El pasado 2 de octubre, José Antonio Pagola nos visitó en la Parroquia de San Pedro Apóstol de la Iglesia de Sopela, dándonos la conferencia:
"Volver a Jesucristo. Iniciar la reacción".
Pulsando aquí podréis disfrutar de ella.
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¡Volver a Jesucristo! Iniciar la reacción.
Video de la Conferencia de Jose Antonio Pagola.
José Antonio Pagola: He recibido con satisfacción la resolución definitiva de la Congregación Romana para la Doctrina de la Fe sobre mi libro, Jesús.Aproximación histórica.
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19º domingo Tiempo ordinario (B)
EVANGELIO
Yo soy el pan vivo
que ha bajado del cielo.
+ Lectura del santo
evangelio según san Juan 6,41-51
En aquel tiempo, los judíos
criticaban a Jesús porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo», y
decían:
- «¿No es éste Jesús, el hijo de
José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del
cielo?».
Jesús tomó la palabra y les
dijo:
- «No critiquéis. Nadie puede
venir a mí, si no lo trae el Padre que me ha enviado.
Y yo lo resucitaré el último
día.
Está escrito en los profetas:
'Serán todos discípulos de Dios'.
Todo el que escucha lo que dice
el Padre y aprende viene a mí.
No es que nadie haya visto al
Padre, a no ser el que procede de Dios: ése ha visto al Padre.
Os lo aseguro: el que cree tiene
vida eterna.
Yo soy el pan de la vida.
Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que
baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera.
Yo soy el pan vivo que ha bajado
del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre.
Y el pan que yo daré es mi carne
para la vida del mundo».
Palabra de Dios.
HOMILIA
2014-2015 -
9 de agosto de 2015
ATRACCIÓN
POR JESÚS
Yo soy el
pan bajado del cielo.
El evangelista Juan repite una y
otra vez expresiones e imágenes de gran fuerza para grabar bien en las
comunidades cristianas que han de acercarse a Jesús para descubrir en él una
fuente de vida nueva. Un principio vital que no es comparable con nada que
hayan podido conocer con anterioridad.
Jesús es «pan bajado del cielo ». No
ha de ser confundido con cualquier fuente de vida. En Jesucristo podemos
alimentarnos de una fuerza, una luz, una esperanza, un aliento vital... que
vienen del misterio mismo de Dios, el Creador de la vida. Jesús es «el pan de la vida ».
Por eso, precisamente, no es
posible encontrarse con él de cualquier manera. Hemos de ir a lo más hondo de
nosotros mismos, abrirnos a Dios y «escuchar
lo que nos dice el Padre ». Nadie puede sentir verdadera atracción por
Jesús, «si no lo atrae el Padre que lo ha
enviado».
Lo más atractivo de Jesús es su
capacidad de dar vida. El que cree en Jesucristo y sabe entrar en contacto con
él, conoce una vida diferente, de calidad nueva, una vida que, de alguna
manera, pertenece ya al mundo de Dios. Juan se atreve a decir que «el que coma de este pan, vivirá para
siempre».
Si, en nuestras comunidades
cristianas, no nos alimentamos del contacto con Jesús, seguiremos ignorando lo
más esencial y decisivo del cristianismo. Por eso, nada hay pastoralmente más
urgente que cuidar bien nuestra relación con Jesús el Cristo.
Si, en la Iglesia, no nos
sentimos atraídos por ese Dios encarnado en un hombre tan humano, cercano y
cordial, nadie nos sacará del estado de mediocridad en que vivimos sumidos de
ordinario. Nadie nos estimulará para ir más lejos que lo establecido por
nuestras instituciones. Nadie nos alentará para ir más adelante que lo que nos
marca nuestras tradiciones.
Si Jesús no nos alimenta con su
Espíritu de creatividad, seguiremos atrapados en el pasado, viviendo nuestra religión desde formas,
concepciones y sensibilidades nacidas y desarrolladas en otras épocas y para
otros tiempos que no son los nuestros. Pero, entonces, Jesús no podrá contar con
nuestra cooperación para engendrar y alimentar la fe en el corazón de los
hombres y mujeres de hoy.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2011-2012 -
12 de agosto de 2012
EL CAMINO
PARA CREER EN JESÚS
Según el relato de Juan, Jesús
repite cada vez de manera más abierta que viene de Dios para ofrecer a todos un
alimento que da vida eterna. La gente no puede seguir escuchando algo tan
escandaloso sin reaccionar. Conocen a sus padres. ¿Cómo puede decir que viene
de Dios?
