas las ideologías nacidas
este siglo, que han predicado la nada después de la muerte. Su mensaje siempre
es el mismo: somos una «composición físico-química» que, durante unos años,
escapa del mundo material para desarrollar un curioso tipo de existencia libre
y consciente, pero, al morir, todos volvemos al oscuro universo del mundo
mineral. Sin embargo, el ser humano no aprende a resignarse. Desde lo más hondo
de su ser sigue anhelando vida y vida eterna. Como decía Miguel de Unamuno, lo importante es saber si podemos vivir con esa
esperanza. Lo demás es retórica. Si no hay vida eterna, nada ni nadie nos puede
consolar de la muerte.
La actitud profunda de Dios ante
la muerte está bien recogida en la actuación de Jesús junto a la tumba de su
amigo Lázaro. El evangelio destaca dos momentos: «Jesús se echó a llorar» (Juan 11, 35). Es el versículo más breve
de las Escrituras, pero basta para captar el amor y la reacción de Dios ante la
muerte humana. Después, grita con fuerte voz: «Lázaro, sal fuera» (Juan 11, 43). Un grito que expresa la actuación
poderosa de Dios, capaz de liberar al hombre de su fatal destino.
Según una larga tradición
cristiana, sólo existe en definitiva un pecado: no creer en el Dios de la vida,
olvidar su fuerza resucitadora, no esperar en Dios nuestro Salvador. Así dice Isaac el Sirio con su conocido ardor:
«El pecado consiste en no comprender la gracia de la resurrección. ¿Dónde está
el infierno, que nos pueda atormentar? ¿Dónde está la condenación que nos pueda
atemorizar hasta el punto de vencer la alegría del amor que Dios nos tiene?»
Pascua es la fiesta que nos
revela el amor redentor de Dios, la verdad última, el milagro de la vida eterna
que nos espera. No hay vacío ni destrucción final. No hay muerte eterna. Hay
vida y resurrección. Nada ni nadie nos separará del amor de Dios. Entonces «toda carne verá a Dios» (Isaías 15, 3).
José Antonio Pagola
HOMILIA
1995-1996 – SANAR LA VIDA
7 de abril de 1996
EL
CORAZÓN DEL MUNDO
Había de
resucitar de entre los muertos.
Por eso, la Pascua no es propiamente
una «fiesta exclusiva» para cristianos. Algo que afecta sólo a la Iglesia. Es el hecho
más decisivo para la humanidad. Un acontecimiento universal que lo orienta y
arrastra todo hacia la salvación.
A K Rahner le gustaba decir que el Resucitado es «el corazón del
mundo», la energía secreta que sostiene el cosmos y lo impulsa hacia su
verdadero destino, la ley secreta que lo mueve todo, la fuerza creadora de Dios
que atrae la historia del hombre y del mundo hacia su vida misteriosa e
insondable.
Todo esto se nos escapa porque
aún estamos en camino. Hoy todo está todavía entremezclado. Conocemos la vida y
la muerte, el sentido y el sinsentido, el disfrute y el dolor, los éxitos y el
fracaso. En el fondo, parece que nos habita una esperanza secreta: vivimos
buscando una vida feliz y eterna. Pero todo queda luego a medias. ¿Por qué
vamos a pretender la inmortalidad?
Estas son las grandes preguntas
que lleva dentro de sí el ser humano, por mucho que la trivialidad o el
escepticismo de estos tiempos quieran borrarlas de su corazón. ¿Tenemos motivos
verdaderos y fundados para vivir y morir con esperanza? Todo lo demás, como
decía Miguel de Unamuno, es retórica.
Si no hay vida eterna, nada ni nadie nos puede consolar de la muerte.
Por eso, lo más grande y también
lo más atrevido del cristianismo es la fe en la resurrección. Cristo resucitado
está vivo en su palabra evangélica aunque a no pocos les parezca hoy utópica o
vacía. Está vivo en la Iglesia
aunque su ser más hondo no sea a veces captado ni por los que viven dentro de
ella. Está vivo en el corazón de todos los hombres y mujeres, despertando en
ellos un hambre de amor, de justicia y de vida, que no puede ser saciado en
esta tierra que ahora conocemos. Dios se ha convertido en «la inquietud eterna
de este mundo» (K. Rahner).
Sería una falsificación mezquina
de la fe pascual reducirla a esperar la vida eterna sólo para uno mismo. «Dios quiere que todos los hombres se salven
y lleguen a conocer la verdad» (1 Tm 2, 4). Si en este día de Pascua se
despierta dentro de mí un gozo único es porque espero la vida eterna de Dios,
sobre todo, para tanta gente a la que veo sufrir en este mundo sin conocer la
dicha y la paz.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1994-1995 – VIVIR DESPIERTOS
16 de abril de 1995
LA PROPIA
EXPERIENCIA
Vio y
creyó.
No es suficiente el testimonio de
los primeros discípulos para que se despierte en nosotros la fe en Cristo
resucitado. No bastan tampoco las explicaciones de los exégetas o los
argumentos de los teólogos. La resurrección de Cristo es un acontecimiento que,
por su propia naturaleza, supera lo que un ser humano puede testificar a otros.
Sin duda, es legítimo y necesario
analizar con rigor lo acontecido después de la ejecución de Jesús y tratar de
comprobar a qué se debe esa transformación radical de unos hombres que antes se
resistían a creer en Jesús y ahora arriesgan su vida por el resucitado. Este testimonio
apostólico constituye el punto de arranque de la fe cristiana, pero no basta
para «fundamentar» el acto de fe de cada creyente. Para que se despierte la «fe
pascual» es necesaria también la propia experiencia de cada uno.