A nadie nos puede sorprender su
reacción. ¿Es razonable creer en Jesucristo? ¿Cómo podemos creer que en ese
hombre concreto, nacido poco antes de morir Herodes el Grande, y conocido por
su actividad profética en la Galilea de los años treinta, se ha encarnado el
Misterio insondable de Dios.
Jesús no responde a sus
objeciones. Va directamente a la raíz de su incredulidad: "No
critiquéis". Es un error resistirse a la novedad radical de su persona
obstinándose en pensar que ya saben todo acerca de su verdadera identidad. Les
indicará el camino que pueden seguir.
Jesús presupone que nadie puede
creer en él si no se siente atraído por su persona. Es cierto. Tal vez, desde
nuestra cultura, lo entendemos mejor que aquellas gentes de Cafarnaún. Cada vez
nos resulta más difícil creer en doctrinas o ideologías. La fe y la confianza
se despiertan en nosotros cuando nos sentimos atraídos por alguien que nos hace
bien y nos ayuda a vivir.
Pero Jesús les advierte de algo
muy importante:"Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha
enviado". La atracción hacia Jesús la produce Dios mismo. El Padre que lo
ha enviado al mundo despierta nuestro corazón para que nos acerquemos a Jesús
con gozo y confianza, superando dudas y resistencias.
Por eso hemos de escuchar la voz
de Dios en nuestro corazón y dejarnos conducir por él hacia Jesús. Dejarnos
enseñar dócilmente por ese Padre, Creador de la vida y Amigo del ser humano:
"Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí".
La afirmación de Jesús resulta
revolucionaria para aquellos hebreos. La tradición bíblica decía que el ser
humano escucha en su corazón la llamada de Dios a cumplir fielmente la Ley. El
profeta Jeremías había proclamado así la promesa de Dios: "Yo pondré mi
Ley dentro de vosotros y la escribiré en vuestro corazón".
Las palabras de Jesús nos invitan
a vivir una experiencia diferente. La conciencia no es solo el lugar recóndito
y privilegiado en el que podemos escuchar la Ley de Dios. Si en lo íntimo de
nuestro ser, nos sentimos atraídos por lo bueno, lo hermoso, lo noble, lo que
hace bien al ser humano, lo que construye un mundo mejor, fácilmente no
sentiremos invitados por Dios a sintonizar con Jesús. Es el mejor camino para
creer en él.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2008-2009 – RECUPERAR EL EVANGELIO
9 de agosto de 2009
ATRACCIÓN
POR JESÚS
(Ver homilía del 9 de agosto de
2015)
José Antonio Pagola
HOMILIA
2005-2006 – POR LOS CAMINOS DE JESÚS
13 de agosto de 2006
DEJARSE
GUIAR POR DIOS
Nadie
puede venir a mí si no lo atrae mi Padre.
Jesús se encuentra discutiendo
con un grupo de judíos. En un determinado momento, hace una afirmación de gran
importancia: «Nadie puede venir a mí si
no lo atrae el Padre». Y más adelante continúa: «el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí».
La incredulidad empieza a brotar
en nosotros desde el mismo momento en que empezamos a organizar nuestra vida de
espaldas a Dios. Así de sencillo. Dios va quedando ahí como algo poco
importante que se arrincona en algún lugar olvidado de nuestra vida. Es fácil
entonces vivir «pasando de Dios».
Incluso los que nos decimos
creyentes estamos perdiendo capacidad para escuchar a Dios. No es que Dios no
hable en el fondo de las conciencias. Es que, llenos de ruido y
autosuficiencia, no sabemos ya percibir su presencia callada en nosotros.
Quizás sea ésta nuestra mayor
tragedia. Estamos arrojando a Dios de nuestro corazón. Nos resistimos a
escuchar su llamada. Nos ocultamos a su mirada amorosa. Preferimos «otros
dioses» con quienes vivir de manera más cómoda y menos responsable.