El planteamiento acertado podría
formularse así: Estos primeros discípulos han vivido unas determinadas
experiencias que a ellos los han llevado a creer en Cristo resucitado. ¿Con qué
experiencias podemos contar nosotros hoy para agregarnos a su fe? Apoyados en
su testimonio, ¿qué nos puede llevar a nosotros a creer en un Cristo vivo?
Sugiero dos experiencias básicas.
Muchas personas no saben lo que
es leer personalmente el Evangelio y, con ello, se privan de una experiencia
fundamental: la escucha directa de las palabras de Jesús. Quien lo hace, no
puede evitar tarde o temprano una pregunta decisiva: ¿Con qué me encuentro
aquí?, ¿con las palabras de un profeta del pasado, cuyo contenido resulta cada
vez más anacrónico y desfasado a medida que pasan los años y los siglos, o con
el mensaje de alguien que está vivo y sigue hablando palabras que son «espíritu
y vida»? ¿Es lo mismo leer a Platón o Dostoievski que escuchar este mensaje?
Otra experiencia básica es la
eucaristía cristiana vivida con el corazón abierto al misterio. ¿Qué es esa
liturgia?, ¿un entretenimiento religioso de fin de semana para satisfacer
necesidades oscuras del ser humano o encuentro con alguien que está vivo?,
¿cantamos sin ser escuchados por nadie?, ¿nos dirigimos a un difunto
desaparecido hace mucho tiempo?, ¿la comunión es sólo un hermoso símbolo vacío
de contenido real? O más bien ¿somos alimentados y confortados por alguien que
sigue vivo en medio de nosotros? ¿Es lo mismo celebrar un congreso sobre Hegel
que reunirnos en nombre de Cristo para confesar nuestra esperanza?
Ante el misterio último de la
vida donde se sitúa en definitiva la fe en Cristo resucitado no sirven los
discursos teóricos ni las explicaciones de otros. Cada uno ha de hacer su
propio recorrido y vivir su experiencia. De lo contrario corre el riesgo de
hablar «de oídas». La fiesta de Pascua es una invitación a abrir el corazón.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1993-1994 – CREER ES OTRA COSA
3 de abril de 1994
UNA
ESPERANZA DIFERENTE
...que él
había de resucitar de entre los muertos.
Hay creyentes que, al celebrar la
resurrección de Cristo, ponen su mirada en el pasado, en lo que le sucedió al Crucificado. Su atención se centra,
sobre todo, en ese gesto creador del Padre que levantó de la muerte a Jesús
para introducirlo en la vida plena de Dios. Esta manera de vivir la
resurrección hace brotar el canto, la alabanza y la acción de gracias a ese
Dios que no abandona nunca a quien confía en él.
Sin negar esta intervención de
Dios, hay creyentes que viven la resurrección de Jesús como una experiencia presente, que ilumina y renueva su
existencia. Cristo está hoy vivo, «resucitando» nuestras vidas. Esta manera de
vivir la resurrección genera una fe semejante a la de san Pablo: «Ya no soy yo quien vive. Es Cristo quien
vive en mí.»
Pero hay otro camino para vivir
la resurrección de Cristo, que fue fundamental en la experiencia de los
primeros creyentes y puede tener una importancia particular en estos tiempos de
crisis y desencanto. La resurrección de Cristo nos impulsa a mirar el futuro con esperanza. Es importante
saber qué le sucedió al muerto Jesús en el pasado. Es fundamental vivir la
adhesión a un Cristo vivo en el presente. Pero todo alcanza su verdadera
orientación cuando acertamos a vivir con la esperanza puesta en Cristo resucitado
y en el futuro que desde él se nos promete.
Quien vive animado por la fe en
la resurrección de Cristo pone su mirada en el futuro. No permanece esclavo de
las heridas y pecados que ha podido haber en su pasado. No se detiene tampoco
en las crisis y sufrimientos del presente. Mira siempre hacia adelante, hacia
lo que nos espera. Lo que todavía está oculto pero se nos anuncia ya en Cristo
resucitado.
Esta esperanza genera una manera
nueva de estar en la vida. El cristiano lo ve todo en marcha, en gestación,
moviéndose hacia su realización plena. No se contenta con las cosas tal como
son hoy; busca lo venidero. Nada aquí es definitivo, ni nuestros logros ni
nuestros fracasos. Todo es penúltimo. Todo es caminar hacia la «resurrección
final.» Por eso, el pecado contra la esperanza cristiana no necesita
manifestarse como «desesperación». Basta con vivir sin horizonte, sin «futuro último» (J Moltmann),
absolutizando lo inmediato, volcados en el presente como si esta vida de cada
día lo agotara todo.
La fiesta de Pascua es una
llamada a despertar en nosotros la esperanza cristiana, y a recordar algo
demasiado olvidado, incluso, por los que nos decimos creyentes: «Aquí no tenemos ciudad permanente, andamos
en busca de la futura» (Hb 13, 14).
José Antonio Pagola
HOMILIA
1992-1993 – CON HORIZONTE
11 de abril de 1993
AFIRMAR LA VIDA
Había de
resucitar de entre los muertos.
Hace algunos días, después de una
conferencia sobre la resurrección de Cristo, una persona pidió la palabra para
decirme más o menos lo siguiente: «Después de la resurrección de Cristo, la
historia de los hombres ha proseguido como siempre. Nada ha cambiado. ¿Para qué
sirve entonces creer que Cristo ha resucitado? ¿En qué puede cambiar mi vida de
hoy?»
Yo sé que no es fácil transmitir
a otro la propia experiencia de fe. ¿Cómo se le explica con palabras la luz
interior, la esperanza, la dinámica que genera el vivir apoyado radicalmente en
Cristo resucitado? Pero es bueno que los creyentes expongamos desde dónde
vivimos la vida.