Sin embargo, sin Dios en el
corazón, quedamos como perdidos. Ya no sabemos de dónde venimos y hacia dónde
vamos. No reconocemos qué es lo esencial y qué lo poco importante. Nos cansamos
buscando seguridad y paz, pero nuestro corazón sigue inquieto e inseguro.
Se nos ha olvidado que la paz, la
verdad y el amor se despiertan en nosotros cuando nos dejamos guiar por Dios.
Todo cobra entonces nueva luz. Todo se empieza a ver de otra manera más amable
y esperanzada.
Hace ya algunos años, el concilio
Vaticano II hablaba de la «conciencia» como «el
núcleo más secreto» del ser humano, el «sagrario» en el que la persona «se siente a solas con Dios», un espacio
interior donde «la voz de Dios resuena en
su recinto más íntimo». Bajar hasta el fondo de esta conciencia, escuchar
los anhelos más nobles del corazón, es el camino más sencillo para escuchar a
Dios. Quien escucha esa voz interior, se sentirá atraído hacia Jesús.
José Antonio Pagola
HOMILIA
2002-2003 – REACCIONAR
10 de agosto de 2003
NO ES
NORMAL
Nadie
puede venir a mí,
si no lo
trae mi Padre
A muchos hombres y mujeres de mi
generación, nacidos en familias creyentes, bautizados a los pocos días de vida
y educados siempre en un ambiente cristiano, les ha podido suceder lo mismo que
a mí. Hemos respirado la fe de manera tan natural que podemos llegar a pensar
que lo normal es ser creyente.
Es curioso nuestro lenguaje.
Hablamos como si creer fuera el estado más normal. El que no adopta una postura
creyente ante la vida es considerado como un hombre o mujer al que le falta
algo. Entonces lo designamos con una forma privativa: «in-creyente» o
«in-crédulo».
No nos damos cuenta de que la fe
no es algo natural sino un don inmerecido. Los increyentes no son gente tan
extraña como a nosotros nos puede parecer. Al contrario, somos los cristianos
los que tenemos que reconocer que resultamos bastante extraños.
¿Es normal ser hoy discípulos de
un hombre ajusticiado por los romanos hace veinte siglos, del que proclamamos
que resucitó a la vida porque era nada menos que el Hijo de Dios hecho hombre?
¿Es razonable esperar en un más allá que podría ser sólo la proyección de
nuestros deseos y el engaño más colosal de la humanidad?
¿No es sorprendente pretender
acoger al mismo Cristo en nuestra vida compartiendo juntos su cuerpo y su
sangre en ritos y celebraciones de carácter tan arcaico? ¿No es una presunción
orar creyendo que Dios nos escucha o leer los libros sagrados pensando que Dios
nos está hablando?
El encuentro con increyentes que
nos manifiestan honradamente sus dudas e incertidumbres, nos puede ayudar hoy a
los cristianos a vivir la fe de manera más realista y humilde, pero también con
mayor gozo y agradecimiento.
Aunque los cristianos tenemos
razones para creer (de lo contrario, lo dejaríamos), la fe, como dice San
Pablo, «no se fundamenta en la sabiduría
humana». La fe no es algo natural y espontáneo. Es un don inmerecido, una
aventura extraordinaria. Un modo de «estar en la vida», que nace y se alimenta
de la gracia de Dios.
Los creyentes deberíamos escuchar
hoy de manera muy particular las palabras de Jesús: «No critiquéis. Nadie puede venir a mí si no lo trae el Padre que me ha
enviado». Más que llenar nuestro corazón de críticas amargas, hemos de
abrimos a la acción del Padre.
Para creer es importante
enfrentarse a la vida con sinceridad total, pero es decisivo dejarse guiar por
la mano amorosa de ese Dios que conduce misteriosamente nuestra vida.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1999-2000 – COMO ACERTAR
13 de agosto de 2000
ACOMPAÑAR
HASTA EL FINAL
El que
cree tiene vida eterna.
El progreso de la medicina ha
hecho crecer el número de enfermos a los que se les prolonga la vida durante un
cierto tiempo, aunque sin posibilidad alguna de curación. Estos enfermos que
viven el duro trance de ir «terminando» su vida de manera inevitable requieren
hoy una atención particular.