Lo primero es experimentar una
gran confianza ante la existencia. No estamos solos. No caminamos perdidos y
sin meta. A pesar de nuestro pecado y mezquindad, los hombres somos acogidos
por Dios. Nunca meditaremos lo suficiente el saludo que Cristo, brutalmente crucificado
días antes, repite ahora una y otra vez: «Paz
a vosotros.» La humanidad puede contar con el perdón.
Podemos vivir, además, con
libertad, sin dejamos esclavizar por el deseo de posesión y de placer. No
necesitamos «devorar» el tiempo como si ya no hubiera nada más. No hay por qué
atraparlo todo y vivir «estrujando» la vida antes de que se termine. Se puede
vivir de manera más sensata. La
Vida es mucho más que esta vida. No hemos hecho más que
«empezar» a vivir.
Podemos, también, vivir con
generosidad, comprometiéndonos a fondo en favor de los demás. Vivir amando con
desinterés no es perder la vida, es ganarla para siempre. Desde la resurrección
de Cristo sabemos que el amor es más fuerte que la muerte. Vivir haciendo el
bien es la forma más acertada de adentramos en el misterio del más allá.
Por otra parte, disfrutamos de
todo lo hermoso y bueno que hay en la vida, acogiendo con gozo las experiencias
de paz, de comunión amorosa o de solidaridad. Aunque fragmentarias, son
experiencias donde se nos manifiesta la salvación de Dios. Un día, todo lo que
aquí no ha podido ser, lo que ha quedado a medias, lo que ha sido arruinado por
la enfermedad, la traición o el desagradecimiento, verá su plenitud.
Sabemos que un día llegará
nuestro morir. Hay muchas formas de acercarse a este acontecimiento decisivo.
El creyente no muere hacia una oscuridad, un vacío, una nada. Con fe humilde se
entrega al misterio confiándose al amor insondable de Dios.
«La fe en la resurrección —ha
escrito Manuel Fraijó— es una fe difícil
de compartir. En cambio, no es difícil de admirar. Representa un noble esfuerzo
por seguir afirmando la vida incluso allí donde ésta sucumbe derrotada por la
muerte». Esta es la fe en Cristo resucitado que los cristianos celebramos en
este día de Pascua.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1991-1992 – SIN PERDER LA DIRECCIÓN
19 de abril de 1992
VIVIR
RESUCITANDO
Vio y
creyó.
Los cristianos hablamos casi
siempre de la resurrección de Cristo como de un acontecimiento que constituye
el fundamento de nuestra propia resurrección y es promesa de vida eterna, más
allá de la muerte. Pero, muchas veces, se nos olvida que esta resurrección de
Cristo es, al mismo tiempo, el punto de partida para vivir ya desde ahora de
manera renovada y con un dinamismo nuevo.
Quien ha entendido un poco lo que
significa la resurrección del Señor, se siente urgido a vivir ya esta vida como
«un proceso de resurrección», muriendo al pecado y a todo aquello que nos
deshumaniza, y resucitando a una vida nueva, más humana y más plena.
No hemos de olvidar que el pecado
no es sólo ofensa a Dios. Al mismo tiempo, es algo que paga siempre con la
muerte, pues mata en nosotros el amor, oscurece la verdad en nuestra
conciencia, apaga la alegría interior, arruina nuestra dignidad humana.
Por eso, vivir «resucitando» es
hacer crecer en nosotros la vida, liberarnos del egoísmo estéril y parasitario,
iluminar nuestra existencia con una luz nueva, reavivar en nosotros la
capacidad de amar y de crear vida.
Tal vez, el primer signo de esta
vida renovada es la alegría. Esa alegría de los discípulos «al ver al Señor». Una alegría que no
proviene de la satisfacción de nuestros deseos ni del placer que producen las
cosas poseídas ni del éxito que vamos logrando en la vida. Una alegría
diferente que nos inunda desde dentro y que tiene su origen en la confianza
total en ese Dios que nos ama por encima de todo, incluso, por encima de la
muerte.
Hablando de esta alegría, Macario el Grande dice que, a veces, a
los creyentes «se les inunda el espíritu de una alegría y de un amor tal que,
si fuera posible, acogerían a todos los hombres en su corazón, sin distinguir
entre buenos y malos)). Es cierto. Esta alegría pascual impulsa al creyente a
perdonar y acoger a todos los hombres, incluso a los más enemigos, porque
nosotros mismos hemos sido acogidos y perdonados por Dios.
Por otra parte, de esta
experiencia pascual nace una actitud nueva de esperanza frente a todas las
adversidades y sufrimientos de la vida, una serenidad diferente ante los
conflictos y problemas diarios, una paciencia grande con cualquier persona.
Esta experiencia pascual es tan
central para la vida cristiana que puede decirse sin exagerar que ser cristiano
es, precisamente, hacer esta experiencia y desgranarla luego en vivencias,
actitudes y comportamiento a lo largo de la vida.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1990-1991 – DESPERTAR LA ESPERANZA
31 de marzo de 1991
CRISTO
SIGUE VIVO
El primer
día de la semana...
Los discípulos describen de
diversas maneras la experiencia que han vivido después de la muerte de Jesús y
acuden a procedimientos diferentes para sugerir lo que les ha acontecido. Pero
siempre vienen a decir lo mismo: Jesús vive y está de nuevo con ellos
reavivando sus vidas.
Lo importante es que recuperan a
Jesús como alguien que vive y viene a su encuentro. Todo lo demás pasa a
segundo término. Lo que cambia totalmente sus vidas es esa presencia viva de
Jesús al que habían perdido en la muerte.
Esta fue la experiencia
fundamental de los discípulos y ésta es siempre la verdadera experiencia
pascual: encontrarnos de nuevo con un Cristo que vive en el interior mismo de
nuestra vida poniendo esperanza nueva a todo. Experimentar que Jesús no es algo
acabado sino alguien que sigue vivo impulsando nuestras pobres vidas hacia su
plenitud.