No es difícil entender lo que el
enfermo terminal va a vivir en su caminar hacia el final. Agotamiento y
debilidad extrema, miedo al dolor, impotencia al ver que la vida se escapa sin
remedio, temor ante lo desconocido, pena inmensa al tener que abandonar a los
seres queridos, miedo a estar solo en la hora final.
La proximidad de la muerte no
aflige sólo al enfermo. Hace sufrir intensamente a los familiares, amigos y
cuantos quieren de verdad a esa persona. Es duro estar junto al que va a morir.
Se intenta, de muchas formas, mitigar la situación, pero todos sienten la
impotencia y la pena de una vida querida que termina. ¿Qué podemos hacer?
Lo primero es estar cerca, no
dejar solo al enfermo. Ya no se le puede curar, pero se le puede cuidar,
acompañar, ayudar a vivir los últimos momentos de manera digna, serena y
confiada. Es el momento de envolver a la persona enferma con lo mejor de
nuestro afecto y ternura.
Es importante aliviar al máximo
su dolor para que pueda vivir su proceso con la mayor serenidad posible. Esto
significa calmar el dolor físico con los medios apropiados, pero también
confortarlo en el sufrimiento moral y alentarlo en el momento de la crisis o la
depresión.
El enfermo necesita los cuidados sanitarios
que aseguren su mejor calidad de vida, pero puede necesitar también ayuda para
curar heridas del pasado, para enfrentarse con serenidad a sentimientos oscuros
de culpabilidad, para reconciliarse consigo mismo y con Dios, para despedirse
de este mundo con paz. Es el momento de atender a sus demandas más hondas:
¿cómo se siente interiormente?, ¿a quién quiere tener cerca?, ¿cómo le podemos
ayudar mejor?, ¿desea algo más?
Cuánto ayuda entonces poder
hablar con fe y desde la fe. Poder sugerir al enfermo con palabras y gestos
sencillos la ternura y la bondad de Dios que nos espera y acoge al final de la
vida con amor insondable de Padre. Entonces, tal vez, escuchamos con más
hondura las palabras de Jesús: «Os lo
aseguro: el que cree tiene vida eterna».
José Antonio Pagola
HOMILIA
1996-1997 – DESPERTAR LA FE
10 de agosto de 1997
HACE
PENSAR
El que
cree tiene vida eterna.
Hemos de agradecer a F Savater su valentía al plantear la
cuestión de la muerte. No es lo habitual en estos tiempos. Ya advertí en su
momento la amplia atención que le prestaba en su Diccionario Filosófico (1995). Compruebo ahora que su reciente
libro, Las preguntas de la vida, se
abre precisamente con un capítulo dedicado a la muerte.
Con estilo claro e inconfundible,
Savater nos coloca a todos ante la
realidad ineludible de la muerte. Unico acontecimiento cierto e inevitable: «La
vida está perdida de antemano.» Expenencia absolutamente personal e
intransferible: «Me voy a morir yo y esto es lo terrible.» Realidad siempre inminente:
«Me puedo morir en cualquier momento.»
El filósofo donostiarra apenas
presta atención a la aportación de las religiones que, según él, escamotean la
tragedia de la muerte y la convierte, en un simple «trámite necesario» para
nacer a una vida eterna. Actitud ingenua que probablemente ha surgido por la
experiencia del sueño: «Creo que si no soñásemos al dormir, nadie hubiese
pensado nunca en la posibilidad asombrosa de una vida después de la muerte.»
Sinceramente me cuesta creer que Savater
piense que ése sea de verdad el origen del anhelo de inmortalidad latente en el
ser humano.
Descartada la ilusión religiosa y
después de recorrer algunas posiciones filosóficas, no todas, Savater confiesa que la muerte es como
«un frontón impenetrable» contra el que nuestro pensamiento rebota para volver
una y otra vez sobre esta vida. No hay esperanza alguna de trascenderla. Pero
no hemos de desesperar. Lo importante, según él, es que estamos vivos. «Ya no
habrá muerte eterna para nosotros.» La muerte no podrá impedir que hayamos
vivido. Cuando el ser humano hace esta constatación de su presencia en la vida,
«se exalta» y asume la vida con alegría,
sin desesperar ante la muerte. Nunca esta alegría triunfará por completo sobre
la desesperación, pero a partir de ella «tratamos de aligerar la vida del peso abrumador y nefasto de la muerte».