Por eso, cuando escuchamos las
palabras recogidas por los evangelistas, no estamos escuchando el mensaje más o
menos interesante de un líder ya difunto. Esas palabras están brotando hoy
mismo del resucitado y nos llegan a nosotros con su primer frescor, como
palabras que son “espíritu y vida“.
Para quien cree en el resucitado,
lo importante no es analizar lo que dice este predicador o lo que escribe aquel
teólogo. Lo decisivo es escuchar a ese Cristo vivo que hoy nos sigue hablando
desde lo hondo de nuestro ser: “Mira que
estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en
su casa” (Ap 3, 20).
Tal vez, nuestra mejor manera de
vivir la Pascua es irnos desprendiendo de un Jesús visto sólo como un personaje
del pasado y recuperar a Cristo como alguien vivo y operativo en nuestras
vidas. Cristo resucita hoy para nosotros cuando, de alguna manera, podemos
repetir las palabras de San Pablo: “Ya no
vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 20).
Por eso, lo más importante no es
creer que Jesús, hace aproximadamente dos mil años, curó ciegos, limpió
leprosos, hizo caminar a cojos o resucitó muertos. Lo realmente decisivo es
experimentar que hoy Cristo nos enseña a ver la vida con otra profundidad, nos
ayuda a vivir de manera más limpia y humana, nos hace caminar con esperanza y
va resucitando en nosotros todo lo bueno.
Cuando se produce una verdadera
experiencia pascual, el creyente siente de alguna manera que una vida nueva se
abre ante él. Entiende las palabras que el Apocalipsis pone en boca del
resucitado: “Yo he abierto ante ti una
puerta que nadie puede cerrar” (Ap 3, 8).
José Antonio Pagola
HOMILIA
1989-1990 – NUNCA ES TARDE
15 de abril de 1990
Había de resucitar
de entre los muertos.
de entre los muertos.
Así
se llama a la Pascua
en una antigua liturgia oriental. «Fiesta de las fiestas» porque sólo en ella
se puede fundar toda otra fiesta verdadera.
De
hecho, si no hay resurrección, la muerte seguirá teniendo la última palabra, y
las fiestas de los hombres terminarán tarde o temprano en el sabor amargo de
una muerte que está siempre ahí, amenazándolo todo.
No
nos resulta hoy fácil evocar el júbilo indescriptible y la exaltación gozosa
con que han vivido la Pascua
las primeras generaciones cristianas. Los cantos y aleluyas, la música y hasta
la danza se suman a la fiesta. Según Hipólito de Roma, el propio
Resucitado es «el primer bailarín» y la Iglesia su «novia que danza con él».
Pascua
es la fiesta de la fidelidad y el amor increíble de Dios a sus criaturas. Lo
recuerda S. Juan Crisóstomo en una homilía que se lee todavía hoy en las
iglesias ortodoxas la noche de Pascua: «Que nadie llore aún sus pecados, porque
el perdón ha resplandecido de la tumba. Que nadie tema a la muerte, porque la
muerte del Señor nos ha liberado».
Pascua
es «la alegría inmensa» de descubrir y experimentar el perdón insondable,
incondicional y eterno de Dios. Isaac el Sirio lo expresaba así: «El
pecado de toda la humanidad, en comparación con la misericordia de Dios, es un
puñado de arena en el inmenso mar».
Nuestro
verdadero pecado, según él, consistiría en no creer ni confiar suficientemente
en la resurrección de Cristo que «nos resucita a la alegría de su amor». En
adelante, lo decisivo no es temer el juicio de Dios o merecer la salvación,
sino creer en el amor de Dios y abrirnos confiadamente a la vida que nos
ofrece.
Por
eso, nadie ha de ser excluido de esta fiesta de Pascua. S. Juan Crisóstomo invita
a todos a disfrutar de ella: los que han vivido la conversión cuaresmal y los
que permanecen todavía en su pecado. Tocios pueden acercarse sin temor:
creyentes fervientes y hombres mediocres, los santos y los pecadores. A todos
se les ofrece el perdón y la vida.
Esta
es la fiesta que nos revela la verdad última de todo, el misterio profundo de
la existencia, el milagro de vida eterna que nos espera a cada ser y a cada
cosa. No hay soledad. No hay vacío ni caos final. Nada nos separará del amor de
Dios.
Pascua
es una invitación a vivir «en estado de fiesta» aun en medio de los combates de
la vida cotidiana. S. Ambrosio de Milán nos invita a enraizar nuestra
existencia en el Resucitado con esta palabras: «Si quieres curarte de tus
heridas, El es médico; si ardes de sed, El es fuente; si necesitas ayuda, El es
fuerza; si temes la muerte, El es vida; si huyes de las tinieblas, El es la
luz; si tienes hambre, El es alimento».
José Antonio Pagola
HOMILIA
1988-1989 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
26 de marzo de 1989
ACONTECIMIENTO
DECISIVO
Vio y
creyó...
No es fácil evocar hoy la
“explosión de vida” que significó la resurrección de Jesús que puso en marcha
el cristianismo.
No nos damos cuenta hasta qué
punto estamos configurados por una cultura obsesionada por el análisis y la
valoración de “los fenómenos observables”, pero miope para sintonizar con todo
aquello que no pueda ser reducido a datos controlables.
Nos creemos superiores a
generaciones pasadas sólo porque hemos logrado técnicas más sofisticadas para
verificar la realidad de nuestro pequeño mundo y no nos damos cuenta de que
hemos perdido capacidad para abrirnos a las realidades más importantes de la
existencia.