No es nada fácil. También este
tipo de reflexiones suena a «analgésicos» que tratan inútilmente de consolarnos
de esa muerte ineludible. Como dice Savater,
«la muerte hace pensar». Pero no sólo sobre esta vida, como dice él, sino sobre
el misterio último de la existencia y del ser humano. Y aquí nadie sabemos
nada. No es posible ningún tipo de verificación ni científica ni metafísica.
Sólo cabe la fe o la desesperanza, la alegría resignada ante el final
inevitable o la alegría esperanzada ante la salvación posible. Desde la fe
cristiana, lo decisivo es la respuesta personal e intransferible a la promesa
de Cristo: «Os lo aseguro: el que cree
tiene vida eterna» (Juan 6, 47).
José Antonio Pagola
HOMILIA
1993-1994 – CREER ES OTRA COSA
7 de agosto de 1994
VACACIONES
Y RELIGIOSU)AD
El que
cree tiene vida eterna.
No es fácil armonizar estas dos
realidades. Para muchos, «vacaciones» y «religiosidad» no tienen nada que ver
entre sí. Al contrario, son dos experiencias que se repelen mutuamente.
«Vacaciones» es un término que
viene del latín «vacare» y significa «estar ocioso», «quedar libre de
obligaciones», «no ocuparse de las tareas habituales». Y, de hecho, éste es
para muchos el objetivo principal del descanso veraniego: liberarse de
cualquier obligación penosa.
Basta observar la estampida que
se produce estos días hacia las playas, la montaña o los lugares tradicionales
de veraneo, en una carrera desenfrenada por «cambiar aires», escapar del
trabajo y huir del horario esclavizador o de cuanto recuerda la rutina pesada
de cada jornada.
¿Quién puede pensar durante las
vacaciones en algo como la religión? Ahora lo importante es el disfrute y la
diversión, la liberación de toda obligación, incluida la religiosa. La misa
dominical puede ser sustituida por el paseo o la playa. Estamos de vacaciones.
Ya nos preocuparemos de nuestro espíritu a la vuelta del verano.
¿Por qué precisamente cuando se
dispone de más tiempo libre se prescinde de celebrar la propia fe? ¿Por qué
cuando hay más posibilidades de vivir de forma más humana las diferentes
dimensiones de la persona, se descuida el cultivo del espíritu? Sin duda, habrá
que tener en cuenta diferentes factores, pero hay algo que no se puede olvidar:
muchos entienden la religión como una obligación pesada y no como una fuente de
vida. Es normal entonces que en vacaciones uno se libere de ese peso como se
ubera del trabajo y demás obligaciones penosas.
Sin embargo, estamos asistiendo estos
años a un fenómeno nuevo y significativo. A medida que los cristianos van
descubriendo la fe como el mejor estímulo para vivir de manera saludable,
aprenden a buscar en las vacaciones un descanso más integral donde el cultivo
del espíritu tiene un papel importante. Se aprovecha la visita a los santuarios
y ermitas para hacer oración; se recupera el sentido de la peregrinación y las
marchas religiosas para renovar la vida y el espíritu; los monasterios acogen
cada vez a más grupos que llegan buscando algo más que «el gregoriano» recién
descubierto por el esnobismo de una moda pasajera.
Pocas cosas hay más penosas que
ver a las personas llegar de vacaciones con el espíritu más vacío, el cuerpo
más cansado, resentidos del ritmo trepidante del verano y necesitados de un
descanso que ya no lo podrán encontrar si no es en la rutina diaria del año.
Las palabras de Jesús prometen al
que vive de la fe una vida eterna, que comienza desde ahora y no se extingue
jamás. Es bueno escucharlas también en vacaciones: «Yo os aseguro: el que cree tiene vida eterna.»
José Antonio Pagola
HOMILIA
1990-1991 – DESPERTAR LA ESPERANZA
11 de agosto de 1991
NO ES
NORMAL
Nadie
puede venir a mí
si no lo
trae mi Padre.