La resurrección no es un
acontecimiento más, que puede y debe ser aislado y analizado desde fuera. No es
un fenómeno que hay que iluminar desde el exterior, darle un sentido desde
otras verificaciones más sólidas y fiables.
La resurrección, por el
contrario, es el acontecimiento decisivo
desde donde se nos revela el misterio último de todo, el que lo ilumina todo
desde su interior, el que da sentido a toda nuestra existencia.
La resurrección de Jesucristo o
nos atrae hacia el misterio de Dios y nos hace entrar en relación con la Vida
que nos espera o queda reducido a un fenómeno “curioso” e inaccesible que
todavía tiene un impacto religioso en personas “ingenuas” que no han sabido
adaptarse aún a la sociedad del progreso.
Sin embargo, la salvación de
Jesucristo resucitado es ofrecida a todas las generaciones y a todas las
épocas.
Y el hombre moderno, miope para
todo lo que no puede tocar con sus manos o dominar con su técnica, enfermo de
nostalgia de una salvación que le permita caminar sin desesperar, está
necesitado de un mensaje de esperanza.
Las Iglesias no deberían olvidar
que la sociedad moderna necesita directrices morales sobre su conducta política
y económica o su comportamiento sexual, pero necesita, sobre todo, la oferta
convencida de una salvación que dé sentido a todo.
Los cristianos deberían ser,
antes que nada, una “reserva inagotable de esperanza” en medio de un mundo tan
amenazado por el sinsentido y el absurdo.
La celebración litúrgica de la
Pascua nos ha de ayudar a los creyentes a reavivar nuestra vocación de testigos
de la resurrección.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1987-1988 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
3 de abril de 1988
ALELUYA
Vio y
creyó.
Probablemente el canto del
aleluya, repetido de manera rutinaria, no encierra hoy para muchos cristianos
un contenido especialmente jubiloso.
Pocos comprenderían la inmensa
alegría de San Agustín que, al
comienzo de la Pascua, invitaba así a sus fieles: «Venid cantores buenos, hijos
de la alabanza del Dios verdadero. Han llegado los días en que hemos de cantar
el aleluya”.
¿Qué se encierra en ese aleluya
que ha enmudecido durante la cuaresma y debe resonar ahora durante el tiempo
pascual en los labios y el corazón de los creyentes?
Son muchos los que lo cantan
ignorando que aleluya es una palabra
compuesta de dos voces hebreas: “Hallelu”
que significa “alabad” y “Yah” que es
el nombre abreviado de Yahve.
Aleluya significa pues “alabad a
Yahve” y es el grito entusiasta y agradecido de los creyentes que se invitan
unos a otros a alabar a Dios por la vida que se nos regala en el resucitado.
Nadie se atrevió en las primeras
comunidades de origen griego, latino o sirio a tocar estas palabras cargadas de
fuerza y contenido intraducible. Hoy se siguen cantando todavía con el sabor
original de los primeros creyentes.
El aleluya es la respuesta
jubilosa de la Iglesia a Cristo resucitada. El cántico que ella entonará hasta
el fin de los tiempos agradeciendo al Señor la redención del mundo.
Los creyentes lo llamaban “el
cántico nuevo”. El canto que sólo pueden cantar de verdad “los hombres nuevos»,
los que se sienten redimidos y conocen la vida nueva que brota del resucitado.
El aleluya es el canto de la
alegría. Pero no de esa alegría falsa de quienes disfrutan a costa del
sufrimiento y la marginación de los débiles, sino de la alegría que nace del
amor y el agradecimiento al crucificado por los hombres.
Hoy el aleluya sólo lo podemos
cantar en la esperanza y el deseo del cielo. Dice San Agustín que “cuando, después de este esfuerzo de aquí,
lleguemos a aquel descanso, nuestra única ocupación será la alabanza a Dios,
nuestro único quehacer el aleluya”.
Celebrar la Pascua es descubrir
en nuestro corazón el contenido profundo de este canto para aprender a cantarlo
en nuestra vida. Cristo ha resucitado en nosotros, aun en medio de nuestro
cansancio. penas y trabajos, brotará el ALELUYA.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1986-1987 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
19 de abril de 1987
Había de
resucitar de entre los muertos.
Creer en Cristo resucitado no es
solamente creer en algo que le sucedió al muerto Jesús. Es saber escuchar hoy
desde lo más hondo de nuestro ser estas palabras: “No tengas miedo, soy yo, el
que vive. Estuve muerto pero ahora estoy vivo por los siglos de ‘os siglos” (Ap
1, 17-18).
Cristo resucitado vive ahora
penetrándolo todo de su energía vital. De manera oculta pero real va impulsando
nuestras vidas hacia la plenitud final. El es “la ley secreta” que dirige la
marcha de todo hacia la Vida.
El es «el corazón del mundo” según la bella expresión de K. Rahner.
Por eso, celebrar la Pascua es entender la vida
de manera diferente. Intuir con gozo que el resucitado está ahí, en medio de
nuestras pobres cosas, sosteniendo para siempre todo lo bueno, lo bello, lo
limpio que florece en nosotros como promesa de infinito y pasa, se disuelve y
muere sin haber llegado a su plenitud.
El está en nuestras lágrimas y
penas como consuelo permanente y misterioso. El está en nuestros fracasos e
impotencia como fuerza segura que nos defiende. El está en nuestras depresiones
acompañando en silencio nuestra soledad y nuestra tristeza incomprendida.
El está en nuestros pecados como
misericordia que nos soporta con paciencia infinita y nos comprende y nos acoge
hasta el fin. El está incluso en nuestra muerte como vida que triunfa cuando
parece extinguirse.
Ningún ser humano está solo.
Nadie vive olvidado. Ninguna queja cae en el vacío. Ningún grito deja de ser
escuchado. El resucitado está con nosotros y en nosotros para siempre.
Por eso, hoy es la fiesta de los
que se sienten solos y perdidos. La fiesta de los que se avergüenzan de su
mezquindad y su pecado. La fiesta de los que no están limpios, de los que se
sienten muertos por dentro. La fiesta de los que gimen agobiados por el peso de
la vida y la mediocridad de su corazón.
Hoy es la Fiesta de la vida. La
fiesta de todos los que nos sabemos mortales pero hemos descubierto en Cristo
resucitado la esperanza de una vida eterna.
Felices los que esta mañana de
Pascua dejen penetrar en su corazón las palabras de Cristo: “Tened paz en mí.
En el mundo tendréis tribulación, pero, ánimo, yo he vencido al mundo” (Jn 16,
33).
José Antonio Pagola
HOMILIA
1985-1986 – BUENAS NOTICIAS
30 de marzo de 1986
SI A LA
VIDA
Ha
resucitado.
Cuando uno es cogido por la
fuerza de la resurrección de Jesús, comienza a entender a Dios de una manera
nueva, como un Padre «apasionado por la vida» de los hombres, y comienza a amar
la vida de una manera diferente.
La razón es sencilla. La
resurrección de Jesús nos descubre, antes que nada, que Dios es alguien que
pone vida donde los hombres ponemos muerte. Alguien que genera vida donde los
hombres la destruimos.
Tal vez nunca la humanidad,
amenazada de muerte desde tantos frentes y por tantos peligros que ella misma
ha desencadenado, ha necesitado tanto como hoy hombres y mujeres comprometidos
incondicionalmente y de manera radical en la defensa de la vida.
Esta lucha por la vida debemos
iniciarla en nuestro propio corazón, «campo de batalla en el que dos tendencias
se disputan la primacía: el amor a la vida y el amor a la muerte» (E. Fromm).
Desde el interior mismo de
nuestro corazón vamos decidiendo el sentido de nuestra existencia, O nos
orientamos hacia la vida por los caminos de un amor creador, una entrega
generosa a los demás, una solidaridad generadora de vida.., O nos adentramos
por caminos de muerte, instalándonos en un egoísmo estéril y decadente, una
utilización parasitaria de los otros, una apatía e indiferencia total ante el
sufrimiento ajeno.
Es en su propio corazón donde el
creyente, animado por su fe en el resucitado, debe vivificar su existencia,
resucitar todo lo que se le ha muerto y orientar decididamente sus energías
hacia la vida, superando cobardías, perezas, desgastes y cansancios que nos
podrían encerrar en una muerte anticipada.
Pero no se trata solamente de
revivir personalmente sino de poner vida donde tantos ponen muerte.
La «pasión por la vida» propia
del que cree en la resurrección, debe impulsarnos a hacernos presentes allí
donde «se produce muerte», para luchar con todas nuestras fuerzas frente a
cualquier ataque a la vida.
Esta actitud de defensa de la
vida nace de la fe en un Dios resucitador y «amigo de la vida» y debe ser firme
y coherente en todos los frentes.
Quizás sea ésta la pregunta que
debamos hacernos esta mañana de Pascua: ¿Sabemos defender la vida con firmeza
en todos los frentes? ¿Cuál es nuestra postura personal ante las muertes
violentas, el aborto, la destrucción lenta de los marginados, el genocidio de
tantos pueblos, la instalación de armas mortíferas sobre las naciones, el
deterioro creciente de la naturaleza?
José Antonio Pagola
HOMILIA
1984-1985 – BUENAS NOTICIAS
7 de abril de 1985
DIOS LO
HA RESUCITADO
Vio y
creyó...
Pocos escritores han logrado
hacernos intuir el vacío inmenso de un universo sin Dios, como el poeta alemán Jean Paul en su escalofriante «Discurso de Cristo muerto» escrito en
1795.
Jean Paul nos
describe una visión terrible y desgarradora. El mundo aparece al descubierto.
Los sepulcros se resquebrajan y los muertos avanzan hacia la resurrección.
Aparece en el cielo un Cristo muerto.
Los hombres corren a su encuentro con un terrible interrogante: ¿No hay Dios? y
Cristo muerto les responde: No lo hay.
Entonces les cuenta la
experiencia de su propia muerte: «He recorrido los mundos, he subido por encima
de los soles, he volado con la vía láctea a través de las inmensidades
desiertas de los cielos. Pues bien, no hay Dios. He bajado hasta lo más hondo a
donde el ser proyecta su sombra, he mirado dentro del abismo y he gritado allí:
¡Padre! ¿Dónde estás? Sólo escuché como respuesta el ruido del huracán eterno a
quien nadie gobierna... Y cuando busqué en el mundo inmenso el ojo de Dios, se
fijó en mí una órbita vacía y sin fondo...».
Entonces los niños muertos se
acercan y le preguntan: Jesús, ¿ya no tenemos Padre? Y él contestó entre un río
de lágrimas: Todos somos huérfanos. Vosotros y yo. ¡Todos estamos sin
Padre!...».
Después Cristo mira el vacío
inmenso y la nada eterna. Sus ojos se llenan de lágrimas y dice llorando: «En
un tiempo viví en la tierra. Entonces todavía era feliz. Tenía un Padre
infinito y podía oprimir mi pecho contra su rostro acariciante y gritarle en la
muerte amarga: ¡Padre! saca a tu hijo de este cuerpo sangriento y levántalo a
tu corazón. Ay, vosotros, felices habitantes de la tierra que todavía creéis en
El. Después de la muerte, vuestras heridas no se cerrarán. No hay mano que nos
cure. No hay Padre...».
Cuando el poeta despierta de esta
terrible pesadilla, dice así. «Mi alma
lloró de alegría al poder adorar de nuevo a Dios. Mi gozo, mi llanto y mi
fe en El fueron mi plegaria».