A muchos hombres y mujeres de mi
generación, nacidos en familias creyentes, bautizados a los pocos días de vida
y educados siempre en un ambiente cristiano, les ha podido suceder lo mismo que
a mí. Hemos respirado la fe de manera tan natural que podemos llegar a pensar
que lo normal es ser creyente.
Es curioso nuestro lenguaje.
Hablamos como si creer fuera el estado más normal. El que no adopta una postura
creyente ante la vida es considerado como un hombre o mujer al que le falta
algo. Entonces lo designamos con una forma privativa: “increyente” o “in-crédulo”.
No nos damos cuenta de que la fe
no es algo natural sino un don inmerecido. Los increyentes no son gente tan
extraña como a nosotros nos puede parecer. Al contrario, somos los cristianos
los que tenemos que reconocer que resultamos bastante extraños.
¿Es normal ser hoy discípulos de
un hombre ajusticiado por los romanos hace veinte siglos, del que proclamamos
que resucitó a la vida porque era nada menos que el Hijo de Dios hecho hombre?
¿Es razonable esperar en un más
allá que podría ser sólo la proyección de nuestros deseos y el engaño más
colosal de la humanidad?
¿No es sorprendente pretender
acoger al mismo Cristo en nuestra vida compartiendo juntos su cuerpo y su
sangre en ritos y celebraciones de carácter tan arcaico?
¿No es una presunción orar
creyendo que Dios nos escucha o leer los libros sagrados pensando que Dios nos
está hablando?
El encuentro con increyentes que
nos manifiestan honradamente sus dudas e incertidumbres, nos puede ayudar hoy a
los cristianos a vivir la fe de manera más realista y humilde, pero también con
mayor gozo y agradecimiento.
Aunque los cristianos tenemos
razones para creer (de lo contrario, lo dejaríamos), la fe, como dice San
Pablo, “no se fundamenta en la sabiduría humana”. La fe no es algo natural y
espontáneo. Es un don inmerecido, una aventura extraordinaria. Un modo de
“estar en la vida”, que nace y se alimenta de la gracia de Dios.
Los creyentes deberíamos escuchar
hoy de manera muy particular las palabras de Jesús: “No critiquéis. Nadie puede venir a mí si no lo trae el Padre que me ha
enviado”. Más que llenar nuestro corazón de críticas amargas, hemos de
abrirnos a la acción del Padre.
Para creer es importante
enfrentarse a la vida con sinceridad total, pero es decisivo dejarse guiar por
la mano amorosa de ese Dios que conduce misteriosamente nuestra vida.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1987-1988 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
7 de agosto de 1988
LA MITAD
DE LA VIDA
Si no lo
trae el Padre.
Son muchas las personas que no
saben cómo enfrentarse a eso que se ha venido a llamar “la crisis de la mitad
de la vida».
No se trata solamente que el
individuo comienza a sentir que disminuyen sus energías y su fuerza. Nuevos
deseos y preguntas pueden poner en cuestión el sentido de todo lo vivido.
¿Por qué trabajo yo tanto? ¿Para
qué sirve todo lo que he hecho hasta ahora? ¿No debería haber seguido otro
camino en la vida?
Esta crisis de los 40-50 años
puede ser un momento decisivo en nuestra vida para encontrarnos más
profundamente con nuestra propia verdad y la verdad de Dios.
Alguien la ha llamado con acierto
el momento de “la segunda conversión” pues es de esos momentos en que podemos
experimentar en nosotros mismos la verdad de esas palabras de Jesús: “Nadie
puede venir a mí si no lo trae mi Padre”.
Nosotros no hubiéramos vuelto a
Dios, pero es Dios mismo el que, a través de los años, nos conduce de manera
natural a esa crisis que puede ser el lugar de un encuentro nuevo con El, más
profundo y verdadero.
Durante la primera mitad de la
vida, la persona es, sobre todo, actividad, proyectos, organización y
afirmación de sí misma. Tal vez, ahora se nos invita a una actitud más
contemplativa, más interior, más confiada a ese Dios que obra en nosotros a
través de las diversas experiencias de la vida.