Cristianos habitados por una fe
rutinaria y superficial, ¿no deberíamos sentir algo semejante en esta mañana de
Pascua? Alegría. Alegría incontenible. Gozo y agradecimiento. «Hay Dios. En el
interior mismo de la muerte ha esperado a Jesús para resucitarlo. Tenemos un
Padre. No estamos huérfanos. Alguien nos ama para siempre».
Y si ante Cristo resucitado,
sentimos que nuestro corazón vacila y duda, seamos sinceros. Invoquemos con
confianza a Dios. Sigamos buscándole con humildad. No lo sustituyamos por
cualquier cosa. Dios está cerca. Mucho más cerca de lo que sospechamos.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1983-1984 – BUENAS NOTICIAS
22 de abril de 1984
AMENAZADOS
DE RESURRECCIÓN
Él había
resucitado de entre los muertos.
Cada vez es más intenso el afán
de todos por estrujar la vida, reduciéndola al disfrute intenso e ¡limitado del
presente. Es la consigna que encuentra cada vez más adictos: «Lo queremos todo
y lo queremos ahora».
No dominamos el porvenir y, por
ello; es cada vez más tentador vivir sin futuro, actuar sin proyectos,
organizar sólo el presente. La incertidumbre de un futuro demasiado oscuro
parece empujarnos a vivir el instante presente de manera absoluta y sin
horizonte.
No parece ya tan importantes los
valores, los criterios de actuación o la construcción del mañana. El mañana
todavía no existe. Hay que vivir el presente.
Sin embargo, cada uno de nosotros
vive más o menos conscientemente con un interrogante en su corazón. Podemos
distraernos estrenando nuevo modelo de coche, disfrutando intensamente unas
vacaciones, sumergiéndonos en nuestro trabajo diario, encerrándonos en la
comodidad del hogar. Pero, todos sabemos que estamos «amenazados de muerte».
En el interior de la felicidad
más transparente se esconde siempre la insatisfacción
de no poder evitar su fugacidad ni poder saborearla sin la amenaza de la
ruptura y la muerte.
Y aunque no todos sentimos con la
misma fuerza la tragedia de tener que morir un día, todos entendemos la verdad
que encierra el grito de Miguel de
Unamuno: «No quiero morirme, no, no, no quiero ni puedo quererlo; quiero
vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que soy y me siento
ser ahora y aquí».
Este pobre hombre que somos todos
y cuyas pequeñas esperanzas se ven tarde o temprano malogradas e, incluso,
completamente destrozadas, necesita descubrir en el interior mismo de su vivir
un horizonte que ponga luz y alegría a su existencia.
Felices los que esta mañana de
Pascua puedan comprender desde lo hondo de su ser, las palabras de aquel
periodista guatemalteco que, amenazado de muerte, expresaba así su esperanza
cristiana:
«Dicen que estoy amenazado de
muerte... ¿Quién no está amenazado de muerte? Lo estamos todos desde que
nacemos... Pero hay en la advertencia un error conceptual. Ni yo ni nadie
estamos amenazados de muerte. Estamos amenazados de vida, amenazados de
esperanza, amenazados de amor.
Estamos equivocados. Los
cristianos no estamos amenazados de muerte. Estamos «amenazados» de
resurrección. Porque además del Camino y la Verdad , él es la Vida , aunque esté crucificada en la cumbre del
basurero del Mundo».
José Antonio Pagola
HOMILIA
1982-1983 – APRENDER A VIVIR
3 de abril de 1983
EL RETO
DE LA RESURRECCION
Ha
resucitado.
En una cultura decididamente
orientada hacia el dominio de la naturaleza, el progreso técnico y el
bienestar, la muerte viene a ser «el pequeño fallo del sistema». Algo
desagradable y molesto que conviene socialmente ignorar.
Todo sucede como si la muerte se
estuviera convirtiendo para el hombre contemporáneo en un moderno «tabú» que,
en cierto sentido, sustituye a otros que van cayendo.
Es significativo observar cómo
nuestra sociedad se preocupa cada vez más de iniciar al niño en todo lo
referente al sexo y al origen de la vida, y cómo se le oculta con cuidado la
realidad última de la muerte. Quizás esa vida que nace de manera tan
maravillosa, ¿no terminará trágicamente en la muerte?
Lo cierto es que la muerte rompe
todos nuestros proyectos individuales y pone en cuestión el sentido último de
todos nuestros esfuerzos colectivos.
Y el hombre contemporáneo lo
sabe, por mucho que intente olvidarlo. Todos sabemos que, incluso en lo más
íntimo de cualquier felicidad, podemos saborear siempre la amargura de su
limitación, pues no logramos desterrar la amenaza de fugacidad, ruptura y
destrucción que crea en nosotros la muerte.
El problema de la muerte no se
resuelve escamoteándolo ligeramente. La muerte es el acontecimiento cierto,
inevitable e irreversible que nos espera a todos. Por eso, sólo en la muerte se
puede descubrir si hay verdaderamente alguna esperanza definitiva para este
anhelo de felicidad, de vida y liberación gozosa que habita nuestro ser.
Es aquí donde el mensaje pascual
de la resurrección de Jesús se convierte en un reto para todo hombre que se
plantea en toda su profundidad el sentido último de su existencia.
Sentimos que algo radical, total
e incondicional se nos pide y se nos promete. La vida es mucho más que esta
vida. La última palabra no es para la brutalidad de los hechos que ahora nos
oprimen y reprimen.
La realidad es más compleja, rica
y profunda de lo que nos quiere hacer creer el realismo. Las fronteras de lo
posible no están determinadas por los límites del presente. Ahora se está
gestando la vida definitiva que nos espera. En medio de esta historia dolorosa
y apasionante de los hombres se abre un camino hacia la liberación y la
resurrección.