Cuando, en este momento de la
vida, uno no ha entendido esto, puede dedicarse más que nunca al trabajo, la
actividad y la agitación. Pero ha de saber que cuanto más trabaja y se mueve,
más se aleja de sí mismo y de Dios.
Por otra parte, en esta crisis de
la mitad de la vida, la paz interior sólo es posible cuando se aprende a
relativizar las cosas para apoyarse cada vez más en lo sustancial y decisivo.
Muchas cosas nos han podido
parecer importantes a lo largo de los años. Ahora es el momento de simplificar
más las cosas y reconducirlo todo a lo esencial.
Dios ha de ocupar un lugar mucho
más importante en nuestra vida. La experiencia religiosa nos puede ayudar en
estos momentos a fortalecer nuestra existencia, a serenar nuestro ánimo y
alimentar nuestra esperanza.
Es bueno dejarse conducir por
Dios con confianza. Pronto descubriremos que la crisis misma es gracia y regalo
de Dios que nos busca desde el interior mismo de la vida.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1984-1985 – BUENAS NOTICIAS
11 de agosto de 1985
NO PASAR
DE DIOS
discípulos
de Dios...
La incredulidad no es, como
ingenuamente pueden pensar algunos creyentes, una «deformación perversa del
espíritu». Algo propio de hombres malvados y retorcidos que pretenden
enfrentarse con Dios.
La incredulidad es una tentación
siempre presente en nuestra vida y que empieza a echar raíces en nuestro
corazón desde el momento mismo en que nos vamos organizando nuestra vida de
espaldas a Dios.
Vivimos en una sociedad donde
Dios no se lleva. Se ha quedado pequeño. Como algo poco importante que es fácil
arrinconar en algún lugar muy secundario de nuestra vida.
Lo más fácil es hoy vivir
«pasando de Dios». ¿Qué puede significar hoy para muchos hombres y mujeres la
invitación de Jesús a vivir como «discípulos de Dios», escuchando lo que dice
el Padre?
Incluso, los que nos decimos
«creyentes» estamos perdiendo capacidad para escuchar a Dios. No es que Dios no
hable ya en el fondo de las conciencias. Es que, llenos de ruido, avidez,
posesiones y autosuficiencia, no sabemos ya percibir la presencia del «más
callado de todos» a quien damos el nombre de Dios.
Quizá sea ésta una de las mayores
tragedias del hombre contemporáneo. Estamos arrojando a Dios de nuestra
conciencia. Rehusamos escuchar su llamada que nos busca. Intentamos ocultarnos
a su mirada amistosa e inquietante. Preferimos «otros dioses» con quienes vivir
con más tranquilidad.
El Vaticano II nos recordaba que
«la conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que se
siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla» (Gaudium et Spes, 16).
Cuando los hombres perdemos esta
capacidad de escuchar la invitación de Dios en el fondo de nuestra conciencia
individual, corremos el riesgo de gritar colectivamente afirmaciones muy
solemnes sobre el amor, la justicia, la solidaridad y honestidad, pero sin
darles luego cada uno un contenido práctico en nuestras propias vidas.
Cuando no se escucha la llamada
personal de Dios es fácil escuchar los intereses egoistas de cada uno, las
razones de la eficacia inmediata, el miedo a correr riesgos excesivos, la
satisfacción de nuestros deseos por encima de todo.
No hemos de olvidar que los
hombres vamos construyendo nuestra vida no tanto en ios acontecimientos
ruidosos sino, sobre todo, en esas horas calladas en que somos capaces de ser
«dóciles» al Dios que habla desde nuestra conciencia.
José Antonio Pagola
HOMILIA
1981-1982 – APRENDER A VIVIR
8 de agosto de 1982
SABER
VIVIR
El que
cree, tiene vida eterna.
Cuántas veces lo hemos escuchado:
«Lo que verdaderamente importa es saber vivir». y, sin embargo, no nos resulta
nada fácil explicar qué es en verdad «saber vivir».
Con frecuencia, nuestra vida es
demasiado rutinaria y mon6tona De color gris. Pero hay momentos en que nuestra
existencia se vuelve feliz, se transfigura, aunque sea de manera fugaz.