Nos espera un Padre capaz de
resucitar lo muerto. Nuestro futuro es una fraternidad feliz y liberada. ¿Por
qué no detenerse hoy ante las palabras del Resucitado en el Apocalipsis «He abierto
ante ti una puerta que nadie puede cerrar.»?
José Antonio Pagola
HOMILIA
1981-1982 – APRENDER A VIVIR
11 de abril de 1982
ESPERANZA
PARA LOS CRUCIFICADOS
Marsa
Magdalena fue al sepulcro al amanecer.
Los cristianos hemos olvidado con
frecuencia algo que los primeros creyentes subrayan con fuerza: Dios ha
resucitado precisamente al Crucificado.
Así lo anuncian desde el primer
momento: «Vosotros lo matasteis, pero Dios lo resucitó». El Resucitado no es
otro que el ejecutado en la cruz.
Dios no ha resucitado a un monje
de Qumrán, ni a un noble saduceo, ni a un escriba fariseo, ni a un
revolucionario zelote, sino a un crucificado.
Y esto es importante. La
resurrección de Jesús ha sido, antes que nada, la reacción de Dios ante la
injusticia criminal de los que han crucificado a Jesús. El gesto de Dios nos
descubre no sólo el triunfo de su omnipotencia, sino la victoria de su
justicia, por encima de las injusticias de los hombres.
Por eso, la resurrección de Jesús
es esperanza, en primer lugar, para los crucificados. No le espera resurrección
a cualquier vida, sino a una existencia crucificada y vivida con el espíritu
del Crucificado.
Dios resucitó a un crucificado, y
desde entonces hay esperanza para los crucificados de mil maneras a lo largo de
la historia. Pero, esto significa además que todos caminamos hacia la
resurrección en la medida en que nuestra vida tiene algo de crucifixión.
Caminamos hacia la resurrección
cuando nuestro vivir diario no es una cómoda evasión de los problemas ajenos,
sino una entrega constante y agotadora a los demás. Cuando nuestra vida no es
una búsqueda confortable de felicidad, sino un desvivirse por los otros. Cuando
nuestra vida no es inhibición y absentismo egoísta, sino defensa y lucha
arriesgada por tantos desvalidos, pobres e indefensos.
Sólo desde esa participación
humilde en la crucifixión de Jesús podemos esperar con fe la resurrección. Para
decirlo gráficamente con Jon Sobrino:
«serla un grave error pretender apuntarse a la resurrección de Jesús en su último
estadio, sin recorrer las mismas etapas histórica que recorrió Jesús».
La actual solidaridad con los
crucificados es la garantía de nuestra futura resurrección. Por ello, esta
mañana de Pascua hemos de hacernos una pregunta decisiva para nuestro ser
cristiano.
¿Estamos del lado de los que
crucifican o de aquéllos que son crucificados? ¿Estamos junto a los que matan
la vida y deshumanizan a los hombres, o de aquéllos que «mueren» por defender
lo humano y se desviven en el servicio a la vida?
Una vida crucificada en el
servicio a los hermanos y en la defensa de los crucificados es el mejor
testimonio de una fe viva en el Resucitado.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1980-1981 – APRENDER A VIVIR
19 de abril de 1981
CREER EN
EL RESUCITADO
No habían
entendido que él
había de resucitar de entre los muertos.
había de resucitar de entre los muertos.
«No puedo ni imaginarme creyente
de ninguna fórmula verbal». En estos términos se expresa el célebre psiquíatra
escocés Renald Laing. Y es cierto que
la fe es mucho más que la mera aseveración de una fórmula.
Esta mañana de Pascua nos debe
recordar que la fe en Jesucristo resucitado es mucho más que el asentimiento a
una fórmula del credo. Incluso, mucho más que la afirmación de algo
extraordinario que le aconteció al muerto Jesús hace aproximadamente dos mil
años.
Creer en el Resucitado es creer
que ahora Cristo está vivo, lleno de fuerza y creatividad, impulsando la vida
hacia su último destino y liberando a la humanidad de caer en el caos
definitivo.
Creer en el Resucitado es creer
que Jesús está vivo y que se hace presente de alguna manera en medio de los
creyentes. Es participar activamente en los encuentros y las tareas de la
comunidad cristiana, sabiendo con gozo que cuando dos o tres nos reunimos en su
nombre, allí está ya él poniendo esperanza en nuestras vidas.
Creer en el Resucitado es
descubrir que nuestra oración no es un monólogo vacío, sin interlocutor que
escuche nuestra invocación, sino diálogo con alguien vivo que está junto a
nosotros en la misma raíz de la vida.
Creer en el Resucitado es
dejarnos interpelar por su palabra viva recogida en los evangelios, e ir
descubriendo prácticamente que sus palabras son «espíritu y vida» para el que
sabe alimentarse de ellas.
Creer en el Resucitado es tener
la experiencia personal de que hoy todavía Jesús tiene fuerza para cambiar
nuestras vidas, resucitar todo lo bueno que hay en nosotros e irnos liberando
de todo lo que mata nuestra libertad.
Creer en el Resucitado es saber
verlo aparecer vivo en el último y más pequeño de los hombres, llamándonos a la
fraternidad y la solidaridad con el hermano pobre.
Creer en el Resucitado es creer
que 1 es «el primogénito de entre los muertos» en el que se inicia ya nuestra
resurrección y en el que se nos abren ya las verdaderas posibilidades de vivir
eternamente.
Creer en el Resucitado es creer
que ni el sufrimiento ni la injusticia, ni el cáncer ni el infarto, ni la
metralleta, la opresión o la muerte tienen la última palabra. La última palabra
la tiene el Resucitado, Señor de la vida y la muerte.
José Antonio Pagola
Para
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