Momentos en los que el amor, la
ternura, la convivencia, la solidaridad, el trabajo creador o la fiesta,
adquieren una intensidad diferente. Nos sentimos vivir. Desde el fondo de
nuestro ser, nos decimos a nosotros mismos: «esto es vida».
El evangelio de hoy nos recuerda
unas palabras de Jesús que nos pueden dejar un tanto desconcertados: «Os lo aseguro: el que cree tiene vida
eterna».
La expresión «vida eterna» no
significa simplemente una vida de duración ilimitada, incluso, después de la
muerte.
Se trata, antes que nada, de una
vida de profundidad y calidad nueva, una vida que pertenece al mundo
definitivo. Una vida que no puede ser destruida por un bacilo ni quedar
truncada en el cruce de cualquier carretera.
Una vida plena, que va más allá
de nosotros mismos, porque es ya una participación en la vida misma de Dios.
La tarea más apasionante que
tenemos todos ante nosotros es la de ver cómo ser humanos hoy. Cómo crecer como
hombres. Los cristianos creemos que la manera más auténtica de vivir como
hombres es la que nace de una adhesión total a Jesucristo. «Ser cristiano
significa ser hombre, no un tipo de hombre, sino el hombre que Cristo crea en nosotros» (D. Bonhoeffer).
Quizás tengamos que empezar por
creer que nuestra vida puede ser más plena y profunda, más libre y gozosa.
Quizás tengamos que atrevemos a vivir el amor con más radicalidad, para
descubrir un poco qué es «tener vida
abundante». Al fin y al cabo, como dice S. Juan: «Sabemos que hemos pasado
de la muerte a la vida, cuando amamos a nuestros hermanos».
Pero no se trata de amar porque
nos han dicho que amemos, sino porque nos sentimos radicalmente amados. Y
porque creemos cada vez con más firmeza que «nuestra vida está oculta con
Cristo en Dios».
Ciertamente, hay una vida, una
plenitud, un dinamismo, una libertad, una ternura, que «el mundo no puede dar».
Sólo lo descubre quien acierta a enraizar su vida en Jesucristo.
José Antonio Pagola
HOMILIA
APRENDER DE
DIOS
En un episodio referido sólo por
el cuarto evangelista, Jesús se defiende de las críticas que se le hacen con
estas palabras: «Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a
mí», y cita una frase que se puede leer en el libro de Isaías: «Serán todos
discípulos de Dios».
La idea de «aprender de Dios» y
ser como es él estaba muy enraizada en Israel. De hecho, esta exigencia radical
estaba formulada en el viejo libro del Levítico con estas palabras: «Sed santos
como yo, el Señor vuestro Dios, soy Santo» (Lev. 19,2).
Los judíos entendían esta
santidad como una «separación de lo impuro». Esta manera de entender la
«imitación de Dios» generó en Israel una sociedad discriminatoria y excluyente
donde se honraba a los puros y se menospreciaba a los impuros y pecadores, se
valoraba a los varones y se sospechaba de la pureza de las mujeres, se convivía
con los sanos pero se huía de los leprosos.
En medio de esta sociedad, Jesús
introduce un alternativa revolucionaria: «Sed compasivos como vuestro Padre es
compasivo» (Lc 6, 36). El primer rasgo de Dios es la compasión, no la santidad.
Quien quiera ser como es Dios no tiene que vivir «separándose» de los impuros,
sino amando a todos con amor compasivo.
Por eso, Jesús inició un estilo
de vida nuevo, inspirado sólo en el amor. Tocaba a los leprosos, acogía a los
pecadores, comía con publicanos y prostitutas. Su mesa estaba abierta a todos.
Nadie quedaba excluido porque nadie está excluido del corazón compasivo de
Dios.
No basta ser muy religioso sino
ver a qué nos conduce la religión. No basta creer en Dios sino saber en qué
Dios creemos. Él Dios compasivo en el
que creyó Jesús no conduce nunca a actitudes excluyentes de desprecio,
intolerancia o rechazo, sino que atrae hacia una vida de acogida y hospitalidad,
de respeto y de perdón. No nos hemos de engañar. De Dios no se aprende a vivir
de cualquier manera. Él sólo enseña a amar.
José Antonio Pagola
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